27
Candelar
CRÓNICA
Cada página que hojeas es una página de fuego
La tortuga se lame las patas quemadas
Y escruta la oscuridad
Oráculos de Osario
Sabía que tenía que prestar atención. Barrick sabía que pasaba algo importante, aunque difícil de creer. También sabía que su hermana esperaba que compartiera ese peso. Pero no sabía si podría hacerlo.
Los sueños perturbadores lo carcomían como las olas carcomían el terraplén que unía el castillo con la ciudad, de modo que los hombres debían trabajar constantemente para reconstruirlo. A veces le costaba recordar lo que era simplemente ser Barrick. Había noches en que despertaba arañando la puerta de la cámara como una bestia, pues sus criados lo habían encerrado para impedir que caminara en sueños. Otras noches se despertaba jadeando, seguro de que se había transformado en otra cosa, y sólo podía quedarse sentado en la oscuridad, palpándose las manos y los brazos y la cara, temiendo descubrir una espantosa metamorfosis que casara con sus violentas pesadillas. En muchos sueños estaba rodeado por formas sin rostro que querían encarcelarlo, quizá matarlo, a menos que las destruyera primero. Siempre despertaba sudando y resoplando, temiendo haberse transformado en una bestia salvaje, como un cambiaforma de un viejo cuento, y lo que era peor, que esta vez la criatura onírica que acababa de desnucar con las manos fuera una persona real, una persona conocida, quizá una persona amada.
Ahora había poca separación entre la locura de las pesadillas y lo que había sido el refugio de la vigilia. En las horas de penumbra de la noche anterior había despertado con una voz en los oídos, alguien que hablaba como si estuviera al lado, aunque la habitación estaba en silencio, salvo por la respiración del paje dormido.
—Ya no necesitamos el manto —había dicho. Era una voz de mujer, fría e imperiosa. No parecía una voz oída en sueños, sino que resonaba en el interior de su cráneo. Él había gimoteado al oírla—. Los barreremos como una llamarada. Nos temerán en la luz y en la oscuridad…
—¿Príncipe Barrick? —dijo una voz áspera.
Alguien lo interpelaba. Una voz real, no un sueño de medianoche. Sacudió la cabeza, tratando de entender.
—Príncipe Barrick, sabemos que para vos es un esfuerzo estar aquí, y lo agradecemos. ¿Deseáis que os traiga vino? —Era Avin Brone, en un torpe intento de hacerle notar que no prestaba atención.
—¿Estás enfermo de nuevo? —preguntó Briony en voz baja.
—Estoy bien. Es la fiebre, todavía. No duermo bien. —Aspiró aire para despejarse, procurando recordar qué habían dicho los demás. Quería demostrar que era digno de estar sentado junto a su hermana—. ¿Pero por qué estas bestias vienen a atacarnos? ¿Por qué ahora?
—No sabemos nada a ciencia cierta, alteza —respondió el taciturno capitán de la guardia, Vansen. Barrick no sabía qué pensar de ese hombre. La furia de Briony contra él había sido comprensible (permitir que un príncipe reinante fuera asesinado en su dormitorio era negligencia, y en tiempos del rey Ustin la cabeza del capitán habría adornado la Puerta del Basilisco, clavada en una pica), así que no entendía por qué ahora trataba al joven soldado como un importante consejero. Recordó que Briony había dicho algo mientras se dirigían a la reunión, pero el esfuerzo de levantarse y vestirse le hacía palpitar la cabeza—. Sólo puedo decir que la criatura que capturamos habló de alguien que comandaba un ejército y vendría a incendiar nuestros hogares. Extrañamente, el duende se refería a una mujer. Nos dijo que ella traía fuego blanco, y que reduciría nuestros hogares a piedras carbonizadas. Pero quizá el monstruo no hablara bien nuestra lengua.
Barrick sintió un escalofrío en la espalda. Las palabras de Vansen se parecían mucho a su sueño, la voz fría y femenina en la noche vacía. Estuvo a punto de contarlo, pero los rostros pétreos y recelosos que lo rodeaban lo instaron a contener la lengua. El príncipe se imagina cosas, murmurarían. No está en su sano juicio. No tendría que haberle confesado sus secretos a Briony. Gracias a los dioses, no había renunciado a toda su cautela y se había guardado los más extraños.
—¿Hay algún motivo para que este enemigo no pueda ser una mujer? —preguntó Briony. Barrick notó cambios en su hermana: era como si ella hubiera crecido y se hubiera fortalecido, mientras él se empequeñecía y se debilitaba—. ¿Acaso Lily, la nieta de Anglin, no condujo a su pueblo contra las Compañías Grises? Si una mujer conduce a los crepusculares, ¿eso significa que no debemos temerles?
—No, alteza, claro que no. —Vansen se sonrojó. Barrick se preguntó si el hombre intentaba ocultar una gran furia.
—Pero la princesa plantea una pregunta importante —dijo el viejo Steffans Nynor con sorprendente concreción. El castellano parecía haber dejado su rastrero servilismo en esta hora de necesidad. Por los ojos del cielo, pensó Barrick, ¿he dormido cien años? ¿Todos se están transformando en otra cosa? Por un momento las paredes de la capilla parecieron desmoronarse y él tuvo una sensación de caída. Se mordió la lengua para recobrarse; mientras el dolor lo espabilaba, oyó que Nynor decía—: Quizá sólo desean poner a prueba nuestra fuerza: un par de incursiones, y luego volverán a cruzar la Línea de Sombra.
—Eso es evadir la realidad —declaró Tyne de Costazul—. A menos que Vansen esté totalmente equivocado, ésta no es una incursión. Traen un ejército numeroso, un ejército que permanecerá en campaña hasta que haya cumplido su misión.
—¿Pero por qué yo? —exclamó el conde Rorick—. Primero roban a mi prometida con su espléndida dote, y ahora atacan mis tierras. ¡No he hecho nada para ofender a estas criaturas!
—La oportunidad, mi señor. Es lo más probable —dijo Vansen. Miró a Rorick con tanta calma que Barrick pudo ver que sopesaba al hombre y no quedaba satisfecho. Pero Vansen es de los valles, ¿verdad? Rorick es su señor. La idea de que un señor feudal no recibiera el respeto incuestionable de todos sus vasallos era nueva para Barrick, que había pasado su infancia tan sumido en su propio cinismo que no había pensado que otros también podían considerar que el antiguo orden de las cosas dejaba que desear.
—¿Oportunidad? —preguntó Briony.
—Cuando yo estaba detrás de la Línea de Sombra, alteza —dijo el capitán—, era como caer en un río rápido, aunque yo sufrí menos perturbaciones que muchos de mis hombres. Pero el tiempo y la sustancia de las cosas cambiaban de un sitio al otro… como si alguien arrastrado por un río se hundiera y emergiera, o fuera apresado un instante en un remolino y luego empujado hacia las rocas.
—¿De qué está hablando? —preguntó Avin Brone—. Dijo «oportunidad».
Vansen notó que todo el mundo lo miraba. Se ruborizó, bajó la cabeza.
—Perdonadme, pero soy sólo un soldado.
—Hable, capitán. —Había algo en la voz de su hermana que Barrick nunca había oído; de nuevo se sintió a la deriva, como si el río de Vansen lo hubiera alejado de la vida que conocía—. Usted está aquí precisamente porque ha visto cosas que los demás no hemos visto. Hable.
—Sólo me preguntaba por qué, si han reunido semejante ejército, deciden ingresar en los reinos de la Marca por Esponsales. Yo nací allí, así que lo conozco bien. Hay pocas ciudades grandes, Casa del Valle, Candelar y Cerro Halcón, pero en general son fincas arrendadas, algunas granjas más grandes, aldeas desperdigadas. Si se proponen atacarnos aquí, tal como yo creo, ¿por qué empiezan tan lejos? Aunque no sepan que mis hombres y yo los espiamos y aún crean que pueden sorprendemos, ¿por qué correrían el riesgo de que otros huyan hacia el este llevando la noticia de que se aproximan y permitiendo que nos preparemos? Si hubieran cruzado la Línea de Sombra en las colinas de Marca Este, ya estarían sobre nosotros y me temo que no estaríamos celebrando este consejo, salvo para reunimos con nuestros conquistadores.
—¡Eso es traición! —exclamó Rorick—. ¿Quién es este soldado de baja estofa para decirnos estas cosas? ¿Estás diciendo que no podemos derrotarlos?
—No, mi señor —dijo torvamente Vansen. No miraba a Rorick, pero no parecía amilanado—. No, pero los vi con estos ojos; tienen una gran fuerza. Si hubieran atacado Marca Sur esta noche, esta ciudad estaría sumida en el terror y el caos.
—¿Qué trata de decirnos, capitán Vansen? —preguntó Briony.
—Que quizá las tierras crepusculares tengan su propio flujo y reflujo. —La miró como implorándole que entendiera—. Quizá entraron por el único lugar que les permitía entrar. Me cuesta expresar lo que quiero decir… No hay palabras para ello…
—Quizá el capitán tenga razón —dijo el conde Gowan, cuyo feudo de Mar del Timón incluía una pequeña pero excelente flota personal. Gowan tenía el aire de alguien que participaba en una deliberación, por seria que fuera, sólo para divertirse—. Pero quizá no tengan interés en Marca Sur. Quizá los duendes sólo sean una partida de saqueadores y usted esté equivocado, o quizá su objetivo esté más al sur, en Sian. El rey Karal de Sian una vez condujo a los ejércitos de Eion contra ellos. Quizá quieran vengarse.
Barrick notó que la tensión se aflojaba. Otros nobles asintieron, dando su aprobación.
—No —dijo. Había callado largo tiempo. Los otros se sorprendieron de oírle hablar—. Quieren este lugar: Marca Sur. Vivieron aquí una vez.
—Ésa es una vieja historia —dijo Brone lentamente—. No sé si es verídica, alteza.
Pero Barrick sabía que era verídica, con tanta certeza como si se hubiera despertado en un día húmedo y frío y supiera que iba a llover, sólo que no podía explicar por qué estaba tan seguro.
—No es sólo una historia. En una época vivieron aquí.
El viejo Nynor se aclaró la garganta.
—Es verdad que debajo del castillo, y en los lugares más profundos, hay piedras que forman parte de una fortaleza más antigua.
—Los hombres han vivido aquí largo tiempo, aun antes de la llegada de Anglin —dijo Tyne desdeñosamente—. Y los caverneros estaban aquí cuando llegaron los hombres, como todos saben.
—Eso no viene al caso —dijo Briony—. Por mucho que algunos lo deseen, no podemos aferramos a la esperanza de que los crepusculares atacarán Sian para vengarse de los herederos de Karal y conformarse con eso. Están en nuestras tierras. Cada granja de Esponsales forma parte de los reinos de la Marca. Así como Rorick es su señor y debe proteger a esa gente y esas tierras, la corona de Marca Sur debe ayudarlo.
El conde Rorick se pasó la mano por la frente. Había concedido que se trataba de un consejo de guerra (su indumentaria, aunque de fina confección, no tenía la extravagancia habitual), pero aún parecía tan poco preparado para el combate como un pavo real.
—¿Cuál es vuestro plan, alteza? —Miró a los otros nobles, notando que estaban muy complacidos de que fueran las tierras de él, y no las de ellos, las que soportarían el grueso de la embestida.
—Los combatiremos, naturalmente. —Briony pareció acordarse de su hermano y se volvió a Barrick con un mero destello de esa sonrisa tímida que sólo él sabía reconocer—. Si estás de acuerdo.
—Desde luego. —Se le había ocurrido una idea, una idea sencilla en comparación con las espantosas visiones que lo acosaban, sencilla y satisfactoria—. Lucharemos.
—Entonces debemos completar nuestros preparativos. Lord Brone, lord Aldritch, procederéis tal como dijimos antes. Debemos poner un ejército en marcha de inmediato, cuando menos para medir la fuerza de nuestro enemigo.
Avin Brone y Tyne asintieron lentamente, hombres de peso con preocupaciones de peso.
—Y yo lo comandaré —anunció Barrick.
—¿Qué? —Briony retrocedió como si la hubiera abofeteado. Él se alegró de haberla sobresaltado. Con cierto resentimiento, sabía que ella se había habituado a tomar decisiones sin él. Ahora eso terminaría—. Pero Barrick, has estado enfermo…
Avin Brone se cruzó de brazos y ocultó las manos en la chaqueta, como si temiera que hicieran algo indebido.
—No podéis correr semejante riesgo, alteza —observó, pero Barrick no lo dejó terminar.
—No soy tonto, condestable. No pretendo expulsar a los crepusculares por mi cuenta. Sé que pensáis que soy sólo un niño lisiado, y para colmo terco. Pero yo conduciré nuestro ejército, al menos de nombre. El lobo de plata de Anglin debe ondear en el campo; cualquier otra cosa sería inconcebible. —La gloriosa idea que parecía tan clara y tan obvia un momento atrás ahora resultaba un poco turbia, pero siguió adelante—. Alguien dijo antes que Rorick debía ir, para demostrar que los nobles de estas tierras lucharán por lo que es suyo. Todos saben que el pueblo de Marca Sur está asustado por las cosas terribles que han sucedido: nuestro padre está prisionero, Kendrick ha muerto. Si Vansen tiene razón, se aproximan días aún más oscuros: una guerra contra criaturas que no entendemos. El pueblo debe ver que los Eddon lucharán para defenderlo. A fin de cuentas, hay dos regentes, un lujo poco común. Uno de nosotros debe ir al campo de batalla.
Su melliza estaba tan furiosa que no podía hablar, y Barrick se sintió aún más satisfecho con su decisión.
—¿Y si te matan?
—Ya he dicho que no soy tonto, hermana. Cuando el rey Lander se puso la corona de su padre en Brezal Gris y luchó contra los crepusculares, ¿acaso estaba en la vanguardia, asestando golpes? Pero fue recordado por esa gran victoria y la gente respeta su nombre. —Comprendió demasiado tarde que había dicho una tontería que se interpretaría mal.
Y así fue.
—No habrá lugar para un joven que trata de ganar renombre —declaró airadamente Tyne Aldritch—. Perdonadme, alteza, pero no guardaré silencio para que vos obtengáis una reputación a costa de hombres y tierras que corren peligro.
Barrick también estaba furioso, pero ante todo consigo mismo. Lo que no podía explicar, lo que apenas lograba reconocer ante sí mismo, era que la atracción de esta idea no estaba en la gloria sino en la solución que ofrecía: medraría en la sencillez del campo de batalla, no tendría que temer su propia cólera ni la locura que crecía en su interior, y si perecía, quedaría libre de los sueños y del gran temor.
—Sé qué clase de lugar será, Costazul —le dijo al nuevo maestro de armas—. Al menos puedo sospecharlo. Y ciertamente conozco mis defectos. ¿Queréis restregármelos por la cara?
Tyne cerró la boca, pero sus ojos hablaban por él.
—El príncipe Barrick y yo debemos hablar sobre esto. —Briony también había contenido su furia tras una máscara de resuelta calma. Se está transformando en nuestro padre, pensó Barrick, pero no como yo. No le alegraba darse cuenta de ello. Ella ha heredado su gracia. Yo tengo su maldición.
—Hablaremos todo lo que quieras —le dijo a su melliza—. Pero iré.
Y sabía que era cierto. A fin de cuentas, era un monarca Eddon, y en ese momento había en su interior una cosa dura y fría que ninguno de ellos podía igualar. Se saldría con la suya.
* * *
—Hola, Sílex. ¿Has encontrado a ese niño? —gritó una mujer que apenas conocía. Quizá fuera de los Piedra Arenisca; la mujer con quien ella chismorreaba en el porche parecía tener la inconfundible barbilla del enorme clan Sedimentario.
—Todavía no —respondió.
—¿Tienes que tronar como el viento en las chimeneas? —se quejó Escarabajel desde el hombro de Sílex—. Ese grito me rompió los tímpanos.
—Lo lamento. —Sílex se alegró de estar lejos de las mujeres, que no pudieron ver al hombrecillo. Mejor que pensaran que hablaba con su propio hombro y no que todos los niños de Cavernal, y la mitad de los adultos, lo persiguieran por la vía del Yeso con la esperanza de ver a un techero vivo—. ¿No puedes ir en el bolsillo de mi túnica, donde nadie podrá verte?
—Y yo tampoco podré oler nada.
—Tienes razón.
Escarabajel olfateaba tan ruidosamente que hasta Sílex podía oírle.
—¡Gira… gira… chi’m’ook! —Entrechocó los talones con frustración—. ¿Dónde está el sol? ¿En qué dirección? ¿Cómo te indico hacia dónde girar?
—Tendrás que conformarte con izquierda y derecha, porque no creo que sepas dónde está la Puerta del Picapedrero ni la Puerta de Seda. Sabes qué es izquierda y derecha, ¿verdad?
—Claro. Pero las llamamos quierda y drecha cuando hablamos tu lengua. Así que ve a la quierda, izquierda, como se diga. Pero dobla.
Sílex no entendía por qué los techeros usaban palabras diferentes en un idioma que no era de ellos, pero era evidente que Escarabajel tenía su propio modo de hablar; entre la gente pequeña, sólo la reina se expresaba de modo claro y civilizado. Volvió a preguntarse por qué ella hablaba el idioma del resto del mundo mejor que sus súbditos, pero no perdió mucho tiempo en ello.
Giraron varias veces más, y Escarabajel aferraba un mechón del pelo de Sílex para mantenerse de pie mientras olfateaba el aire, y la extraña pareja se alejó cada vez más del centro de Cavernal; pronto fue evidente que la nariz de Escarabajel los conducía hacia los aledaños. Si era un auténtico rastro, el niño había seguido un trayecto tortuoso, pero siempre hacia fuera y hacia abajo. Así, cuando se acercaron a la Salada, Sílex giró y llevó al hombrecillo a la gran caverna.
—Equivocas el rumbo.
—Regresaremos, pero necesito algo. Pronto dejaremos atrás los faroles de la calle. No sé qué habrás oído decir de los caverneros, pero no podemos ver en plena oscuridad. ¡Hola, Pedrejón!
El pequeño cavernero se acercó brincando sobre las piedras desparejas, abriendo los ojos al ver por primera vez una persona adulta más pequeña que él. Sonrió de sorpresa y deleite.
—¿Qué es esto, Sílex?
—No es un esto, es un quién: se llama Escarabajel. Es un techero. Sí, un auténtico techero. ¿Te has enterado de que Pedernal desapareció? Bien, este amigo me está ayudando a buscarlo. Te lo explicaré la próxima vez, pero te agradeceré que no digas nada por ahora. Entre tanto, iré a la Puerta de Seda y pronto necesitaré iluminación.
—Acabo de traer un cesto para el segundo turno —dijo Pedrejón mientras esparcía una selección de corales relucientes—. Escoge los que gustes, y gratis. Estoy seguro de que la historia valdrá la pena.
—Muchas gracias. Y me has recordado algo. ¿Está Sal de Roca con su cesto?
—Por allá. —Pedrejón señaló a un grupo de caverneros, hombres, mujeres y niños, que estaban sentados en la linde de la caverna cerca de la gran puerta, esperando a que el jefe del turno de la tarde fuera a buscarlos. Caminando hacia ellos, Sílex convenció a Escarabajel de ocultarse en su bolsillo.
Sacó unas fichas de cobre y le compró pan y queso blanco a Sal de Roca, así como un odre que le costó unas fichas más, aunque luego se lo devolvería al buhonero. No le gustaba el gasto, pero era evidente que no regresaría para la cena. Esto le recordó otra cosa.
—Jaspe, ¿tu hijo se quedará contigo o irá a casa? —le preguntó a un hombre que conocía, uno de los sujetos que esperaba para empezar el turno de la tarde.
—Irá a casa. ¡Por los Ancianos de la Tierra! Me volvería loco de remate si viniera conmigo.
—Bien. —Sílex se volvió hacia el niño—. Oye… pequeño Arcilla, ¿verdad? Presta atención. Le daré esta ficha brillante a tu padre, y si le llevas un mensaje a mi esposa, él te la dará a ti cuando regrese de la fosa esta noche. ¿Conoces a mi esposa, Ópalo Cuarzo Azul? ¿En la calle de la Cuña? —El niño, que prestaba atención solemnemente, asintió con la cabeza—. Bien, avísale que mi búsqueda llevará un rato, y que no me espere con la cena. Que tampoco se preocupe si no regreso a la hora de dormir. ¿Te acordarás de eso? Repítelo.
Tras demostrar su buena memoria, el pequeño Arcilla se puso en camino y Sílex le dio la ficha de cobre al padre del niño.
—Me he ganado un viaje a ese condenado mercado de la gente alta, gracias a ti —dijo Jaspe—. Él querrá gastarlo allí.
—Te hará bien una bocanada de aire fresco —dijo Sílex mientras echaba a andar por el suelo pedregoso.
—¿Estás loco? —respondió Jaspe—. ¡Ese viento puede secarte las entrañas! —No era una opinión infrecuente entre los habitantes de Cavernal, y aunque no explicaba del todo por qué Sílex era el primer cavernero en siglos que había conocido a un techero, reflexionó, explicaba por qué no habían existido muchas oportunidades de que pasara semejante cosa.
* * *
Atravesaron la Puerta de Seda, la puerta trasera de Cavernal, un enorme arco tallado en una pared de piedra arenisca cuyas estrías naturales rosadas, ocres, moradas y anaranjadas le daban el aspecto de una tela exquisitamente teñida. En poco tiempo pasaron de las cuidadosas tallas y excavaciones de la ciudad a una zona donde no había sido necesario cavar porque la parte inferior del monte ya estaba ahuecada por el mar y el goteo del agua, aunque los caverneros habían ampliado muchas grutas de piedra caliza, creando una red de túneles que las conectaban todas. Ningún conocido de Sílex recordaba si las cavernas regulares que descendían al lecho de roca del Midlan, bajo el fondo de la bahía, habían existido siempre o habían sido creadas por gente aún más antigua. Lo único que los caverneros vivientes sabían con certeza era que allí estaban los Misterios, cientos de metros bajo el corazón de la fortaleza interior del castillo, y que era mejor que la gente alta no supiera nada sobre esos profundos secretos.
Ahora Sílex se hallaba en los límites de Cavernal, en la entrada de esos Misterios, mirando una larga cuesta encerrada entre dos paredes de roca. En el fondo había un borde de piedra rosa y ámbar que relucía como una cortina transparente a la luz de las antorchas que ardían delante y detrás.
—¿Por aquí? ¿Estás seguro? —le preguntó al techero. ¿Por qué el niño se habría internado tanto en la tierra para llegar a un sitio que no le gustaba? Las tumbas de la familia Eddon estaban dos niveles más arriba, pero en realidad eso era a pocas yardas de distancia.
—Eso dice mi nariz —respondió Escarabajel—. Aquí más fuerte que en cualquier otra parte de tus tejados y alturas.
Sílex tardó un momento en comprender que el hombrecillo quería decir que no había sentido el olor de Pedernal con tanta intensidad desde que habían dejado su vecindario.
—Guíame, entonces.
Bajó por la escalera que zigzagueaba por la cuesta y conducía a la primera antecámara de las cavernas.
—A la izquiarda —dijo Escarabajel—. No, quise decir izquiorda.
—Izquierda.
—Ya, como digas.
Al salir de la antecámara, se encontraron bajo un viejo arco que conducía a lo que Sílex conocía desde niño como las Salas Ceremoniales, un vasto conjunto de cavernas eslabonadas, llenas de columnas y doseles de estalactitas que habían empezado como formaciones naturales pero con el paso de los siglos habían sido talladas y adornadas hasta que cada pieza estaba modelada. Sólo un vasto sector de grutas estaba intacto. Su nombre era un gruñido de consonantes en el viejo idioma cavernero, y su traducción aproximada era «Jardín de Formas Terrestres del Señor de la Piedra Húmeda y Caliente». Las tallas del resto de las Salas Ceremoniales eran tan meticulosas como las del meticuloso techo de Cavernal, pero si el famoso techo describía una exuberancia de verdor natural, de hojas y ramas y frutos, y también pájaros y animalillos, para un pueblo que no vivía entre esas cosas desde que tenía memoria, las Salas Ceremoniales eran algo muy distinto, una colección de formas misteriosas y repetitivas que nublaban la vista si uno miraba un lugar demasiado tiempo. Eran tan antiguas que nadie recordaba si las habían esculpido los caverneros, ni por qué, y las extrañas formas se podían interpretar como uno quisiera: animales, demonios, retratos de los dioses.
—No entiendo este lugar —dijo Escarabajel con voz tan queda y nerviosa que Sílex apenas podía oírle, a pesar del inmenso silencio.
—Nos aproximamos a uno de los sitios más sagrados de los caverneros —dijo—. Muy pocos forasteros lo ven. Por eso no quería que los demás te vieran en la Salada, porque alguien armaría un escándalo si averiguaban adonde íbamos.
—Ah, sí —dijo Escarabajel con voz tensa—. Leyes de interdicción, ¿eh? Prohibido, ¿sí? Como nosotros con el Gran Gablete o el Sagrado Friso. Claro que en el caso del Sagrado Friso, únicamente las ratas son tan pequeñas como para seguirnos.
Sílex no pudo contener una sonrisa.
—Entiendo que eso os favorece. Bien, supongo que la mayoría de la gente alta tendría problemas para entrar por algunos de los pasajes más estrechos de este lugar, también. Pero no será tu caso. —Echó a andar—. Y no está prohibido que visites estos lugares, aunque es muy poco habitual.
—Por favor, no me dejes aquí —le suplicó Escarabajel, y Sílex comprendió que el cambio que había notado en la voz del techero obedecía al miedo. Cayó en la cuenta de lo que debía sentir su minúsculo compañero, tan lejos de los tejados abiertos y el cielo—. Ni siquiera Escarabajel, el valiente arquero, puede vivir largo tiempo a solas en semejante lugar, con el aire tan sofocante y la respiración tan ruidosa.
—No te dejaré aquí.
Atravesaron las Salas Ceremoniales y llegaron a la caverna llamada Caída del Telón, que era una puerta lateral del gran panal de cuevas conocido como el Templo. Pero cuando se veía por primera vez, no parecía la puerta de nada; en un extremo de la pequeña caverna una ancha lámina de agua goteaba de un saliente para caer en una laguna. La cascada irradiaba un fulgor negro bajo la luz tenue de la única antorcha de la caverna, aunque, al acercarse al telón de agua, Sílex pudo ver el reflejo de su lámpara de coral moviéndose como una luciérnaga sobre la superficie.
—¿Quién baja hasta aquí para encender antorchas? —preguntó Escarabajel, sin dejar de olfatear.
—Verás. —Sílex entró en la laguna por un sendero de piedras sumergidas y se dirigió hacia la catarata.
—¡Harás que nos ahoguemos! —gorjeó Escarabajel, alarmado.
—No temas. Hay espacio entre el agua y la piedra… y mira.
No sólo había espacio entre el agua y la pared, sino que había un agujero en la gran losa de piedra, aunque la cascada lo ocultaba. Sílex lo atravesó, procurando evitar el borde de la cascada para que el agua no arrastrara a Escarabajel. Al otro lado entraron en una cámara del tamaño de un vecindario de Cavernal, cuyas paredes estaban bordeadas de antorchas y cuyo alto techo estaba cubierto con tallas similares a la del Jardín de las Formas Terrestres. Al otro lado de esa vasta cámara se encontraba el pórtico del templo de los Hermanos Metamorfos, tallado en la roca viva.
—¡Por la Cumbre! —exclamó el hombrecillo, maravillado—. ¡Esto sigue y sigue! ¿Acaso los caverneros han cavado la oscura tierra hasta atravesar el fondo?
—No es para tanto —dijo Sílex, mirando la intrincada piedra labrada. Sólo algunas formas desparejas indicaban que alguna vez había sido una caverna natural—. Pero hemos descubierto muchos lugares profundos de la tierra que el agua excavó, y luego los esculpimos para hacerlos propios.
Escarabajel hizo una mueca, olfateó.
—Pero por primera vez no siento el olor fuerte del niño. Sus huellas se debilitan aquí, detrás de la cascada.
Sílex suspiró.
—Preguntaré a los hermanos del templo. Pero me temo que tendrás que esperar aquí.
—¿Volverás a buscarme?
—No me perderás de vista. Sólo siéntate en esta piedra. —Puso a Escarabajel sobre un trozo relativamente chato de pared tallada, a cierta altura sobre el suelo. Por suerte no tenía que ir lejos: de pronto se sentía responsable por el hombrecillo. Recordó que tenía miedo de los gatos y se avergonzó al recordar que había bromeado con ello. Es verdad que aquí no hay demasiados gatos, pensó, pero creo que olvidé decirle que muchos tienen serpientes para protegerse de las ratas, los ratones campestres y otras alimañas. No creo que a Escarabajel las serpientes le gusten más que los gatos.
Cruzó la vasta cámara del templo. Aquí iba la gente de Cavernal en peregrinación, y se reunían las noches en que se celebraban los Misterios o para otros ritos importantes. Se alivió al ver un acólito de túnica oscura junto a la puerta del templo, pues así cumpliría su palabra y Escarabajel no lo perdería de vista.
—Disculpa, hermano.
El acólito salió al fulgor de las antorchas. Los Hermanos Metamorfos no usaban piedras luminosas, pues las consideraban peligrosamente modernas, aunque hacía dos siglos que las lámparas refulgentes se usaban en las calles de Cavernal.
—¿Qué buscas, hijo de los Ancianos? —preguntó. Estaba vestido con la arcaica y holgada ropa del templo, y era más joven de lo que Sílex hubiera esperado. Por su aspecto, podía pertenecer a una de las familias Bismuto.
—Soy Sílex Cuarzo Azul. Mi hijastro se ha perdido. —Hizo una pausa. Aquí era donde podían empezar los problemas—. Es un niño de la gente alta. ¿Ha pasado por aquí?
El acólito enarcó las cejas, pero negó con la cabeza.
—Pero no te vayas aún. Un hermano que regresó del mercado dijo que había visto a un niño gha’jaz. —No era sorprendente que el hombre usara la vieja palabra cavernera. Había hablado con torpeza la lengua común de la gente alta y los caverneros, como si no la usara con frecuencia. El templo siempre se había opuesto al cambio—. Lo traeré.
Sílex aguardó con impaciencia. Cuando salió el otro acólito, confirmó que horas antes había visto a un niño rubio y menudo que no era cavernero en las Salas Ceremoniales, pero alejándose del templo. Mientras Sílex asimilaba las implicaciones, oyó un clamor a sus espaldas. Tres acólitos más, que al parecer regresaban de un recado, se habían apiñado alrededor de la pared donde había dejado a Escarabajel.
—¡Níquel! —le dijo uno de ellos al primer acólito—. ¡Mira, un auténtico y viviente gha’sun’nk!
Sílex maldijo entre dientes.
Otros Hermanos Metamorfos salieron del templo, algunos con el torso desnudo y sudorosos, como si acabaran de salir de forjas u hornos; al rato varios rodeaban al techero. Parecían aún más curiosos de lo que él habría esperado. Sílex se abrió paso entre ellos y se puso al hombrecillo en el hombro; Escarabajel parecía muerto de miedo.
—¿Es de veras un gha’sun’nk? —preguntó un acólito, usando el viejo nombre cavernero de los techeros: la gente pequeña, pequeña.
—Sí, me está ayudando a buscar a mi hijastro.
Mientras los demás acólitos cuchicheaban, Níquel se aproximó con un extraño destello en los ojos.
—¡Ah, éste es un día terrible! —dijo, y se apoyó ambos puños en el pecho, en un gesto de entrega a los Ancianos de la Tierra.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sílex, alarmado.
—Esperábamos que los sueños del abuelo Azufre hablaran de tiempos venideros —dijo el acólito—. Es el más viejo entre nosotros, nuestro maestro, y los Ancianos le hablan. Últimamente soñó que se aproxima la hora en que la Antigua Noche se extenderá para dominar a los di-g’zeh-nah’nk —esta vieja palabra significaba «rezagados»— y que nuestros días de libertad han terminado.
Los acólitos se pusieron a discutir. Sílex había dejado a Escarabajel en la pared para no tener que explicarle y admitir la quiebra de la tradición, pero la confusión de los Hermanos Metamorfos era sincera.
—¿Me matarán? —le preguntó Escarabajel al oído.
—No, no. Sólo están alterados porque vivimos tiempos extraños… Como tu reina y su Señor del Monte o como se llamara, el que os advirtió que se aproximaba una tormenta.
—El Señor de la Cumbre —dijo Escarabajel—. Y es real. La tormenta también es real, recuerda. Las tejas de nuestros techos volarán a la oscuridad.
Sílex no respondió, sino que permaneció rígido en medio del tumulto, como un viajero perdido y sin luz en uno de los caminos agrestes de las afueras de Cavernal. Acababa de comprender adónde iba Pedernal, y era un pensamiento estremecedor.
* * *
Los ronquidos del marido de Finneth eran tan estruendosos como el rugido de sus forjas.
Martillazos todo el día, pensó, luego noches de insomnio mientras él ronca como un toro en la oscuridad. Los dioses nos dan lo que juzgan apropiado, pero ¿qué he hecho para merecer esta suerte? No todo eran quejas. Su hombre, llamado Onsin Brazos de Roble, tenía sus méritos como esposo. Trabajaba duramente en su herrería y no pasaba mucho tiempo en la taberna del final de la vía pecuaria. No era uno de esos haraganes que remoloneaban en el banco bajo los aleros, gritándoles a los viandantes. Aunque no era muy afectuoso, era un hombre responsable que enseñaba a sus hijos a amar a los dioses y a honrar a los padres, y rara vez recurría a un castigo más doloroso que un coscorrón en la coronilla o un pellizco en la espalda. Menos mal, pensó Finneth. Es tan fuerte que mataría a un hombre adulto con esas manazas. Pensando en su ancha espalda, y en el vello rizado que le cubría el cuello, el modo en que alzaba una barra que sería una herradura para mostrarle al hijo qué color debía tener cuando estuviera lista para moldearla, sintió un cosquilleo de deseo, a pesar de los ronquidos. Se acurrucó contra la espalda de Onsin y apretó la mejilla contra él. El ritmo de la respiración cambió (ahora era casi inquisitiva) y luego volvió a calmarse. Su hija Agnes se agitó en la cuna. Para terror de la madre, ambos niños habían pillado la fiebre que últimamente había atravesado Candelar y todos los valles, pero aunque la pequeña Agnes había sido la más afectada, hacía una semana que su respiración había vuelto a la normalidad. Zoria, la reina de la misericordia, había oído las plegarias de Finneth.
Estaba a punto de dormirse, pensando en la paja húmeda del suelo, que tendría que reemplazar por paja seca ahora que llegaban las lluvias, además de pedirle a Onsin que enyesara las fisuras que rodeaban la ventana de la casa, cuando oyó los primeros ruidos. Gritos. Cuando comprendió que no era el sereno anunciando la hora, perdió el sueño.
Al principio pensó que era un incendio. No era lo mismo vivir en una ciudad que en la aldea donde Finneth se había criado. Aquí el fuego empezaba tan lejos que nunca habías visto a la gente cuyas casas se quemaban primero, pero aun así corría por la calle angosta como un ejército de demonios furiosos, saltando de techo en techo a horripilante velocidad. ¿Era un incendio? En alguna parte tintineaba una campana, y más gente gritaba. Alguien corría por las calles llamando a los magistrados. Tenía que ser un incendio.
Estaba despertando a Onsin cuando oyó una voz más alta que las demás, quizá al final de su calle.
—¡Nos atacan! —exclamaba—. ¡Escalan los muros!
El corazón de Finneth dio un respingo. ¿Un ataque? ¿Quiénes escalaban los muros? Empujó el corpachón de Onsin, pero era como un árbol y no podía moverlo. Al fin rodó y se incorporó, sacudiendo la cabeza.
—¡Guerra! —dijo ella, tirándole de la barba hasta que él la apartó a manotazos—. Han salido los magistrados. ¡Todos gritan que hay guerra!
—¿Qué? —Él se abofeteó y se pellizcó la cara como si no fuera la suya, luego se levantó del camastro. Agnes estaba despierta y gemía inquisitivamente, llorando un poco. Finneth envolvió a la niña con la manta y la besó, pero no logró calmarla, y también tuvo que encargarse de Fergil. El niño se estaba despertando, pero todavía estaba en medio de un sueño, y miraba en torno como si nunca hubiera visto su propia casa; Finneth sollozó al ver a sus hijos tan confundidos.
Onsin se había puesto sus gruesos pantalones y, extrañamente, sus mejores botas, pero no se había molestado con la camisa. En una mano empuñaba su martillo, el martillo que nadie más podía alzar, y en la otra un hacha que estaba preparando para Tully Joiner. Aun en ese momento de angustia, Finneth pensó que su esposo parecía salido de un viejo cuento, un gigante amable, un semidiós barbado como Hiliometes. Escuchaba los gritos, que se habían desplazado al final de la calle. Finneth oyó un gemido semejante al ulular del viento, y sintió un horror convulsivo que nunca había conocido.
—Volveré —dijo Onsin al salir. No besó a los niños ni esperó la bendición de su esposa, y Finneth sintió aún más desesperación.
¿Un ataque? ¿Quién será? Hemos estado en paz con Setia desde la época de la abuela. ¿Bandidos? ¿Por qué los bandidos atacarían una ciudad?
—Mamá, ¿adónde fue papá? —preguntó el pequeño Fergil, y mientras se agachaba para consolarlo, ella tiritó, pues sólo llevaba la manta que se había echado encima.
—Papá fue a ayudar a otros hombres —dijo, y comenzó a vestirse.
* * *
No podía creer que aún fuera la misma noche, que antes de que sonara la campana de medianoche ella estaba acostada pensando en los ronquidos de Onsin, preocupándose por la respiración agitada de Agnes. Era como si Perin hubiera alzado un martillo grande como una montaña y lo hubiera descargado sobre sus vidas, triturándolas.
Candelar estaba en llamas, pero el fuego era la menor de sus preocupaciones. Las calles estaban llenas de gente que gritaba, sangraba y corría, boquiabierta y desencajada. Era como si la tierra hubiera vomitado a todos los muertos desventurados. Finneth no podía pensar, no quería pensar. Ese horror era tan grande que no cabía en una cabeza y un corazón, y menos cuando debía proteger a un par de niños aterrados y encontrar un lugar donde no hubiera llamas, donde la gente no gritara. Pero ese lugar ya no existía en ninguna parte.
Lo peor eran los invasores, imágenes de pesadilla que se encaramaban a las paredes y correteaban por los techos, algunos con forma de animal, otros tan encorvados y nudosos que parecía imposible que usaran armadura y empuñaran armas. Mientras dejaba atrás una plaza, vio a un jinete alto en medio de una multitud de hombres de Candelar, y por un instante sintió esperanza. Quizá fuera un noble, tal vez el conde Rorick, a quien Finneth nunca había visto a pesar de su importancia. Sí, Rorick debía haber salido de su castillo de Casa del Valle para organizar a la gente atemorizada y conducirla contra esos monstruosos invasores. Pero luego vio que ese jinete de pelo desmelenado era más alto que cualquier hombre, que tenía demasiados dedos en sus manos largas y blancas, y que los ojos, como los de su caballo encabritado, eran amarillos como los de un gato. Los hombres que lo rodeaban no acudían a su llamada sino que se arrastraban y gemían bajo los cascos del caballo mientras él los azuzaba con su lanza, arreándolos como ovejas hacia la esclavitud o la muerte.
Agnes tropezó y se cayó y Fergil se puso a gritar. Alzó a ambos niños y se alejó cojeando de la plaza. Estaba en una parte de la ciudad que no conocía, pero todo se había transfigurado en esa noche horrenda: tal vez fuera su propia calle, y esa casa por cuyas ventanas salían engendros que aullaban y silbaban, como escarabajos de un leño partido, tal vez fuera la suya. Las estrellas se habían borrado del cielo. Finneth tampoco entendía eso. ¿Por qué no había estrellas, y por el cielo se había puesto rojo y oscuro? ¿Era sangre? ¿La ciudad entera se desangraba? Entonces comprendió. Era el humo de la ciudad en llamas, impidiendo que el cielo viera lo que ocurría.
Se encontró en medio de una multitud, aunque era más río que muchedumbre, un torrente de gritos y brazos agitados que descendía por la calle del Pantano, más allá del templo del Trígono. Una cosa musgosa pero reluciente reptaba por las paredes y el techo del templo. Habían masacrado a los sacerdotes, aunque algunos todavía se arrastraban a pesar de sus horribles heridas. En su prisa por escapar, la multitud aullante pisoteaba a los supervivientes, lo cual quizá fuera un acto de piedad. Finneth pisó un cuerpo humano inmóvil y no se preocupó. Tenía que mantenerse erguida. No podía parar ni volverse, y no podía derrochar piedad en los muertos ni en los moribundos. La rodeaban por doquier y ella se concentraba en agarrar a Agnes y Fergil, con tal fuerza que ni siquiera los dioses se los pudieran arrebatar.
Los que caían eran aplastados. La multitud era una masa viviente que se dirigía a la Puerta del Este y la oscuridad, hacia los fríos campos donde no ardía ningún fuego.
Finneth corrió hasta no poder más, luego se abrió paso a empellones para salir de ese caudal de gente, que empezaba a desperdigarse.
Estaban fuera de las murallas, en un campo de rastrojos, cuando cayó al suelo, exhausta e impotente. Se preguntó si también ella estaría muriendo; no estaba herida, pero parecía imposible que alguien pudiera experimentar semejante noche y sobrevivir. Aferró a sus hijos y lloró, y cada sollozo era un doloroso rasguño en su garganta inflamada por el humo.
He perdido todo. Onsin, su casa, sus pocas pertenencias. Sólo esas dos preciosas y jadeantes criaturas le impedían regresar para arrojarse a las llamas de Candelar. Para colmo, mientras yacía con sus hijos temblorosos en el frío suelo de las afueras de la ciudad asesinada, pudo oír a los que habían destruido todo lo que tenía, y estaban cantando. Sus voces eran dolorosamente adorables.
La oscuridad la reclamó, pero sólo durante un rato.