32
En este círculo del mundo
LÁGRIMAS
Ríe y alégrate
Dice el lobo
Aúllale al cielo
Oráculos de Osario
La calle de los Entalladores era un río de lodo bajo la fría lluvia. Matty Tinwright caminaba con cuidado de tablón en tablón —algunos se habían hundido en el barro y sólo sobresalía una punta— tratando de no ensuciarse los zapatos. Su presupuesto para ropa no le había permitido adquirir zuecos de madera, o al menos había preferido optar por esa ostentosa gorguera en vez de los zuecos. Más que nunca, quería tener buena apariencia.
Un tablón de la calle se había hundido por completo y el viejo Acertijo se erguía como una estatua alegórica de su propio nombre, aislado y mirando con ojos miopes la extensión de fango pegajoso. Un carro se aproximaba, y los arrieros lo guiaban a gritos por los sitios más traicioneros. Otros viandantes que llegaban a la calle de los Entalladores por el callejón del Paso Chillón (mercaderes, aprendices empapados, soldados reclutados en las provincias) se refugiaron bajo un alero para presenciar los acontecimientos. El carro no llegaría pronto, pero el viejo bufón no lo veía venir.
Tinwright suspiró con irritación. No quería regresar a la calle barrosa para rescatar a ese hombre, pero Acertijo era lo más parecido a un amigo que tenía y no quería que lo aplastara un carro.
—¡Acertijo! ¡Que los dioses maldigan tus zapatos, hombre! ¡Ven, esa bestia te pisará en cualquier momento!
El bufón alzó la vista, pestañeando. Estaba vestido con lo que Tinwright consideraba su ropa de paisano: calzas fúnebres, capa con capucha y un sombrero cuya ala gigantesca le impedía ver más allá de sus pies enlodados. Era una vestimenta mucho más cómica que su traje de bufón; Tinwright pensaba que el viejo tendría que usarlo para entretener a la nobleza.
—¡Cuidado! —gritó Tinwright. El bufón pareció verlo al fin, y se volvió hacia el carro. El ofuscado buey y los malhumorados arrieros estaba tan concentrados en atravesar la calle embarrada que Acertijo bien podía ser invisible. Pestañeó y tragó saliva, y cayó en la cuenta del peligro. Adelantó una pierna zancuda, y su zapatilla embarrada buscó en vano el tablón distante, luego dio un paso y se internó en el fango, y con unos chillidos y pataleos se hundió hasta los esmirriados muslos.
Por suerte para Acertijo, los arrieros estaban más atentos de lo que parecía. Sólo sufrió una nueva salpicadura cuando el carro se detuvo a pocos pasos. El buey bajó la cabeza y miró al bufón enlodado como si nunca hubiera visto una criatura tan extraña.
* * *
No era la entrada que Tinwright había planeado, y fue una suerte que su vieja guarida, la Fortuna del Escriba, estuviera oscura y abarrotada y nadie reparase en su llegada. Un trío de soldados de provincias se rio de la costra marrón que se endurecía en las piernas de Acertijo, pero dejaron espacio al tembloroso viejo mientras Tinwright lo depositaba junto al fuego. Al pasar detuvo al mozo de taberna (un niño de nueve o diez años había reemplazado a Gil, sin duda uno de los muchos parientes de Conary, pero todavía tan pequeño como para no hacerle ascos al trabajo) y le pidió cepillo y trapos para limpiarse. Luego se dirigió a la mesa donde Conary estaba abriendo una barrica. Ahora era una mesa en serio, no sólo un tablón con caballetes; el poeta quedó admirado y un poco irritado. El asedio inminente había beneficiado a alguien, como lo demostraba la multitud de bebedores desconocidos que se reunían en la Fortuna del Escriba, pero eso restaba cierto lustre al ascenso de Tinwright en el mundo.
Conary tenía una expresión agria, pero reparó en la gorguera y la chaqueta nueva.
—Tinwright, hijo de perra, me robaste al mozo.
—¿Robarlo? Qué va, fue él quien casi me hizo encerrar en la fortaleza. Pero la suerte me favoreció, así que no le guardo rencor. Soy el poeta de la princesa regente. —Examinó un taburete, lo limpió con un pañuelo antes de sentarse.
—Conque la princesa se ha vuelto sorda, ¿eh? Pobre muchacha, lo único que le faltaba. —Conary se apoyó las manos en las caderas—. Y ya que has progresado tanto, puedes pagarme las tres estrellas de mar que me debes, o pediré a la guardia de la ciudad que te eche a la calle.
Tinwright se había olvidado de eso y no pudo reprimir una mueca, pero hoy andaba bien provisto gracias al dinero que le había pedido prestado a Acertijo, así que sacó las monedas de la bolsa y las puso en la mesa.
—Desde luego. Me retuvieron mis deberes hacia la regente, de lo contrario habría venido a pagarte hace tiempo.
Conary miró los cobres como si sólo ahora empezara a creer en la encumbrada posición de Tinwright, a pesar de la gorguera nueva y la chaqueta de colores.
—¿Beberás algo?
—Así es. Y mi compañero es el bufón de la corte, así que harías bien en arrimar al hogar una jarra de tu mejor cerveza. No esa bazofia que les sirves a los demás. —Agitó la mano con ampulosidad.
—Otra estrella de mar, entonces —dijo Conary—. Porque esas tres son mías, ¿recuerdas?
Tinwright gruñó (¿acaso no merecía que le dieran crédito?), pero arrojó otra moneda sobre la mesa con gesto desdeñoso.
Acertijo se había desentumecido un poco, aunque había desistido de fregar sus calzas y zapatillas, dejándoles barro encima, y miraba el fuego como tratando de imaginar cómo se llamaba esa cosa caliente y brillante.
—¿No crees que esto es mejor que tratar de encontrar un sitio para beber en las cocinas del castillo —le preguntó Tinwright en voz alta—, mientras los soldados se dan codazos como gansos peleando por el grano?
—Creo que estuve en este lugar hace mucho tiempo —dijo Acertijo—. Se incendió, ¿verdad?
Tinwright agitó la mano.
—Sí, hace muchos años, según me han dicho. Es un lugar de baja estofa, pero tiene sus encantos. Un poeta debe beber con la plebe, pues de lo contrario se pierde en la contemplación de cosas elevadas, así que a veces venía aquí antes de mi nombramiento. —Miró en torno para ver si alguien había escuchado sus comentarios, pero los soldados jugaban a los dados sin prestarle atención.
—Bien, bien. —Una jarra de cerveza y dos vasos tintinearon a sus pies, y Acertijo dilató los ojos al ver el generoso busto de la mujer que se inclinaba para servir. Ella se enderezó—. Matty Tinwright, creí que estabas muerto o que habías vuelto a Embarcadero Oeste.
Tinwright saludó a Brigid con su cabeceo más amable.
—No, otros deberes me mantuvieron alejado.
Ella pellizcó la chaqueta, acarició la gorguera almidonada.
—Parece que has ascendido en el mundo, Matty.
Esto estaba mejor. Él sonrió y se volvió hacia Acertijo.
—Como ves, aquí me recuerdan. —El viejo no parecía escuchar atentamente. Sus débiles ojos seguían el temblor de la carne sobre el corpiño de Brigid como un hombre famélico mirando un asado que gotea. Tinwright siguió hablando con la muchacha—. Sí, Zosim me ha sonreído. Ahora soy el poeta de la mismísima princesa regente.
La muchacha frunció el ceño, pero recobró su expresión afable.
—Aun así, debes sentirte solo en el castillo, a pesar de esas finas damas. Debes extrañar a tus viejas amistades, tu vieja cama…
Esto ya era excesivo, y aunque el viejo seguía embobado con los senos de la muchacha, Tinwright no quería que le recordaran su situación anterior.
—Ah, sí —dijo airosamente, pero mirándola con severidad—. Esas pocas noches en que Hewney y Teodoros dormimos aquí después de tomar unos tragos de más. Tiempos alocados. —Se volvió hacia Acertijo—. Los poetas sentimos debilidad por la bebida fuerte porque libera la fantasía. —Palmeó el trasero de Brigid, como para llamarle la atención, y trató de deslizarle una moneda—. Ahora, querida, si no te molesta, mi compañero y yo debemos hablar de asuntos importantes. —Ella lo miró a él y la moneda—. Sé buena, Brigid… Te llamabas así, ¿verdad?
Después él se alegró de que ella no estuviera sosteniendo una jarra o una bandeja, pero aun el manotazo en la nuca fue suficiente para arrancarle lágrimas y arrojar su sombrero nuevo a las cenizas frente al hogar.
—¡Perro! —dijo ella, con tal vozarrón que media taberna se volvió para mirar—. Unos días en ese castillo y crees que tu pito se ha transformado en plata. Al menos, cuando Nevin Hewney se queda dormido encima de una muchacha, babeándose y pedorreando y blando como unas natillas, no finge que le ha hecho un favor.
Oyó las risas de los otros clientes mientras ella se alejaba, pero le vibraban los oídos por el golpe y en su cabeza palpitante las burlas eran apenas el burbujeo de un río lejano.
* * *
Con unas jarras de cerveza en el vientre, aun ese meado acuoso que Conary vendía en la Fortuna, Acertijo se había animado.
—Pero el otro día me dijiste que te ordenaron ir con los soldados —dijo el viejo, enjugándose los labios—. Para ser un poeta épico o algo así.
Tinwright había perdido el buen humor, pero trató de esmerarse.
—Ah, eso. Hablé del asunto con el castellano… Nynor, ¿verdad?
—Nynor. —Acertijo frunció el ceño—. Un sujeto taciturno. Nunca logré hacerle reír. Creo que piensa demasiado.
—Sí, como digas. Yo ansiaba ir, desde luego, pero Nynor entendió que sería más útil si me quedaba aquí para mejorar el ánimo de la princesa, con la ausencia de su hermano y todo eso. —En realidad, Nynor había ido a verlo para concretar el trámite (se había enterado del encargo de la princesa Briony por alguna fuente que Tinwright no pudo adivinar) y el poeta había caído de rodillas y había llorado, jurando que era un error, que alguien había interpretado mal un comentario de Briony. Nynor dijo que tendría que hablar con ella personalmente, pero eso había sido días atrás y el príncipe regente y el ejército se habían marchado, así que Tinwright creía estar a salvo. Pero aún temblaba al recordarlo. ¡Matty Tinwright yendo a la guerra! ¡Contra monstruos y gigantes y los dioses sabían qué otra cosa! Mejor ni pensar en ello. No, su piel suave y su rostro agraciado sólo eran adecuados para batallas más íntimas, las que se libraban en la alcoba y en pasillos apartados, y de las cuales ambos combatientes salían ilesos.
—Yo quise ir —proclamó Acertijo—. Esos dos no saben qué hacer conmigo. No son como el padre. Él era un buen hombre. Entendía mis chistes y mis trucos. —En un instante pasó de la jovialidad a las lágrimas—. Dicen que el rey Olin todavía está vivo, pero me temo que no regresará. Ah, ese buen hombre. Y ahora esta guerra. —Alzó la vista, pestañeando—. ¿Contra quiénes peleamos? ¿Hadas? No entiendo nada.
—Nadie lo entiende —dijo Tinwright, de nuevo en terreno firme—. Los especialistas en rumores están enloqueciendo aun en el castillo. Quién sabe lo que dicen en la ciudad. —Señaló a un grupo de hombres que estaban de pie ante una mesa, fumando largas pipas y leyendo un papel—. ¿Sabes lo que afirma ese insultante panfleto? Que la princesa regente y su hermano asesinaron a Gailon Tolly, el duque de Estío. —Sacudió la cabeza, sinceramente enfadado. Pensar que alguien pudiera calumniar así a la encantadora joven que había reconocido el talento de Tinwright y lo había elevado de la inmerecida indignidad de lugares como éste a las alturas a las que estaba destinado… Sacudió la cabeza y empinó el resto de su cuarta o quinta jarra. Habría querido otra, pero Brigid aún estaba atendiendo y no se atrevía a llamarla de nuevo.
Acertijo también miraba en torno.
—Esa muchacha es muy bonita.
—¿Brigid? Sí, es bonita, pero sus talones son redondos como la luna llena. —Miró las heces del fondo de su vaso—. Agradece que ya no tienes edad para esas cosas, buen amigo. Las mujeres como ella son el flagelo de la existencia del hombre. El inocente revolcón de una noche, y se creen que pueden privarte de tu libertad y arrastrarte como si fueras un juguete.
—¿Ya no tengo edad? —preguntó Acertijo, dubitativamente, o con nostalgia, y luego guardó silencio. Calló tan largo rato que Tinwright lo miró pensando que el viejo se había dormido, pero Acertijo tenía los ojos bien abiertos. Tinwright miró en torno, preguntándose si el vestido de Brigid se habría desabotonado por completo, pero el viejo miraba la puerta de la taberna, que acababa de cerrarse.
—Esta noche hay toque de queda —anunció Conary—. Cerramos cuando toquen la campana del ocaso. Pronto llegará la guardia, así que bebed, bebed.
—Pero yo pensaba… —dijo lentamente Acertijo.
—¿Qué? —Matty Tinwright bajó el vaso, pensó en otro trago, luego se puso a meditar si prefería una excursión al indescriptible baño de la Fortuna o vaciar la vejiga contra una pared bajo la lluvia torrencial—. ¿Qué pasa?
—Creí ver a alguien que conozco. Chaven, el médico de la corte. Estaba hablando con ese encapuchado. No, el encapuchado también se fue. Quizá salieron juntos.
—¿Qué tiene de raro? Un médico, precisamente, debe conocer los beneficios de la cerveza, el mejor remedio de todos.
—Pero él se fue… Mejor dicho, es evidente que no se fue. —Acertijo sacudió la cabeza—. Se fue del castillo, un viaje repentino. Todos se sorprendieron. Ya, supongo que ha regresado.
—Sin duda ha estado en un lugar horrendo, si éste es el primer sitio que visita a su regreso. —Tinwright se puso de pie con esfuerzo. Sospechaba que había bebido más de la cuenta—. Ven, regresemos. A la Fortuna sólo viene gentuza, aunque en ocasiones aparezca un médico o un bardo de la realeza. —Ayudó a Acertijo a levantarse—. O un bufón del rey, desde luego —añadió amablemente—. No, aquí no entienden la calidad.
* * *
A Briony siempre le habían gustado más los aposentos de Barrick que los suyos. Desde su cuarto tenía la vista del jardín privado, que era bastante bonita, sobre todo los días de sol, y los días de lluvia las palomas se posaban en el antepecho, murmurando, y era tan acogedor como ponerse una manta sobre las rodillas. Pero desde su ventana la mole de Diente de Lobo ocupaba casi todo el horizonte, así que su vista se limitaba a las inmediaciones. En cambio, Barrick podía ver más allá de los tejados desde la ventana de su cámara de vestir, allende el bosque de chimeneas, hasta el mar. Por la ventana de su hermano se apreciaba el fulgor blanco y rojo de la Torre del Otoño, y más allá se extendía el mar, negro y melancólico. La pequeña tormenta que acababa de pasar había dejado un cielo huraño, pero era alentador contemplar ese espacio y ese cielo abierto, encima de esos tejados que evocaban comarcas montañosas, y pensar en lo vasto que era el mundo.
¿Nos dieron estas habitaciones adrede, porque él era varón y yo mujer? Para mí los jardines, los lugares tranquilos, las viejas murallas, para que me habituara a la idea de una vida de entierro, y para él esta visión del mundo que es su derecho de nacimiento: el cielo, la vida y la aventura que aguardan por doquier…
Y ahora su hermano cabalgaba hacia ese mundo y ella se preocupaba por él, pero también le tenía envidia. Son dos traiciones; no sólo me ha dejado atrás, sino que me ha dejado con el trono y toda esa gente que clama, ruega, discute. Aun así, no disminuía su amor por él, pero transformaba su fuerte vínculo en una especie de hijo consentido, fastidioso pero imposible de abandonar.
Y Barrick corre peligro. ¿Y si es cierto lo que dijo ese hombre extraño? Pero no había nada que ella pudiera hacer, salvo esperar y prepararse para lo peor. Y el hombre extraño dijo que los dioses despertarían, y no explicó más. ¿A qué se refería? ¿Qué significa todo esto? ¿Cuándo empezó el mundo a enloquecer?
Pasó una nube. Asomó un rayo de sol, rebotó en la Torre del Verano, y fue devorado por el gris. Briony suspiró y se volvió hacia sus damas.
—Debo vestirme.
—Pero, alteza —dijo Moina, sobresaltada—. Estas ropas son…
—Ya he dicho qué haría y por qué. Estamos en guerra, y pronto no serán meras palabras. Mi hermano se ha ido con el ejército. Soy la última Eddon en este castillo.
—Está vuestra madrastra —sugirió Rose tímidamente—. El niño.
—Hasta que nazca ese niño, soy la última Eddon en Marca Sur. —Briony oyó su voz acerada y sintió satisfacción y sorpresa. ¿En qué me estoy transformando?—. Ya te dije que no puedo limitarme a ser yo misma. Ahora también soy mi hermano. Soy toda mi familia. —Vio el semblante de sus damas y refunfuñó—: No, no me estoy volviendo loca. Sé lo que hago.
¿De veras lo sé? Una persona puede sufrir un arrebato de pesadumbre o desesperación y ser dañina para sí misma y los demás. Otras locuras podían invadir el corazón del doliente con tanto sigilo que ni siquiera se daba cuenta de que había enloquecido. ¿Era esto mera furia contra el despecho de los hombres y un deseo de aferrarse a su hermano del único modo que le quedaba? ¿O esta exasperación contra el atuendo cortesano era una fiebre que la había poseído, que gradualmente llegaría a despojarla de su feminidad? ¡Oh, dioses y diosas, cuánto dolor! ¡Todos se han ido! Cada día quiero llorar. O maldecir.
No dijo nada de esto, ni dejó que se revelara en su semblante, salvo por cierta rigidez que silenció a Rose y Moina por completo.
—Debo vestirme —repitió, y se irguió tanto como pudo, con el orgullo de una reina o emperatriz, mientras ellas empezaban a ataviarla con la ropa de su hermano.
Al final las damas fingieron que no podían hacerlo, que no entendían cómo acomodarla, aunque era mucho más simple que una prenda femenina, así que Briony se abrochó el grueso cinturón y se lo ciñó sobre las caderas antes de envainar la larga espada.
* * *
Si era un cambio climático, era extraño. Desde la ladera, Vansen oteaba el valle y la ondeante carretera de Setia, tratando de entender lo que sentía. El aire estaba denso, pero no porque se avecinara una tormenta, aunque una intensa lluvia había caído al mediodía y había entorpecido la marcha durante el resto de la tarde. Tampoco era un olor, aunque el aire tenía un aroma agrio que le recordaba la quema de hojas en otoño, las fogatas de dos meses atrás. Aun la luz parecía extraña, pero no atinaba a explicar por qué: el cielo se oscurecía rápidamente, el sol se ponía tras un manto de nubes color pizarra, y las laderas parecían inusitadamente verdes contra el fondo oscuro, pero no era nada que él no hubiera visto cientos de veces.
Es porque tienes miedo, se dijo. Porque cruzaste esa línea una vez y temes que te vuelva a pasar. Porque has visto lo que se aproxima y temes afrontarlo.
Durante todo el día se habían cruzado con gente que huía de la destrucción de Candelar. La mayoría sólo huían de los rumores pero algunos (casi todos mujeres y niños que habían tenido la suerte de escapar en carromatos) habían sobrevivido a la catástrofe. Contaban historias aterradoras y Tyne Aldritch, Vansen y los demás habían pasado gran parte de la tarde tratando de entender qué significaba para ellos, tratando en vano de elaborar una estrategia que pudiera contrarrestar esa locura de pesadilla. Las anécdotas de los primeros refugiados habían turbado tanto a los soldados —granjeros reclutados que no eran muy diferentes de los esposos y padres que estas familias habían perdido a manos de ese atroz enemigo—, que el conde Tyne había autorizado a Vansen a adelantarse con un grupo de corredores para asistir a las víctimas que se aproximaban y sonsacarles toda la información posible antes de dirigirlas a los flancos para que les dieran alimento y agua, tratando de impedir que esas espantosas historias se propagaran en las filas principales de la tropa como olas de agua helada. Ferras Vansen sabía que esta segunda noche fuera de Marca Sur estaría plagada de angustia. ¿Para qué empeorar la situación?
No tenía sentido, de todos modos: los que no pudieran soportar esas terribles noticias sobre los crepusculares no tendrían mayor posibilidad de sobrevivir a una batalla con ellos, pero Vansen esperaba que la realidad del combate devolviera el ánimo a los hombres, aunque tuvieran mucho miedo. Un enemigo que se podía tocar, combatir y matar era mejor que uno que sólo se podía imaginar.
Encaró a Dab Dawley, uno de los supervivientes de su malhadada expedición más allá de la Línea de Sombra. Con gran renuencia, y por expresa orden de la princesa, había dado mayor responsabilidad a Mickael Southstead, de quien no se fiaba demasiado. La noche en que lo nombraron capitán había causado dos trifulcas en Marca Sur con sus fanfarronadas, pero el joven Dawley era diferente, cauto y reflexivo a pesar de su edad, y mucho más desde la aventura que habían compartido. De no haber sido por su propio afán de ver lo que les esperaba, Vansen habría permitido que Dawley encabezara la partida de exploración, a pesar de su inexperiencia.
—Creo que esta noche nos quedaremos aquí, Dab. Al menos, eso le sugeriré al conde Tyne. ¿Por qué no llevas a tus hombres y empiezas a buscar agua? Creo que hay un arroyo más allá de esa loma.
Dawley asintió. Los demás corredores, todos veteranos, habían oído al capitán. No se requerían órdenes formales. Subieron a sus monturas y enfilaron camino abajo.
Con unos tientos de hombres como éstos no temería ni siquiera a los crepusculares, pensó Vansen, pero sabía que no era cierto. Ni siquiera la compañía de un millar de los hombres más recios del mundo derretiría un corazón helado y aterrado.
* * *
El valle estaba lleno de fogatas. Tan cerca de casa, aún comían carne fresca y pan que se podía cortar sin aserrarlo con un cuchillo, lo cual era un raro placer durante una marcha. Algunos guardias de Muro de Kerte tocaban la flauta y cantaban. A pesar de las tristes melodías kertianas, era un sonido común y agradable; Vansen se alegraba de oírlo, y pensaba que los demás también.
Regresaba a la fogata cuando vio una silueta en la cresta de una colina, dentro del círculo de centinelas pero no cerca de ellos. Al cabo reconoció al príncipe Barrick. Vansen se sorprendió un poco, pensando que el príncipe habría preferido estar en compañía de Aldritch y los demás nobles, bebiendo mientras le servían, aunque por su experiencia con la familia real sabía que ese chico siempre había sido raro y solitario.
Aunque supongo que ya no es un chico. Barrick tenía la misma edad que tenía Vansen cuando había abandonado su hogar para buscar fortuna en la ciudad, una edad en que estaba seguro de ser un hombre, aunque ninguna prueba lo confirmara. Recordó el temor de la princesa Briony por su hermano. Sin duda el joven estaría a salvo, pues no estaba lejos del campamento, y Ferras Vansen, a diferencia de muchos otros, respetaba la soledad, pero no pudo evitar cierta preocupación. Collum Dyer estaba a mi lado cuando lo capturaron. Sería horroroso tener que decirle a esa joven encantadora y triste que su hermano había perecido honorablemente en combate, pero no se atrevería a decirle que las hadas habían secuestrado al príncipe cuando estaba en el campamento.
Mientras subía la colina y la hierba húmeda le abofeteaba las piernas, Vansen se preguntó qué querrían los crepusculares. Aunque durante su vida había habido pocas guerras auténticas, él tenía gran experiencia con la violencia y sabía que sólo la fuerza podía impedir que ciertos hombres tomaran lo que quisieran, y que algunos temían que otros quisieran arrebatarles lo que era suyo aunque no fuera cierto, que la codicia y el miedo eran la clave de la mayoría de las luchas. Pero ese ejército que había visto más allá de la Línea de Sombra, esa exhibición espantosa y sublime, esa hueste tétrica y gloriosa… ¿qué quería? ¿Por qué había abandonado el refugio de sus brumosas tierras al cabo de un par de siglos, un periodo en que sus enemigos originales habían desaparecido y gran cantidad de nuevos mortales había nacido, vivido y muerto, sin saber nada sobre el pueblo de las sombras salvo por leyendas y sueños malignos?
Reprimió un escalofrío. No eran hombres, ni siquiera animales, sino demonios, y él lo sabía mejor que nadie. ¿Cómo podía un mero hombre aspirar a comprender sus motivaciones?
El joven Barrick lo miró de soslayo al ver que se acercaba, y volvió a clavar su intensa mirada en la lejanía.
—Príncipe Barrick, disculpadme. ¿Estáis bien?
—Capitán Vansen. —El joven siguió contemplando el cielo nocturno. El viento había ahuyentado a las nubes y habían despuntado las estrellas. Ferras Vansen recordó que cuando niño pensaba que eran fogatas de gente como él: pastores del cielo, viviendo al otro lado del gran cuenco del firmamento, que a la vez consideraban que las fogatas de la familia Vansen y sus vecinos eran estrellas.
—Está refrescando, alteza. Quizá os encontréis más cómodo con los demás.
El príncipe no respondió de inmediato.
—¿Cómo fue? —preguntó al fin.
—¿Cómo fue…?
—Detrás de la Línea de Sombra. ¿Se sentía distinto? ¿Olía distinto?
—Era aterrador, alteza, como os conté a vos y vuestra hermana. Brumoso y oscuro. Desconcertante.
—Sí, pero ¿cómo era? —Ocultaba el brazo atrofiado en la capa, pero la otra mano señalaba el cielo—. ¿Se veían las mismas estrellas… la Escalera de Demia, los Cuernos?
Vansen sacudió la cabeza.
—Ahora no lo recuerdo. Era como un sueño. ¿Estrellas? No estoy seguro.
Barrick asintió.
—Tengo sueños sobre el otro lado. Ahora lo sé. Los he tenido toda la vida. No sabía qué eran, pero al oír lo que usted contó… —Encaró a Vansen con una mirada penetrante—. Usted dice que tenía miedo. ¿Por qué? ¿Era miedo de morir? ¿O era otra cosa?
Vansen reflexionó un momento.
—¿Miedo de morir? Desde luego. Los dioses nos dan el miedo a la muerte para que no derrochemos sus dones a la ligera, para que aprovechemos al máximo lo que nos brindan. Pero no es eso lo que sentí allí. No es todo lo que sentí, al menos.
Barrick sonrió, aunque era una sonrisa truncada.
—Para que aprovechemos al máximo lo que nos brindan. Usted tiene algo de poeta, ¿verdad, capitán?
—No, alteza. Yo sólo… Es lo que me enseñó el sacerdote de la aldea. —Se puso un poco rígido—. Pero creo que es verdad. ¿Quién sabe lo que nos pasará en las frías manos de Kernios?
—En efecto, ¿quién lo sabe?
Ahora volvían los recuerdos de esos días en las tierras de las sombras, como si alguien hubiera abierto de un puntapié la tapa con que los había cerrado.
—Tenía miedo porque ese mundo me resultaba extraño. Porque no podía confiar en mis sentidos. Porque me daba la sensación de estar loco.
—Y no hay nada más temible que la locura —dijo Barrick, con oscura satisfacción—. Es verdad, capitán Vansen. —Lo miró con ojos entornados—. ¿Cuál es su nombre?
—Ferras, alteza. Es un nombre bastante común en los valles.
—Pero Vansen no lo es.
—Mi padre era de las Islas Vutianas.
Barrick había vuelto a mirar las estrellas.
—Pero se asentó en Esponsales. ¿Era feliz? ¿Todavía vive?
—Falleció, alteza, hace años. Fue bastante feliz. Siempre dijo que cambiaría todo el ancho mar por un labrantío y buen tiempo.
—Quizá nació fuera de lugar —dijo el príncipe Barrick—. Eso sucede, creo. Algunos vivimos la vida entera como si estuviéramos soñando, porque no hemos hallado el lugar donde debemos estar. Andamos a trompicones entre sombras, aterrados, como extraños, tal como le sucedió a usted en las tierras crepusculares. —Se puso la otra mano bajo la capa—. Tiene razón, capitán Vansen. Está refrescando. Creo que beberé un sorbo de vino y trataré de dormir.
El príncipe dio media vuelta y caminó cuesta abajo.
Todavía es un niño, a pesar de su filosofía, pensó Vansen, siguiéndolo a pocos pasos, alerta a cualquier amenaza, aunque estaban cerca del campamento. Un niño… inteligente, irascible, temeroso. Quieran los dioses que viva el tiempo suficiente para que parte de ese conocimiento se transforme en sabiduría.
* * *
Los murmullos hostiles, que amenazaban con convertirse en un rugido, habían empezado apenas Briony ingresó en la sala y no habían cesado desde que ocupara su lugar a la cabecera de la mesa. Las comidas en la gran sala rara vez eran apacibles, y cualquier otro día habría comido algo en la tranquilidad de sus aposentos, pero había decidido no amilanarse y afrontar las consecuencias.
El jerarca Sisel estaba sentado a su derecha, y Brone a su izquierda. Aunque otros comensales lo superaban en rango, era el condestable y el castillo estaba en guerra, o lo estaría pronto. El jerarca, tras una mueca de sorpresa y reprobación, había entablado una conversación cortés, tal como si ella usara ropa femenina; Briony no sabía si admirarlo o despreciarlo. Brone estaba enfadado, desde luego, pero Briony lo conocía bastante y sabía que su fastidio era más una reacción contra lo que consideraba un espectáculo innecesario en un momento delicado que una oposición específica a esta provocadora renuncia a su sexo. El condestable tenía la mente ocupada en cosas más importantes, y se proponía aprovechar la agitación provocada por la llegada de los platos principales para hablarle.
Cuando se llevaron los huesos de pollo y trajeron la enorme media res sudando en sus propios jugos, rodeada por lo que a juicio de Briony era un despliegue excesivamente festivo de pavos reales asados y recubiertos con sus propias plumas, los perros ladraron alborotadamente y buscaron huesos caídos entre los juncos del suelo. Ella bajó la mano para acariciar una cabeza peluda, alegrándose de que al menos alguien disfrutara de una merecida felicidad.
—Ya casi hemos terminado de apuntalar las fortificaciones —dijo Brone en voz baja—. Pero no hay muralla que resista si la defienden corazones débiles. Los nobles están inquietos. Varios se han marchado, pues prefieren correr el albur en sus propias tierras, o incluso irse por mar si las cosas andan mal.
—Lo sé. —Había escuchado muchas justificaciones en los últimos días, excusas débiles que podía desbaratar en un instante—. Que se vayan, condestable. No son la gente que queremos a nuestro lado si las cosas empeoran. —Miró de soslayo a Hendon Tolly y su cuñada Elan, en medio de la mesa pero en un mundo diferente, rodeados por admiradores como Durstin Crowel, barón de Graylock; todos, salvo la muchacha, se reían a carcajadas de una broma de Tolly—. Lástima que no se vayan todos. Marca Sur sería más difícil de defender, pero la espera sería más agradable.
—Pero de eso se trata… —Brone se reclinó y esperó a que un escudero le sirviera un trozo de carne—. Por cada noble pusilánime que se va al sur o zarpa hacia el este —dijo en cuanto el joven se alejó—, un séquito de hombres armados se va con él, y no podemos darnos el lujo de perderlos.
Briony agitó la mano. ¿Qué podía hacer ella? Había llegado a la conclusión de que nadie podía imponer el amor, y menos por la hija, cuando era el padre quien lo había ganado. Todos los rostros que habían comparecido ante ella, explicando los motivos por los que eran necesitados en las tierras de su familia o prometiendo regresar con un nuevo contingente de tropas, empezaban a parecerle distantes y muertos como los retratos de la galería. Pero los recordaría, si un día el sol volvía a brillar sobre Marca Sur. Recordaría quién la había abandonado y quién se había quedado, y repartiría castigos y recompensas. Se lo debía a su padre y a Kendrick, ahora que no podían proteger este lugar que ambos habían amado tanto.
Se sobresaltó al comprender que de nuevo pensaba en su padre como si estuviera muerto. Hizo la señal del conjuro, algo que no hacía desde la infancia, cuando se lo había enseñado una niñera. Él está bien, se dijo. Esta noche le escribiré otra carta, y se la enviaré por mensajero en un barco que se dirija al sur. Sintió vergüenza. No le he dicho nada sobre esta guerra inminente, y muy poco sobre la muerte de Kendrick. ¿Pero tenía sentido enviar a un hombre encarcelado la noticia de que su reino sufría esa extraña amenaza? A pesar de su cautiverio, se habría enterado de la muerte de Kendrick y del encarcelamiento de Shaso, aunque no hubiera recibido su última carta. ¿No era aflicción suficiente? De pronto extrañó tanto a su padre que le costó respirar. También a Barrick. Deseó que su mellizo estuviera junto a ella, que pudieran escapar juntos después para hablar de esos cortesanos que bostezaban con su boca grasienta, la dama Comfrey M’Neel con su pelo desaliñado después de beber demasiado vino, el gordo lord Bratchard, que contra toda evidencia se consideraba ingenioso y seductor, que acariciaba el pelo y la cara de Briony cuando era pequeña, diciéndole que llegaría a ser una joven bonita.
Si este castillo cae, espero que los crepusculares los capturen a todos y se los lleven encadenados a esas brumosas tierras de sombras.
Era un pensamiento cruel, y pasaba por alto que la rodeaban muchos corazones bondadosos, pero en ese momento la algarabía y el tintineo de las copas y cuchillos evocaban el bullicio de un establo, y esas personas, a pesar de su fina indumentaria, no eran mejores que puercos forcejeando para llegar al comedero.
El jerarca Sisel intentó decirle algo, pero la distrajo una estentórea carcajada del apuesto y estúpido Durstin Crowel. El barón de Graylock se reía de algo que había dicho Hendon Tolly, tan desaforadamente que se atragantó con el vino y se salpicó la gorguera y el pecho, provocando nuevas risas. El autor del comentario la miró a los ojos, estirando los labios en una sonrisa satisfecha. Ella supo quién era el objeto de la chanza de Hendon Tolly.
—Lord Tolly —le dijo—, como Erilo bendiciendo la cosecha de la viña, parece que traéis una necesaria alegría a nuestra mesa, pues de otro modo la gente estaría cavilando en silencio, preguntándose qué nos deparan los dioses.
Brone carraspeó, y el jerarca intentó repetir su inocuo comentario (señalando que el apuntalamiento de las fortificaciones le había hecho pensar en hacer ciertos añadidos al templo), pero ella no les prestó atención. Midió a Hendon Tolly con los ojos. Briony aguardaba su respuesta, y también los demás: bajo la mesa unos perros gruñían y tironeaban de un hueso, pero era lo único que se oía en la sala.
—Es mérito de vuestra hospitalidad, princesa Briony, brindarnos muchas distracciones. Con tanto entretenimiento, casi he olvidado mi pesar por la desaparición de mi hermano, el duque Gailon.
—Sí, la desaparición de Gailon nos ha entristecido a todos —dijo ella, pasando por alto el carraspeo de advertencia de Avin Brone—. Fue un golpe muy duro, sobre todo porque se marchó de aquí poco después de la muerte de mi hermano.
Una inquietud tangible reinaba en la mesa. Hasta Crowel, que se disponía a reírse, se quedó boquiabierto.
—Todos estamos afligidos —dijo Avin Brone con su vozarrón—. Haber perdido a dos hombres insignes uno tras otro… Bien, recemos para que el hermano de Tolly regrese sano y salvo.
Tolly enarcó las cejas y sonrió, esperando la reacción de Briony, para ver si estaba dispuesta a aceptar la bandera de tregua del condestable. Su aplomo era un insulto en sí mismo: a Briony le resultaba exasperante que tuviera el atrevimiento de trabarse en un duelo verbal con la princesa reinante en su propia sala, a su propia mesa, y que luego le dejara escoger la paz si lo deseaba.
No lo deseaba, y menos esta noche.
—Sí, ciertamente mucha gente espera que Gailon Tolly regrese tras su misteriosa desaparición. Mi hermano Kendrick, en cambio, no regresará, no en este círculo del mundo.
Tolly enarcó aún más las cejas. Ella no lograba habituarse a esa extrañeza de que él fuera tan parecido al hermano, y tan diferente. Nunca le había gustado Gailon Tolly; lo consideraba agrio, mojigato y un poco obtuso, pero este hermano menor tenía olor a azufre, el oscuro destello de una locura profunda.
—¿Su alteza sugiere que mi hermano el duque, jefe de una familia que ha servido a Marca Sur durante siglos, pudo tener algo que ver con la muerte del príncipe regente?
—¡Un momento! —exclamó el jerarca Sisel, con voz trémula pero enérgica. Había hablado antes que Brone, un indicio de su consternación—. Es terrible sugerir semejante cosa, incluso pensarla, y que los dioses nos perdonen por hablar de este modo cuando nuestros soldados cabalgan hacia el peligro.
—Bien dicho —gruñó Avin Brone. Hubo algunos asentimientos en la mesa cuando los nobles de mejor corazón (o de corazón más débil) reaccionaron con alivio ante la quiebra de la creciente tensión—. Aquí nadie sospecha del duque Gailon en ningún sentido y todos oramos por su regreso. El culpable está encadenado en la fortaleza, y no hemos encontrado el menor indicio de que tuviera cómplices.
Pero Briony recordó que Acertijo le había hablado sobre la visita de Gailon a la cámara de Kendrick, y que el espía de Brone había visto agentes del autarca en Estío. Mantuvo la boca cerrada, pero no apartó los ojos de la pétrea mirada de Hendon Tolly.
No insistas, Briony, se dijo. Esto no tiene sentido. En absoluto.
Hendon estiró los labios. Disfrutaba del momento.
—El condestable tiene razón, desde luego —declaró. Era como tragar un remedio amargo—. Los Estío son siempre bienvenidos aquí. Somos parientes, después de todo, herederos de Anglin y Kellick Eddon. Después de los trabajos de la jornada, sólo sentía curiosidad por oír la broma que causaba tanto jolgorio.
Hendon Tolly no dejó de sonreír, pero se puso más serio y entornó los ojos.
—No era nada, princesa. Una mera ocurrencia. Ya no la recuerdo.
El condestable volvía a murmurarle al oído, tratando de llamarle la atención. Briony estaba cansada. Era momento de aflojar la tensión. Ya había suficientes problemas como para dejar que ese hombre la sacara de quicio. Asintió, concediéndole una retirada grácil, pero el achispado Durstin Crowel tironeó del brazo de Tolly.
—Sí que la recuerdas, Hendon —dijo—. Era una ocurrencia muy graciosa. Sobre… —afectó un susurro que toda la mesa pudo oír—… el príncipe Barrick.
El corazón de Briony dio un respingo. El condestable soltó un gruñido.
—¿De veras? —dijo ella—. Entonces creo que deberíamos escucharla.
Tolly miró al barón de Graylock con desprecio, se volvió hacia ella. Bebió un sorbo de vino; recobró la compostura, pero Briony notó que esa luz extraña aún bailaba en sus ojos. No era ebriedad, sino algo más constante.
—Muy bien —dijo—, ya que mi amigo y la princesa insisten. Quedé fascinado por tu atuendo, Briony… por tu ropa.
Ella se quedó rígida, fría como una estatua. Hendon había omitido deliberadamente el título y el tratamiento, como si ambos fueran niños y él estuviera bromeando con una chiquilla entrometida.
—¿Sí? Me alegra que te impresione, Hendon. Son tiempos de guerra, así que pensé que un atuendo más marcial era pertinente.
—Sí, por supuesto. —Él inclinó un poco la cabeza—. Bien, yo me preguntaba… Si tú llevas eso —hizo un gesto desdeñoso—, ¿el príncipe Barrick cabalga a la batalla con un vestido de mujer?
El murmullo de sorpresa y las risas sofocadas apenas empezaban cuando Briony se puso de pie, tumbando la silla. Brone le cogió el brazo, y ella estuvo a punto de abofetearlo, pero no pudo frenarla. Desenvainó la espada.
—Si te divierte mi ropa —dijo Briony, apretando los dientes con tanta fuerza que después le dolería la mandíbula—, quizá también te divierta mi acero.
—¡Princesa! —jadeó Sisel, pasmado, pero no era tan tonto como para entrometerse con alguien que empuñaba una espada, aunque fuera mujer.
Hendon Tolly se levantó despacio, sin ocultar su satisfacción. Acarició la empuñadura de su espada, sin desviar los ojos.
—Me divierte, sí —dijo—, pero no podría alzar la mano contra la princesa regente, ni siquiera para un pasatiempo tan ameno. Quizá podamos probar con armas de juguete en alguna oportunidad, para que nadie salga lastimado.
El corazón de Briony tronaba. Sintió la tentación de atacarlo, de obligarlo a desenvainar, con tal de borrarle esa sonrisa socarrona. No le importaba que él fuera un famoso espadachín y ella sólo fuera la discípula de otro espadachín famoso, una alumna que apenas había practicado desde el verano y ni siquiera en su mejor día podría rivalizar con Tolly. Casi valdría la pena obligarlo a matarla en defensa propia. Entonces nadie se reiría, y todas sus cuitas terminarían.
Pero no volvería a ver a Barrick, ni a mi padre. Le temblaba el brazo. Bajó la espada hasta que la punta raspó la pata de la mesa. Y uno de los malditos Tolly podría terminar como regente hasta que nazca el hijo de Anissa, si lo dejan vivir.
—Fuera de mi vista —le dijo a Hendon Tolly, y se volvió hacia el resto de la mesa, las filas de caras boquiabiertas y pálidas, algunas con trozos de carne con salsa en los dedos, a medio camino entre el plato y la boca—. Todos. ¡Todos vosotros!
Pero fue Briony quien envainó la espada bruscamente, dio media vuelta y salió del salón, desperdigando a los sirvientes. Logró cerrar la puerta a sus espaldas antes de soltar un torrente de lágrimas furiosas.