30
Despertar
HOJAS ROJAS
El niño en su cama
Un oso en un cerro
Dos perlas tomadas de la mano de un viejo
Oráculos de Osario
El techo del principal templo del Trígono era tan alto que soplaba brisa aunque las grandes puertas estuvieran cerradas. Miles de velas chisporroteaban en los altares y los nichos. A esa hora de la mañana hacía mucho frío, y a Barrick le dolía el brazo.
El príncipe regente estaba rodeado por los hombres que lo acompañarían al oeste, su malquerido primo Rorick Longarren y guerreros más curtidos como Tyne de Costazul y su viejo amigo Droy Nikomede de Lago Este, con sus bigotes extravagantes, y muchos otros que Barrick conocía por su reputación. La flor y nata de la nobleza de los reinos de la Marca se había congregado para esta bendición: el valiente Mayne Calough de la lejana Muro de Kerte, Sivney Fiddicks, a quien algunos llamaban el Caballero de los Fragmentos porque su armadura y sus arreos eran trofeos que había ganado en varias justas, el conde Gowan M’Ardall de Mar del Timón, y muchos otros nobles vestidos de túnica blanca, y otros de menor rango que poseían caballo y armadura y una finca, de modo que podían considerarse terratenientes.
Como todos los demás, Barrick Eddon estaba inclinado sobre una rodilla, frente al altar donde Sisel impartía la bendición, y el jerarca desgranaba las antiguas frases hierosolanas como el canto de un arroyo. Barrick sabía que pronto iría a la guerra, y quizá a la muerte. No sólo eso, los enemigos que afrontarían eran criaturas salvajes de la tierra de las sombras, el viejo terror, seres de pesadilla, pero se sentía tranquilo, vacío y despreocupado.
Alzó los ojos hacia la enorme estatua tripartita que estaba atrás del altar. Los tres dioses del Trígono se erguían sobre un plinto de piedra labrada que formaba nubes a los pies del dios del cielo, y piedras y olas a los pies de los dioses de la tierra y el mar. Las tres imponentes deidades miraban el exterior, con Perin en el centro, alto entre los altos, Erivor con escamas de pez a la derecha, el ceñudo Kemios a la izquierda. Eran hermanos, todos hijos del viejo Sveros, el cielo nocturno, de diferentes madres. Barrick se preguntó si alguno de ellos estaría dispuesto a morir por sus hermanos tal como él por Briony, pues era casi seguro que daría la vida por ella. Pero como eran dioses, inmortales e invulnerables, semejante cosa no podía ocurrir. ¿Cómo podían los dioses ser valientes?
El jerarca Sisel seguía salmodiando. El viejo había querido dirigir la ceremonia a causa de la importancia de la ocasión y porque, sospechaba Barrick, como tantos otros quería sentir que ayudaba en algo. La noticia había circulado rápidamente por el castillo y la ciudad: todo el mundo sabía que la guerra se avecinaba, y que sería extraña y escalofriante.
Lo que sentía Barrick era aún más extraño, como buscar algo en un estante alto que estaba fuera del alcance por mucho que uno saltara o se estirase. No sentía nada de nada.
* * *
Cuando el jerarca terminó su parte de la ceremonia, llevó a Barrick aparte mientras los demás nobles se hacían perfumar la túnica con humo sagrado por los mantis del templo, vestidos de azul. El jerarca tenía esa expresión entre humilde e irritada que Barrick conocía muy bien: era la expresión que adoptaban sus mayores cuando querían reprenderlo pero recordaban que un par de antepasados de Barrick habían encarcelado gente (incluso matado, si ciertos rumores eran ciertos) por dar consejos indeseables.
—Estáis haciendo algo muy valiente, mi príncipe —dijo Sisel.
Quiere decir «estúpido», pensó Barrick, pero ni siquiera un jerarca del Trígono podía usar esa palabra frente a la realeza.
—Tengo mis motivos, eminencia, y algunos son buenos.
Sisel alzó la mano para dar a entender que no hacía falta decir más, pero Barrick recordó la mano alzada de Shaso, que durante toda su infancia había significado «Cállate, chaval».
—Desde luego, alteza, desde luego. Y los Tres Poderosos garantizan que vos y los demás regresaréis sanos y salvos. Tyne conducirá las tropas, supongo. —Arrugó la frente al comprender lo que había dicho—. En respaldo de vos, príncipe Barrick, desde luego.
Él casi sonrió.
—Desde luego. Pero seamos francos. Yo seré una especie de… ¿Qué es lo que ponen en la proa de un barco? ¿Una máscara?
—¿Un mascarón?
—Eso es. No espero que los soldados me escuchen, jerarca, pues aún no tengo experiencia en la guerra. Más aún, espero aprender algo de Tyne y los demás. Si los Tres conceden que regrese sano y salvo.
Sisel lo miró extrañamente (quizá había detectado cierta falsedad en la actitud reverente de Barrick), pero también sentía alivio y no quería pensar demasiado en ello.
—Demostráis gran sabiduría, mi príncipe. Sin duda sois hijo de vuestro padre.
—Sí, eso es verdad.
Las palabras de Barrick intrigaron a Sisel.
—Estas criaturas a las que nos enfrentamos no son naturales, mi príncipe. No debemos preocupamos por lo que hacemos.
¿Hacemos?
—¿A qué te refieres?
—Estas… cosas, los crepusculares, como se los llama supersticiosamente, los Antiguos. Son antinaturales, enemigos de los hombres. Desean tomar lo que es nuestro. Deben ser destruidos como ratas o langostas, sin contemplaciones.
Barrick asintió. Ratas. Langostas. Dejó que lo rociaran con incienso. Los perfumes del humo le recordaron los puestos de especias de la plaza del mercado, y deseó estar allí con Briony, como cuando eran niños y habían escapado para pasar unos momentos risueños o deliciosos mientras media servidumbre los buscaba.
Tras quitarse la túnica ceremonial, Barrick siguió a los caballeros y nobles fuera del templo. Tyne Aldritch y los demás parecían descansados, como después de un baño y una siesta, y Barrick envidió que la visita al templo les hubiera dado esta confortación, pues él no la sentía.
El conde Tyne vio la cara preocupada de Barrick y aminoró la marcha hasta que caminaron lado a lado.
—Los dioses nos protegerán, príncipe Barrick, no temáis. Esas criaturas son espeluznantes, pero son reales: están hechas de carne y hueso. Cuando las cortemos, derramarán sangre.
No estés tan seguro, pensó él. A fin de cuentas, la única persona de Marca Sur que tenía alguna experiencia con el enemigo era el soldado Vansen, que había presenciado la muerte de una de las criaturas, que era pequeña y no muy peligrosa, y que también había sido atacado por un engendro mucho más grande que media docena de soldados no habían logrado dañar, aunque les arrebató a uno de los suyos como un niño robando una golosina de un plato sin vigilancia.
Barrick calló estos pensamientos.
—Esos monstruos serán temibles, sin duda —murmuró Tyne. Se detuvieron mientras los acólitos del templo abrían las macizas puertas de bronce y dejaban entrar el aire de la bahía, que les agitó el cabello y la ropa e hizo chisporrotear las llamas de las velas—. Recordad, alteza, es importante que mostremos a la tropa una expresión de coraje.
—Los dioses nos darán el coraje que necesitamos, sin duda.
—Así es —dijo Tyne, asintiendo enérgicamente—. Me lo dieron cuando yo era joven.
Aunque Tyne Aldritch tenía más del doble de la edad de Barrick, era mucho más joven que el rey Olin. Era tan joven como para tener ambiciones. Quizá esperaba que Barrick lo recordara como un amigo y protector leal si sobrevivían, que su fortuna mejorara si un día Barrick Eddon llegaba al trono. La hija de Tyne pronto tendría edad para casarse. Quizá soñaba con ser pariente de la realeza.
Hasta el momento a Barrick había pensado en sus mayores como una masa indiferenciada, al menos los que aún no estaban seniles. Estudió al curtido conde de Costazul y se preguntó qué veía Tyne al mirar el mundo, qué pensaba y esperaba y temía. Echó un vistazo a Sivney Fiddicks, Ivar de Argentia y los demás señores, que erguían el rostro y apretaban los dientes con un semblante que procuraba ser fiero y alentador mientras el pálido sol se derramaba por las puertas abiertas, y comprendió que cada uno de esos hombres vivía dentro de su propia cabeza tal como él vivía en la suya, y que los cientos de personas que aguardaban en la escalera del templo para echar una ojeada a la nobleza de Marca Sur también vivían en sus pensamientos, de forma tan independiente como él.
Es como si habitáramos mil islas diferentes en medio de un océano, pensó, pero sin barcos. Podemos vemos. Podemos llamamos a gritos. Pero ninguno puede abandonar su isla para viajar a otra.
Esta idea lo conmovió más que el rito al que acababa de asistir, y por un momento no entendió que la multitud de la escalinata empujaba a los guardias hacia las puertas del templo, que esa turba de plebeyos, atemorizada por los rumores de guerra y cosas más aterradoras, estaba a punto de pisotear a la gente que debía defenderlos. Algunos sacerdotes comenzaron a cerrar las puertas. Los guardias se abrieron paso con el asta de sus picas y algunos miembros de la multitud fueron derribados y magullados. Una mujer gritó. Algunos hombres intentaron arrebatar las picas a los guardias. Unos terrones rebotaron en los escalones; uno le pegó a un barón de Marrinswalk en la pierna, y él miró desconcertado la mancha de sus calzas como si fuera sangre. Rorick gritó, quizá tan preocupado por su higiene como por su vida. Luego, como en un sueño (aún seguía pensando en su idea de las personas como islas), Barrick vio que Tyne desnudaba la espada, y oyó que otros nobles desenvainaban sus armas, imitando a Costazul. El olor de la multitud que los rodeaba era un tufo animal, extraño y temible.
Tyne y los demás van a matar gente, comprendió. Parecía imposible que sucediera tan rápidamente. O la gente puede matamos a nosotros. Pero ¿por qué? Miró los rostros que lo rodeaban, notó que tanto nobles como plebeyos entendían que la situación se desmadraba y nadie sabía cómo detenerla.
Pero yo puedo, comprendió. Era una sensación de poder, pero no placentera. Alzó la mano sana y bajó unos escalones. Tyne intentó detenerlo, pero Barrick lo esquivó.
—¡Alto! —exclamó, pero nadie oía sus palabras en medio de la algarabía; la mayoría de los que miraban la columnata del templo no podían verlo. Dio media vuelta y subió hacia las enormes puertas de bronce, que aún estaban entornadas (un sacerdote avispado, quizá Sisel mismo, había comprendido que no sería buena idea cerrarlas cuando el príncipe regente y los nobles estaban rodeados por una turba furibunda), arrebató la pica a un guardia, que la entregó con aire de afligida confusión, como si sospechara que por una razón inescrutable y principesca Barrick estaba dispuesto a abatirlo con su propia arma. Pero Barrick usó la pica para golpear la puerta de bronce hasta que los ecos retumbaron en el patio. Las cabezas se giraron hacia él, y el griterío disminuyó.
Barrick respiraba con dificultad: le costaba empuñar la pica con una sola mano, sujetándola bajo el brazo para golpear la puerta, pero había funcionado. La muchedumbre miraba al príncipe boquiabierta.
—¿Qué queréis? —exclamó—. ¿Queréis aplastarnos? Vamos a luchar por la ciudad, por nuestra tierra. En el santo nombre de los Tres, ¿qué pretendéis al acorralarnos así?
Algunos de los que se habían enzarzado con los guardias retrocedieron, avergonzados, pero otros se resistían a abandonar la lucha; el proceso de aplacar el disturbio era tan complejo como deshacer un delicado bordado. Un guardia que aún forcejeaba con un revoltoso perdió el equilibrio, cayó con estrépito y varios camaradas avanzaron airadamente. Barrick volvió a alzar la voz.
—Alto. Dejad que el pueblo me responda. ¿Qué queréis?
—Si vos y los demás nobles os vais, príncipe Barrick, ¿quién protegerá la ciudad? —gritó un hombre.
—¡Las hadas vendrán a robar a nuestros hijos! —gritó una mujer.
Barrick exhibió su sonrisa confiada. Era extraño que pudiera representar tan bien este papel, esta útil duplicidad.
—¿Quién protegerá la ciudad? La ciudad está protegida por la bahía de Brenn, que es mejor que cualquier caballero, incluso que estos aguerridos nobles. ¡Mirad en derredor! ¿Qué caudillo, aun el caudillo de un ejército de hadas, querría atravesar ese terraplén bajo esas altas murallas? Y no olvidéis que mi hermana Briony estará aquí, que habrá una Eddon en el trono. Creedme, los crepusculares no querrán que ella se enfade.
Algunos rieron, pero otros aún hacían preguntas ansiosas. Tyne envainó la espada ostentosamente.
—¡Por favor! —le dijo Barrick a la multitud—. Sigamos con la labor de este día. Pronto nos pondremos en marcha. El condestable Avin Brone vendrá aquí para hablar al mediodía, para explicar cómo defenderemos el castillo y la ciudad, y qué puede hacer cada uno para ayudar.
—¡Que los Tres os bendigan, príncipe Barrick! —exclamó una mujer, y la dolida esperanza de su voz logró conmoverlo, incluso asustarlo—. ¡Volved sano y salvo!
Llovieron más bendiciones y buenos deseos; un momento antes habían sido terrones y piedras. La multitud no se dispersó, pero cedió el paso para que Barrick y los demás caballeros pudieran regresar a la Puerta del Cuervo y la fortaleza interior.
—Manejasteis bien la situación, alteza —comentó Tyne, un poco sorprendido—. Los dioses os dictaron las palabras atinadas.
—Soy un Eddon. Ellos conocen a mi familia. Saben que no les mentimos. —Pero no estaba tan seguro. ¿De veras hice eso? ¿De veras los dioses hablaron por mis labios? Yo no sentí a ningún dios. En verdad no sabía lo que sentía. ¿Estaba orgulloso de haber aplacado a una multitud ansiosa y haberle infundido esperanza, o lo angustiaba la facilidad con que esa multitud podía oscilar de un extremo al otro?
Y la guerra ni siquiera ha comenzado. Tuvo un helado presentimiento. ¿Qué sucederá cuando las cosas empiecen a ir mal de veras? ¿Dónde estarán los dioses entonces?
* * *
Los martillazos eran ensordecedores, como si una bandada de monstruosos pájaros carpinteros se hubiera posado en Marca Sur. Había hombres encaramados en cada muralla y torre, instalando tapias de madera como precaución contra un asedio. Después del letargo que había dominado el castillo en los últimos meses, era un alivio ver tanta actividad, pero Briony sabía que no tendrían que defenderse del mero ataque de un reino vecino. Los reinos de la Marca estaban en guerra con un enemigo desconocido, quizá imposible de conocer. Cuando los hombres de las murallas y las torres oteaban el horizonte del oeste (y lo hacían con frecuencia), el miedo se les notaba aun desde el suelo.
No sólo los obreros estaban distraídos: la princesa regente estaba tan concentrada mirando las obras que tropezó con un seto de boj. Rose y Moina se apresuraron a ayudarla, pero ella las apartó con un rezongo.
—¡Estos malditos setos! Ni siquiera se puede caminar.
La hermana Utta apareció en una de las galerías. A pesar del cielo gris, sólo llevaba un abrigo liviano sobre el vestido sencillo. Un griñón del mismo color le cubría el cabello, y su rostro elegante parecía colgar en el aire como una máscara de una pared.
—Sería difícil hacer un jardín ornamental sin setos —observó la hermana zoriana—. Espero que no os hayáis lastimado, alteza.
—Creo que estoy bien. —Briony se frotó la pierna. Había descubierto una de las desventajas de usar calzas de hombre: no protegían los tobillos de golpes y magulladuras.
Utta parecía saber lo que pensaba la princesa regente; en todo caso, sonrió.
—Es amable de vuestra parte visitarme.
—No es amabilidad. Estoy angustiada. No tengo con quien hablar. —Llegó a ver la expresión dolida de Moina y Rose. Se apresuró a añadir—: Salvo estas dos, y las he agobiado tanto con mis quejas que ya estarán cansadas de oírme.
—¡Nunca, alteza! —dijo Rose, con tal precipitación que Briony tuvo que reprimir la risa. Ahora sabía que estaban cansadas de oírla.
—Nos preocupamos por ti, Briony, nada más —coincidió Moina, y al olvidarse de usar el título de su señora confirmaba que decía la verdad.
Estas chicas son buenas y amables, pensó, y por un momento se sintió como la hermana mayor o la madre de ambas, aunque la menuda y rubia Rose tenía su misma edad y la morena Moina casi le llevaba un año.
—¿Cómo está tu tía abuela? —preguntó Utta.
—¿Merolanna? Se siente mejor. Con tantos destacamentos de soldados marchando de aquí para allá y tantos huéspedes en el castillo, está en su elemento… como el capitán de un barco en una tormenta. También ha atendido a mi madrastra, pues Anissa pronto dará a luz y Chaven ha desaparecido. —Le costó no demostrar su furia con el médico. Terminó de quitarse briznas de boj de las calzas y la túnica, se enderezó. El olor a hisopo y lavanda era fuerte, a pesar de la brisa helada de la bahía, pero no surtía un efecto sedante. Se preguntó si algo podría calmarla—. Y tú, hermana, ¿cómo estás?
—Me duelen las articulaciones. Siempre pasa cuando refresca el viento. Si deseas entrar, no me opondré.
—Apenas te oigo con tanto barullo, y es igual por todas partes al aire libre. ¿Adónde vamos?
—Me dirigía al altar para hacer una ofrenda por la seguridad de tu hermano y los demás. Es un lugar tranquilo. ¿Qué te parece?
—Creo que sería encantador —dijo Briony—. Rose, Moina, dejad de hacer ojitos a esos hombres de la muralla y venid.
* * *
El altar zoriano del castillo no era ostentoso como la capilla de Erivor, ni imponente como el templo del Trígono. Era apenas una habitación grande en un rincón de la fortaleza, cerca de la residencia, al pie de la Torre del Verano. Era sencillo y sólo entraba luz por un pequeño vitral del siglo anterior, una representación de Zoria con los brazos extendidos y aves marinas posándose en sus manos y revoloteando sobre su cabeza. Briony siempre la había considerado una imagen extrañamente bella y los colores resplandecían aun en la exigua luz de hoy. El altar estaba vacío, aunque Briony sabía que una anciana sacerdotisa zoriana y dos o tres novicias jóvenes vivían en los aposentos contiguos a la capilla. Eran amigas de Utta; más aún, eran su familia, pues sus parientes de sangre estaban en las remotas Islas Vutianas y eran cosa del pasado.
—¿Cuándo viste por última vez a tus familiares? —le preguntó a su tutora—. Tu familia de sangre.
La pregunta sobresaltó a Utta.
—Mi hermano me visitó aquí hace unos años. Antes de eso… Oh, princesa Briony, no los he visto desde que ingresé en la hermandad.
Es decir, hace treinta años o más, pensó Briony.
—¿No los echas de menos?
—Echo de menos mi juventud. Echo de menos esa casa, esa isla, la sensación de que era el centro del mundo. Echo de menos lo que sentía entonces por mi madre, aunque esos sentimientos cambiaron después. —Inclinó la cabeza—. Sí, supongo que sí.
Resultaba extraño que alguien se preguntara si echaba de menos a la familia. Para ocultar su desconcierto, Briony escogió y encendió una vela para ponerla en el altar ante la estatua de Zoria. Esta versión de la diosa era mucho más austera que la del colorido vitral; sus brazos colgaban a los lados y agachaba la vista como si se mirase los pies, pero tenía una sonrisa que a Briony siempre le había agradado, la sonrisa de una mujer que se atenía a sus propias decisiones. Moina y Rose también encendieron velas, pero estaban confundidas e hicieron la señal del Trígono, con tres dedos sobre el pecho, mientras ofrecían las velas. Briony procuró no irritarse, concediendo que las muchachas ponían buena voluntad: ambas eran hijas de familias rurales y apenas conocían el culto de Zoria cuando fueron a vivir al castillo de Marca Sur.
Misericordiosa Zoria, vestida de sabiduría, trae a mi hermano Barrick sano y salvo, rezó Briony. Tráelos de vuelta a todos, incluso al capitán Vansen. No es tan mal hombre. Y ayúdame a hacer lo mejor por Marca Sur y su pueblo. Alzó la vista, esperando que la cara de Zoria le revelara que la diosa la había oído y le concedería su petición (a fin de cuentas, era princesa regente, ¿o eso no contaba para nada?), pero los rasgos serenos de la hija virgen de Perin no habían cambiado.
Y también trae de regreso a mi padre, añadió. Había rezado por ello todos los días, pero hoy casi lo había olvidado. Sintió un escalofrío. ¿Eso significaba algo? ¿Un dios le susurraba, tratando de anunciarle que algo le había ocurrido? ¿Sería culpa suya? ¿Había demostrado demasiado orgullo en su ejercicio como monarca de Marca Sur?
—Esperaba que este lugar te trajera paz, princesa —dijo su tutora—. Pero pareces perturbada.
—Oh, Utta, ¿cómo quieres que parezca?
* * *
Ambos hermanos callaban mientras atravesaban el terraplén de la bahía de Brenn, dirigiéndose al campo donde estaban acuartelados los soldados, una parcela que se hallaba a una hora de cabalgada, en el extremo meridional del feudo de Avin Brone en Finisterra. Era un día frío y despejado pero estaba arreciando el viento. La nueva capa que Merolanna había bordado para Barrick le apretaba el cuello como para estrangularlo. Con un gruñido, usó el brazo atrofiado para liberarse, pero no dijo una palabra. Sabía que Briony quería hablar, pero él no quería oír lo que ella le diría. Ya lo había oído demasiadas veces.
Los bajíos y bancos de fango del pie del monte estaban llenos de obreros, casi otro ejército trabajando sobre el lodo en plataformas improvisadas. Habían demolido la precaria ciudad del mercado y ahora desmantelaban el terraplén bajo las murallas del castillo, para reemplazarlo por un puente de madera que se pudiera derribar en instantes, aislando el castillo de la tierra firme y obligando a los invasores a cabalgar por el barro con el agua hasta el pescuezo de la montura, o bien encontrar un modo de surcar las traicioneras corrientes en bote, bajo fuego graneado, cuando regresara la marea. No por nada, reflexionó Barrick, Erivor de los Mares Oscuros siempre había sido el protector de los Eddon. Sólo el dios del mar podría haberles dado esa posición casi inexpugnable.
Briony y los demás estarán a salvo, pensó.
Su melliza no parecía compartir ese pensamiento, pues se mordía el labio inferior, como lo hacía siempre que se preocupaba por algo, un hábito que conservaba de la niñez casi como un atesorado recuerdo. Miró hacia donde miraba ella. El capitán de la guardia, Vansen, cabalgaba a poca distancia. Barrick sintió una punzada de celos, aunque sabía que era absurdo.
Aún lo detesta, pensó. Lo odia a tal punto que es injusto, como si fuera culpa de él que muriera Kendrick.
Cabalgaron largo rato en silencio. Barrick se estaba adormilando en la silla cuando su hermana habló, y al principio no logró entender sus palabras.
—No defenderá la ciudad.
—¿Quién? ¿Qué ciudad?
—Avin Brone —dijo ella, como si el nombre le supiera mal—. El resto de Marca Sur, la tierra firme. Dijo que las murallas son demasiado largas y bajas en tierra firme, y que es demasiado difícil de defender.
—Tiene razón. ¿Cómo lo haríamos? —Barrick señaló el apiñamiento de tejados que se extendía por la costa hasta el pie de las colinas. Agradecía que lo distrajeran de sus negros pensamientos, pero parecía raro hablar con su hermana de esas cosas, como si ambos jugaran a ser adultos.
—No sé —dijo ella—. Pero no podemos meter a toda esa gente dentro de la fortaleza…
—Por los dioses, claro que no podemos, Briony. Si metieras a una cuarta parte en el castillo, no tendrían lugar para sentarse, y no podríamos alimentarlos a todos.
—¿Entonces debemos abandonarlos si hay un asedio?
—Esperemos que no haya un asedio. Porque si lo hay, no bastará con librar a esa gente a su suerte. Tendremos que quemar esa parte de la ciudad.
—¿Qué? ¿Sólo para impedir que los sitiadores echen mano de las provisiones?
—Y la madera, y todo aquello que no destruyamos. Es probable que tengamos que resistir mientras las catapultas nos arrojan las piedras de nuestra propia ciudad.
—Tú no lo sabes, y Avin Brone tampoco. —El mal humor de ella parecía tristeza—. ¡Nadie sabe nada! Hace cincuenta años que nadie sitia una ciudad en las Marcas. Oí que nuestro padre hablaba de eso una vez. Algunos dicen que no habrá más sitios a causa de los cañones y bombardas… y todas esas cosas que arrojan piedras y bolas de metal por el aire. No tiene sentido.
A Barrick le fastidiaba que su hermana le diera explicaciones sobre la guerra. Le fastidiaba aún más comprender que ella había prestado más atención que él.
—¿No tiene sentido? ¿Y qué debemos hacer, rendirnos?
—No quise decir eso y lo sabes.
Siguieron cabalgando en silencio hasta llegar a las zonas bajas de Finisterra. El aire helado traía el aroma limpio de los pinos y el olor omnipresente del mar.
—No sabemos si habrá un sitio, Barrick —dijo al fin Briony—. Ni siquiera sabemos lo que planean los crepusculares… No son hombres, sino otra cosa. Sólo los dioses saben lo que harán.
—Pronto tendremos una idea. Si han invadido Esponsales, conoceremos gente que sabrá algo sobre ellos y su modo de luchar. Os enviaremos noticias en cuanto sepamos algo.
Ella se volvió abruptamente hacia él.
—Oh, Barrick, ¿tendrás cuidado, verdad? Estoy enfadada contigo, no quiero que vayas.
Él se puso rígido.
—Ya tengo edad para tomar mis propias decisiones.
—Pero eso no significa que esté bien. —Ella sacudió la cabeza—. Tengo miedo por ti. No discutamos más. Pero, por favor, no cometas ninguna tontería. A pesar de los sueños que tengas, de tus temores.
Un rayo de amor y tristeza atravesó la sombra de pesadumbre que lo había cubierto todo el día. Miró a su hermana, su rostro familiar (el rostro de Barrick, pero visto en un espejo brillante, abierto donde él era retraído, dorado y rosado donde él era iracundo, rojizo y pálido como un cadáver), y deseó que las cosas hubieran sido de otro modo. Pues tal como horas antes había sentido la certeza de que se había iniciado un derrumbe inexorable, ahora no podía evitar la sensación de que él y su amada melliza, su mejor amiga, y quizá la única, nunca más estarían juntos así.
Esa certeza fue un puñetazo en el estómago: un abismo infranqueable se abriría entre ambos. ¿Era la muerte, cuyo frío hálito ya podía sentir, o algo aún más extraño? Fuera lo que fuese, empezó a tiritar y pronto los espasmos fueron tan fuertes que apenas podía mantenerse erguido en la silla. Cayó en un túnel oscuro, despeñándose en una nada donde acechaba una presencia fría…
—¡Barrick! —Oyó la voz aterrada de Briony como si viniera del otro lado de una habitación atestada y ruidosa—. Barrick, ¿qué sucede?
El rugido que oía se atenuó. El día gris regresó y disipó la oscuridad. Estaba inclinado sobre la silla, la cabeza a un palmo del pescuezo del caballo Perol.
—Estoy bien. Déjame en paz.
Muerta de miedo, Briony le había cogido el brazo atrofiado. Él se zafó y se enderezó. Nadie parecía prestarles atención, pero todos ponían tanto empeño en no mirarlos que era muy evidente que sólo disimulaban.
—Los dioses se burlan de nosotros —murmuró.
Distraído por ese breve desmayo, no había notado que estaban llegando al campamento. Un millar de reclutas aguardaban en filas desordenadas entre gavillas de cereal cortado, los primeros en llegar, pero aunque los sargentos los habían alineado aún no tenían aspecto de ejército. Cada día llegaban más hombres de las provincias, pero en vez de reunirse con esta compañía que se dirigía al oeste, la mayoría reforzaría las defensas de Marca Sur.
—No hables así de los dioses —suplicó Briony—. Y menos cuando estás a punto de partir. No puedo soportarlo.
Él la miró, avergonzado y afligido, y sintió que su pecho palpitaba de amor por ella. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa tenía en este mundo? ¿Qué otra cosa temía perder? Nada. Le palmeó las manos.
—Tienes razón, cabeza hueca. Perdóname. Y no lo dije en serio. No creo que los dioses se burlen de nosotros.
Y decía la verdad. Pues en ese lugar abierto, bajo ese cielo encapotado, Barrick había llegado a la conclusión de que no creía en los dioses.
* * *
Después de descender por los traicioneros senderos ocultos bajo el balcón del final del Laberinto (ignoraba que hubiera senderos que bajaban al Mar de las Profundidades, y se preguntó si los usarían los Hermanos Metamorfos), Sílex había llegado a la costa pedregosa, donde lo rodeaba un estallido de colores vibrantes, pero no logró averiguar cómo el niño había cruzado ese mar plateado. ¿Los Ancianos de la Tierra lo castigaban por llevar a un forastero a los Misterios sagrados, por haber bajado a sus profundas moradas sin el ceremonial adecuado? Se sentía un pecador por estar tan cerca del Hombre Radiante, que se erguía como una montaña en el centro de la isla. Ni siquiera desde la costa distinguía su contorno con claridad, salvo su forma humana. Ni siquiera era fácil ver eso: el fulgor desparejo del Hombre Radiante iluminaba el techo y se reflejaba en el mar, y borrones de luz vacilante y multicolor pintaban todas las paredes de la enorme caverna.
¿Pero por qué los Ancianos me castigarían a mí y dejarían que el niño cruzara? Sílex titubeó. Quizá no hubiera visto a Pedernal. Quizá lo había engañado la sombra de un murciélago, su propia fatiga, o el aire denso y perturbador de los Misterios más profundos.
Entonces volvió a ver un movimiento en la isla, una silueta sombría contra el fulgor del Hombre Radiante, y no dudó más.
—¡Pedernal! —gritó, haciendo bocina con las manos, brincando sobre la costa pedregosa—. ¡Pedernal! ¡Soy yo, Sílex!
Le pareció que la sombra se había detenido, pero no respondió a su llamada y poco después desapareció en esa luz palpitante y confusa.
Volvió a recorrer la costa, maldiciendo, pero no pudo averiguar cómo el niño había cruzado el mar metálico. Mascullando de frustración, recordó a otra persona pequeña que estaba a su cargo, pues en la emoción de ver al niño lo había olvidado por completo.
—¡Escarabajel! ¡Fisura y fractura, lo he dejado solo más de una hora! —Y para colmo enfermo, pues le costaba respirar. Sílex sintió el filo de su impotencia. Muchas cosas habían salido mal y no tenía modo de arreglarlas. El niño… Todo había ido mal desde que Ópalo y él habían visto ese saco arrojado junto a la Línea de Sombra.
Tendríamos que haberlo dejado allí, pensó, y a pesar del dolor de su corazón, del amor que sentía por el niño, le costaba rebatir ese pensamiento.
Subió por el camino, que era apenas una senda para cabras… aunque nadie había oído hablar de cabras que vivieran a trescientas yardas bajo el suelo. Apenas había pensado en esto cuando vio algo que relucía en el peñasco, algo pálido que estaba entre él y el balcón del final del Laberinto. Miró asombrado, pensando que en esas tórridas profundidades sólo podía tratarse de una visión febril.
Ni siquiera en la superficie del mundo de la vigilia (al menos, de este lado de la Línea de Sombra) existía un ciervo blanco al extremo de ser traslúcido, un venado fantasmal con patas esbeltas y una cornamenta semejante a una maraña de raíces, por no mencionar esos ojos enormes y azulados que brillaban como la llama de una vela. Pero ésa era la criatura que lo observaba desde arriba, hasta que desapareció un segundo después.
Sílex se detuvo, aferrándose de una protuberancia de roca, con un súbito mareo que le debilitó las piernas. ¿Sería real, o un efecto del aire de los Misterios?
Oh, Señor de la Piedra Caliente y Húmeda, ayúdame. ¿También fue eso lo que vi en la isla? ¿Una de esas criaturas, no Pedernal? Pero a menos que la luz y la sombra hubieran distorsionado increíblemente esa silueta, lo que había visto caminaba con dos piernas, tenía una cabeza redonda. En suma, era una persona.
Cuando llegó al lugar donde había visto al ciervo blanco, no encontró rastros de ninguna criatura viviente.
* * *
Sílex estaba agobiado por el terror a los dioses y sus lugares sagrados cuando llegó al sitio donde había dejado a Escarabajel: tardó unos instantes en cerciorarse de que estaba frente a la misma protuberancia de piedra, aunque su farol de coral estaba donde lo había puesto.
Pero el hombrecillo no estaba a la vista.
Con un vuelco en el estómago (¡había perdido a todos los que estaban a su cargo, todos aquéllos que lo necesitaban!), Sílex se agachó, acercando el farol al suelo mientras buscaba desesperadamente al pie de la protuberancia de piedra caliza. Rogó a los dioses cuyas leyes había infringido que Escarabajel estuviera vivo cuando lo encontrara.
Era una posición ridícula, pero no le importó hasta que oyó una voz menuda, a poca distancia de su oído.
—¿Se te ha caído algo?
—¡Escarabajel! ¿Dónde estás?
—Aquí, bajo este amontonamiento de piedras, pero no hagas ruido. No lo espantes.
—¿A quién? —El cavernero avanzó a gatas, y por primera vez su ánimo mejoró un poco desde el momento en que había comprendido que no podía llegar a la isla del Hombre Radiante. Sin saber por qué, abrigó una pizca de esperanza—. ¿Es Pedernal? ¿Encontraste a mi niño?
—No, a menos que tu niño tenga bigotes y cola larga.
Sílex se detuvo. El arquero estaba agazapado en la bifurcación de una estalagmita doble, una formación que no llegaba a la cintura de Sílex pero que era un cerro para el hombrecillo. Escarabajel apuntaba a algo que Sílex no pudo ver hasta que se acercó y reparó en ese ojo negro y brillante y la nariz que palpitaba en la sombra. Alarmada por su aparición, la rata se asustó y comenzó a corretear por la pared de piedra, pero se detuvo cuando una flecha de Escarabajel chocó contra la pared frente a su cabeza. Sólo movía la nariz.
—¿Cuánto hace que tratas de matarla? —preguntó Sílex, tan aliviado como divertido. Nunca hubiera creído que el techero tuviera tan mala puntería, aunque supuso que el aire enrarecido de las cavernas había cobrado su precio—. ¿Tanta hambre tienes?
—¿Hambre? Qué necio eres. No pensaba comerla. Mi propósito era montarla.
—¿Montarla?
—Demasiada distancia para volver caminando al aire bueno —explicó Escarabajel—. Pero aquí estás con tu hombro enorme y necio. —El hombrecillo sonrió—. ¿Me llevarás de vuelta a casa?
—¿Ibas a montar esa rata? —Sílex empezaba a comprender lentamente, pero se le ocurrió una idea—. ¿Hasta la superficie?
—Soy explorador —respondió Escarabajel indignado—. Estoy habituado a domar ratas salvajes. —Sacudió la cabeza—. Y, con franqueza, ya no soporto este aire sofocante.
—Pues atrapemos a esa rata. Nos hará felices a ambos.
Escarabajel estaba dando los últimos toques a una silla improvisada (un arnés, en realidad), construida con una correa del farol de coral y anudada con hilos y jirones de la camisa de Sílex. La destinataria de la silla estaba prisionera en la bolsa de Sílex, engullendo felizmente las migajas que habían quedado de la comida que el cavernero había comprado en la Salada. Sílex esperaba que esa bestezuela dejara de morder una vez que hubiera comido.
—¿Por qué quieres quedarte?
—Porque tiene que haber un modo de llegar a esa isla. El niño está ahí. Y voy a encontrarlo.
—Quizá haya encontrado un bote para cruzar.
Sílex sintió abatimiento: no había pensado en eso.
—En tal caso —dijo al fin—, si regresa, estaré aquí para que no se vuelva a escapar. Y quizá necesite ayuda. ¿Cómo se cruza un mar de mercurio en bote? Podría volcarse, o despedazarse. A veces se despedazan, ¿no?
—Nunca has viajado en bote, ¿verdad? —preguntó Escarabajel, sonriendo.
—Verdad —admitió Sílex.
—Y yo debo marcharme, y enviarte ayuda. ¿Desde dónde, buen maese cavernero?
—Mi esposa Ópalo, si puedes encontrarla. De lo contrario, pide a mi gente que te lleve hasta ella.
Escarabajel asintió. Aseguró un nudo de las bridas, mirándolo con ojo agudo y experto.
—Así estará bien. —Se puso de pie—. Quizá mejor sea que envíe a tus amigos del templo… ¿Cómo se llamaban? ¿Hermanos Metalúrgicos?
—Metamorfos… Oh, fisura y… No pensé en ello. Y ya te conocen. Sabrán quién eres. Desde luego. —Estaba enfadado consigo mismo por no haber tenido una idea tan obvia, pero los acontecimientos lo habían superado.
Ayudó a Escarabajel a sujetar el arnés. Ahora la rata estaba más calma pero no era precisamente dócil, así que llevó cierto tiempo. El techero, sin embargo, era paciente y habilidoso, y al fin Sílex sostuvo a la rata mientras Escarabajel trepaba al lomo. En cuanto Sílex apartó la mano, la rata trató de escapar, pero el techero le pegó en el hocico con el arco; la rata chilló y trató de escapar en otra dirección, pero recibió otro golpe. Como todos los puntos cardinales resultaron igualmente peligrosos, la rata se acuclilló y se quedó quieta, salvo por los flancos agitados y el pestañeo de los ojos.
—Está aprendiendo —dijo Escarabajel con satisfacción.
—Llévate un poco de la luz de coral —le dijo Sílex, rompiendo uno de los trozos más brillantes; el techero lo sujetó bajo una de las correas del arnés—. Te será más fácil ver en los lugares oscuros. Buen viaje, Escarabajel. Y gracias por tu ayuda y amabilidad. —Quería decir algo más, pues intuía que el pequeñín era algo más que un conocido, que una amistad había surgido entre ellos, pero Sílex no sabía expresar sus emociones. En todo caso, estaba muy cansado y asustado—. Que los Ancianos de la Tierra te protejan.
—Y que el Señor de la Cumbre te ampare, Sílex Cuarzo Azul. —El techero espoleó a la rata con las botas, pero el animal no se movió. Escarabajel le golpeó el flanco con el arco y echó a andar. Todavía le pegaba en las ancas con el arco, para obligarla a virar, cuando jinete y montura se perdieron en las sombras del camino que iba cuesta arriba; en los últimos momentos, Sílex sólo vio un punto de luz móvil, el trozo de coral sujeto al lomo de la rata—. Siempre que pueda encontrarte bajo esta piedra oscura —dijo Escarabajel, y su voz menuda ya sonaba como si estuviera a gran distancia.
* * *
La retaguardia del ejército había desaparecido en un recodo del camino de la costa, dirigiéndose hacia la carretera de Setia y las colinas, dejando atrás sólo a un centenar de vigilantes y un campo lodoso y pisoteado. No estaba bien, pensó Briony. Ese ejército tendría que haber marchado con trompetas, desfilando por las calles, pero no había habido tiempo para organizar semejante cosa, y además ella no habría tenido ánimo para eso. Pero la gente se asustaría de tanto secretismo, la desaparición de mil hombres. En el pasado, las guerras siempre comenzaban con un gallardo espectáculo.
Quizá ha llegado el día de un tipo distinto de guerra, reflexionó, aunque ignoraba cómo sería tal cosa. El mundo está cambiando deprisa, y no siempre para peor. Además, son tiempos demasiado lúgubres para desfiles y trompetas.
Aunque quizá, pensó, en esos momentos es cuando más necesitamos esas cosas.
* * *
No podía comer y tampoco podía dejar de llorar. Barrick se fue como un condenado que va a la horca, pensaba. Sus bromas, su alegre despedida cuando la besó por última vez, no la habían engañado. Rose y Moina ansiaban que se acostara, pero Briony no podía dormir, y en todo caso aún era por la tarde.
Barrick, pensó. Tendrías que haberte quedado conmigo. Tendrías que haberte quedado. Moqueó airadamente, rechazó el pañuelo que le ofrecía una criada y se enjugó la nariz con la manga, complaciéndose en la reprobación de sus damas.
—Iré a ver a lord Brone —anunció—. Dijo que quería hablar conmigo de ciertos asuntos; los preparativos para el sitio, sin duda. Y tendré que hablar con Nynor sobre la alimentación de los reclutas que acaban de llegar de Mar del Timón.
—¿No tendrían que venir ellos aquí? —preguntó Rose.
—Caminaré. Me gusta caminar. —De inmediato se sintió mejor. Tener algo que hacer era mucho mejor que estar desocupada, pensando en Barrick y los demás que cabalgaban hacia… ¿hacia qué?
En la fortaleza interna, mientras sus damas de honor la seguían como pichones de codorniz, y un contingente de guardias ansiosos seguía a las mujeres, Briony recordó lo que había olvidado ayer. ¿O había sido el día anterior? El mensaje de ese poeta idiota, el misterioso mozo de taberna que quería verla. Aminoró el paso y Rose y Moina casi la atropellaron en su afán de alcanzarla.
—Hazme traer al mozo de taberna —le dijo a un guardia—. Lo veré en la capilla de Erivor.
—¿Sólo él, alteza?
Pensó en el ex compañero del mozo, el poeta Tinwright. No quería soportar sus estúpidas zalamerías.
—Tráelo a él y a nadie más.
* * *
Casi volvió a olvidarse del mozo de taberna, pero después de despedirse del condestable, el olor a incienso que brotaba del altar de Erilo en la Sala de los Granjeros se lo recordó y enfiló hacia la capilla.
El extraño hombre llamado Gil parecía aguardar con gran paciencia, y no había ninguna expresión en su cara de sonámbulo, pero los guardias estaban inquietos, y Briony comprendió consternadamente que los había hecho esperar gran parte del día.
Bien, soy la princesa regente, ¿o no?
Sí, se recordó, pero estaban en un castillo que se preparaba para afrontar un asedio. Quizá esos hombres querían ocuparse de otras cosas. Aun así, la irritó un poco.
—Os veo cansados —le dijo al sargento—. ¿Os costó traerlo aquí?
—A él no, alteza. Pero nos costó impedir que la muchacha viniera.
—¿Muchacha? —preguntó Briony, confundida—. ¿Qué muchacha?
—La que trajo el capitán Vansen. ¿Cómo se llamaba? Sauce. La muchacha de los valles.
—¿Y por qué quería venir?
El sargento se encogió de hombros, pero cayó en la cuenta de que le faltaba el respeto a la princesa. Agachó la cabeza.
—No sé, alteza, pero los hombres de la fortaleza dicen que está allí todos los días, vigilando como un gato frente al agujero de un ratón, y se sienta con él cuando puede. Ninguno de los dos dice nada, pero ella lo observa a él, y él no la mira a ella. —Se sonrojó un poco—. Es lo que me han dicho, alteza.
Briony entornó los ojos, se volvió hacia ese fascinante mozo.
—¿Has oído eso? ¿Es cierto lo de la muchacha?
Sus ojos claros estaban tan vacíos como la mirada de un pez.
—Hay gente —dijo despacio—. Rara vez miro. Estoy escuchando.
—¿Qué?
—Voces. —El mozo sonrió, pero había algo raro en su expresión, como si nunca hubiera aprendido a sonreír—. Algunos tratan de hablar con vos. Me piden que os hable de vuestro hermano, el que tiene los sueños.
—¿Qué voces? —Era difícil no enfadarse con alguien que la miraba como si fuera una silla o una piedra—. ¿Y qué te dicen del príncipe Barrick… tu amo y señor?
—No estoy seguro. Las voces hablan en mi cabeza, en sueños y a veces cuando estoy despierto. —Abrió y cerró los ojos, con la lentitud de la ondulación de una hoja muerta—. Y dicen que no debe abandonar el castillo, no debe ir hacia el oeste.
—¿No debe…? ¡Pero ya ha partido! ¿Por qué? —Era irritante que se lo dijeran ahora, pero sabía que la culpa era suya. Se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Por qué no debe ir?
Gil meneó lentamente la cabeza. Ella comprendió que no sabía nada sobre él, que Brone sólo le había dicho que trabajaba en una taberna de mala muerte cerca de Laguna del Acuano.
—Si va al oeste —dijo el mozo—, debe cuidarse del ojo del puerco espín.
—¿Qué significa eso? —Tenía la sensación de haber cometido un gran error, pero no sabía cómo remediarlo. Aunque le creyera, debía enviar un mensajero para comunicarle a Barrick esa… profecía. Él ya se había enfadado una vez por los vaticinios de ese hombre. No, decidió, se lo comunicaría en una carta que saldría con el primer correo normal. Lo presentaría como un comentario gracioso. Quizá así se le grabara en la cabeza, y si había alguna verdad en ello, eso lo ayudaría. Rogó a los dioses que su tontería y negligencia no tuvieran un precio terrible.
—¿Qué significa? —dijo el mozo, sacudiendo la cabeza—. No lo sé. Las voces no me lo dicen, sólo hablan para que yo las oiga, como gente al otro lado de una pared. —Aspiró muy lentamente—. Ahora sucede con más frecuencia, porque el mundo está cambiando.
—¿Cambiando?
—Sí, porque los dioses están volviendo a despertar. —Lo dijo con sencillez, como si fuera una verdad accesible para todos—. Justo bajo nuestros pies.