31: Visitante nocturno

31

Visitante nocturno

UN CUENTO

La historia se cuenta

En los corredores, en los patios

Es sólo el suspiro de las alas de una paloma

Oráculos de Osario

Las plegarias y rituales del día habían sido agotadores. Qinnitan enfermaba cada vez que Panhyssir le administraba una de las pociones, pero a veces también sentía un vigor desbordante que no sabía cómo aprovechar, como sucedía ahora, horas después de haber oído el cántico de los rezos de medianoche. No podía dormir y no sabía si quería, pero tampoco quería estar acostada escuchando su propia respiración.

Esa mañana, tras beber el elixir, había sentido latigazos en las entrañas, como si la limpiaran como una calabaza llena de guijarros y agua hirviente. La extraña sensación de estar desligada duraba más cada vez, como si se estuviera convirtiendo en huésped de su propio cuerpo, y ni siquiera fuera bienvenida. Lo peor de todo, y prefería no pensar mucho en ello, era que cuando bebía la Sangre del Sol y caía en esa oscuridad aterradora, esa muerte viviente, se sentía como un grillo ensartado en un anzuelo, como si fuera una carnada en las profundidades mientras algo enorme se movía debajo de ella, oliendo, decidiendo…

¿Y qué podía ser ese algo, una cosa con pensamientos tan lentos y estremecedores como los movimientos de la tierra? ¿Podía existir semejante cosa, o el elixir la estaba desquiciando? Meses atrás una de las jóvenes reinas había perdido el juicio y no paraba de reírse y llorar. Había alegado que los Favorecidos la espiaban aun en sueños. Se había rasgado la ropa y había caminado por los pasillos cantando canciones infantiles, hasta que desapareció de la Reclusión.

¿Qué quiere esta gente de mí?, se preguntó Qinnitan con angustia. ¿De veras quiere enloquecerme? ¿O me está matando lentamente, por extraños motivos que no conozco?

La obsesionaba el temor de que la envenenaran, y no sólo con el repulsivo elixir del sumo sacerdote. Cada vez que alguien le entregaba una copa, cada vez que aceptaba comida que no procedía de una olla comunal, se sentía al borde de un precipicio. No era sólo la evidente malicia de Arimone, la esposa suprema, sino que otras mujeres también la miraban extrañamente, considerando que sus sesiones con Panhyssir y los otros sacerdotes de Nushash eran un indicio de un favor inmerecido, como si ese sufrimiento diario fuera un premio que Qinnitan les había arrebatado. Hasta Luian, que había sido su aliada más firme, había cobrado distancia. Sus conversaciones eran tirantes, como dos mujeres que se cruzaban en el mercado sabiendo que recientemente una había difamado a la otra. Era Jeddin y su pasión ridícula e irracional. Se interponía entre ambas como una puerta cerrada.

Así que Qinnitan yacía insomne en su angosta cama en medio de la noche, y sus pensamientos correteaban como hormigas, y los ronquidos de sus damas la sobresaltaban cada vez que estaba a punto de dormirse. Los días de la Colmena parecían imposiblemente lejanos. Esa sencilla felicidad parecía inalcanzable. Y como estaba desvelada, acompañada por estos pensamientos febriles y desdichados, Qinnitan oyó claramente que alguien se movía al otro lado de la cámara, y supo que no estaba sola.

Notó que se le aceleraba el corazón. Se incorporó lentamente, escrutando la penumbra. Lo único que veía bajo el fulgor de la lámpara cerrada era un contorno, pero ese contorno no estaba allí cuando se había acostado.

Tanyssa. La primera esposa la ha enviado a por mí. En su imaginación vio la cara cuadrada de la jardinera, los ojos vacíos salvo por esa hosquedad de perro apaleado. Aunque grite, me matará antes de que venga ayuda. Y si la jardinera estaba allí por orden de Arimone, Qinnitan sabía que podía desgañitarse y sería en vano.

Se levantó sigilosamente, gimiendo como en sueños agitados, para cubrir el ruido de sus movimientos y quizá lograr que el asesino se detuviera por temor a despertarla. Desesperada, con el corazón desbocado, procuró pensar qué podía usar como arma. ¡La tijera que las esclavas usaban para cortarle el cabello! Pero estaba en el fondo del cesto, bajo la mesilla, dentro del estuche de marfil… No la cogería a tiempo.

Al pasar la mano por la mesilla, tocó un objeto duro y frío y cerró los dedos sobre él. Era un alfiler que le había regalado Luian, con la longitud de una mano y adornado con un ruiseñor de oro y esmalte. Empuñó el ruiseñor, alzó el alfiler como una daga. Tanyssa no la mataría sin sangrar por ello, decidió. Tenía la boca seca, la garganta cerrada como si ya la estuvieran estrangulando con una cuerda.

La silueta que estaba junto a la puerta empezó a moverse de nuevo, despacio y en silencio, avanzando a tientas con las manos extendidas. Con el trasfondo de luz tenue, ni siquiera parecía humana, demasiado delgada para ser Tanyssa u otro estrangulador que enviaran Arimone o el autarca. El agitado corazón de Qinnitan amenazó con detenerse. ¿Era un fantasma? ¿Un demonio salido del reino nocturno de Argal?

Ya estaba casi encima de ella. Vio un rostro sombrío y un terror supersticioso le paralizó el brazo cuando estaba a punto de clavarle el alfiler, de sepultarlo en las manchas oscuras de los ojos del intruso; el intruso tropezó con ella y retrocedió. El fresco contacto de la carne fue tan alarmante que los tendones del brazo cobraron vida y ella atacó. El intruso retrocedió con un jadeo pero sin palabras, ningún grito de dolor ni sorpresa, y un miedo supersticioso volvió a embargar el corazón de Qinnitan.

—¡Déjame en paz! —quiso gritar, pero sólo salió un murmullo ahogado. El intruso se apartó, emitiendo ese ruido animal, y se agazapó en el suelo. Qinnitan lo esquivó y corrió hacia la puerta, dispuesta a llamar a los corpulentos guardias Favorecidos que aguardaban a poca distancia de los dormitorios, pero se detuvo. El intruso estaba llorando, un sonido extraño y áspero.

Alzó la mano y se quemó los dedos al sacar la lámpara de su pantalla con ranuras, pero cuando empuñó la manija y la alzó, inundando la habitación de luz amarilla, vio que esa criatura temible y agazapada era sólo un niño menudo y moreno.

—¡Reina de la Colmena! —jadeó. Se acercó. El niño la miró con ojos asustados. Sangraba por un largo rasguño en el pecho, donde ella lo había herido con el alfiler—. ¿Quién eres?

El niño le clavó los ojos, sollozando. Abrió la boca, pero sólo logró gruñir. Ella se movió y él se cubrió la cara con el brazo para protegerse.

¡Un Favorecido Silente! Era un esclavo mudo capturado en una de las guerras de Xis, quizá un bebé cuando lo aprehendieron. Los autarcas del Palacio del Huerto y sus servidores más encumbrados gustaban de rodearse de estos niños, que no podían difundir secretos ni gritar aunque les infligieran todo tipo de crueldades.

—¡Pobre criatura! —dijo Qinnitan, olvidando que el niño podía oír y entender aunque no hablara. Extendió una mano cautelosa y él se retrajo—. No te lastimaré —dijo, esperando convencerlo con el tono de voz. Notó que hablaba demasiado fuerte y podía despertar a sus criadas, y aunque momentos antes lo habría querido, no deseaba que nadie se entrometiera. Cuando habló de nuevo, sólo el niño herido podía oírla—. Déjame ayudarte. Lo lamento. ¿Me entiendes? Creí que eras… Me asustaste.

El niño gimoteó, pero le dejó examinar la herida. Era larga pero superficial. Aun así, la sangre ya empapaba la cintura de sus pantalones de lino blanco. Ella buscó hasta encontrar uno de los paños limpios destinados a su sangre lunar y lo apretó contra el corte, luego encontró una vieja bufanda y se la ciñó a la cintura para mantener el vendaje en su sitio.

—No es una herida grave —susurró—. ¿Puedes entenderme?

Él tocó la tela con cuidado. Parecía que podría escabullirse en cualquier momento, pero al fin asintió con la cabeza.

—Bien. Lamento haberte lastimado. ¿Qué haces aquí?

A la luz de la lámpara notó que su rostro palidecía tanto que temió haberle infligido una herida mortal. Quería inmovilizarlo, pero él se incorporó gruñendo y buscó en sus pantalones empapados, arrullando como una paloma. Extrajo una bolsa que llevaba guardada entre el cuerpo y la ropa. Estaba manchada de sangre, y al principio ella se negó a aceptarla, pero vio su cara de angustia y comprendió que él temía que algo se hubiera arruinado en el interior. La aceptó y vio que el cordel estaba sellado con hebra de plata y cera. Acercó la lámpara, pero no reconoció el sello. Qinnitan volvió a vacilar, pero el niño gimoteó como un perro que desea salir de la casa, así que rompió la cera del cordel y desenrolló un pergamino y un anillo de oro.

La firma del pie del pergamino decía «Jeddin». Qinnitan maldijo de nuevo, pero esta vez en silencio.

—Lo tengo —dijo—. Está a salvo. La sangre no lo estropeó. ¿El capitán envió esto? ¿El capitán de los Leopardos?

El niño sacudió la cabeza, desconcertado. Qinnitan también estaba desconcertada, y pensó en otra posibilidad.

—¿Luian? ¿La Favorecida Luian? ¿Ella lo envió?

Él puso una sonrisa lastimera y asintió.

—Muy bien. Has hecho lo que te pidieron. Ahora debes irte, tan sigilosamente como viniste, para no despertar a los que duermen fuera. Lo lamento de veras. Que alguien te vende bien esa herida. Diles… diles que te tropezaste con una piedra en el jardín.

El niño vaciló, pero se levantó y se palpó el vendaje para asegurarse de que estuviera en su sitio. Hizo una reverencia, y ese gesto cortesano resultó tan extraño en medio de la noche, con la luz de la lámpara y las manchas de sangre en el suelo, que ella tuvo que contener una carcajada. Poco después él se deslizó entre las cortinas y se fue.

Qinnitan esperó, aguzando el oído, luego se puso a limpiar la sangre con otro trapo. La idea de leer el mensaje de Jeddin la llenaba de consternación. ¿Era un tonto poema de amor que por poco le había costado la vida a un niño? ¿O era algo más nuevo y más peligroso, y le ordenaba que se reuniera con él en alguna parte, valiéndose de las mismas amenazas que había usado para obtener la colaboración de Luian?

Una vez que dejó la habitación tal como estaba antes de la llegada del visitante nocturno, puso la lámpara en la mesilla y se sentó con las piernas cruzadas en la cama, inclinándose para leer.

Amada, comenzaba. Miró la escritura precisa y delicada de Jeddin. Al menos no ha puesto mi nombre, pensó, pero el poder de esa palabra la estremeció. ¿Cómo habían llegado las cosas a esto? Parecía una historia de leyenda: un hombre poderoso arriesgaba la vida de ambos para demostrar su amor, cuando otro hombre aún más poderoso (el más poderoso de la tierra) ya la había reclamado como propia.

¡A mí, Qinnitan! Era incomprensible.

Fui un necio al correr el riesgo de reunirme contigo. Tenías razón al decírmelo. Hay rumores. Uno de mis enemigos sospecha. Debe de ser Vash, el ministro supremo, pero no puede probar nada.

Sintió tal espanto que se quedó sin aliento. No quería leer más. Pero leyó.

Aun así, quizá llegue el día en que obre contra mí, a pesar de que gozo del favor del autarca, loado sea su nombre. No, en realidad es precisamente porque gozo de su favor. Vash me odia, y no es el único.

Debo prepararme para el día en que las cosas cambien. Tengo simpatizantes leales, pero mi seguridad no me sirve de nada sin ti. Si llegara ese día, te enviaré un mensajero que pronunciará el nombre sagrado Habbili. Y tal como el hijo del gran dios bajó de las montañas para escapar de sus enemigos y abordó el barco que lo trajo herido a Xis, navegaremos hacia la libertad. En el puerto, en una rampa cercana al templo de Habbili, hay una nave pequeña y rápida llamada Lucero del Alba de Kirous. No le puse ese nombre por ti, mi hermosa estrella. La he tenido desde que obtuve el mando de los Leopardos, pero cuando me enteré de que en la Reclusión algunos te llamaban así, supe que los hados nos han reservado este destino desde el principio. Cuando vayas allí, muéstrale este anillo al capitán. Él lo reconocerá y te tratará con cortesía, y cuando me reúna contigo, verás con qué galanura navega ese lucero del alba.

Espero que no lleguemos a eso, amada. Quizá pueda derrotar a Pinimmon Vash y mis otros enemigos, y encontrar otro modo de que nuestro amor florezca bajo el sol del Dorado. Pero como dice el refrán, no hay descanso en un nido de víboras, ni siquiera para las víboras.

La firma era un alarde de elegancia.

Tonto, pensó Qinnitan. ¡Oh, Jeddin, qué tonto! Si el niño hubiera despertado a los guardias o sus criadas, si esto hubiera caído en manos de alguien, ella y Jeddin y quizá Luian ya estarían de rodillas ante el verdugo. El capitán de los Leopardos sufría una peligrosa forma de locura, ya que alababa al autarca al mismo tiempo que conspiraba para robarle a su prometida.

Sabía que no amaba a Jeddin, pero esa locura era contagiosa. En ese cuerpo vigoroso palpitaba el corazón de un niño, un niño triste, que corría en pos de los demás sin alcanzarlos nunca. Y sin duda era un hombre apuesto. Qinnitan contuvo el aliento. ¿Acaso sentía algo? ¿Osaría sentir algo por él? ¿Había un modo en que él podía rescatarla de ese lugar horrendo?

Pensó en ello un tiempo muy breve, luego quemó el pergamino con la llama de la lámpara, hasta que fue sólo ceniza negra. Pero conservó el anillo.