29: El Hombre Radiente

29

El Hombre Radiente

CINCO PAREDES BLANCAS

He aquí la criatura que tiene la cola

En la boca

He aquí el interior vuelto hacia fuera, el exterior hacia dentro

Oráculos de Osario

—Escúchame bien —dijo Sílex tras alejarse del templo de los Hermanos Metamorfos. Se llevó la mano al hombro para que Escarabajel se le subiera a la palma, y luego la estiró para ver la cara diminuta del hombrecillo—. Si tu nariz te dice la verdad y Pedernal vino por aquí, creo que sé adónde se dirige.

—¿Mi nariz? —exclamó el techero con indignación—. No tuve la formación del Naso Insigne, pero aparte de él, no hay mejor olfato en las alturas de Marca Sur…

—Te creo —suspiró Sílex—. Es sólo que… El lugar al que se dirige… —Se le aflojaron las rodillas y tuvo que sentarse. Lo hizo con cuidado, pues el techero aún estaba de pie en su mano. Por primera vez, Sílex Cuarzo Azul deseó estar en el exterior, bajo el cielo, y no bajo el techo de piedra que había sido el firmamento de su mundo casi toda su vida, que siempre había cumplido ese papel en sus pensamientos—. Se dirige a un lugar muy extraño. Un lugar sagrado. A veces puede ser un lugar peligroso.

—¿Gatos? ¿Serpientes? —El techero ensanchó los ojos. A pesar de su temor creciente, Sílex casi sonrió.

—No, nada de eso. Bien, quizá haya animales, pero no es eso lo que me preocupa.

—Porque eres un gigante.

Ahora Sílex sí sonrió: era probable que nunca más volvieran a llamarlo gigante.

—De acuerdo. Pero lo que debo contarte es que he de tomar una decisión, y no es fácil.

El hombrecillo lo miró con gran interés, tal como Cinabrio u otro jefe del gremio cuando les presentaban una propuesta engorrosa pero posiblemente lucrativa. Los techeros no sólo parecían gente sino que eran gente. Ahora Sílex lo comprendía: eran tan complicados y vitales como los caverneros o cualquier otro. ¿Por qué eran tan pequeños? ¿De dónde venían? ¿Los habían castigado los dioses, o había algo aún más extraño en sus orígenes?

En ese momento era muy propenso a pensar en los dioses y su legendaria inclinación a la venganza.

—He aquí mi problema —le dijo a Escarabajel—. Ya te he dicho que a mi gente no le gusta que tú visites lugares como el templo. Nos incomoda que los forasteros vean las cosas que son más importantes para nosotros.

—Entendido.

—Bien, creo que Pedernal se ha internado aún más en aquello que llamamos los Misterios. Y sé que muchos de los míos se enfadarán si llevo allí a un forastero. Por ese motivo nunca llevé a Pedernal a ese lugar, aunque es mi hijo adoptivo.

—Entonces ha llegado la hora de que vuelva a mi hogar —dijo Escarabajel con gran alegría, y Sílex no se sorprendió: el hombrecillo se sentía más incómodo a medida que se internaban a mayor profundidad. Parecía muy satisfecho al pensar que sus viajes subterráneos estaban a punto de terminar, lo cual ponía a Sílex en una situación aún más desdichada.

—Pero me temo que no podemos perder tanto tiempo. Si el niño está ahí abajo, ya han pasado horas. Es un lugar peligroso, Escarabajel. Y extraño. Estoy muy preocupado por él.

—¿Entonces? —El techero frunció el ceño, desconcertado, pero gradualmente dejó de enarcar las cejas, y no parecía muy contento con lo que había entendido—. Quieres llevarme abajo.

—No se me ocurre otra cosa, ningún otro modo de seguirle el rastro: hay muchos caminos, muchos. Lo lamento. Pero no te llevaré contra tu voluntad.

—Eres el más grande de los dos.

—Eso no importa. No te llevaré contra tu voluntad.

Escarabajel volvió a fruncir el ceño.

—Dijiste que era un lugar sagrado, prohibido para los forasteros.

—Por eso dije que era una decisión difícil. Pero prefiero infringir la ley y llevarte a los Misterios que dejar a mi niño solo allí más de lo necesario… siempre que quieras ir. Además, el niño no es cavernero, así que la ley ya está quebrada y rajada, como decimos nosotros.

El hombrecillo suspiró, un ruido minúsculo como el chillido de un ratón preocupado.

—Mi reina me ordenó ayudar con la nariz y otros medios. ¿Puede Escarabajel el Arquero hacer menos de lo que ordena su señora?

—Que los Ancianos de la Tierra sean generosos contigo y tu pueblo —dijo Sílex, aliviado—. Eres tan valiente como proclamas.

—Has dicho la pura verdad.

* * *

Sus caminos se cruzaron en la puerta de la armería. Vansen tenía los brazos llenos de trapos para bruñir, pues no había más en la sala de los guardias, y casi no la vio. Más aún, por poco tropezó con ella. Curiosamente, ella parecía estar sola. Iba vestida con una camisa larga sencilla y calzas, como un hombre, y Ferras Vansen quedó tan sorprendido de ver el rostro en que había pensado todo el día que tardó en creer que fuera cierto.

—P-princesa —dijo al fin—. Alteza… No, no debéis hacer eso. No es apropiado.

La princesa estaba recogiendo los trapos caídos, con una expresión distraída que era casi insultante. Era obvio que no lo reconocía fuera del ámbito formal de una audiencia o la cámara del consejo. De pronto sus rasgos se tensaron, y alzó las cejas en un gesto formal de cortés sorpresa.

—Capitán Vansen —dijo fríamente. Él vio que dos guardias, dos de sus propios hombres, se acercaban deprisa, como si su capitán pudiera ser una amenaza para la princesa.

—Perdonad, alteza. —Trató de no interponerse en su camino, una maniobra difícil porque ella sostenía la manija de la puerta y él iba cargado y ella no. Sólo logró hacerlo soltando más trapos mientras retrocedía. Ocultó su vergüenza tratando de recogerlos.

¡Que los dioses me guarden! Aun cuando nos encontramos casi como iguales, a solas en la puerta de la armería, me transformo en un patán tartamudo.

También tuvo otro pensamiento desagradable: quizá eso fuera para bien. A fin de cuentas, cuanto antes superes esta tontería, mejor, le dijo una parte más sensata de sí mismo. Si la vergüenza sirve para eso, entonces la vergüenza es buena.

Alzó la vista y vio que ella lo miraba con una mezcla de diversión y fastidio. De nuevo le había cerrado el paso. Pero nunca la superaré, pensó, y en ese instante doloroso y radiante supo que no había mayor certeza en su vida, ni siquiera el amor por su familia, o el deber hacia la guardia y los dioses omniscientes.

La princesa Briony pareció notar que sonreía, burlándose del bochorno del capitán, y con desconcertante rapidez adoptó una expresión amable y alerta. Un rostro tan vivaz, pensó él. Pero en las últimas semanas se había transformado: la máscara de mármol de un busto, algo que podría permanecer décadas en una sala polvorienta del castillo.

—¿Necesita ayuda, capitán Vansen? —Briony señaló a sus dos protectores—. Uno de estos guardias puede ayudarle a llevar esas cosas.

Estaba dispuesta a cederle uno de sus guardias para ayudarle a llevar unos trapos. ¿Era malicia, o sólo condescendencia pueril?

—No, alteza, puedo arreglarme. Gracias.

Arqueó una rodilla y se agachó, tratando de no volver a soltar su carga. Ella entendió la insinuación y se apartó de la puerta para que él pudiera escapar, aunque primero él tuvo que ahuyentar con una mirada severa a los dos guardias jadeantes. Le alivió tanto huir de esa presencia abrumadora que le costó caminar en vez de correr, tras una última reverencia.

—Capitán Vansen.

Hizo una mueca, dio media vuelta.

—¿Sí, alteza?

—No apruebo que mi hermano se haya designado jefe de esta expedición. Usted lo sabe.

—Era evidente, alteza.

—Pero es mi hermano, y lo amo. Ya he… —Sonrió, pero era evidente que reprimía las lágrimas—. Ya he perdido a un hermano. Barrick es el único que me queda.

Él tragó saliva.

—Alteza, la muerte de vuestro hermano fue…

Ella alzó una mano; en otro momento, le habría parecido un ademán imperioso.

—Calma, no lo digo para volver a culparlo. Sólo… —Se volvió un instante para enjugarse los ojos con la larga manga de su camisa de hombre, como si las lágrimas fueran pequeños enemigos que debía erradicar de forma contundente—. Le pido, capitán Vansen, que recuerde que Barrick Eddon no es sólo un príncipe, sino un miembro de la familia gobernante. Es mi hermano, mi mellizo. Me aterra que pueda pasarle algo.

Ferras se conmovió. Incluso los guardias (un par de jóvenes palurdos que Vansen conocía bien y consideraba incapaces de tener la sensibilidad de un cerdo) estaban nerviosos, perturbados por la pesadumbre de la princesa regente.

—Haré lo posible, alteza —dijo—. Creedme, por favor. Lo trataré como si fuera mi propio hermano.

Apenas lo dijo, comprendió que había cometido otra tontería. Había insinuado que en circunstancias normales se preocuparía más por su propia familia que por su amo y señor, el príncipe regente. Era peligroso decir semejante cosa, teniendo en cuenta que un príncipe regente ya había muerto mientras él era oficial de guardia.

Soy un tonto de capirote, pensó. Cegado por mis sentimientos, le he hablado a la señora del reino como si fuera la hija de un labriego de la granja vecina.

Para su sorpresa, sin embargo, Briony volvió a sollozar.

—Gracias, capitán Vansen —fue todo lo que dijo.

* * *

Había esperado toda la mañana para contar con un momento para practicar, desesperada por empuñar la pesada espada de madera, pero ahora que había llegado el momento, sólo se sentía torpe y cansada.

Es ese hombre, Vansen. Siempre la perturbaba, le causaba furia y desazón. Con sólo verlo recordaba a Kendrick, esa noche tremenda. Y ahora parecía que sería testigo de la muerte de su otro hermano, pues Barrick no se dejaba disuadir. ¿Era culpa de Vansen, o era una broma de los dioses que él siempre estuviera asociado con la desdicha de Briony?

Nada tenía sentido. Dejó caer la espada en el serrín del terreno de prácticas. Un guardia se aproximó para recogerla, pero ella lo echó con un ademán. Nada tenía sentido. Se sentía infeliz.

Hermana Utta. Últimamente no había tenido tiempo para su tutora, y Briony comprendió cuánto extrañaba la presencia tranquilizadora de la anciana. Se enjugó las manos con un trapo, pateó el suelo para sacudirse el serrín antes de dirigirse a los aposentos de Utta. Los guardias la siguieron como gallinas detrás de una granjera que esparce el grano. Había cruzado el patio y entraba en el largo y angosto Recinto Menor cuando por segunda vez en una hora estuvo a punto de tropezar con un joven. Esta vez no era Vansen, sino el poeta (bah, presunto poeta, pensó), Matty Tinwright. Él reaccionó con exagerada sorpresa, pero por el cuidado de su pelo y su ropa, su rápida respiración, y su posición a un paso de la puerta, ella sospechó que la había visto venir desde una ventana y había bajado a la carrera para inventar ese encuentro «fortuito».

—Alteza, princesa Briony, encantadora, serena y sabia, veros es un placer inexpresable. Y mirad, estáis ataviada para la batalla, tal como corresponde a una reina guerrera. —Se inclinó para un susurro cómplice—. He oído decir que nuestra tierra está amenazada, gloriosa princesa… que están preparando un ejército. Ojalá yo pudiera blandir una espada como vuestro campeón, pero mi guerra se librará con emocionantes canciones y odas que alentarán actos de arrojo, y que compondré en aras de nuestra corona y nuestra patria.

No tenía mala apariencia, más aún, era bastante apuesto, y quizá por eso Barrick le tenía antipatía. Pero hoy no tenía paciencia para soportar esas pamplinas.

—¿Quieres ir con el ejército para escribir poemas sobre el campo de batalla, maese Tinwright? Tienes mi autorización. Ahora, si me perdonas…

Él parecía estar tragando algo del tamaño de un rehilete.

—¿Ir con…?

—El ejército, sí. Puedes hacerlo. Ahora, si eso era todo…

—Pero yo… —Él parecía aturdido, como si jamás se le hubiera ocurrido la idea de que le ordenaran enrolarse en el ejército de Marca Sur. En verdad, Briony sólo lo había dicho por despecho. No quería infligir a ningún comandante la carga de soportar a su hermano y este poetastro idiota—. Pero no vine a pedir… —Tinwright volvió a tragar saliva. Se había metido en un brete—. En realidad, alteza, vine a veros porque Gil pide una audiencia con vos.

—¿Gil?

—El mozo de taberna, alteza. No lo habréis olvidado, ya que fue su recado el que me trajo a vuestra presencia.

Recordó a ese hombre flaco de ojos desencajados.

—El que tiene sueños… ¿Él desea hablarme?

Tinwright asintió ávidamente.

—Sí, alteza. Lo visité en la fortaleza. El pobre no ve a nadie, es casi un prisionero, y me dijo que quería hablar con vos. Tiene algo importante que deciros sobre lo que él llamó «la pugna inminente». —Tinwright arrugó la frente—. Con franqueza, me sorprendió que se expresara así, alteza, pues no es nada culto.

Briony sacudió la cabeza como para despejarse, un poco abrumada por el rápido y enmarañado discurso del poeta. Era un pajarraco ostentoso, y no sólo por su indumentaria chillona.

—¿Gil el mozo quiere hablarme sobre la pugna inminente? Habrá oído que los guardias de la fortaleza hablaban de ello. —Recordó que la fortaleza también albergaba a otro prisionero. Sufrió una especie de dislocación, algo muy parecido al pánico. Shaso dan-Heza era el único que debía estar comandando esta guerra y la eventual defensa del castillo. ¿Alguien lo había previsto? ¿Lo habían hecho parecer culpable del asesinato de Kendrick por ese motivo?

—Sí, alteza —confirmó Tinwright—. Sin duda él lo oyó allí. En todo caso, ése era el recado que debía daros. Ahora bien, en cuanto a marchar con los soldados…

—Ya tienes mi autorización —dijo ella, enfilando hacia los aposentos de la hermana Utta. A sus espaldas oyó los bufidos de los guardias que le cerraban el paso a Matty Tinwright, que al parecer la seguía.

—¡Pero, alteza…!

Briony dio media vuelta.

—El mozo… te dio un delfín de oro para escribir esa carta, ¿verdad?

—Sí.

—¿Dónde consiguió un mozo de taberna una gruesa y brillante pieza de oro? —Vio que Tinwright no tenía respuesta y le dio la espalda.

—No sé. Pero, alteza, sobre lo que dijisteis… El ejército…

Ella estaba atosigada de preocupaciones. Ni siquiera le oyó.

* * *

—No es frecuente que vayamos a mayor profundidad que el templo —le explicó Sílex a su pequeño pasajero mientras bajaban por la sinuosa cuesta conocida como Escalera de la Cascada. La curva de la espiral, que en sus tramos superiores tenía una circunferencia más ancha que Cavernal, empezaba a angostarse, y el aire estaba más caliente. Un costurón de cuarzo blanco ondulaba en el techo de piedra caliza como una serpiente. Habían dejado atrás las últimas lámparas; Sílex se alegró de haber llevado coral de la Salada—. Creo que los acólitos bajan por aquí para hacer ofrendas, sobre todo en los días festivos, y todos venimos aquí para las ceremonias cuando llegamos a la edad adulta. —A pesar de sus preocupaciones, se preguntó cuántos jóvenes traerían los acólitos a estas profundidades este año. Sílex los conocería a todos. Cavernal era una comunidad pequeña y cerrada y nunca había más de una veintena que hubieran llegado a la edad apropiada en la noche en que los Misterios se celebraban formalmente. Mientras caminaba, le contó a Escarabajel algunos recuerdos de su iniciación en la vida adulta, muchos años atrás. El mareo provocado por el ayuno, las extrañas sombras y voces, y lo más temible y emocionante, ese breve atisbo del Hombre Radiante. Sílex no estaba seguro de que fuera real. Gran parte de esa experiencia parecía un sueño.

—¿Hombre Radiante? —preguntó Escarabajel.

Sílex meneó la cabeza.

—Olvida que lo mencioné. Los demás ya consideran que está mal que te haya traído a estos lugares sagrados.

Bajaron de la Escalera de la Cascada a una caverna natural llena de columnas altas y ahusadas, y Sílex avanzó hasta que estuvieron frente a la única cosa antinatural del recinto. Era una pared aún más alta que la Puerta de Seda, con cinco arcos de entrada, y cada uno era un agujero negro donde no penetraba la luz del coral.

—¿Cinco? —dijo Escarabajel—. ¿Tu gente no tiene mejor ocupación que cavar túneles lado a lado?

Sílex habló en voz baja, aunque las lámparas apagadas sugerían que los acólitos ya se habían ido.

—Se relaciona más con el peso de la piedra que con la cantidad de túneles. Si abres un túnel, creas un arco en la textura de la piedra viva que está encima. No sé cómo explicarlo con palabras, pues lo describimos con un viejo término cavernero, dh’yok. Ese arco es pequeño, y con el tiempo la piedra que está encima provoca el derrumbe del túnel.

—¡Por el viento de la Cumbre! —exclamó Escarabajel, huyendo del hombro de Sílex para refugiarse bajo la cabeza, provocándole un hormigueo en el cuello—. ¿La piedra te aplasta?

—No temas, no sucede de inmediato. Pero cuando construyes varios túneles lado a lado, el dh’yok, el arco, es más grande y más fuerte, y cuando el peso de la piedra que está arriba empieza a derrumbarse, primero destruye los túneles externos, dando tiempo a apuntalar los túneles interiores y dejar de usarlos.

—¿Es decir que un día la montaña se desmoronará? ¿Todas vuestras construcciones? ¿Todas vuestras excavaciones? —Parecía más preocupado por los caverneros que temeroso del peligro.

Sílex rio suavemente.

—Un día. Pero falta mucho; es el tiempo de la piedra, como lo llamamos. A menos que los dioses decidan enviarnos un terremoto mucho más fuerte de los que hemos sufrido, estos túneles externos estarán en pie cuando los nietos de los hombres y mujeres que hoy ingresan en los gremios vengan aquí a celebrar su iniciación.

Su explicación no calmó demasiado a Escarabajel, aunque el hombrecillo se tranquilizó cuando Sílex eligió el túnel del medio, presuntamente el más seguro, para continuar el viaje. Sílex no le reveló la verdad más alarmante: que nadie usaba ninguno de los otros túneles porque sólo existían para sustentar el pasaje por donde él y el techero descendían al siguiente nivel.

—¿Pero por qué construir túneles aquí? —preguntó Escarabajel, quizá para romper el silencio de ese pasadizo cerrado, cuyas tallas abstractas parecían tan perturbadoras para Sílex como en la lejana noche de su iniciación, y que debían serlo aún más para un extraño como el hombrecillo—. Aquí abajo nada es tocado por ninguna mano.

De nuevo le sorprendió la perspicacia del hombrecillo y su ojo agudo para los detalles en un lugar desconocido.

—Buena pregunta.

Pero Sílex empezaba a sentir el poder de ese lugar, su imponencia y extrañeza, y no tenía muchas ganas de hablar. Su gente no entraba en los Misterios porque sí, y aunque estaba dispuesto a entrar en el corazón humeante de la fosa J’ezh’kral para encontrar al niño y evitar que Ópalo estuviera tan afligida, no le agradaba su responsabilidad en la presencia de estos forasteros, primero Pedernal y ahora Escarabajel, que estaban en esas venerables profundidades por culpa de Sílex Cuarzo Azul y de ningún otro.

—No quiero contarte toda la historia ahora. Baste decir que nuestros antepasados comprendieron que había otro conjunto de cavernas adonde no podían llegar, y que cavaron estos túneles para bajar de las cavernas que conocíamos, las que hemos recorrido hasta ahora, a estos espacios más profundos e inexplorados.

No era suficiente, pues no explicaba nada, y mucho menos las profundas revelaciones que había en el corazón de los Misterios, pero las palabras tenían un límite. Y ciertas cosas ni siquiera se debían decir con palabras.

* * *

Le disgustaba la idea de hablar con el mozo de taberna, pero no por el mozo mismo. Aunque ese sujeto fuera una especie de oniromante, aunque pudiera hacerle a ella lo que le hacía a Barrick, invocando el nombre de las cosas que la hostigaban en sueños, los temores de Briony no eran ningún secreto para nadie que tuviera algo de seso. Temía perder a su hermano y su padre, lo que quedaba de su familia. Temía fallar a Marca Sur y los reinos de la Marca. Que en este tiempo de peligro creciente, con Olin prisionero y su hermano distanciado y enfermo, fuera la última de los Eddon en ejercer el poder.

No. No permitiré que eso ocurra, se juró mientras atravesaba el Recinto Menor. Seré implacable si es preciso. Quemaré todos los bosques que se extienden más allá de la Línea de Sombra, pondré a los Tolly en cadenas. Y si Shaso es un asesino, yo misma lo arrastraré hasta el tajo del verdugo para salvar nuestro reino.

La sacaba de quicio pensar que el consejero de confianza de su padre estaba en una celda en estos tiempos turbulentos. Si iba a ver al mozo Gil en su improvisado alojamiento, ¿podría evitar hablar con Shaso? Ni siquiera quería verle: no estaba segura de su culpa, a pesar de los indicios, pero había pasado gran parte del otoño sin ningún cambio en las circunstancias, y ella y Barrick no podían postergar el juicio para siempre. Si había asesinado al príncipe regente, debían condenarlo a muerte. Pero Briony sabía que no había entendido lo que había sucedido en esa noche fatídica, y la idea de ejecutar a un consejero del rey (a un hombre que, a pesar de su mal carácter y su rigidez, había sido casi un padre para ella) era perturbadora. Mejor dicho, aterradora.

Los guardias la habían alcanzado cuando llegó a la Rosaleda, donde el Recinto Menor se convertía en una vereda cubierta que atravesaba el jardín. A veces lo llamaban el Jardín del Traidor, porque un noble colérico había acechado allí para asesinar a Kellick II, un antepasado de Briony. El asesino había fallado; su cabeza había terminado expuesta en la Puerta del Basilisco, y habían distribuido los restos de su cuerpo descuartizado en las entradas de las torres cardinales. Esta leyenda impregnaba el jardín, y no era su sitio favorito, ni siquiera en primavera. Hacía tiempo que los rosales no estaban en flor, y sus ramas espinosas cubrían las paredes de tal modo que parecían sostener esos antiguos ladrillos, y no al revés.

Sumida en sus pensamientos, Briony no reparó en sus guardias hasta que uno estornudó y murmuró una plegaria. ¿Qué estoy haciendo?, pensó. ¿Por qué voy a la fortaleza? Soy casi la reina, la princesa regente. Haré que envíen al mozo a una de las cámaras del consejo y allí hablaré con él. No es preciso que baje aquí. Sintió un gran alivio que le dio cierta vergüenza; éste sería otro día en que no tendría que pensar mucho en Shaso dan-Heza.

La sorprendió una presión en cada lado cuando los guardias se adelantaron como un par de perros guiando a una oveja perdida. Estaba a punto de regañarlos (Briony Eddon no era ninguna oveja) cuando vio que un hombre y una mujer se levantaban de un banco y caminaban hacia ella. Tardó un instante en reconocer al primero antes de que se le acercaran en la sombra de la vereda: hacía un año que no veía a Hendon Tolly.

—Alteza —dijo él, con una reverencia poco convincente. El menor de los Tolly aún era flaco como un perro de carreras, pura longitud y tendones. Su pelo oscuro estaba cortado alto sobre las orejas, al estilo sianés, y llevaba una barba corta; con su traje de satén dorado y sus calzas multicolores y ribeteadas de terciopelo, parecía un príncipe de las elegantes cortes del sur. Era extraño que se pareciera tanto al hermano en el semblante y tan poco en todo lo demás: moreno en vez de rubio, delgado en vez de musculoso, elegante en vez de austero, como si éste fuera Gailon disfrazado para una imposible obra del festival de verano.

—Por vuestro atuendo, veo que os sorprendo en mal momento, princesa Briony —dijo Hendon con un aire de superioridad destinado a irritarla, y lo consiguió—. Al parecer estabais ocupada en una actividad… fatigosa.

Apenas resistió la tentación de mirar lo que se había puesto para practicar en la armería. Por primera vez en mucho tiempo lamentó no haberse vestido apropiadamente, como cuadraba a su posición.

—No hay malos momentos para los parientes —dijo con la mayor dulzura posible— y en familia podemos permitirnos cierta informalidad en el atuendo y el lenguaje. Pero aun en familia, todo tiene sus límites. —Sonrió, mostrando los dientes—. Debéis perdonarme por cruzarme con vos vestida de este modo, querido primo.

—Alteza, la culpa es nuestra. Mi cuñada estaba tan ansiosa de conoceros que quise ver si os encontraba por aquí. Ella es Elan M’Cory, hermana de la esposa de mi hermano Caradon.

La muchacha hizo una afectada reverencia.

—Alteza.

—Creo que nos presentaron en la boda de vuestra hermana. —A Briony le enfurecía tener que estar allí con su ropa sudada, pero Hendon Tolly lo había hecho adrede y no quería mostrarle su enfado. Se concentró en la joven, que tenía aproximadamente su misma edad y era bonita, esbelta y de huesos largos. A diferencia de su cuñado, Elan mantenía la mirada gacha y dio parcas respuestas a las parcas preguntas de Briony.

—Debo irme —anunció al fin Briony—. Hay mucho que hacer. Tolly, vos y yo debemos hablar de asuntos importantes. ¿Esta noche os va bien? Y por supuesto, estáis invitado a cenar. Anoche extrañamos vuestra compañía.

—Estaba cansado después del viaje —dijo él—. Y preocupado por mi hermano desaparecido, naturalmente. Sin duda, la inquietud por el duque Gailon también os habrá dificultado las cosas, alteza.

—Parece haber una conspiración para dificultarme las cosas, y la súbita ausencia de vuestro hermano es una de ellas. Os habréis enterado de que mi hermano Kendrick falleció.

Esta réplica desarmó a Hendon.

—Desde luego, alteza, desde luego. Quedé anonadado al oír la noticia, pero en ese momento viajaba por el norte de Sian, y como Gailon estaba aquí para representar a nuestra familia en el funeral…

—Por supuesto. —Se preguntó por qué Hendon estaba allí, precisamente en ese momento. Una cabalgada de dos o tres días desde Estío parecía demasiado para venir a causar problemas. Briony no podía olvidarse del espía de Brone y su advertencia de que el autarca había estado en contacto con los Tolly, aunque no lograba entenderla. Sabía que eran capaces de traicionarla, pero parecía una medida extrema (y un riesgo extremo) para una familia que ya vivía en la abundancia. Aun así, como su padre decía siempre, la perspectiva de ocupar el trono inducía a la gente a hacer cosas muy extrañas—. Ahora, como decía, tengo mucho que hacer. Sospecho que vos también estaréis ocupado. Ante todo, querréis enviar un mensaje a vuestra familia en cuanto hayáis oído mis noticias.

Hendon quedó sorprendido.

—¿Noticias? ¿Sabéis algo sobre Gailon?

—Me temo que no. Pero tengo otras noticias.

—Me lleváis ventaja en esto, alteza. ¿De qué se trata? ¿Me haréis esperar hasta esta noche para averiguarlo?

—Me sorprende que no os hayáis enterado. Estamos en guerra.

Hendon Tolly palideció, y ese espectáculo compensó la humillación de estar de pie un cuarto de hora con ropa sudada.

—¿Nosotros…?

—No me refiero a Marca Sur y Estío, Hendon. —Se rio, pero no trató de ser simpática—. No, nosotros somos parientes. Más aún, sin duda seremos aliados. Todos los reinos de la Marca irán juntos a la guerra.

—¿Contra quién? —preguntó él. Hasta la muchacha había alzado la vista, perpleja.

—Contra las hadas, por supuesto. Ahora excusadme, hay mucho que hacer. Nuestro ejército partirá mañana al amanecer.

Tuvo la inmensa satisfacción de dejar atónitos a Hendon Tolly y su compañera, pero ese escarceo le había hecho olvidar lo que tenía en mente, y ya había muchos otros asuntos que reclamaban su atención. Esperaba que no fuera nada importante.

* * *

Ni Sílex ni Escarabajel hablaban mucho ahora. Ya no tenían comida, el odre de agua estaba medio vacío, y hacía mucho calor en esos espacios cerrados.

Tras atravesar los túneles cavados por los caverneros e internarse en las cuevas del otro lado, habían recorrido una desconcertante variedad de pasadizos, todos naturales, en opinión de Sílex, si bien era extraño encontrar pasajes naturales tan largos y despejados. Aunque la marcha no era difícil (en general ni siquiera tenía que agachar la cabeza), eran complejos y confusos: si hubiera tenido que confiar en el recuerdo de su peregrinación de tantos años atrás, se habría extraviado. Sólo las indicaciones de Escarabajel (codazos y golpes y algunas palabras ocasionales cuando detectaba un olor más fuerte en cierta dirección) daban a Sílex alguna esperanza de encontrar a Pedernal y volver a salir.

Esos túneles eran decididamente raros, y no sólo porque fuera difícil saber si eran del todo naturales. El aire, caluroso y denso, tenía una dulzura que provocaba mareos, acentuando la sensación de extrañeza de las ceremonias que se celebraban en las profundidades.

Ahora recorrían un camino angosto, apenas un saliente sobre un profundo precipicio, y Sílex avanzaba con cautela, pues la luz del primer coral se estaba extinguiendo. Comprendía que lo sensato era emprender el regreso. No había calculado que descenderían tanto, y se consideraba muy listo por haber traído un segundo coral, pero mientras colocaba el nuevo en su casco de cuerno bruñido, y el contacto con el agua salada lo encendía, comprendió que bastaba una mala elección de Pedrejón para perderse en la oscuridad. Un cavernero como Sílex no tenía miedo de esos parajes, y tenía un buen sentido del tacto y un conocimiento cabal de las profundidades, pero podía errar durante días antes de encontrar la salida, y podría ser demasiado tarde para el pequeño Pedernal.

—¿Qué hay aquí abajo? —jadeó Escarabajel. El aire denso y perfumado le afectaba la voz—. ¿A qué ha venido aquí tu muchacho?

—No lo sé. —Sílex no tenía demasiado aliento para hablar. Se enjugó el sudor de la frente, y se llevó un susto cuando estuvo a punto de arrancarse el farol de la cabeza y arrojarlo al pozo—. Es un lugar poderoso. Ese niño siempre ha sido raro. No lo sé.

Siguieron bajando por el angosto camino, y pronto Sílex se preguntó si ese aire fétido comenzaba a asfixiarlo o sucedía algo más extraño. Por momentos creía oír voces, meros susurros, como si una cuadrilla del gremio estuviera a cien pasos en un pasaje lateral. En otros momentos, destellos de luz atravesaban la oscuridad, rápidos como las motas que brillan al cerrar los ojos. Podían ser síntomas de aire venenoso, y en cualquier otro lugar Sílex habría emprendido la retirada, pero sabía que el aire de la parte más profunda de los Misterios, aunque nunca fresco, tampoco era mortífero. A Escarabajel le costaba respirar, sin embargo, pues estaba habituado al aire limpio de los tejados. Incluso Sílex empezaba a soñar con ese aire fresco y limpio, y en un momento estuvo a punto de desviarse y despeñarse en la negrura.

Los murmullos continuaban. Quizá fueran corrientes de aire que atravesaban los túneles de arriba cuando cambiaba la marea (ahora estaban muy por debajo del mar), pero Sílex creyó oír fragmentos de palabras, sollozos y gritos distantes que le ponían los pelos de punta. Los Hermanos Metamorfos bajaban aquí y sobrevivían, recordó, pero ese pensamiento no aplacó sus temores. Quién sabía qué preparativos hacían, qué sacrificios secretos dedicaban a los señores de estos lugares profundos. Pensó en el sagrado misterio de los Ancianos de la Tierra y la Voz Ciega y Silenciosa, y luchó contra el creciente terror.

Pero era indiscutible que la luz se expandía: Sílex comenzaba a distinguir la forma de la cámara que atravesaban. Por primera vez en horas abrigó cierta esperanza. Estaban llegando a una zona que reconocía, parte de la ruta de los peregrinos. Poco después, tras salir del traicionero saliente, atravesaron un arco que se hundía en la piedra, y la luz lechosa y azulada se elevó alrededor de ellos.

—El Salón de la Piedra Lunar —anunció Sílex con alivio, aunque también sin aliento. La frescura de las relucientes paredes, tachonadas de grandes trozos de gemas traslúcidas, contrastaba con el aire pantanoso—. Como ves, estos lugares tienen su propia luz. Estamos cerca del centro de los Misterios.

Escarabajel se limitó a asentir, presuntamente abrumado por la imponencia de la caverna y sus paredes, que relucían como hielo azul y humoso.

Sílex continuó por la Cámara del Cristal de Nube y entró en el Recinto del Ámbar, con su luz palpitante. Aturdido y deslumbrado después de tanto tiempo en la oscuridad, se preguntó cómo estas grandes cavernas podían ser tan diferentes: no se parecían a ningún lugar natural que hubiera visto en ninguna parte de Marca Sur o en sus viajes por Eion en su juventud.

Pero no es un lugar natural, recordó. Éstos son los Misterios. Un hormigueo de temor supersticioso le recorrió la espalda. ¿Qué hacía aquí? Concentrado en la búsqueda de Pedernal, no había realizado ni siquiera los ritos más sencillos antes de descender, no había dicho las letanías, no había hecho una sola ofrenda. Los Ancianos de la Tierra estarían furiosos.

En el Recinto del Ámbar comprendió que había un motivo para el prolongado silencio de Escarabajel cuando el hombrecillo se le cayó del hombro. Sílex lo atajó y se acuclilló, alzándolo para mirarlo a la luz de los dorados cristales de ámbar. El explorador estaba vivo, pero muy sofocado.

—Demasiado calor —musitó—. No… puedo… respirar.

Sílex luchó contra un fuerte temor. ¡Estaba tan cerca! Estaban a poca distancia del final de los túneles, al menos de aquella parte que conocían los caverneros, pero no quería matar al techero para salvar al niño. Se obligó a pensar con claridad a pesar de la fatiga, y desató la camisa que se había sujetado a la cintura cuando el aire se volvió demasiado caluroso y formó un nido para el hombrecillo. Depositó allí a Escarabajel y lo apoyó en una piedra a cierta altura del suelo. Sílex sabía que el aire venenoso, aun en sus versiones más moderadas, era denso y tendía a bajar. Le dejó al hombrecillo su linterna de coral.

—Regresaré pronto —le dijo—. Te lo prometo. Sólo descenderé un poco más. —Le dio su pañuelo empapado en agua para que combatiera la sed.

—¿Gatos? —preguntó Escarabajel con un hilo de voz.

—Aquí abajo no hay gatos —lo tranquilizó Sílex—. Ya te prometí eso.

—Por si las dudas —dijo el hombrecillo. Se sentó con gran esfuerzo, se quitó el arco y la aljaba y los dejó a mano antes de desplomarse en la improvisada cama.

Sílex se apresuró a continuar la marcha. Tenía más motivos para darse prisa. No sólo la preocupación por el niño y por Ópalo y la luz moribunda del coral, sino porque no quería retribuir la amabilidad de la reina techera y del valiente Escarabajel con la muerte del emisario.

El Recinto del Ámbar terminó y empezó el Laberinto. Maldijo la suerte que lo había llevado a ese paraje confuso sin el techero y su agudo olfato, pero no había nada que hacer. Recordó algo que le habían contado cuando era niño, a una edad en que cuchichear sobre la iniciación era más importante que cuchichear sobre las muchachas. Siempre gira a la izquierda, decían sus amigos, con la suficiencia de los que no habían pasado la prueba. Cuando llegues a un callejón sin salida, gira y retrocede, y haz lo mismo en el siguiente túnel. En la iniciación no habían tenido que resolver el laberinto, pues los acólitos los habían guiado, los habían dejado un rato y los habían conducido a la salida. Ahora no tenía más remedio que seguir ese viejo consejo, pues esta vez no había Hermanos para ayudarlo.

Entre el Recinto y el Mar de las Profundidades no había luz natural, y Sílex tuvo que avanzar por el Laberinto en la oscuridad, acompañado sólo por su respiración entrecortada y las palpitaciones de su corazón. Tras una hora de ir y venir a tientas por pasajes imposibles de distinguir, tuvo la certeza de que se había perdido. Estaba a punto de sentarse para llorar de desesperación cuando sintió una brisa en la cara. Con alegría y alivio, siguió la brisa varios giros más hasta que salió del laberinto y entró en la vastedad azul del Recinto del Mar, pero su dicha duró poco. Estaba en el balcón del exterior del laberinto, con un precipicio debajo, un obstáculo tan eficaz que aun los peregrinos que completaban los Misterios nunca veían más de la monstruosa caverna que esto. No había modo de bajar al suelo de la caverna, y no había rastro de Pedernal en el balcón de piedra.

No había ninguna parte donde pudiera estar el niño.

Esta vez Sílex sollozó un poco, exhausto y abatido. Se puso de rodillas y se arrastró hasta el borde, casi seguro de que vería el cuerpo destrozado del niño sobre la costa pedregosa, iluminado por los cristales azules del techo de la caverna. En cambio, esa extensión de piedras rotas y apiladas estaba vacía hasta el plateado Mar de las Profundidades y la inalcanzable isla del centro, donde se erguía la gran forma rocosa que aparecía en tantas pesadillas y revelaciones de los caverneros. Esa formación con forma humana estaba envuelta en sombras, pero las piedras del techo arrojaban luz por casi todo el resto. No había rastro de Pedernal, ni vivo ni muerto.

Sílex volvió a ser presa de la duda. ¿Acaso él y Escarabajel habían pasado junto a Pedernal sin verlo, sin saber que el niño estaba inconsciente o muerto a poca distancia? La complejidad de los Misterios y los túneles y cavernas que había encima era inimaginable. ¿Cómo saber dónde iniciar una nueva búsqueda si no podía confiar en la nariz del techero?

Luego, como si hubiera detectado la presencia de Sílex, la enorme y misteriosa figura de piedra conocida como el Hombre Radiante comenzó a irradiar luz en su isla del centro del Mar de las Profundidades, y el corazón de Sílex se aceleró tanto que pensó que estallaría. Había visto la estatua una sola vez, en su iniciación, en compañía de otros jóvenes caverneros, bajo la guía de los Hermanos Metamorfos. Esta vez estaba solo y se sentía culpable por su intrusión. Esa enorme forma cristalina que chispeaba con luz azul, morada y dorada arrojaba extraños reflejos en el mar, que no era agua sino una inmensa laguna de algo parecido al mercurio, de modo que la caverna se llenó de colores saltarines y el Hombre Radiante pareció moverse, como si despertara de un largo sueño. Sílex se arrojó al suelo de bruces. Suplicó el perdón de los Ancianos de la Tierra y rogó que no le pasara nada.

Los dioses decidieron no fulminarlo, y al cabo de un rato la luz se atenuó y él se atrevió a alzar la cabeza, pero entonces su terror supersticioso se intensificó aún más. Bajo la nueva luz pudo ver una pequeña silueta en la isla, una silueta que se arrastraba desde la orilla del brillante mar de metal hacia los pies del gigante reluciente, el Hombre Radiante. Aunque a esa distancia la silueta era pequeña como un insecto, Sílex supo quién era.

—¡Pedernal! —gritó, y su voz retumbó en el mar de mercurio, pero la pequeña sombra no se detuvo ni miró atrás.