28
Estrella Vespertina
ARENAS BLANCAS
La luna esparce diamantes
Su labor es hueso y luz y polvo seco
En el jardín donde nadie se extravía
Oráculos de Osario
Había perdido noción de cuántos Favorecidos la habían recibido como si fuera un paquete mal envuelto, la habían llevado hasta la próxima etapa y la habían entregado a otro funcionario, pero al fin llegó a la sala de recepción de la esposa suprema. Arimone alzó la vista y sonrió con indulgencia mientras Qinnitan se postraba.
—Oh, levántate, niña —dijo, aunque ella también era muy joven—. ¿Acaso no somos todas hermanas?
Si todas fuéramos hermanas, pensó Qinnitan, no me habría hincado de rodillas. La invitación había llegado esa mañana y Qinnitan había pasado horas bajo la experta atención de media docena de esclavas, una mezcla de Favorecidas y mujeres naturales, hasta que su apariencia fue deslumbrante como una gema; tras cierta consideración, fue deconstruida y reconstruida con un esplendor más modesto.
—No conviene que la Estrella Vespertina piense que aspiras a ser la Luz de la Mañana, ¿verdad? —dijo una Favorecida llamada Rusha, con un remedo de severidad—. Estaremos hermosas, pero no demasiado.
Luian, que últimamente había estado ausente, como si se avergonzara de haber llevado a Qinnitan al encuentro de Jeddin, no había participado en los preparativos para esta audiencia, pero había enviado a una de sus esclavas tuaníes para ayudar a Qinnitan a arreglarse el cabello, que ahora estaba apilado en un moño y sostenido con alfileres enjoyados. Al concluir, Qinnitan había admirado su imagen en el espejo, pero ahora le parecía una tontería: Arimone, que quizá tuviera diez años más, era incuestionablemente la mujer más bella que había visto o imaginado, la mismísima imagen de Surigal, con su cabello negro como azabache y tan largo que aun en una trenza se enroscaba como una serpiente dormida sobre todos los cojines donde estaba sentada. Qinnitan se preguntó qué aspecto tendría esa asombrosa cascada de cabello una vez suelta y cepillada; también tuvo la certeza de que la idea era que cualquiera que conociera a Arimone, incluido cualquier hombre entero, se hiciera esa pregunta.
La esposa suprema del autarca tenía una silueta despampanante, de cintura pequeña y caderas anchas, ambos rasgos acentuados por su túnica ceñida, y también tenía un rostro perfecto con forma de corazón, pero eran sus ojos (enormes, con pestañas pobladas, casi tan negros como el pelo) los que le daban ese aspecto de diosa celestial que no tenía por qué languidecer entre meras mortales en la Reclusión. Qinnitan, que ya estaba asustada y se consideraba una impostora con su fino atuendo, no se sentía como una de las todopoderosas novias escogidas del autarca, sino como una roñosa chica de la calle.
—Ven a sentarte conmigo —dijo Arimone, con una voz leve y melodiosa que sugería años de práctica agotadora—. ¿Quieres té? Me gusta frío en días como éste, con mucha menta y azúcar. Es muy refrescante.
Qinnitan procuró sentarse sin tropezar con los cojines rayados apilados en el centro de la habitación. En un rincón, una joven tocaba el laúd con asombrosa destreza. Otras criadas, cuando no estaban atendiendo a la esposa suprema, hablaban quedamente en los rincones. Dos jóvenes con la cara lustrosa y lampiña de las Favorecidas agitaban abanicos de plumas de pavo real detrás de los cojines. La decoración de la sala de recepción parecía destinada a recordar a los visitantes a una sola cosa: una alcoba, que a fin de cuentas era la raíz del poder de Arimone. Aún no había dado un heredero al autarca, pero él había pasado gran parte de su primer año de reinado recorriendo sus tierras, así que las demás esposas ni siquiera osaban murmurar rumores de infelicidad en el lecho real. Si pasaba otro año sin que hubiera señales de un heredero varón, no harían otra cosa.
—Perdóname por esperar tanto tiempo para invitarte a visitarme —dijo la esposa suprema—. ¿Cuánto hace que estás aquí… un año?
—Más o menos, alteza.
—Llámame Arimone. Como decía, aquí todas somos hermanas. He oído hablar mucho de ti, y eres tan encantadora como me imaginaba. —Enarcó una ceja depilada, tan delicada como una pata de araña—. He oído que eres gran amiga de la Favorecida Lian. Sois primos, ¿verdad?
—Oh, no, alteza… Arimone… Sólo somos del mismo vecindario.
La primera esposa frunció el ceño bonitamente.
—Tonta de mí. ¿Por qué pensé que ella y tú…?
—Quizá porque Luian es prima de Jeddin, el jefe de los Leopardos. —Arimone la observaba atentamente; Qinnitan lamentó haber abierto la boca. Para colmo, aún seguía parloteando sobre lo mismo—. Luian habla mucho de él. Está muy orgullosa de Jeddin.
—Ah, sí, Jeddin. Lo conozco. Un hombre guapo, ¿verdad? —La Estrella Vespertina aún le clavaba su mirada inquietante—. Guapo y viril, ¿no te parece?
Qinnitan no sabía qué decir. Las mujeres de la Reclusión hablaban con franqueza sobre los hombres, de un modo que la virginal Qinnitan a menudo encontraba embarazosamente informativo, pero esto parecía distinto, como si la estuvieran poniendo a prueba. Sintió un escalofrío. ¿La esposa suprema habría oído rumores?
—Lo he visto pocas veces, Arimone, desde la época de nuestra infancia. Ciertamente no podría ser tan apuesto como nuestro señor el autarca, loado sea su nombre, ¿verdad?
Su anfitriona sonrió como reconociendo un gambito bien jugado. Qinnitan creyó oír la risa de las esclavas a sus espaldas.
—Ah, eso es distinto, hermanita. Sulepis es un dios en la tierra, y no se puede juzgar como otros hombres. Aun así, parece que está muy prendado de ti.
De nuevo pisaba un terreno resbaladizo.
—¿Prendado de mí? ¿Te refieres al autarca?
—Desde luego, querida. ¿No te ha dado una instrucción especial? He oído que pasas casi todos los días con ese jadeante sacerdote, Panhyssir. Que hay plegarias y ritos de preparación. Prácticas arcanas.
Qinnitan volvió a sentir confusión. ¿Eso no pasaba con todas las esposas?
—No sabía que eso era infrecuente, alteza.
—Arimone, ¿recuerdas? Ah, supongo que no es sorprendente que el autarca se haya interesado en algo nuevo. Él sabe más que los sacerdotes, ha leído más textos antiguos que ellos mismos. Mi brillante esposo lo sabe todo: lo que los dioses se susurran en sueños y por qué viven eternamente, los lugares y ciudades antiguos y olvidados, la historia secreta de todo Xand y más allá. Cuando habla conmigo, a veces me cuesta entenderle. Pero sus intereses son tan vastos que no duran mucho tiempo. Como una gran abeja dorada, vuela de flor en flor según los dictados de su potente corazón. Sin duda este nuevo interés será… efímero.
Qinnitan sintió una punzada, pero estaba intrigada y decidida a averiguar por qué las demás esposas la consideraban diferente.
—¿Cómo fuiste preparada, Arimone? Para el matrimonio, quiero decir. Si disculpas esa pregunta impertinente. Todo esto es nuevo para mí.
—Me figuro que sí. Quizá no lo sepas, pero yo estaba casada antes. —Mi actual esposo asesinó a mi único hijo, luego mató a mi primer esposo, y prolongó su agonía durante semanas. No lo dijo, ni era necesario. Qinnitan ya lo sabía, como todas en la Reclusión—. Así que mis circunstancias fueron un poco diferentes. Cuando llegué al lecho de nuestro amo y señor, ya era mujer. —Sonrió de nuevo—. En la Reclusión, muchas estamos intrigadas por ti. ¿Lo sabías?
—¿De veras?
—Sí, desde luego. Una muchacha muy joven, prácticamente una niña… —La sonrisa de Arimone era un poco fría—. Y, por decirlo con franqueza, procedente de una familia sin distinción. Ninguna de nosotras se figura por qué llamaste la atención del Dorado. —Extendió las manos, recargadas de anillos. Las uñas tenían la mitad de la longitud de sus dedos largos y delgados—. Aparte de la belleza de tu inocencia, hermanita, que es encantadora y arrolladora.
Nunca en su vida, ni siquiera delante del autarca Sulepis, Qinnitan se había sentido más insignificante.
—¿Quieres más té? Te he reservado una sorpresa, y espero que sea agradable. ¿Prometes no delatarme si hago algo un poco travieso?
Qinnitan asintió con la cabeza.
—Bien. Así debería ser entre hermanas. No te escandalices, pues, si te digo que hoy he traído un hombre a mi casa; un hombre verdadero, no un Favorecido. No tienes miedo de conocer a un hombre verdadero, ¿no? No has estado tanto tiempo alejada de las calles de tu infancia como para considerar que todos son monstruos y violadores, ¿verdad?
Qinnitan sacudió la cabeza, confundida y asustada. ¿La primera esposa sabía lo de Jeddin? ¿A qué venían esas socarronerías?
—Bien, bien. En verdad, este hombre es inofensivo. Tan viejo que no creo que pueda montar un ratón. —Rio entre dientes y las esclavas se hicieron eco de la risa—. Es un narrador. ¿Quieres que lo llame? —No hacía falta responder la pregunta: Arimone batió las palmas. Poco después un sujeto encorvado con ropa colorida atravesó las cortinas de una puerta y entró en la sala.
—Hasuris —dijo ella—, me disculpo por hacerte esperar.
—Preferiría esperar por vos en un nicho oscuro y no que cualquier otra mujer me sirviera higos con miel, alteza. —El viejo hizo una profunda reverencia, y dirigió a Qinnitan una mirada tan impúdica y complaciente que era como si le hubiera guiñado el ojo—. Y ésta debe ser la joven esposa de la que me hablaste. Salve, mi señora.
—Eres un seductor desvergonzado, Hasuris —dijo Arimone, riendo—. No te extralimites o haré llamar a la guardia del Dorado y te sumarás a los Favorecidos.
—Mis genitales y yo sólo compartimos aventuras en el recuerdo, gran reina, así que no cambiaría mucho las cosas. Pero sospecho que la despedida sería dolorosa, así que guardaré silencio y me portaré bien.
—Para portarte bien no debes guardar silencio. Al contrario, debes contarnos una historia. ¿Por qué otro motivo te he traído aquí?
—¿Para admirar la curva de mi pantorrilla?
—Viejo tonto. Cuéntanos una historia. Quizá… —Reflexionando, o fingiendo que reflexionaba, la esposa suprema se llevó un dedo a los rojos labios. Qinnitan no pudo evitar mirarla como un chico enamorado—. Quizá el cuento de la gallina tonta.
—Muy bien, gran reina. —El viejo se inclinó. Ahora que estaba más cerca, Qinnitan notó que sus bigotes blancos estaban manchados de amarillo cerca de la boca—. He aquí la historia, aunque es bastante sencilla, sin buenos chistes salvo el último.
Y comenzó:
Érase una vez una gallina muy tonta, que se acicalaba y se acicalaba, segura de que era la más bella de su clase en toda la creación.
Las otras gallinas se cansaron de sus ínfulas y comenzaron a hablar a sus espaldas, pero la gallina tonta no les prestó atención. «Me tienen envidia», se decía. «¿A quién le importa lo que piensen? No son importantes en comparación con el hombre que nos alimenta. Él es alguien cuya opinión tiene peso, y que reconocerá mi calidad». Así que se propuso conquistar al hombre que iba todos los días a esparcir grano en el suelo.
Cada vez que él llegaba, ella se apartaba de las demás gallinas y se pavoneaba delante del hombre, con la cabeza erguida y mostrando la pechuga. Cuando él desviaba la vista, ella cacareaba hasta que el hombre la miraba. Pero él la trataba igual que a las demás. La gallina tonta se enfadó y decidió hacer lo que fuera necesario para llamar la atención.
Qinnitan volvió a sentir un escalofrío. ¿Adónde apuntaba esa historia? ¿Acaso Arimone sugería que la esposa más joven se había desvivido por llamar la atención? ¿La del autarca, o la de otra persona? Era difícil de entender, pero el castigo no sería menos mortífero porque ella no entendiera la infracción. Deseó estar de vuelta en el templo de la Colmena, rodeada por el dulce zumbido de las abejas sagradas.
La gallina tonta no podía conciliar el sueño en su afán de imaginar un modo de llamar la atención del hombre. Su encantadora voz no lo había conmovido. Quizá necesitara ver que ella lo valoraba más que las demás, pero ¿cómo podía hacerlo? Decidió comer más grano que las otras, y lo seguía desde que él llegaba hasta que se iba, picoteando a las demás gallinas para ahuyentarlas y comer todo el grano que pudiera. Las otras gallinas la despreciaban mientras ella se ponía más gorda y lustrosa, pero el hombre aún no le hablaba, ni le daba un trato especial. Decidió volar hacia él y mostrarle que sólo ella era digna de su atención. No era fácil, porque ahora estaba muy rechoncha, pero practicó todos los días hasta que logró permanecer en vuelo el tiempo suficiente para recorrer un buen trecho.
Un día, cuando el hombre terminó de esparcir el grano y regresaba a la casa, la gallina lo siguió volando. Era más difícil de lo que pensaba y sólo lo alcanzó cuando él ya había atravesado la puerta. Lo siguió deprisa y voló dentro, pero estaba oscuro y no podía ver, así que empezó a cacarear para avisarle que había llegado.
El hombre se acercó y la recogió. Ella estaba henchida de alegría.
—He tratado de ignorarte, gallina gorda —dijo él—, porque quería reservarte para la fiesta del ascenso al final de la temporada de las lluvias, pero ahora estás en mi cocina, gritando a todo pulmón. Obviamente es voluntad de los dioses que te coma ahora.
Y así diciendo, le retorció el cogote y encendió el homo…
Qinnitan se puso de pie bruscamente y el viejo Hasuris guardó silencio. Parecía avergonzado, como si hubiera sospechado que la historia la alteraría, lo cual no parecía posible.
—No me siento muy bien —dijo. Estaba mareada y enferma.
Arimone la miró con ojos sorprendidos.
—¡Mi pobre hermanita! ¿Puedo servirte algo?
—No… Creo que será mejor que vaya a casa. Lo lamento. —Se llevó la mano a la boca. Tenía muchas ganas de vomitar sobre los hermosos cojines rayados de la primera esposa.
—¿De veras? Quizá te convenga beber más té de menta. Te haría bien al estómago. —Arimone cogió la taza de Qinnitan y se la ofreció con la mirada inocente de un cervatillo—. Toma, hermanita, bebe un poco más. Está preparado con mi receta especial y cura casi todas las enfermedades.
La horrorizada Qinnitan sacudió la cabeza y se fue sin siquiera hacer una reverencia. Oyó las risas y susurros de las esclavas a sus espaldas.