33
Las cosas pálidas
ESTRELLA EN EL ESCUDO
Todos los ancestros cantan
Las piedras están amontonadas en la hierba mojada
Dos becerros recién nacidos esperan temblando
Oráculos de Osario
Era desolador hallarse en la encrucijada de Marca Norte donde había estado el mes anterior y ver las colinas sofocadas por lianas oscuras y flores de colores mórbidos. Los soldados cuchicheaban y arrastraban los pies como reses inquietas, pero para Ferras Vansen era un espectáculo mucho más perturbador. Él había visto antes esa vegetación, sólo que cuarenta millas al oeste. Se había extendido en corto tiempo.
—¿Dónde están los corredores? —preguntó el conde Tyne por quinta o sexta vez en una hora. Unió las manos enguantadas como si fuera un día helado, aunque el sol aún no se había puesto y el viento era moderado para ondekamene. El comandante había dejado el yelmo en el suelo como un balde vacío y se quitó la gorra, mostrando su cabello entrecano y ensortijado. Miró la extraña pátina que cubría los prados y los capullos negros que se movían en la brisa como cabezas de niños que los observaran en silencio desde la alta hierba—. Ya tendrían que haber regresado.
—Doiney y los demás son hombres capaces, lord Aldritch. —Vansen miró a los soldados que descansaban. En cualquier otra ocasión, tras un reposo tan prolongado, se habrían desperdigado por la hierba como ovejas sin cuidar, pero en cambio permanecían incómodamente donde se habían detenido, como encarcelados por los bordes del camino. Estos hijos de granjeros y tenderos no querían saber nada de esas lianas espinosas ni esas flores antinaturales y aceitosas.
—Usted ya ha visto esto antes, Vansen.
—Sí, lord Aldritch. Con mi tropa, al norte de Argentia. Justo antes de que las cosas empezaran a ir mal.
—Por la sangre de los dioses, no lo comente con nadie, por favor. —Tyne frunció el ceño—. Esta gente ya está dispuesta a dar media vuelta y huir a Marca Sur. —Miró de mala gana al mantis de cabeza rapada que mecía un cuenco de incienso en medio de la encrucijada, gimiendo y cantando para ahuyentar los malos espíritus. Muchos hombres lo observaban con inquietud—. Le haré arrancar la cabeza a ese sacerdote —refunfuñó el conde de Costazul.
—Creo que esta gente sabrá comportarse cuando llegue el momento, lord Aldritch. Muchos han luchado en las fronteras de Brenia o contra los salteadores kertianos. Están tensos por la espera.
Tyne bebió un trago de su tazón y miró pensativamente al capitán de la guardia.
—A decir verdad, esto es duro para todos nosotros. Ya es bastante malo esperar a que el enemigo se presente cuando sabemos que combatimos contra hombres mortales. ¿Cómo lidiar con esto? —Señaló las colinas envenenadas.
Ferras Vansen se alegró de que el conde no esperase una respuesta.
—Ah —dijo de pronto el hombre mayor, con alivio—. Ahí vienen. —Entornó los ojos—. Son ellos, ¿no?
—Sí, milord. —También Vansen sintió alivio. Habían esperado que los corredores regresaran al mediodía y el sol ya estaba sobre las colinas—. Vienen al galope.
—Parece que tienen algo que decir, ¿verdad? —Tyne miró la línea de soldados de la carretera. Hacía más de un día que se habían cruzado con los refugiados de Candelar, y aunque las historias eran espantosas, casi increíbles, su presencia al menos demostraba que podían cruzar estas colinas a salvo. Pero tras dejar atrás a los últimos rezagados, el ejército de Marca Sur había atravesado parajes vacíos y silenciosos, y por eso las tropas empezaron a moverse al ver a los corredores. Detrás de los soldados, la primera fila de arrieros, previendo que la caravana pronto se pondría en marcha, fue en busca de los bueyes que se habían alejado para pastar—. Salga a buscarlos, tráigalos a mi presencia —ordenó Tyne—. Bajo aquel árbol, en la ladera. Así podremos hablar lejos de oídos curiosos.
—Quizá debamos ordenar a los hombres que acampen, milord —sugirió Vansen—. Se está haciendo tarde para seguir viaje, y eso los mantendrá ocupados.
—Buena idea, pero primero quiero saber qué dicen los corredores. —El conde se volvió hacia su escudero—. Avisa a Rorick, Mayne y Sivney Fiddicks que se reúnan conmigo en aquella colina. También al joven príncipe, desde luego: no podemos excluirlo. Ah, y a Brenhall… Debe de estar debajo de un árbol, durmiendo después del almuerzo.
Vansen apenas oyó estas palabras mientras el otro escudero del conde lo ayudaba a montar, y luego espoleó el caballo para salir al encuentro de los corredores.
* * *
—¿Cuántos son, maldición? —Tyne se tiró del bigote como si quisiera abofetear a Gar Doiney—. ¿Cuántas veces debo preguntarlo?
—Perdón, señoría. —El corredor tenía la voz seca y cascada, como si no la usara mucho—. Os he oído, pero es difícil responder. Con tanta niebla, sólo podemos distinguir que han acampado en el cerro y en la arboleda. Dimos un largo rodeo para mirar mejor… por eso tardamos tanto en volver. —Sacudió la cabeza. La cicatriz que tenía entre el ojo y la boca y le estiraba el labio como si estuviera sonriendo ya lo había metido en problemas anteriormente, y Vansen sospechó que por eso Doiney había escogido una profesión habitualmente solitaria, pero ni siquiera el encolerizado Tyne podía dejar de reparar en el aire crispado del rostro curtido y huesudo del corredor. Aun un veterano como Doiney se sentía perturbado por ese enemigo desconocido y antinatural—. Venid con nosotros, conde. Aún nos queda una hora de luz. Así podréis verlo. Es difícil distinguir nada. Pero hay centenares, quizá millares.
Tyne agitó la mano.
—Es peligroso basarse en conjeturas, pero al menos sabemos dónde están.
—¿Y estás seguro de que no hay más en otra parte? —preguntó el príncipe Barrick. Se había sumado al círculo de la ladera, donde los nobles se agolpaban para guarecerse del crudo viento. El príncipe parecía interesado. Quizá demasiado interesado, pensó Vansen, como si hubiera olvidado que los hombres que desenrollaban sus mantas pronto tendrían que chocar sus aceros contra ese interesante fenómeno, que algunos de ellos ciertamente morirían. Pensó con rencor que Dab Dawley y muchos otros soldados, tan jóvenes como el príncipe, no estarían custodiados como Barrick, no contarían con ninguna protección que redujera el peligro de la experiencia del combate.
¿Pero quién me pidió que cuidara del muchacho, que lo protegiera? ¿Fue el príncipe mismo? No, fue su hermana. Quizá sea injusto con él. De nuevo Vansen estaba inseguro: a veces Barrick Eddon parecía un niño presumido y ansioso y a veces parecía tener cien años y estar muy por encima de algo tan trivial como el miedo a la muerte.
—Si vuestra alteza pregunta si se trata de un señuelo destinado a atraernos, mientras el resto acecha en una emboscada —dijo Doiney, incómodo en presencia del príncipe—, diré que todo es posible. Pero si hay otra fuerza oculta, o bien son tan pequeños que están escondidos bajo los tréboles o están flotando en una nube en el cielo, o lo que hagan esas hadas. A causa de la niebla, no avistamos a los que estaban en el cerro hasta nuestro regreso, y recorrimos estos parajes a ambos lados de la carretera de Setia y los confines de la vieja carretera de Marca Norte, por toda clase de terrenos. —Hizo una pausa, tratando de reflexionar, para cerciorarse de que había dicho lo que quería decir. Vansen nunca le había oído decir tantas palabras, y hacía años que lo conocía—. Con perdón, alteza, quiero decir que no hay otros que podamos ver en muchas millas a la redonda, salvo los que están casi encima de nosotros.
—¿Qué aspecto tienen? —preguntó Rorick, con una reciedumbre que no convencía a nadie.
—Es difícil decirlo —respondió Doiney—. Mis disculpas, señoría, pero son esa maldita niebla y esos árboles. Vimos algunos que llevaban lo que parecía una armadura común, tal como vos o como yo, y había caballos y tiendas, todo lo que uno esperaría. Pero también había otras formas en la arboleda… —Hizo la señal del conjuro—. Las que alcanzamos a ver eran muy raras.
Tyne retrocedió hasta apoyar la espalda en el árbol. Escrutó la lejanía, aunque las colinas impedían ver la loma boscosa donde habían acampado los crepusculares.
—Primero lo primero —dijo—. Vansen, necesitamos una hilera de retenes en las colinas y en ambas carreteras, con relevos frecuentes para que en la noche no vean cosas que no existen y sí vean las que realmente existen. Y deben aguzar el oído. Si se aproxima otra fuerza, si esto es una trampa, debemos saberlo antes de que lleguen. Y que el resto empiece a preparar el campamento.
El sargento de Tyne corrió colina abajo para impartir las órdenes.
Vansen intercambió unas palabras con Gar Doiney mientras los hombres hablaban entre ellos.
—… Pero los otros que fueron con Muchmore regresaron al mediodía —concluyó Vansen—, así que diles que ellos deben salir, y tú y tus camaradas debéis beber y comer algo.
Doiney asintió, saludó a los nobles e hizo una torpe reverencia ante el príncipe antes de montar a caballo. Regresó hacia su partida de jinetes, visiblemente aliviado de escapar del consejo de notables.
Vansen miró las florecientes fogatas. Eran una visión tranquilizadora en el ocaso, y decidió que el conde Tyne era un comandante perspicaz: era dudoso que el enemigo ignorase su llegada, y el fuego daría a las tropas un necesario alivio a través de una noche larga y tensa.
—¿Qué hacemos entonces, lord Aldritch? —preguntó el príncipe—. ¿Creéis que presentarán batalla?
—Si no lo hacen, habremos aprendido algo útil —respondió Tyne—. Temo una trampa tanto como vos, alteza, aunque sospecho que nuestras especulaciones son exageradas. Aun así, si emprenden la retirada no debemos perseguirlos, por si nos conducen al sitio del que hemos oído hablar, más allá de la Línea de Sombra, donde todos enloquecen.
—Casi todos. No nuestro capitán Vansen. —Costaba distinguir si el príncipe Barrick lo decía como un cumplido o una burla.
Vansen interrumpió el breve silencio.
—Si de algo sirve mi experiencia, mis hombres y yo ignorábamos que habíamos entrado en esas tierras, así que creo que el conde Tyne habla sabiamente. Aunque parezca que los estamos derrotando, debemos avanzar despacio y con cautela.
Barrick Eddon lo miró un instante, asintió secamente, se volvió hacia los demás y notó que todos lo miraban expectantes.
—¿Acaso esperáis mi opinión? Aún no soy general, ni siquiera soldado. Lo digo en serio. Aldritch, vos y los demás debéis decidir.
El conde de Costazul se aclaró la garganta.
—Bien, alteza, en tal caso digo que debemos estar alerta y en guardia esta noche, y duplicar los centinelas habituales… aparte de los retenes, Vansen. Si esa gente de las sombras no se mueve, cuando regrese la luz por la mañana pondremos a prueba su fuerza. Creo que ninguno de nosotros querrá atacarlos en este terreno desconocido cuando se ponga el sol.
Hubo cabeceos y gruñidos de asentimiento, pero nadie dijo nada. No era necesario.
* * *
Sílex había recorrido como cien veces la costa del mar de mercurio, llamando hasta quedar aturdido, sin más respuesta que los ecos. No había hallado ningún modo de atravesar el metal líquido, ningún puente, ningún amarradero, y tampoco había visto (por lo que podía distinguir en esa luz irregular y fluctuante) ningún bote en la costa del otro lado. Pero había descubierto una cosa: en el oscuro techo jaspeado de azul y de rosa tenía que haber una grieta que conducía a la distante superficie, una chimenea de roca cuyas exhalaciones se dispersarían en el aire de la bahía de Brenn. Sílex sabía algo sobre el mercurio, y si este material era puro, con la falta de aire no sólo estaría mareado sino moribundo.
Se preguntó si ésa sería la respuesta al enigma. ¿Acaso el niño había descendido a la isla desde arriba? Pero Escarabajel había seguido el rastro. ¿Y cómo podría haber bajado el niño desde semejante altura? La pared de roca del lado del mar plateado, el lado al que Sílex no podía llegar, estaba lejos de la isla, tan lejos como el lado donde estaba él. Se imaginó al niño descendiendo como una mota de polvo o una espora, pero eso era ridículo. Aunque Pedernal hubiera venido del otro lado de la Línea de Sombra y fuera buen escalador, hasta ahora no había dado indicios de ser capaz de volar.
Aun así, Sílex regresó a la cuesta que estaba bajo el balcón por donde había entrado y miró la escabrosa pared, buscando las huellas del ciervo —el ciervo fantasma, pensaba ahora— y preguntándose si habría otro modo de cruzar desde las cercanías del Laberinto, una senda alta escondida por el espejeo de la luz. Con un suspiro (un suspiro que el aire denso y caliente pronto transformó en un resuello y una tos) volvió a trepar por la cuesta.
* * *
Desde el balcón miró el fulgor del Hombre Radiante, que llenaba la gran caverna sin iluminarla del todo, y tomó el último trozo de coral para regresar a través del Laberinto. Le alegraba haberlo recobrado y no tener que volver a atravesar el Laberinto en la oscuridad. Le había recordado su ceremonia de iniciación, el desamparo que había sentido al marchar sin tocar a sus pares, siguiendo la voz de un acólito invisible, una voz que resultaba extraña e inhumana en medio de la oscuridad y los ecos. Pero esta vez tendría luz…
¿Cómo atravesó Pedernal el Laberinto? Era una pregunta que se tendría que haber hecho antes, y Sílex volvió a enfadarse consigo mismo. ¿Pedernal fue primero a la Salada para comprarle una piedra a Pedrejón? No lo creía. El hombrecillo se lo habría dicho. Pero ¿cómo se había orientado en esa negrura?
Más aún, ¿cómo logró llegar hasta aquí abajo? Era un misterio que rivalizaba con las partes más extrañas de la historia de Kernios y sus fabulosas batallas.
Sílex se detuvo para descansar, preguntándose qué hora sería, pues este lugar había logrado menoscabar su sentido cavernero del paso del tiempo en estas profundidades sin cielo, y emprendió el regreso por el tortuoso Laberinto. Emergió a la luz suave y cálida del Recinto del Ámbar sin haber descubierto ningún indicio de cómo el niño había cruzado el Mar de las Profundidades, ningún rastro del paso de Pedernal. De nuevo avanzó por el Laberinto, cada vez más seguro de que nunca sabría lo que le había sucedido al niño, pero esta vez, en su agotamiento, se equivocó al girar y se encontró en un tramo donde nunca había entrado. Se dio cuenta porque lo sentía distinto al pisar, y comprendió que con el transcurso de los siglos el andar de innumerables pies había desgastado el centro del camino entre el Recinto y el balcón. También comprendió que esto permitía que los acólitos se orientaran en la oscuridad del Laberinto. Ahora se encontraba en una parte donde las piedras del suelo eran parejas, como si nadie las hubiera hollado.
Combatió el pánico. Aunque estuviera perdido, no estaba en peor situación que cuando erraba por la costa del mar de mercurio. Los Hermanos Metamorfos eran los guardianes del Laberinto. Debían conocer cada rincón.
Aun así, no podía olvidar su proverbial mala suerte. Deben conocer, sí, pero quizá no conozcan.
Procuró desandar sus pasos, pero al equivocarse de camino estaba distraído y no recordaba cuánto había avanzado ni cuántas veces había girado antes de percatarse del error. Buscó una pista acercando el coral a las paredes de pizarra, que estaban cubiertas con tallas indescifrables similares a las del resto del Laberinto, vastas figuras de ojos enormes y extremidades deformes, así como rizos y puntos de una especie de escritura, aunque con caracteres que no había visto en ninguna otra parte. Cada pared y cada recinto eran demasiado parecidos para ayudarlo a encontrar el rumbo.
Aun así, he visto lo que casi nadie ha visto, excepto los Hermanos Metamorfos, pensó, recordando su viaje por la negrura en su ceremonia de iniciación. ¿Qué significa todo esto? ¿Los hermanos saben interpretarlo?
Recordó el rostro y las palabras del hermano Níquel, la extraña expresión de los ojos de ese hombre mientras hablaba del abuelo Azufre y sus sueños. Vendrá una hora en que la Antigua Noche se extenderá, y nuestros días de libertad habrán terminado. Sílex tembló a pesar del calor de ese lugar. En esas profundidades, errando bajo la mirada de esos seres sobrenaturales, era fácil sentir el hálito de la Antigua Noche en la nuca.
Se giró bruscamente, convencido de que algo lo seguía, pero el corredor estaba desierto. Estoy empeorando las cosas, pensó. Debería detenerme y aguardar a que lleguen los Hermanos Metamorfos.
¿Y si la luz del coral se extinguía mientras esperaba? La oscuridad nunca había asustado a Sílex, pero ahora lo espantaba.
Al girar en otra esquina, se encontró acorralado frente a tres paredes de piedra. Grandes rostros tallados en las paredes lo miraban de tal modo que se sintió como un niño rodeado por padres furiosos. Soltó un jadeo de sorpresa, y oyó el eco que se extinguía, pero antes de detenerse reparó en cierto sonido de sus pasos, un eco que no había oído antes. Lo confundió. Por un momento pensó que había alguien más en el Laberinto, pero se acuclilló y usó el coral para estudiar las baldosas, las golpeó con el nudillo. El sonido era diferente, sin duda Sílex palpó el borde de una piedra y para su asombro la levantó un poco, desprendiéndola de su base de antigua argamasa. Luego, con mayor esfuerzo, logró levantar cuatro piedras. Insertó los dedos de ambas manos y con gran esfuerzo alzó toda la masa como la tapa de una cisterna y la corrió a un lado con un chirrido. Las piedras ensambladas formaban un cuadrado de una yarda de lado y no eran más gruesas que el ancho del puño de Sílex.
Debajo había un pozo oscuro del que brotaba calor y el olor del mar de mercurio. Sílex se agachó para estudiarlo con el coral. Una escalera se internaba en la negrura. Se incorporó, frotándose la cabeza. ¿Era esto lo que había encontrado el niño? ¿O era sólo otra parte de los Misterios, un sendero que lo conduciría a un destino peor que el de quedar varado en la oscuridad del Laberinto?
No tengo nada mejor que hacer, pensó. Y si los Ancianos están enfadados conmigo… bien, esto no agravará la situación.
Aunque su propio argumento no lo convencía demasiado, descendió por la abertura y se agazapó para echar un vistazo a la tosca escalera, por si terminaba de golpe poco después. No quería caer en un precipicio. Aunque el túnel no estaba tan bien terminado como el resto del Laberinto, aún parecía un sólido trabajo cavernero y no había caídas abruptas a la vista. Mientras bajaba cautelosamente, miró hacia arriba y vio una ranura en la parte inferior de una de las cuatro piedras que tapaban el agujero, una manija para volver a poner la tapa en su lugar.
No creo que haga eso, pensó, pero se preguntó cómo lo habría logrado Pedernal si había bajado por esta escalera. El chico era nervudo, pero ¿era tan fuerte?
Sílex tuvo otra idea y salió del pozo. Se desató la camisa que llevaba sujeta a la cintura desde que Escarabajel se la había devuelto (hacía demasiado calor aquí abajo para necesitarla) y la arrojó a la boca del pasadizo, para que alguien pudiera verla desde el pasaje sin doblar la esquina.
Con la tapa levantada, no podría dar a los hermanos mejor idea de adonde he ido aunque les escribiera una carta.
Más animado pese a sus aprensiones por lo que podía depararle ese lugar angosto, Sílex Cuarzo Azul inició el descenso por la escalera.
* * *
O bien los vapores de mercurio eran mucho más fuertes o bien había otra cosa extraña en ese pasaje, porque a Sílex le costaba concentrarse en la importante tarea de no rodar por los angostos escalones.
La escalera no tenía señas distintivas: cada tanto pasaba frente una hilera de símbolos que quizá fueran una sola palabra, vertidos en la misma escritura estilizada que había visto arriba, pero aquí no había rostros ni figuras. Aun así, no podía renunciar a la idea de que las cosas se movían en derredor, y de que la luz agonizante del coral se reflejaba en las paredes desnudas como si rebotara en algo menos mate que la roca, como si la escalera no se internara en la piedra caliza del castillo sino en un enorme cristal turbio. Las dimensiones del lugar también parecían cambiar, dilatándose y contrayéndose a medida que descendía. Por un tiempo olvidó cómo había llegado allí, y tuvo la certeza atroz de que bajaba por la garganta de roca viva del Hombre Radiante, y era devorado por el corazón de los Misterios. Luego pasó esa sensación, reemplazada por destellos de luz que lo rodeaban como las chispas que vemos al cerrar los párpados. Subían susurros por el pozo de la escalera, un rumor sordo y distante como olas estrellándose contra la costa, y de nuevo fue presa de un temor supersticioso.
No me corresponde estar aquí. Sólo los hermanos pueden venir a este lugar, y quizá ni siquiera ellos conozcan este túnel.
Pedernal, se recordó, tratando de combatir el pánico que lo obligó a acurrucarse en un escalón, presa del terror y el agotamiento. Recuerda al niño. Ese rostro menudo y solemne, los brazos flacos como un mango de escoba, el cabello claro y rebelde que se resistía al cepillo de Ópalo. Y Ópalo misma, desde luego. Si Sílex no podía llevarle el niño, quedaría aplastada. Algo moriría dentro de ella.
Se obligó a levantarse y continuó el descenso. Un paso. Todo comienza con un paso, y otro. Y otro…
No, la Línea de Sombra, pensó aturdido, todo empezó ese día junto a la Línea de Sombra… Mientras evocaba ese recuerdo con extraña nitidez (la ladera boscosa, el trepidar de los cascos, el olor del suelo húmedo), como si hubiera abierto una puerta por donde había entrado el pasado, como un invitado bullanguero en una habitación silenciosa, apoyó el pie en el siguiente escalón y descubrió una cosa muy rara. Sílex tropezó, agitó los brazos y gritó; con el corazón a punto de estallar, notó que la cosa muy rara no era un abismo mortal sino todo lo contrario, un suelo: no demasiada distancia, sino muy poca. Había llegado al final de esa interminable espiral de escalones.
Alzó el coral y miró en torno, pero aunque el mundo había pasado de vertical a horizontal, no había cambiado en otros sentidos: frente a él se extendía otro corredor cavado en la misma piedra. Le costaba ver con claridad, pero el pasaje se prolongaba hasta donde llegaba la luz y quizá mucho más lejos.
¿Debajo del Mar de las Profundidades? En tal caso, en algún momento debía terminar el viaje. Había temido que continuara internándose en la tierra durante días, quizá hasta llegar a las puertas de turmalina negra del palacio subterráneo de Kernios, puertas custodiadas por Immon el Portero. Sílex no deseaba ver ese sitio mientras aún estuviera vivo, aunque la gente alta había distorsionado la historia original. La versión cavernera era aún más aterradora. Trató de recordar la distancia que había por el mar de mercurio, pero la luz inestable lo había confundido. Como nunca había estado cerca, sólo podía hacer cálculos aproximados. Se encogió de hombros, respiró. El aire caliente y agrio no le despejó la cabeza. Siguió adelante.
Las profundidades se parecen a la ciudad como el cielo al suelo, muchacho.
Era la voz de su padre. Gran Nodulo (a diferencia de su primogénito, el hermano de Sílex, que era el magistrado actual, su padre nunca habría usado un nombre tan pretencioso como «Nodulo el Anciano») había quedado cojo por un derrumbe a principios del reinado de Olin, y había pasado los últimos años de su vida yendo de la cama a la silla del hogar, pero durante la infancia de Sílex había sido vigoroso. De todos sus hijos, Sílex era el que más se le parecía.
El niño ama la piedra por la piedra misma, proclamaba Gran Nodulo a sus compadres del salón del gremio, y había llevado a Sílex a caminar por las obras inconclusas de las afueras de Cavernal, y a veces a algunas colinas de la superficie o la orilla de la bahía de Brenn, señalando el modo en que la piedra caliza emergía cuando el agua de lluvia lavaba la tierra, o los siglos que estaban atrapados y compactados en un banco de piedra arenisca sobre las olas, como flores secas en el libro de una dama de alcurnia.
Un hombre que conoce la piedra y sus hábitos tiene un valor inapreciable, sea alto o cavernero, príncipe o rústico, y nunca le faltarán cosas para hacer y pensar. Era otro de los dichos favoritos del viejo.
Sílex se asombró al descubrir que estaba caminando a ciegas, no porque su lámpara de coral se hubiera apagado, sino porque estaba llorando.
No te pongas sentimental, se dijo. Ese hombre te azotó con la soga por robar unas setas del jardín de la viuda Sal de Roca. Cuando murió, tu madre duró apenas unos meses, no porque lo extrañara sino porque en esos últimos años la había agotado tanto que estaba muerta de fatiga y no podía seguir adelante.
Aun así, no podía contener las lágrimas. Le costaba caminar. Ahora también veía el rostro de su madre, esos ojos de gruesos párpados que podían poseer una bella dignidad o una dolorosa distancia, la boca que se fruncía ante lo que ella consideraba una alharaca innecesaria. Recordaba las manos delicadas y ajadas de Lapislázuli Cuarzo Azul mientras preparaba una muñeca de estambre para uno de sus nietos, los dedos siempre ocupados, siempre haciendo algo. No recordaba un momento en que ella estuviera despierta y esas manos no estuvieran activas.
¿Qué es eso? Podía oírla con tanta claridad como si la tuviera al lado, una voz agria pero no carente de humor. ¿Qué ruido es ése? ¡Fisura y fractura, parece que estuvieran desollando vivo a un topo!
Sílex tuvo que parar para recobrar el aliento, y luego le costó seguir caminando. Las paredes, ahora totalmente lisas, sin ninguna inscripción, se cerraban sobre él como si pretendieran capturarlo y retenerlo hasta que el mundo cambiara. De nuevo se imaginó en el vientre del Hombre Radiante, siendo digerido y alterado, transformándose en algo duro como el cristal, inmóvil y eterno, pero con sus pensamientos todavía vivos, debatiéndose para salir, como una mosca bajo una taza invertida.
Como si esos lugares profundos sufrieran un súbito paroxismo, Sílex notó que la energía, la presencia que él creía era el Hombre Radiante, cambiaba y se volvía menos difusa, más localizada: era una sensación tan potente como si pudiera distinguir el arriba del abajo con los ojos cerrados. La presencia ya no lo rodeaba por doquier, sino que ocupaba una posición muy definida, arriba y adelante. En vez de constituir un objetivo, ese poder se transformó en una especie de viento que lo frenaba, como si él y esa presencia fueran dos trozos de imán que se repelían. Sílex agachó la cabeza, aún sollozando, y avanzó penosamente.
¿Qué es este lugar? ¿Qué significa todo? Trató de recordar las palabras de los Hermanos Metamorfos durante su ceremonia de iniciación, la historia ritual del Señor de la Piedra Caliente y Húmeda, pero sólo evocó una maraña de palabras altisonantes, imágenes que eran manchas de pintura. La tierra era una cosa rota, murmuraban y rugían las voces, una cosa nueva, y las luces del cielo eran brillantes y la faz del mundo era oscura, y la batalla para arrebatar este sitio a dioses antiguos y crueles no duró días ni semanas sino milenios, forjando montañas donde antes no existían, rasgando la faz de la creación para que el agua irrumpiera y formara vastos mares humeantes.
—En los días en que no había días —había entonado el hermano más viejo, iniciando la ceremonia, y Sílex y los demás celebrantes habían gemido, sumidos en ensoñaciones que pintaban la oscuridad circundante, con el estómago revuelto por el khamao que les habían dado para beber después de ayunar y purificarse durante dos días antes de bajar a los Misterios. En los días en que no había días.
¿Y ahora qué? ¿Qué era esto? El túnel se había estirado hacia arriba como un cordel. Se elevaba sobre él en la sombría distancia. Sílex se encontró de nuevo en una escalera, pero ahora subía en vez de bajar, con la cabeza llena de ideas caóticas, visiones que no eran del todo visibles, con el incesante rugido del Señor de la Piedra Caliente y Húmeda combatiendo contra sus enemigos, un rugido que hacía temblar las raíces del mundo. Sílex sentía ese rugido en los huesos, y sentía que lo despedazaba, que lo desmigajaba como los peñascos de piedra arenisca que le había mostrado su padre, que se despeñaban en las olas implacables. Pronto no habría más Sílex, sólo fragmentos cada vez más pequeños que se reducirían a polvo, y luego el polvo se desparramaría y echaría a volar y se propagaría por lugares oscuros adonde ni siquiera llegaban las estrellas…
* * *
Cuando recobró la lucidez, cuando los sueños comenzaron a desflecarse y dispersarse como nubes esparcidas por el viento, Sílex no entendió lo que veía; se preguntó si había entrado en otro reino desquiciado, un poco menos frenético. Estaba al pie de una montaña, una gran protuberancia de piedra oscura bajo una luz tenue que parecía proceder de todas partes y de ninguna. ¿Cómo podía existir semejante cosa, una montaña dentro de una montaña? Pero ahí estaba ese monstruoso cerro negro, y él se hallaba a sus pies como una hormiga mirando a un hombre.
Andanos, salvadme, es la puerta negra. He bajado hasta llegar a la residencia de Kernios e Immon… El propio Noszh-la verá mis defectos y me masticará con esos terribles dientes de piedra…
Algo relampagueó en el interior de la vasta forma negra. Poco después un resplandor se filtró por doquier, pero más fuerte en el centro, donde formó el contorno de un hombre. Un Hombre Radiante.
Sílex miró con aterrada fascinación, pero también con alivio. Estaba a sus pies. Había pasado bajo el Mar de las Profundidades.
Nunca se había imaginado lo que sería estar allí. La roca parecía medio transparente, y medio de basalto sólido y negro, y la luz que irradiaba se curvaba y se desintegraba en más colores de los que contenía el arco iris. ¡Tantos colores, moviéndose de forma tan extraña! Entrecerró los ojos, y aun así sentía vértigo y náuseas. Cayó de rodillas en la costa pedregosa de la isla. El corazón de ese resplandor ardiente y cegador tenía la forma de una persona, aunque la piedra (traslúcida como vidrio volcánico) y la luz cambiante impedían discernirla con claridad. Se contorsionaba dentro de la roca como torturada por pesadillas, o como si quisiera escapar.
Al fin ya no pudo mirarla ni siquiera entrecerrando los ojos, y agachó la vista. Se puso a gatas como un perro, mareado, y entonces, mientras el resplandor se disipaba, vio al niño que estaba tendido en la cuesta de grava a poca distancia.
—¡Pedernal! —exclamó. Casi pudo ver los ecos que se propagaban y se perseguían, menguando como ondas. Trepó por las piedras sueltas. El niño estaba de bruces, con un brazo hacia arriba como si entregara una ofrenda al gigante reluciente. Al dar la vuelta al niño, Sílex vio que tenía algo chato y brillante en la mano, el espejo que él y Ópalo habían descubierto en la bolsa, la única pertenencia del pequeño, pero al ver el rostro de Pedernal, sucio y pálido como hueso, los ojos entreabiertos pero ciegos, no pensó en ninguna otra cosa.
En vano lo sacudió para despertarlo. Al fin lo levantó, lo estrechó contra el pecho, le apretó la fría mejilla contra el cuello y pidió ayuda a gritos, como si hubiera gente que pudiera oírle, como si Sílex Cuarzo Azul no fuera la última criatura viviente en todo el cosmos.
* * *
Había clareado, pero aún no cantaban las aves. El corazón de Barrick se aceleró como alas de libélula, hasta que le costó respirar. Los murmullos del despertar del campamento lo rodeaban. Si preguntó si los demás habrían conciliado el sueño.
Probó una vez más las cinchas, las aflojó y volvió a ceñir una, aunque no lo necesitaba. Su caballo negro, Perol (bautizado así para irritar a Kendrick, quien creía en nombres nobles para corceles nobles), relinchó con irritación.
Barrick siguió con la mirada a Ferras Vansen, que iba de una fogata a la otra, hablando con la tropa, y esa serena dedicación al deber lo fastidió. Sin duda durmió como un niño inocente. No sabía qué pensar de Vansen, pero no quería confiar mucho en él. Nadie podía ser tan franco y directo. Era la lección que Barrick había aprendido después de tantos años en la corte de Marca Sur. El capitán de la guardia se traía algo entre manos. Quizá sólo quisiera un ascenso, quizá algo más sutil. ¿Por qué otro motivo observaría tanto a Barrick? Porque no había duda de ello; Vansen le clavaba los ojos cada vez que él le daba la espalda. Fuera como fuese, convenía vigilarlo. Briony le habría perdonado sus faltas, pero los enfados de su hermana siempre se calmaban pronto. No era tan fácil aplacar a Barrick Eddon.
Alguien le tocó el hombro y Barrick dio un respingo, y a la vez Perol se puso nervioso y resopló.
—Lo lamento, muchacho —dijo Tyne Aldritch—. Es decir, perdón, alteza. No quise sobresaltaros.
—No lo hicisteis… Es decir…
El conde de Costazul retrocedió un paso. Su aliento apestaba a vino, aunque no daba indicios de haber bebido más de la cuenta. Barrick recordó el arroyo que serpenteaba entre las espinosas lianas negras y no pudo culpar a ese hombre por no querer beber de allí.
—Desde luego —dijo Tyne—. Es sólo que recordaba la noche anterior a mi primera batalla. ¿Dormisteis?
—Sí —mintió Barrick. Lo que ahora necesitaba era orinar. Tyne le había dado un buen susto.
—Recordaba cuando fui a Olway Coomb como escudero de mi tío. Dimakos Mano Pesada era uno de los últimos caudillos de las Compañías Grises, y él y sus hombres habían invadido Marrinswalk, incendiando y saqueando. Vuestro padre estaba en Hierosol, con la mayoría de los combatientes curtidos de Marca Sur, pero los que se habían quedado hicieron causa común con los hombres de Marrinswalk y todos los que pudimos reunir, y afrontamos a los salteadores en el valle. Dimakos había llegado primero y ocupaba el terreno elevado, aunque nuestra fuerza era más numerosa. —Tyne sonrió con dureza—. Mi tío Laylin vio que yo estaba atemorizado y me llevó al interrogatorio de un prisionero, un corredor de Mano Pesada que habíamos capturado. El hombre se negaba a darnos información a pesar de nuestros apremios, y debo conceder que tenía agallas. Cuando tuvimos la certeza de que no diría nada más, mi tío le rebanó el cuello y me frotó la sangre caliente en la cara. «Ahí tienes», me dijo. «La sangre es un buen comienzo». No me dejó lavarla hasta que nos pusimos en marcha. Me irritó tanto que no pensé en otra cosa hasta que me desquité asestando mi primera estocada. —Tyne rio en voz baja—. Un trago amargo, pero mi tío era uno de esos recios de la guardia vieja, y así eran ellos. Me alegra que no vivamos en aquellos tiempos… aunque quizá pronto echemos de menos a los de su clase, si los dioses no se apiadan. —Hizo la señal de los Tres, palmeó a Barrick en la espalda de tal modo que el príncipe estuvo a punto de volver a orinarse encima—. No temas, muchacho. Enorgullecerás a tu padre. Enviaremos a esos crepusculares de vuelta a sus colinas encantadas, con algo en que pensar.
¿Y eso fue para hacerme sentir mejor?, pensó Barrick mientras Tyne se alejaba, pero no pensó mucho en ello, pues ya estaba desatando los cordeles de sus paños menores.
* * *
Como no esperaban un asedio, habían llevado sólo un pequeño contingente de caverneros, pero éstos también oficiaban de artilleros. Barrick trató de permanecer firme en la silla mientras los hombrecillos con capucha y capa de cuero, con los ojos de insecto de sus gruesas gafas de cristal ahumado, apuntaban las bombardas a la ladera. Aunque tenía armadura, Barrick no iría con las primeras oleadas de jinetes, pues sólo podía empuñar una espada liviana en vez de una lanza; esa indulgencia era irritante, pero estaba agradecido. En el este, el alba rozaba el cielo. Los retazos de sombra volvían a transformarse en arbustos y árboles, y aunque el bosque de la cima del cerro aún estaba envuelto en niebla, bajo el cielo del amanecer no parecía tan temible y misterioso. En realidad, todo resultaba igualmente extraño para los ojos de Barrick, tanto el bosque brumoso como el ejército de mortales; aunque estaba en medio de las tropas, tenía la sensación de mirar la escena desde una ventana alta, quizá desde la torre Diente de Lobo.
Aun así, contuvo el aliento cuando encendieron las mechas y los cañones comenzaron a tronar, ladrando como perros de bronce y escupiendo bolas de piedra hacia los árboles del cerro. Los primeros disparos se quedaron cortos, y botaron en la ladera y se perdieron entre las hojas, pero los caverneros elevaron las bombardas y dispararon de nuevo; esta vez las piedras redondas se estrellaron contra el centro de la cima, desgarrando ramas y tumbando árboles. Cuando los rugidos cesaron, se hizo un silencio y Barrick y los demás escrutaron las volutas de humo. Un grito gemebundo se elevó desde la cima, y al principio sintió alegría y alivio. ¡Sin duda los habían matado a todos! Luego oyó el tono desafiante de esas voces inhumanas. Parecían cientos, quizá miles.
Tyne había esperado con impaciencia el fin de la andanada. Ya había aclarado que él creía que los cañones eran para un asedio y nada más, pero había accedido a los deseos de Ivar Brenhill y otros nobles progresistas. Se bajó la visera del yelmo y agitó el brazo. La primera fila de arqueros disparó y se agachó mientras la segunda fila llenaba el aire con sus flechas. Tyne hizo otra señal y con un grito que era casi tan temible como el grito de la colina, la primera oleada de piqueros corrió cuesta arriba. Las picas se agitaban y chasqueaban como una versión desnuda del bosque de arriba, y los piqueros avanzaban sabiendo que los jinetes que les seguían abatirían a los rezagados. Una andanada de flechas llovió sobre ellos, pocas pero precisas. Ya había caído una docena de hombres, entre ellos un caballero: su caballo moría junto a él, pataleando mientras los demás jinetes seguían adelante.
Pasaron largos y confusos momentos de ruido y humo antes de que Barrick y los hombres que lo rodeaban impulsaran a sus caballos colina arriba, tiempo suficiente para que la primera oleada de soldados de a pie llegara a la cima y se internara en la arboleda. Oyó gritos, alaridos y chillidos, pero sobre todo las voces antinaturales del enemigo: graznidos de aves marinas, aullidos de lobo y ladridos de zorro, pero con palabras intercaladas que hacían aún más terribles los extraños sonidos.
—Briony… —murmuró, pero ni siquiera él pudo oír el nombre.
Parte de la primera oleada de soldados retrocedió gritando, manchada de sangre. Las hadas habían construido una muralla de espinas. Los jinetes los impulsaron a seguir, algunos blandiendo hachas, y matando a muchos de los defensores de la muralla. Les disparaban flechas desde los árboles, pero todavía eran pocas, y Barrick casi podía sentir la creciente preocupación de Tyne y los demás nobles. ¿Era una emboscada? Pero las laderas y los prados de los alrededores aún estaban vacíos: por el momento, la cima boscosa parecía el furioso corazón del mundo, una isla de ruido y lucha en un mar de quietud.
—¡Salen a combatir! —chilló alguien. Barrick pensó que era su primo Rorick. En la cima, un puñado de hombres había tenido que retroceder desde los árboles, luchando cuerpo a cuerpo con un grupo de aullantes guerreros de pelo blanco. En medio de los defensores una figura imponente se erguía sobre los estribos, blandiendo una espada extravagante. El defensor era alto, y su cabello níveo fluía en el viento como el de una mujer, y por un instante Barrick pensó que debía ser un anciano, pero al mirarle el rostro vio rasgos juveniles, y una tez tensa sobre huesos afilados como para cortar cuero. El crepuscular abatió a un soldado de Tyne tras otro, haciendo girar la hoja en las tripas del segundo como un labriego batiendo mantequilla. Un jinete acometió contra él, lanza en ristre, y ese elfo de cabello blanco, o lo que fuera, desvió el arma antes de trabarse con su atacante. Barrick los perdió de vista detrás de una arboleda mientras se aproximaba a la cima, luego el bosque lo rodeó a él y los hombres que lo acompañaban, y los cascos de sus caballos pisoteaban niebla.
—¡Adelante! —gritó alguien—. ¡Pero no os separéis!
Barrick se sorprendió al ver que era Vansen, que se había aproximado entre los árboles y la confusión, pero no tuvo mucho tiempo para observar. De pronto una figura saltó desde los matorrales. ¡No, dos figuras, tres! Barrick tuvo que apartar una mano que le aferraba la brida. Entre los árboles resonaban muchas voces, naturales y antinaturales, y a la luz turbia y oblicua mil formas extrañas se erguían entre los troncos. Quizá fueran sombras y trucos de la luz, pero los cuerpos eran tan reales como esos rostros pálidos y llenos de odio, así que no tuvo tiempo para pensar en nada salvo en sobrevivir.
* * *
De la docena original de la partida de Barrick sólo quedaba la mitad, aunque algunos de los demás sólo se habían perdido entre los árboles. Vansen era uno de los supervivientes, y se acercó a Barrick.
—¿Estáis bien, alteza? —le preguntó en voz baja.
Barrick asintió. Respiraba entrecortadamente y tenía cortes y rasguños en las manos y sin duda en otras partes, pero creía haber matado por lo menos a un crepuscular (un rostro que había bajado de una sombría rama, y que él había partido con una brusca estocada) y no parecía tener heridas importantes. Aquí el bosque estaba vacío, aunque todavía se oían los estremecedores aullidos de los crepusculares, y formas antinaturales aún correteaban entre los árboles lejanos.
—Creo oír a Tyne —dijo Vansen, atravesando el claro a caballo. Barrick y los demás lo siguieron, todos respirando con dificultad, con picazón en el cuello, sin saber cuándo llegaría el próximo ataque. Barrick tenía la sensación de estar mirando por uno de esos tubos ópticos de Chaven, y alrededor todo parecía curvado salvo lo que miraba. La sangre se le iba a la cabeza mientras el cuerpo permanecía entumecido, duro e insensible como hierro. Era una sensación extraña, aterradora, estimulante.
Ferras Vansen frenó junto a un matorral y asestó una estocada, luego se apeó de la silla y comenzó a atacar algo invisible. Estaba gritando, y aunque sus palabras no se oían en medio del chillido de los crepusculares, tenía una expresión de miedo y repulsión que arrancó a Barrick de su aturdimiento y le pegó en la boca del estómago. Atacó con los demás justo cuando gran cantidad de esos seres chillones callaba al mismo tiempo. Aún se oían voces antinaturales, pero sólo al otro lado del cerro.
Vansen se irguió, tras terminar su faena, y su acero goteaba sangre y algo traslúcido como savia. Su rostro era una máscara de horror. Barrick se apeó torpemente y se acercó al capitán.
Estaba en medio de lo que parecía un gran nido oculto entre las matas, ahora pisoteado y expuesto, con una pila de cuerpos mutilados a sus pies, empapados de sangre y otros fluidos. Al cabo de un instante de confusión, Barrick vio que esos seres estaban desnudos y eran humanoides, pálidos como gusanos. Tenían gargantas abultadas, como ranas. Sus ojos muertos, sólidos y negros, perdían rápidamente el lustre.
—¿Qué son? —preguntó alguien.
—Cosas horribles —dijo alguien más, y era verdad.
—Las criaturas que emitían los ruidos —explicó Vansen—. Escuchad.
Todos prestaron atención al silencio.
—¿Qué significa? —preguntó Barrick.
—Que nos han engañado —dijo Vansen. Bajo las salpicaduras de sangre, tenía un rostro tan pálido como esas grotescas criaturas—. Sólo un puñado nos aguardaba en este cerro, unos pocos soldados para pelear contra nosotros, unos pocos para engañarnos. Estos pocos gritaban como centenares.
—¡Dioses! ¿Una emboscada, como temíamos? —Barrick miró en torno, esperando ver una multitud de rostros extraños asomando en el ramaje, sonriendo salvajemente.
—Peor —dijo Vansen—. Peor. Nos han frenado aquí y nos han ganado un día con unos pocos mientras el grueso del ejército nos sorteaba y continuaba el avance.
—¿El avance?
—Sí. Hacia Marca Sur.