3: Un hombre digno de un Cuarzo Azul

3

Un hombre digno de un Cuarzo Azul

EL PÁJARO QUE ES UN ACERTIJO

Pico de plata, huesos de hierro frío

Alas de sol poniente

Garras que sólo atrapan el vacío

Oráculos de Osario

El niño que había cruzado la Línea de Sombra se detuvo a mirar las enhiestas torres del castillo. Los tres habían llegado a la parte baja del camino, que ahora serpenteaba entre sembrados hasta la linde de la ciudad costera. Las alturas del monte Midlan aún estaban lejos, más allá del terraplén, y la torre Diente de Lobo se erguía sobre todo lo demás, como una garra oscura rascando el vientre del cielo.

—¿Qué es ese lugar? —preguntó el niño, casi en un susurro.

—El castillo de Marca Sur —le dijo Sílex—. Me refiero a la parte en que las torres sobresalen de esa roca que está en medio de la bahía. Lo que está a este lado es el resto de la ciudad. Sí, Marca Sur… Algunos la llaman Marca de las Sombras. ¿Ya te lo mencioné? Le dicen así porque está cerca de… —Recordó de dónde venía el niño y se calló—. O puedes llamarla el «faro de las Marcas», si te gusta la poesía.

El niño meneó la cabeza, pero no quedó claro si era porque no le gustaba la poesía o por algún otro motivo.

—Es grande.

—Daos prisa, vosotros dos. —Ópalo los había dejado atrás.

—Ella tiene razón… Aún nos espera una buena caminata.

El chico titubeó y Sílex le apoyó la mano en el brazo. El niño parecía resistirse, como si las lejanas torres fueran una amenaza, pero al fin se dejó llevar.

—No hay nada que temer, niño —le dijo Sílex—. Mientras estés con nosotros. Pero no te alejes.

El niño volvió a menear la cabeza.

Mientras bajaban de los ondulantes sembradíos a la ciudad, encontraron la ancha avenida del Mercado bordeada de gente, casi toda gente alta. Por un instante Sílex se preguntó por qué tantos curiosos habían salido de las casas y las tiendas para mirar a dos caverneros y un niño harapiento de pelo blanco, pero comprendió que la partida de caza de la familia real debía de haber pasado poco tiempo antes. La muchedumbre ya empezaba a dispersarse, y los buhoneros reducían desesperadamente el precio de sus castañas y panes fritos, rivalizando por los pocos clientes que quedaban. Oyó murmullos sobre el tamaño de una criatura que los cazadores habían abatido y exhibido, y otras descripciones (escalas, dientes) que tenían poco sentido a menos que hubieran cazado algo más que venados. La gente parecía un poco alicaída, incluso desdichada. Sílex esperaba que la princesa y su huraño hermano estuvieran a salvo. Pensaba que ella tenía ojos bondadosos. Pero si algo les hubiera sucedido, comprendió, la gente estaría hablando de ello.

Tardaron casi todo el resto de la tarde en atravesar la ciudad para llegar a la costa, pero alcanzaron la punta del terraplén un rato antes de que la marea alta volviera a transformar el monte Midlan en una isla.

El terraplén que unía la costa con el castillo que se erguía sobre el monte era sólo una ancha carretera de piedras amontonadas, y la mayoría desaparecían bajo la marea alta, pero el lugar donde llegaba a los muelles que había frente a la puerta del castillo había sido construido por generaciones de pescadores y buhoneros y lo que colgaba sobre el agua era un poblado en sí mismo, una especie de feria permanente en el ventoso umbral del Midlan. Mientras el cavernero, su esposa y su protegido cruzaban los muelles y plataformas de madera llenos de edificios precarios y amontonados cuyo suelo se elevaba sólo unos codos por encima del alcance de la marea alta, esquivando carretas y buhoneros cargados de mercancía que se apresuraban a cruzar el terraplén antes del anochecer, Sílex miró por una brecha entre dos tiendas destartaladas y vio la desembocadura de la bahía de Brenn. A pesar del brillante sol poniente, se acumulaban nubes oscuras en el horizonte, y Sílex recordó lo que había visto antes de que lo distrajeran la llegada de los jinetes y el niño misterioso.

¡La Línea de Sombra! Debo contarle a alguien que se desplazó. Quiso convencerse de que la familia del rey ya lo sabía, que había evaluado la situación para llegar a la conclusión de que no significaba nada, de que todo estaba bien, pero no atinaba a creerlo.

Debo contárselo a alguien. La idea de subir al castillo lo intimidaba, aunque había estado dentro de la fortaleza varias veces como parte de cuadrillas caverneras, e incluso había dirigido algunas, trabajando directamente con lord Nynor, el castellano, o con su representante. Pero ir por su cuenta, como si fuera un hombre importante…

Pero si la gente alta no lo sabe, alguien debe avisarles. Y quizá haya alguna recompensa que me permita comprarle a Ópalo ese chal nuevo. O al menos pagar lo que comerá este mocoso cuando Ópalo lo lleve a casa.

Miró al niño un instante, aterrado al comprender que quizá Ópalo tuviera la intención de conservarlo. Una mujer sin hijos, pensó, era una grieta imprevisible y peligrosa en un lecho de piedra arenisca.

Un momento, una cosa cada vez. Sílex observó las nubes que sobrevolaban el mar, y de pronto las torres parecieron frágiles contra esa vasta negrura, delicadas como pasteles. Alguien tenía que hablar con la gente del rey sobre la Línea de Sombra, de eso no cabía duda. Si acudo al gremio, habrá días de discusión, y luego Cinabrio o el engreído Joven Pirita serán designados mensajeros y yo no recibiré ninguna recompensa.

Tampoco recibirás el castigo si estás equivocado, recordó.

Por algún motivo pensó en la joven princesa y su hermano, en la preocupación de Briony cuando creyó que lo había arrollado, en el rostro del príncipe, tan atribulado e impersonal como el cielo del Midlan, y sintió una súbita calidez que se habría parecido a la lealtad si no hubiera sido tan ridícula.

Tienen que saberlo, decidió, y al pensar en lo que podía aproximarse detrás de esa línea de oscuridad movediza, restó importancia a los favores que podía obtener de la familia real. Había otro modo de comunicar la noticia, y lo utilizaría. Todos deben enterarse.

* * *

Aunque su caballo estaba muerto, y tres sirvientes lo estaban sepultando en la ladera donde había muerto el guiverno, el príncipe Kendrick sólo había sufrido magulladuras y algunas quemaduras producidas por la ponzoñosa saliva de la bestia. Entre todos los presentes, era el único que parecía de buen humor mientras regresaban al castillo, con el enorme cadáver del guiverno enroscado sobre una carreta abierta para maravillar al pueblo. La avenida del Mercado estaba atestada, y cientos de personas aguardaban para ver al príncipe regente y su partida de caza. También habían acudido buhoneros, acróbatas, músicos y carteristas, con la esperanza de ganarse unas monedas en esa feria callejera espontánea, pero Briony pensó que la mayoría parecían taciturnos y preocupados. No circulaba mucho dinero, y los que estaban más cerca del camino miraban pasar a los nobles con ojos hambrientos, sin decir mucho, aunque algunos soltaron hurras y bendiciones para la familia real, sobre todo para el ausente rey Olin. Kendrick estaba rociado de sangre de la cabeza a los pies; aunque se había lavado y frotado con trapos y hojas medicinales, tenía manchas rojas por todas partes. A pesar de la picazón que sentía en las quemaduras, procuró saludar con una sonrisa a los ciudadanos agolpados a la sombra de las altas casas de la avenida del Mercado, mostrándoles que la sangre no era suya.

Briony se sentía como si también ella estuviera cubierta por una sustancia dolorosa que no se podía quitar de encima. Su hermano Barrick estaba tan abatido por su ineptitud con la lanza que no había dicho una palabra en el viaje de regreso. El conde Tyne y otros cuchicheaban, sin duda resentidos porque el extranjero Shaso les había estropeado la diversión al matar al guiverno de un flechazo. Tyne Aldritch pertenecía a esa escuela de nobles que creían que la arquería sólo era adecuada para campesinos y cazadores furtivos, una actividad cuyo resultado principal era arrebatar la gloria a los caballeros en la guerra. Pero como el maestro de armas había salvado la vida del príncipe y la princesa, los cazadores murmuraban en vez de proclamar su rencor en voz alta.

En la hojarasca de la ladera, junto al caballo de Kendrick, yacían muchos perros que serían sepultados en la misma fosa, entre ellos la dulce Dado, una hembra que en sus primeros meses de vida había dormido en la cama de Briony.

Ojalá no hubiera venido. Miró los nubarrones que cubrían el cielo del noreste. Era como si una presencia ominosa colgara sobre el día, un ala de cuervo, la sombra de un búho. Tendría que ir a casa y encender una vela en el altar de Zoria, pedir a la diosa virgen que enviara a los Eddon su gracia curativa. Ojalá hubieran matado a ese monstruo a flechazos desde el principio. Entonces Dado estaría viva. Y Barrick no pondría esa cara de piedra con tal de no llorar.

—¿Por qué esa cara larga, hermanita? —preguntó Kendrick—. Es un hermoso día y el verano aún no se ha ido —rio—. ¡Mira la ropa que he arruinado! Mi mejor chaqueta de montar. Merolanna me despellejará vivo.

Briony atinó a sonreír. Era verdad: ya podía oír las protestas de su tía abuela, y no sólo por la chaqueta. Merolanna tenía una lengua que todos temían en el castillo, salvo Shaso, y Briony sospechaba que el viejo tuaní sólo ocultaba su pavor mejor que los demás.

—No lo sé. —Briony miró en torno para cerciorarse de que su hermano vestido de negro estuviera a cierta distancia, y murmuró—: Últimamente está demasiado furioso. Lo de hoy sólo lo ha empeorado.

Kendrick se rascó la coronilla, volviéndose a manchar de sangre.

—Necesita endurecerse, hermanita. La gente pierde manos y piernas, pero continúa con su vida, agradeciendo a los dioses no haber sufrido algo peor. No es bueno que siempre esté cavilando sobre sus problemas físicos. Y pasa demasiado tiempo con Shaso, el cuello más duro y el corazón más frío de las Marcas.

Briony meneó la cabeza. Kendrick nunca había entendido a Barrick, aunque eso no le impedía amar a su hermano menor. Y tampoco entendía muy bien a Shaso, aunque el viejo era envarado y terco.

—Es algo más…

La interrumpió Gailon Tolly, que regresaba hacia ellos, seguido por su cortejo personal, con el jabalí de Estío en la librea verde y oro, más brillante que el opaco cielo.

—¡Alteza! ¡Ha llegado un barco del sur!

A Briony se le estrujó el pecho.

—Kendrick, ¿será algo relacionado con nuestro padre?

El duque de Estío la miró con tolerancia, como si ella fuera su joven y mimada hermana.

—Es una carraca, la Podensis de Hierosol —le dijo al príncipe regente—, y se dice que a bordo viene un embajador de Ludis con noticias sobre el rey Olin.

Sin darse cuenta, Briony aferró el brazo ensangrentado de Kendrick. Su caballo chocó de flanco contra la montura de su hermano.

—Por todos los cielos, no estará herido, ¿verdad? —le preguntó a Gailon, sin poder ocultar su terror. La fría sombra que había sentido todo el día parecía acercarse más—. ¿El rey está bien?

Estío asintió.

—Según me han dicho, el hombre afirma que vuestro padre está ileso, y que trae una carta de él, entre otras cosas.

—Ah, los dioses son bondadosos —murmuró Briony.

Kendrick frunció el ceño.

—¿Por qué ha enviado Ludis a este embajador? Ese malandrín que se hace llamar lord protector de Hierosol no pensará que ya hemos recaudado todo el rescate para el rey. ¡Cien mil delfines de oro! Tardaremos hasta fin de año en reunirlos. Hemos extraído hasta el último cobre de los templos y las tiendas de los mercaderes, y los campesinos ya protestan por los nuevos impuestos.

—Los campesinos siempre protestan, alteza —dijo Gailon—. Son perezosos como asnos viejos. Normalmente hay que azotarlos para que trabajen.

—Quizá el embajador vio a todos estos nobles yendo de cacería con sus finas ropas —sugirió Barrick agriamente. No habían visto que se acercaba—. Habrá pensado que tenemos el dinero, ya que podemos costearnos diversiones tan caras.

El duque de Estío miró a Barrick sin comprender. Kendrick alzó los ojos, pero pasó por alto el sarcasmo de su hermano menor.

—Debe venir por algo importante —dijo—. Nadie navega desde Hierosol para traer la carta de un prisionero, aunque se trate de un rey.

El duque se encogió de hombros.

—El embajador pide una audiencia para mañana. —Miró en torno y vio que Shaso cabalgaba a cierta distancia, pero aun así bajó la voz—. Y otra cosa. Es negro como un cuervo.

—¿Qué tiene que ver la piel de Shaso? —rezongó Kendrick.

—No, alteza, me refiero al embajador. El enviado de Hierosol.

Kendrick frunció el ceño.

—Qué extraño.

—Todo este asunto es extraño —dijo Gailon de Estío—. Al menos, eso me han dicho.

* * *

Si el niño sin nombre se había intimidado al ver el castillo, quedó totalmente aterrado por la Puerta del Basilisco, en la maciza muralla externa. Sílex, que había entrado y salido tantas veces que ya había perdido la cuenta, se permitió mirarla con ojos de forastero. La fachada de granito, del cuádruple de la altura de un hombre (y muchas veces más la pequeña estatura de Sílex) estaba tallada a imitación de un reptil colérico cuyas colas entrelazadas coronaban la parte superior de la puerta y descendían caracoleando a ambos lados. La cabeza del monstruo asomaba sobre las vastas puertas de roble e hierro, con ojos fulminantes y una boca erizada de dientes, revestida con finas losas de piedras preciosas y marfil, y escamas orladas de oro. En los gremios caverneros, e incluso entre la gente alta, era conocimiento común que la puerta era muy anterior a los moradores humanos.

—Ese monstruo no está vivo —le dijo dulcemente al niño—. Ni siquiera es real. Sólo es piedra tallada.

El niño lo miró, y Sílex pensó que su expresión trasuntaba algo más profundo y extraño que el mero terror.

—No me gusta mirarlo —dijo.

—Pues cierra los ojos mientras la atravesamos, de lo contrario no podremos llegar a nuestra casa. Y allí es donde está la comida.

El niño entornó los ojos para mirar un instante al reptil agazapado, y los cerró con fuerza.

—¡Moveos, vosotros dos! —protestó Ópalo—. Pronto anochecerá.

Sílex guio al niño bajo la puerta. Guardias con cascos de cresta alta y tabardo negro los observaron con curiosidad, pues no estaban acostumbrados a ver a un niño humano acompañado por caverneros. Pero aunque esa rareza llamara la atención de esos hombres altos que llevaban el emblema plateado del lobo y las estrellas de los Eddon, no se molestaron en alzar las alabardas y apartarse de los últimos rayos de sol.

La princesa y su comitiva ya habían llegado a su destino. Cuando los caverneros y su protegido entraron en la plaza del Mercado, rodeada de galerías, frente al gran templo del Trígono, Sílex pudo ver la Muralla Nueva al pie de la colina central, donde las luces de la fortaleza interna eran tan numerosas como luciérnagas en una noche de verano. La Puerta del Cuervo estaba abierta y una multitud de sirvientes con antorchas había salido de la residencia para recibir a los cazadores, coger los caballos y el equipo y guiar a los nobles hacia comidas calientes y lechos cómodos.

—¿Quién manda aquí? —preguntó el niño.

Parecía una pregunta rara, y Sílex vaciló.

—¿En este país? ¿Quieres decir de nombre, o de verdad?

El niño frunció el ceño. No quería tantas precisiones.

—¿Quién manda en aquella casona?

Aún parecía extraño que un niño hiciera esa pregunta, pero Sílex había experimentado cosas más extrañas ese día.

—El rey Olin, pero no está aquí. Está prisionero en el sur. —Había pasado casi medio año desde que Olin había partido en su viaje para exhortar a los pequeños reinos y principados del centro de Eion a aliarse contra Xis. Esperaba unirlos contra la creciente amenaza del autarca, el rey dios que se expandía desde su imperio del continente meridional de Xand para apropiarse de los territorios de la costa inferior de Eion como una araña capturando moscas, pero la traición de su rival Hesper, rey de Jellon, lo había puesto en manos del protector de Hierosol, un aventurero llamado Ludis Drakava que ahora dominaba esa antigua ciudad. Era demasiada explicación para un chiquillo hambriento—. Kendrick, hijo mayor del rey, es el príncipe regente. Eso significa que él gobierna mientras su padre está ausente. Además, el rey tiene dos hijos menores, un varón y una mujer.

Un destello ardió en los ojos del niño, una luz detrás de una cortina.

—¿Merolanna?

—¿Merolanna? —Sílex se quedó boquiabierto, como si el niño lo hubiera abofeteado—. ¿Has oído hablar de la duquesa? Debes venir de algún sitio cercano. ¿De dónde eres, niño? ¿Ahora lo recuerdas?

Pero el niño de pelo blanco sólo lo miró en silencio.

—Sí, hay una Merolanna, pero es la tía del rey. Los hermanos menores de Kendrick se llaman Barrick y Briony. Ah, y la esposa del rey también está embarazada de otro niño. —Por reflejo, Sílex hizo la señal del Lecho de Piedra, un hechizo cavernero para la buena suerte en el parto.

El destello se borró de los ojos del niño.

—Ha oído hablar de la duquesa Merolanna —le dijo Sílex a Ópalo—. Debe de ser de por aquí.

Ella revolvió los ojos.

—Quizá recuerde mucho más cuando se alimente y duerma. ¿O pensabas quedarte en la calle toda la noche, hablándole de cosas sobre las que no sabes nada?

Sílex resopló, pero le indicó al niño que siguiera adelante.

Del castillo salía más gente de la que entraba, en general habitantes del sector de tierra firme que iban a trabajar al Midlan y regresaban a casa al final del día. A Sílex y Ópalo les costó trabajo abrirse paso en esa marea de gente más corpulenta. Con Ópalo a la cabeza, salieron de la plaza del Mercado y atravesaron pasadizos cubiertos y resonantes hasta llegar a las callejas silenciosas y lúgubres del fondeadero sur, llamado Laguna del Acuano, y sus muelles, uno de los dos grandes embarcaderos dentro de la muralla externa del castillo. Los acuanos habían esculpido formas extrañas —animales y personas encorvados y estirados hasta ser casi irreconocibles— en los pilotes de madera. La luz moribunda atenuaba los colores de la pintura, pero para Sílex los pilotes tallados parecían tan exóticos como siempre, como dioses extranjeros atrapados oteando el agua, tratando de vislumbrar un terruño perdido. Las formas inmóviles parecían sollozar en voz alta: mientras botes llenos de pescadores acuanos semidesnudos descargaban la pesca del día en los muelles más pequeños, sus roncas canciones (que para el oído de Sílex no tenían melodía) llenaban el aire de la laguna.

—¿Esa gente no tiene frío? —preguntó el niño. Con el sol detrás de las colinas, vientos gélidos barrían la laguna, enviando ondas de cresta blanca contra los pilotes.

—Son acuanos —le dijo Sílex—. No tienen frío.

—¿Por qué no?

Sílex se encogió de hombros.

—Por la misma razón por la que un cavernero puede recoger algo del suelo más rápido que la gente alta. Nosotros somos pequeños. Los acuanos tienen piel gruesa. Así lo quisieron los dioses.

—Parecen extraños.

—Son extraños, supongo. No tratan con los demás. Se dice que algunos nunca pisan tierra firme, salvo los muelles. Tienen pies palmeados como los patos, con una membrana entre los dedos. Pero dicen que por aquí hay gentes aún más extrañas, aunque no siempre te das cuenta con sólo mirarlas. —Sonrió—. ¿Hay cosas así en el lugar de dónde vienes?

El niño lo miró sin decir nada, con expresión distante y preocupada.

Pronto salieron de los callejones de Laguna del Acuano y entraron en los abarrotados vecindarios de la gente alta que trabajaba en el agua o cerca del agua. La luz se desvanecía rápidamente y aunque había antorchas en los cruces y algunas personas importantes con porteadores de linternas, la mayoría de las lodosas calles sólo estaban alumbradas por velas y hogares, cuya luz se filtraba por ventanas que pronto estarían cerradas. La gente alta no tenía reparos en construir sus precarios edificios uno encima del otro, erizados de escaleras y andamiajes, y casi sofocaban las calles angostas. El hedor era espantoso.

Aun así, este lugar tiene buenos huesos, pensó Sílex, una piedra fuerte y saludable, la roca viviente del monte. Sería un placer eliminar esta fea madera. Los caverneros le daríamos buen aspecto en un santiamén. El aspecto que tenía antaño

Ahuyentó ese extraño pensamiento. ¿Adónde iría toda esa gente alta?

Sílex y Ópalo condujeron al niño por el declive de la angosta vía del Picapedrero y a través del arco de una puerta al pie de la Muralla Nueva, y abandonaron el cielo nocturno para internarse en las pétreas honduras de Cavernal.

Sílex no se sorprendió cuando el niño se detuvo para observar fascinado. Aun la gente alta que no simpatizaba con la gente pequeña concedía que el gran techo de Cavernal era un portento. Se elevaba cien codos sobre la plaza de la gente pequeña y continuaba sobre las calles iluminadas, y era un bosque primordial tallado en perfecto detalle en la oscura roca del monte. En las lindes de Cavernal, más cerca de la superficie, habían abierto espacios entre las ramas, de modo que se veía el resplandor del cielo, y cuando caía la noche (como ahora) se vislumbraba el chispeo de las primeras estrellas. Cada rama y cada hoja estaban labradas con exquisito cuidado, y todo sumaba siglos de esforzada labor, una de las principales maravillas del mundo septentrional. Parecía que las aves con plumas de madreperla y cristal se pondrían a cantar en cualquier momento. Lianas de malaquita verde enlazaban los troncos, y en algunas ramas bajas había frutas esmaltadas que pendían de esbeltos tallos de piedra.

El niño susurró algo que Sílex no oyó bien.

—Es maravilloso, sí —dijo el hombrecillo—. Pero mañana podrás mirar todo lo que quieras. Alcancemos a Ópalo, de lo contrario te enseñará que una lengua puede ser más afilada que un cincel.

Siguieron a su esposa por las angostas pero elegantes calles. Cada casa estaba tallada en la piedra, con sencillas fachadas que daban pocos indicios de los espléndidos interiores, el atento y afectuoso trabajo de varias generaciones. En cada recodo o cruce, lámparas de aceite relucían en las paredes dentro de burbujas de piedra delgadas como las ampollas de un artesano. Las luces no eran brillantes, pero eran tan numerosas que toda la noche las calles de Cavernal parecían temblar en el filo del alba.

Aunque Sílex era hombre de cierta influencia, su casa en el extremo de la calle de la Cuña era modesta, con sólo cuatro habitaciones en total, y paredes con decoración austera. Sílex sintió vergüenza al recordar la mansión familiar de Cuarzo Azul y su maravilloso salón cubierto de frisos de la historia cavernera. Ópalo, a pesar de su lengua mordaz, nunca le había reprochado que ambos habitaran una morada tan modesta mientras sus cuñadas vivían como reinas en una casa espléndida. Lamentaba no darle lo que ella se merecía, pero Sílex no podía haberse quedado en esa casa, sometido a su hermano Nodulo (o «magíster Cuarzo Azul», como se hacía llamar ahora), así como no podía saltar hasta la luna. Y como su hermano tenía tres hijos saludables, ya ni siquiera existía la posibilidad de heredar en caso de que su hermano muriese primero.

—Soy feliz aquí, viejo tonto —murmuró Ópalo mientras atravesaban la puerta. Le había visto mirar la casa y había adivinado sus pensamientos—. Al menos lo seré si quitas las herramientas de la mesa para que podamos comer como gente decente.

—Ven, niño, échame una mano —le dijo al pequeño desconocido, hablando con voz estentórea y jovial para cubrir el ardiente y súbito amor que sentía por su esposa—. Ópalo es como un alud: si pasas por alto los primeros rugidos, luego lo lamentarás. —Observó al niño mientras quitaba el polvo de la porosa mesa con un paño húmedo, moviéndolo más que limpiando de veras—. ¿Ya has recordado tu nombre? —le preguntó.

El niño meneó la cabeza.

—Bien, debemos llamarte de algún modo… ¿Qué te parece Guijarro? —le gritó a Ópalo, que estaba revolviendo una olla de sopa sobre el fuego—. ¿Lo llamamos Guijarro? —Era un nombre común para un cuarto o quinto hijo varón, cuando las pretensiones dinásticas no eran tan importantes y el interés paterno declinaba.

—No seas necio. Tendrá un nombre digno de la familia Cuarzo Azul —respondió ella—. Lo llamaremos Pedernal. Será un puñetazo en el ojo para tu hermano.

Sílex no pudo contener una sonrisa, aunque era reacio a usar un nombre apropiado para un heredero. Pero era sumamente agradable pensar cómo se sentiría su engreído hermano al enterarse de que Sílex y Ópalo habían llevado a casa a un hijo de la gente alta y le habían dado el nombre del tacaño tío Pedernal.

—Pedernal, pues —dijo, acariciando el pelo claro del niño—. Mientras te quedes con nosotros, al menos.

* * *

Las olas lamían los pilotes. Algunas aves marinas reñían con aire soñoliento. Una melodía plañidera y sinuosa llegaba desde una de las barcas, un coro de voces agudas que cantaba una vieja canción sobre el claro de luna en alta mar, pero por lo demás Laguna de los Acuanos estaba en silencio.

A lo lejos, los centinelas de la muralla anunciaban la medianoche y sus voces resonaban en el agua.

Mientras el sonido se desvanecía, una luz centelleó en el extremo de un muelle. Ardió un instante, se apagó, volvió a arder. Era una linterna sorda, y el haz atravesó la oscura extensión de la laguna. Nadie pareció verla desde el castillo o las murallas.

Pero la luz no pasó del todo inadvertida. Un esquife negro y casi invisible se deslizó en silencio por la brumosa laguna y se detuvo en el extremo del muelle. La persona de la linterna, arrebujada en una gruesa cogulla, se agazapó y susurró en un idioma que rara vez se hablaba en Marca Sur, o en cualquier parte del norte. El sombrío botero respondió con igual sigilo en el mismo idioma, y luego le entregó algo a la persona que había esperado casi una hora en el frío muelle, un pequeño objeto que desapareció de inmediato en los bolsillos de la cogulla.

Sin otra palabra, el botero hizo girar su embarcación y desapareció en la niebla que cubría la laguna.

La silueta del muelle apagó la linterna y regresó al castillo, moviéndose con sigilo de sombra en sombra, como si llevara algo muy valioso o muy peligroso.