26
Las cavilaciones de las reinas
LAS MONTAÑAS LEJANAS
Las vemos
Pero nunca las recorreremos
No obstante, las vemos
Oráculos de Osario
Llegó con muy poca ceremonia, y esta vez no iba montada en una paloma sino en una rata blanca y gorda de bigotes grandes. Sólo iba acompañada por un par de guardias a pie, con rostros pálidos y estirados a causa de esta gran responsabilidad, y por el explorador Escarabajel. Sílex había aguardado largo tiempo y se alegró de no tener que levantarse; no sabía si podría arquear las piernas sin un poco de calentamiento. Pero tampoco podía saludar a un personaje de la realeza sin demostrar respeto, y menos cuando quería pedir un favor, así que agachó la cabeza.
—Su exquisita y memorable majestad, la reina Murciélago de Campanario, extiende sus saludos a Sílex de Cuarzo Azul —anunció Escarabajel con su voz aflautada.
Sílex alzó la vista. La mirada de la reina era intensa pero cordial.
—Gracias, majestad.
—Hemos oído tu requerimiento y aquí estamos —dijo ella, con una voz de ave como la de su heraldo—. Además, hemos disfrutado de tu generoso regalo, que se ha sumado a la Gran Pieza de Oro y la Cosa de Plata en nuestra colección de joyas de la corona. Nos entristece saber que el niño ha desaparecido. ¿Qué podemos hacer?
—A decir verdad, no lo sé, majestad. Esperaba que pudierais hacerme una sugerencia. He buscado en todos los lugares que conozco, y toda Cavernal sabe que él se ha ido, pero no he hallado el menor rastro. Le gusta trepar y explorar y no conozco los techos y otros lugares altos del castillo y la ciudad. Pensé que quizá tuvierais una idea de su paradero, o quizá lo hubierais visto.
La reina se volvió.
—¿Alguno de los nuestros ha visto al niño, fiel Escarabajel?
—Ni un pelo, majestad —dijo solemnemente el hombrecillo—. En muchos agujeros y en la Sala Oculta pregunté anoche, sin encontrar el menor indicio.
La reina extendió las manos.
—Al parecer, no podemos decirte nada —declaró con tristeza—. También nosotras lamentamos la pérdida, pues creemos que la Mano del Cielo está en ese niño, así que también es importante para nuestra gente, los Sni’sni’snik-soonah.
Sílex sintió abatimiento. No había creído de veras que los techeros pudieran resolver el misterio, pero era la única esperanza que le quedaba. Ahora sólo le restaba esperar, y la espera sería terrible.
—Gracias de todos modos, majestad. Agradezco que hayáis venido. Fuisteis muy amable.
Sílex empezó a levantarse.
—Un momento —dijo la reina—. ¿Has olido?
—¿Si he qué?
—¿Has olido su rastro? —Al ver la expresión de Sílex, enarcó una ceja más delgada que una hebra de telaraña—. ¿Tu gente no sabe nada sobre esto?
—Supongo que sí. Usamos animales para seguir el rastro cuando cazamos. Pero no sé cómo encontrar al niño de esa manera.
—Te pido un poco de paciencia. —La reina entrelazó sus manos diminutas—. Es una pena, pero el Naso Insigne no se encuentra bien; una especie de resfriado. Esto suele suceder cuando el sol brilla por primera vez después del comienzo de las lluvias de invierno. Adquiere un aspecto patético, con los ojos rojos, y también se enrojece su prodigiosa nariz. De lo contrario, te lo enviaría. Quizá dentro de unos días, cuando haya pasado esta indisposición…
No era alentador pensar que su esperanza de hallar al niño dependiera del gordo y quisquilloso Naso, pero al menos era algo. Trató de expresar gratitud.
—Majestad, si un humilde explorador de los canalones puede hablar… —intervino Escarabajel.
—¿Humilde? —dijo la reina con una sonrisa—. No creo que esa palabra te corresponda, mi buen servidor.
Sílex sospechó que el hombrecillo se sonrojaba, pero la cara era demasiado pequeña y estaba demasiado lejos para comprobarlo.
—Serviros es mi único deseo, majestad, y lo digo con la piel al cielo. Es verdad que a veces me cuesta callar cuando escucho los alardes de ciertos trepadores y otros bellacos que son indignos de vos. Y quizá me juzguéis presuntuoso cuando diga que algunos entienden que Escarabajel el Arquero, después del Naso, tiene el mejor olfato de las alturas de Marca Sur.
—Lo he oído decir, sí —dijo la reina. Parecía que a Escarabajel le costaba no brincar en el aire para celebrar esta admisión—. ¿Eso significa que ofreces tus servicios a Sílex Cuarzo Azul?
—Justo es que así sea, majestad. El niño me sobrepujó en destreza y luego me dio cuartel. Creo que estoy en deuda con él. Quizá Escarabajel pueda traerlo de vuelta sano y salvo.
—Muy bien. Te encomendamos esa misión. Acompaña a Sílex Cuarzo Azul y cumple tu deber. Me despido, buen cavernero. —La reina golpeó las costillas de la rata blanca con el cetro; el animal chilló, dio media vuelta y empezó a subir por el techo. Los guardias la siguieron deprisa.
—¡Gracias, reina Murciélago del Campanario! —saludó Sílex, aunque no sabía cuánta ayuda recibiría de un hombre del tamaño de una vaina de guisantes. Ella alzó la mano mientras la rata desaparecía tras la cumbrera, pero ni siquiera las reinas pequeñas saludaban así, y supuso que debía de ser una respuesta a su agradecimiento. Se volvió hacia Escarabajel. Ahora estaban solos en el techo—. Bien. ¿Qué debemos hacer?
—Muéstrame un objeto del niño —sugirió el hombrecillo—. Debo aspirar bien su olor.
—Tenemos su otra camisa y su cama, así que debería llevarte a casa. ¿Quieres montarte en mi hombro?
Escarabajel le dirigió una mirada insondable.
—Te he visto trepar. Escarabajel irá por su cuenta y te verá abajo.
* * *
Previsiblemente, el explorador de los canalones ya lo aguardaba en el suelo cuando Sílex volvió a apoyar los pies en los adoquines. El sol de la mañana estaba alto detrás de las nubes. Faltaría una hora para el mediodía. Sílex estaba cansado, hambriento y alicaído.
—¿Quieres caminar? —preguntó, tratando de ser considerado con el techero.
—Me gustaría, si contáramos con tres días para perder —replicó Escarabajel con cierta mordacidad—. Antes me ofreciste el hombro. Me montaré, pues.
Sílex bajó la mano y dejó que el hombrecillo subiera. Le produjo un extraño cosquilleo. Mientras apoyaba a Escarabajel en el hombro, trató de imaginar la extensión que ese patio adoquinado debía representar para un hombre tan pequeño.
—¿Has estado mucho en el suelo?
—¿El suelo propiamente dicho? Sí, un par de veces o más. No soy de los que se quedan en casa. Y Escarabajel el Arquero no tiene miedo de ratas ni de halcones, de nada salvo los gatos, siempre que tenga su buen arco a mano. —Blandió la esbelta curva de madera, y añadió, con voz menos confiada—: ¿Hay gatos en tu casa?
—Hay muy pocos gatos en Cavernal. Los dragones se los comen.
—Me tomas el pelo —protestó el hombrecillo. Sílex sintió vergüenza. El pequeñín era un poco presumido y no apreciaba el modo de trepar de Sílex, pero ofrecía su ayuda porque se sentía obligado, y afrontaba un mundo de gigantes monstruosos. Sílex trató de imaginarse esa sensación y decidió que Escarabajel tenía derecho a pavonearse un poco.
—Me disculpo. Hay gatos en Cavernal, pero no en mi casa. A mi esposa no le gustan mucho.
—Andando, entonces. Ha pasado un siglo o más desde que un explorador de los canalones estuvo en los lugares profundos, y hoy Escarabajel el Arquero irá adonde ningún otro se atreve.
—Ningún otro techero, querrás decir —dijo Sílex, enfilando hacia la salida—. Los caverneros vamos allí con cierta frecuencia.
* * *
—¿Dónde está vuestro hermano? El príncipe Barrick tendría que estar aquí —dijo Avin Brone, tan disgustado como si Briony le hubiera informado que pensaba entregar el gobierno de los reinos de la Marca a un grupo de patanes sin tierras.
—Está enfermo, condestable. Estaría aquí si pudiera.
—Pero es el corregente…
—Está enfermo. ¿Dudáis de mi palabra?
El condestable había aprendido que, a pesar de las diferencias de tamaño, edad y sexo, no podía dominarla con la mirada. Se acarició la barba y masculló algo. Ella tuvo la sensatez de no preguntar qué había dicho.
—Hendon Tolly ya está causando problemas —dijo Tyne Aldritch de Costazul, uno de los pocos nobles a los que Briony había invitado a oír las noticias del oeste. Aldritch era seco, sobre todo con ella, y a veces rayaba en la grosería, pero ella lo tomaba como un síntoma de sinceridad. La experiencia de varios años respaldaba esta conclusión, aunque sabía que podía equivocarse. Ninguna persona cercana al trono era tan inocente ni tan franca como parecía. Briony lo había aprendido desde pequeña. Nadie podía darse ese lujo. En la Galería de los Retratos había muchos parientes de Briony que habían matado más nobles propios que enemigos en el campo de batalla.
—¿Y qué se trae entre manos mi encantador primo Hendon? —Saludó con la cabeza cuando otro pariente no mucho más apreciado se sumó al consejo, Rorick Longarren. La aparente invasión parecía estar en las fronteras de su feudo de Esponsales, una de las pocas cosas que podía distraerlo de su afición por los dados y la bebida. Ocupó su lugar a la mesa y tapó un bostezo con la mano.
—Tolly se presentó con su quejumbroso cortejo cuando os fuisteis de la sala del trono —le dijo Tyne Aldritch—, y clamaba a voz en cuello que a veces la gente trata de eludir a las personas que ha afrentado.
Briony inhaló profundamente.
—Gracias, conde Tyne. Me sorprendería que no estuviera hablando contra mí… es decir, contra nosotros, el príncipe Barrick y yo. Los Tolly son admirables aliados en tiempos de guerra, pero sumamente difíciles en tiempos de paz.
—¿Todavía son tiempos de paz? —preguntó el conde de Costazul.
—Es lo que esperamos averiguar —suspiró ella—. Lord Brone, ¿dónde está el capitán de la guardia?
—Insistió en bañarse antes de comparecer ante vos.
—Tenía dudas sobre su competencia —resopló Briony—, pero no me parecía un lechuguino. ¿Un baño es más importante que la noticia de un ataque contra Marca Sur?
—Para ser justo, alteza, cabalgaron tres días sin parar para llegar aquí y ya ha escrito su informe mientras esperaba a que yo lo recibiera. —Brone mostró un pergamino—. Pensó que sería descortés comparecer ante vos andrajoso y sucio.
Briony miró el pergamino y la prolija escritura.
—¿Sabe escribir?
—Sí, alteza.
—Me dijeron que nació en la campiña, que es hijo de un labriego o algo por el estilo. ¿Dónde aprendió a escribir? —Por algún motivo, esto no congeniaba con su imagen del capitán Vansen, el hombre que había permanecido impasible mientras su hermano yacía muerto en su propia sangre a poca distancia, el hombre que había permitido que ella le pegara como si fuera una estatua de piedra—. ¿También sabe leer?
—Supongo que sí, alteza. Pero aquí viene. Podéis preguntarle personalmente.
Aún tenía el pelo mojado y no se había puesto túnica de vestir y coraza sino ropas sencillas que por el tamaño no parecían suyas, pero aun así ella estaba irritada.
—Capitán Vansen, debe de tener noticias tremendas para hacer esperar a la princesa regente.
Él dio un respingo de sorpresa.
—Lo lamento, alteza. Me dijeron que estaríais en la sala del trono hasta después del mediodía y que no podríais recibirme hasta entonces. —Pareció caer en la cuenta de que estaba a punto de discutir con su monarca. Se hincó sobre una rodilla—. Perdonadme, alteza. He cometido un error. Por favor, no permitáis que vuestro enfado conmigo enturbie vuestros sentimientos hacia mis hombres, que han sufrido mucho y han actuado valientemente para traer esta noticia a Marca Sur.
Es exageradamente honorable, pensó ella. Tenía una buena barbilla, debía conceder. Una barbilla altiva. Quizá fuera uno de esos hombres como el famoso rey Brenn, tan enamorado del honor que lo consumía el orgullo. No le gustaba la sugerencia de que ella necesitaba permiso para enfadarse con alguien, aun un permiso concedido por ese alguien. Decidió dar una lección a ese soldado joven y artero, y sin duda ambicioso, y no demostrar el menor enfado.
Además, pensó, si lo que dice Brone es cierto, tenemos cosas más importantes de que hablar.
—Hablaremos de ello en otra ocasión, capitán Vansen. Cuéntenos sus noticias.
* * *
Cuando él hubo concluido, Briony tenía la sensación de habérselas con una de esas fábulas que las criadas le contaban cuando era niña.
—¿Usted vio ese ejército de hadas?
Vansen asintió.
—Sí, alteza. No muy bien, como he dicho. Ese lugar… —Titubeó—. Ese lugar era extraño.
—¡Por los dioses! —exclamó Rorick, que acababa de entender por qué lo habían citado—. ¡Están entrando en mis tierras! ¡En este momento deben estar invadiendo Esponsales! ¡Alguien debe detenerlos!
Briony no le tenía gran estima, pero todo esto ocurría en su feudo, y su prometida había sido secuestrada con la caravana, así que no había querido excluirlo del consejo. Aun así, resultaba revelador que no hubiera mencionado una sola vez a la hija del príncipe setiano.
—Así parece, primo Rorick —dijo—. Sin duda querréis emprender la marcha en cuanto podáis organizar a vuestra gente. —Adoptó un tono ecuánime, pero para su sorpresa vio una pequeña reacción de Vansen. No una sonrisa (era un asunto demasiado serio), sino la comprensión de que ella no creía que Rorick tomara esa abnegada decisión.
Vansen es un hombre de los valles, pero no es tan obtuso como me imaginaba.
Prestó atención a su primo Rorick, que ni siquiera intentaba ocultar su temor.
—¿Emprender la marcha? —tartamudeó—. ¡Sólo los dioses saben qué terrores me aguardan allá!
—Longarren tiene razón en una cosa: él no puede hacer nada por su cuenta —dijo Tyne de Costazul—. Pero debemos atacar cuanto antes. Debemos obligarlos a retirarse. Si los crepusculares han cruzado la Línea de Sombra, debemos recordarles por qué se replegaron en el pasado; hacerles ver que pagarán con sangre cada palmo de terreno…
—Aun así, Rorick, hablamos de vuestras tierras y vuestra gente —señaló Briony—. Ellos no os ven con frecuencia. ¿No iréis a conducirlos?
—¿Conducirlos a qué, alteza? —Asombrosamente, fue Brone quien intervino: en general, no tenía una opinión elevada de Rorick—. Hasta ahora no sabemos nada. Hemos enviado una pequeña partida y sólo unos pocos han regresado. Creo que sería un error que Longarren o cualquier otro fuera a combatir sin las debidas precauciones. ¿Qué sucederá si presentamos resistencia a los invasores y nos afecta la misma locura y confusión… pero esta vez a un ejército entero? El temor se propagará y los crepusculares estarán en este castillo antes de la primavera. Y sospecho que esa conquista no será nada parecido al imperio sianés. Estas criaturas no se conformarán con un tributo. Por lo que dijo Vansen, su pequeño monstruo declaró que reducirán nuestras casas a ruinas carbonizadas.
Entonces comprendió la enormidad de la situación, y su desdeñosa provocación a Rorick le pareció mezquina. A menos que Vansen estuviera loco de remate, pronto estarían en guerra, y no con un enemigo humano. ¡Como si la amenaza del autarca, la muerte de Kendrick y el cautiverio de su padre no fueran suficientes! Briony miró de nuevo al capitán de la guardia, y por mucho que deseara lo contrario, tuvo la certeza de que decía la verdad. Lo que ella tomaba por obtusidad o puntilloso honor quizá fuera una especie de inmaculada sencillez, algo que le costaba reconocer a causa del puesto que ocupaba. Quizá estuviera frente a un hombre que desconocía las intrigas, que se ahogaría en los tejemanejes palaciegos como un roble tratando de crecer bajo las lianas sofocantes de las selvas xandianas.
Hasta dudo que sepa guardar un secreto.
—Vansen —dijo—, ¿dónde está el resto de la partida?
—Los guardias esperan para volver a su familia. También está la muchacha…
—Ninguno de ellos debe ir a casa, ni conversar con otros. No se debe permitir que se hable de esto, o estaremos luchando con un pueblo atemorizado antes de chocar aceros con este ejército de hadas. —Se volvió hacia el condestable, que ya despachaba a un guardia para transmitir la orden—. ¿Quién más necesita saberlo?
Brone miró en torno.
—La defensa del castillo y la ciudad está a mi cargo, y agradezco a Perin Padre Celestial que me haya inspirado para hacer las reparaciones de la muralla externa y de la compuerta el verano pasado. Necesitamos a Nynor y todos sus dependientes: no podemos poner un ejército en marcha sin él. Y al conde Gallibert, el canciller, porque para proteger este lugar necesitaremos oro además de acero. Pero, alteza, no podemos poner un ejército en pie de guerra sin que todos se enteren…
—No, pero podemos hacer todo lo posible antes de que la noticia se difunda. —Miró a Ferras Vansen, que parecía incómodo—. ¿Alguna idea, capitán?
—Perdonadme, alteza, pero mis hombres han sufrido mucho y les disgustará quedar encerrados en la fortaleza…
—¿Cuestiona mi decisión?
—No, alteza. Pero preferiría explicárselo en persona.
—Ah. —Briony reflexionó—. Todavía no. Aún no he terminado con usted.
Parecía que él quería decir algo más, pero no lo dijo. Briony agradeció el poder que le daba la regencia, el prestigio de ser una Eddon. En este momento no tenía ganas de explicar cada uno de sus pensamientos. Más aún, a pesar de su gran angustia por lo que ocurría y lo que iba a ocurrir, le complacía saber que llevaba la voz cantante, que los nobles debían escucharla aunque no les gustara.
Ruego a Zona que me inspire decisiones atinadas.
—Traed a Nynor, al canciller y a todos los nobles que deban estar enterados. Esta noche, aquí. Será un consejo de guerra, pero no lo llamaré así delante de nadie que no forme parte de él.
—¿Y esos recalcitrantes Tolly? —preguntó Tyne—. Hendon sigue siendo el hermano de un duque poderoso, aunque Gailon esté muerto, y no podemos pasar por alto a los Tolly en esto.
—Claro que no, pero los pasaremos por alto por el momento. —Sin embargo, sabía que no debía ser imprudente—. Pero podéis decirle a Hendon Tolly que lo veré después… que hablaremos a solas antes de la cena. Le concederé esa cortesía.
Rorick se retiró. Para beber una copa de vino cuanto antes, sospechó Briony. Mientras Avin Brone y Tyne Aldritch discutían sobre qué otros nobles debían estar presentes en una reunión tan importante, Briony se levantó para estirar las piernas. Vansen, pensando que se iba de la sala, se inclinó sobre una rodilla.
—No, capitán. Como le dije, aún no he terminado con usted. —El poder que tenía ahora le daba una sensación extraña, vertiginosa. Pensó en Barrick y sintió piedad y tristeza, pero también impaciencia. Debo darle la oportunidad de estar presente en esto, se recordó. Es su derecho. Pero dudaba de sus pensamientos, porque en efecto pensaba en el derecho de él, no en las necesidades de ella: no sabía si quería que él participara, y se alarmó al comprenderlo—. Espere afuera hasta que haya terminado con los demás, Vansen.
Él agachó la cabeza, se levantó y salió. Brone miró al capitán y a Briony con expresión inquisitiva.
—Antes de iros, buen Aldritch… —le dijo ella a Tyne, sin prestar atención al condestable.
—¿Sí, alteza? —preguntó Tyne con incertidumbre.
Briony estudió el rostro del conde, la expresión recelosa, la cicatriz debajo del ojo. Había otra línea blanca e irregular en la frente, apenas escondida por el cabello entrecano, una caída durante una cacería. Era un buen hombre, pero era rígido y recelaba de los cambios. Briony intuyó que iba a tomar la primera de una larga serie de decisiones no del todo felices.
—Con Shaso en prisión, vos y lord Brone habéis asumido la mayoría de sus deberes, conde Aldritch.
—He hecho lo posible, alteza —dijo él, con un rubor de irritación en las mejillas—. Pero ese ataque desde la Línea de Sombra, si es cierto, no se podía haber previsto.
—Lo sé. Y también sé… es decir, mi hermano y yo sabemos… que habéis hecho lo posible en un momento difícil. Y parece que se avecinan tiempos aún más difíciles. —Notó que estaba cambiando, que había empezado a hablar menos como Briony y más como una reina, o al menos como una princesa regente. ¿Esto es lo que sucede? ¿La realeza consiste en una enfermedad consuntiva que te aleja cada vez más de los demás, aunque permanezcas entre ellos?—. Deseo que continuéis, y que seáis el maestro de armas del castillo. —Miró a Brone, no buscando su aprobación, sino para ver cómo reaccionaba. Él, a la vez, miraba a Tyne; no dejó entrever si estaba de acuerdo o no con la decisión.
El conde Tyne aún tenía las mejillas arrebatadas, pero parecía aliviado.
—Gracias, alteza. Haré lo posible por ser digno de vuestra confianza.
—No me cabe duda. Y aquí tenéis vuestro primer deber. Debemos suponer que el peligro es real. Tenemos varios centenares de guardias en el castillo, y no son suficientes para nada, salvo para resistir un asedio. Si llegamos a eso, significará que hemos abandonado la ciudad. ¿Cuánto tardaríamos en reunir un auténtico ejército?
Aldritch frunció el ceño.
—Tendremos a mis hombres de Costazul y a las tropas de Finisterra dentro de pocos días, quizá una semana. Con jinetes rápidos en la carretera de Marca Oeste, podríamos retirar algunas compañías de Esponsales poco después, si podemos sortear este ejército de hadas. Las levas de Marrinswalk y Mar del Timón y los aledaños como Argentia y Muro de Kerte tardarán más, cuando menos dos decenas, y quizá no los veamos en un mes. —Arrugó el ceño aún más. Tyne nunca había sabido ocultar sus pensamientos—. Es una pena que tengamos este conflicto con Gailon Tolly y sus hermanos, pues nuestras tropas más numerosas y mejor entrenadas siempre vienen de Estío.
—Me encargaré de eso —dijo Briony—. Lo importante es que afrontemos a este ejército de sombras, si de veras avanza sobre Marca Sur como teme el capitán de la guardia, fuera de las murallas de la ciudad.
—¿Con tropas bisoñas? —protestó Tyne—. La mayoría de nuestros reclutas de aquí serán lugareños, sobre todo después de tantos años sin guerra: quizá sólo un verdadero combatiente por cada docena, que nunca habrá empuñado nada más afilado que una azada.
—Debemos poner a prueba su fortaleza… y la nuestra —dijo Briony con firmeza—. No sabemos nada sobre ese enemigo. Y si inician un asedio, nos costará conseguir más ayuda en las marcas más lejanas. Tendremos que valernos de barcos para que traigan hombres además de suministros, lo cual significará una espera aún más larga para los reclutamientos en tierra. —Se volvió hacia Avin Brone—. ¿Qué opináis?
Él asintió, atusándose la barba pensativamente.
—Coincido en que no podemos limitarnos a esperar la llegada del enemigo. Pero no sabemos con certeza qué es lo que planean. Quizá hostiguen primero las marcas más alejadas. Quizá sólo procuren expandirse un poco a partir de la Línea de Sombra, y luego afiancen las posiciones que hayan tomado.
—No contaría con eso. Si un ejército entero ha cruzado la Línea de Sombra, no creo que sea para incendiar unos campos y graneros. —No podía creer que hablara de esto con tanta calma. Moriría gente. El país había estado en paz desde que ella vivía, y los crepusculares no habían salido de las sombras durante generaciones. ¿Cómo le había ocurrido a ella?
Brone suspiró.
—Convengo en que debemos iniciar el reclutamiento de inmediato, alteza. Podemos deliberar sobre el resto más tarde, con los otros nobles.
—Id pues, Tyne, y poned manos a la obra —dijo Briony—. Quizá os pida un imposible, pero procurad que vuestros mensajeros partan con discreción y que lleven sus mensajes a los señores y alcaldes sin detenerse a hablar de ello en las tabernas. Decidles que si alguien se entera de su misión antes de que lleguen a destino, pasarán el próximo año encadenados en la fortaleza, junto a Shaso.
—Eso no bastará para silenciarlos —alegó Tyne—. Algunos correrán ese riesgo con tal de prevenir a sus familias.
—No, pero ayudará. Y no daremos a los mensajeros ninguna información que no necesiten. —Llamó a un paje que aguardaba frente a la puerta. Entró con paso vacilante, como un gato caminando en un suelo mojado. Briony le ordenó que fuera a buscar a Nynor y se volvió a los otros dos—. Enviaré las cartas con mi sello.
—Muy bien —dijo el conde de Costazul—. Así no podrán alegar que no entendieron la importancia del asunto o que el mensajero no se expresó con claridad.
—Encargaos de ello, por favor, y también de las invitaciones para el consejo de esta noche. Al salir, haced entrar a Vansen.
Brone volvió a dirigirle su mirada inquisitiva.
—No seáis demasiado severa con él, alteza, por favor. Es un buen hombre.
—Lo trataré como se merece —prometió ella.
* * *
Sílex había vuelto sigilosamente a casa por calles apartadas, sin tener que explicar por qué llevaba en el hombro un hombre del tamaño de un dedo. Pero no podía abstenerse de dar explicaciones a todo el mundo…
—¿Lo has encontrado? —preguntó Ópalo, y abrió tamaños ojos al ver a Escarabajel—. ¡Por los Ancianos de la Tierra! ¿Qué es eso?
—Es un quién, en realidad. En cuanto a Pedernal, no tuve suerte. Todavía.
El hombrecillo se irguió sobre el hombro de Sílex, se quitó la gorra de piel de rata y se inclinó en una reverencia.
—Escarabajel el Arquero es mi nombre, dama insigne. Jefe de los exploradores de canalones, a quien su sinuosa majestad, la reina Murciélago del Campanario, encomendó la misión de ayudar a encontrar a tu niño perdido.
—Está aquí para ayudar. —Sílex estaba cansado y no abrigaba muchas esperanzas. Pero Ópalo veía a un techero por primera vez y por un momento se olvidó de la ingrata tarea que había llevado al visitante a su hogar.
—¡Míralo! ¡Es perfecto! —Extendió la mano, como si se tratara de un juguete, pero recordó sus modales—. Ah, me llamo Ópalo y eres bienvenido a nuestro hogar. ¿Quieres algo de beber o comer? Me temo que no sé mucho sobre… los techeros.
—Por ahora no, señora, pero te lo agradezco. —Tiró de la oreja de Sílex—. Creo que será mejor que me bajes. El olor es escurridizo. Se disipa como las estrellas al amanecer.
—Va a oler la camisa de Pedernal —explicó Sílex. Pensó que se requería alguna aclaración adicional, pero no se le ocurría ninguna.
A Ópalo, sin embargo, todo le parecía muy natural.
—Deja que te lleve. Hoy no he barrido los suelos, y me avergüenzo. —Extendió la mano y Escarabajel se subió encima—. ¿De veras te envió tu reina? ¿Cómo es ella? ¿Es vieja o joven? ¿Es bonita?
—Valiente como un cuervo y bella sobremanera —dijo fervorosamente Escarabajel—. Su cabello es suave como el pelo aterciopelado de un ratón recién nacido. —Carraspeó para encubrir su embarazo—. Nosotros somos su legión especial, los exploradores. Los ojos y oídos de la reina. Nos sentimos muy honrados.
—Y nosotros nos sentimos honrados de que ella desee ayudarnos —dijo Ópalo mientras llevaba al hombre diminuto a la cama de Pedernal. Sílex notó con desconcierto que su esposa manejaba esta situación mucho mejor que él—. ¿Necesitas algo?
—¿Esa gran tienda de tela es la ropa del niño? Bájame, por favor, y oleré lo que pueda. —Correteó entre los pliegues, se puso a gatas y apretó la cara contra la manga. Subió al hombro, olfateando como un perro. Al final se puso de pie y cerró los ojos, guardó silencio un momento—. Creo que lo tengo. Me resulta más fácil porque olí al niño en el techo y cada uno tiene su olor particular. —Abrió los ojos, miró a Ópalo y Sílex, movió los pies sobre la manga—. Sin ánimo de ofender, el niño no huele como vosotros dos.
Sílex contuvo una risa.
—No ofendes a nadie. No es nuestro. Lo encontramos y lo adoptamos.
Escarabajel asintió sabiamente.
—Lo encontrasteis en un lugar extraño, ¿verdad?
—Sí —dijo Ópalo con cierta preocupación—. ¿Cómo lo supiste?
—El niño huele a techos lejanos. —Escarabajel se volvió hacia Sílex—. ¿Quién me llevará ahora?
—¿Adonde?
—A seguir el rastro. Aquí hay mucho olor del niño. Debemos ir donde hay aire en movimiento; aun en estas cuevas húmedas debe haber un sitio así.
Sílex volvió a acomodarse al hombrecillo en el hombro. Estaba cansado en cuerpo y alma, pero era mejor que limitarse a esperar.
—¿Vienes? —le preguntó a su esposa.
—¿Y quién estará aquí si él vuelve a casa? —preguntó Ópalo con indignación, como si el niño hubiera ido a hacer carreras de cochinillas con los niños vecinos y pudiera regresar en cualquier momento—. Acompáñalo, Sílex Cuarzo Azul, y que este hombrecillo huela todo lo que haga falta. Encuentra a ese niño.
Se volvió hacia Escarabajel y se inclinó en una rígida reverencia, sosteniendo el delantal por el dobladillo. Incluso le sonrió, aunque no le resultaba fácil, lo cual le recordó a Sílex que no era el único que estaba agobiado de cansancio y temor.
—Gracias a ti y a tu reina —dijo.
Sílex le dio un beso a Ópalo antes de despedirse, recordando que hacía varios días que no lo hacía. Miró hacia atrás mientras abría la puerta, y deseó no haberlo hecho. En medio de la habitación, su esposa se frotaba las manos y miraba las paredes como buscando algo. Ahora que ya no había un huésped en la casa, la pesadumbre le aflojaba el rostro. Era un rostro ajeno y avejentado. Por primera vez, Sílex no reconoció a la encantadora muchacha que había cortejado.
* * *
El capitán Ferras Vansen regresó a la capilla como un reo caminando valientemente hacia el patíbulo. Su expresión, pensó Briony, evocaba el rostro idealizado de Perin en el fresco que estaba encima de la puerta, que mostraba al poderoso dios otorgando a su hermano Erivor el dominio de los ríos y los mares. El semblante del dios del cielo era una máscara de recia belleza masculina; el de Vansen, aunque no carecía de atractivos, era simplemente una máscara.
Se hincó de rodillas, agachó la cabeza. Ahora tenía el pelo casi seco, con rizos en las puntas. Briony sintió cierta ternura, conmovida por la vulnerabilidad de ese cuello doblado. Él alzó la vista y ella sintió que la habían pillado en una indiscreción, tuvo que reprimir un arrebato de furia.
—¿Puedo hablar, alteza?
—Adelante.
—Al margen de lo que penséis de mí, princesa Briony, os vuelvo a pedir que no guardéis resentimiento a los hombres que viajaron conmigo. Son buenos soldados que afrontaron cosas que ninguno de nosotros había experimentado. Castigadme como queráis, pero os ruego que no los castiguéis a ellos.
—Usted es bastante arrogante, ¿verdad, capitán Vansen?
Él la miró sorprendido.
—¿Alteza?
—Da por descontado que cometió un acto gravísimo por el que debe ser castigado. Parece creer que, como Kupilas el Dador de Vida, su falta es tan grave que debe ser amarrado en la ladera como escarmiento, para que los cuervos lo picoteen por toda la eternidad. A mi entender, sin embargo, usted es sólo un soldado que ha fracasado en una misión.
—Pero la muerte de vuestro hermano…
—Es verdad. No le he perdonado por sus errores de aquella noche. Pero tampoco soy tan necia como para creer que otro lo habría impedido. —Hizo una pausa, lo miró con dureza—. ¿Usted cree que soy necia, capitán Vansen?
—¡No, alteza!
—Bien. Entonces tenemos un punto de partida. Yo tampoco creo ser necia. Pasemos a asuntos más importantes. ¿Usted está loco, capitán Vansen?
Él se sobresaltó y Briony casi se avergonzó de sí misma, pero eran tiempos en que no podía ceder, no podía demostrar una amabilidad que la haría parecer débil. Entre los defensores del castillo no podía correr el rumor de que serían derrotados porque los gobernaba una mujer.
—¿Si yo estoy…?
—Le pregunté si está loco, capitán Vansen. ¿Está fuera de sus cabales? Es una pregunta sencilla.
—No, princesa. No, alteza, no lo creo.
—Entonces, a menos que sea un embustero o un traidor (no tema, no le pediré que también niegue esas posibilidades, pues no tenemos tiempo), lo que ha visto es real. El peligro es real. Así que le diré por qué su arrogante deseo de ser castigado no será satisfecho.
—¿Alteza…?
—Silencio. No le hice una pregunta. Capitán Vansen, por lo que me ha dicho, parece que no todos reaccionan igual ante la magia de las hadas. Usted dijo que algunos hombres estaban desconcertados, incluso embrujados, y otros no. Usted estaba entre los que no sufrieron ese embrujo, ¿verdad?
—Muy poco, alteza, por lo que pude discernir. —La miraba con sorprendido respeto. A Briony le agradaba el respeto, pero no la sorpresa.
—Entonces sería necia cargara de cadenas a un soldado que parecía resguardado de esos encantos y celadas en una época en que podemos necesitar ese talento más que unos brazos fuertes o unos corazones vigorosos… ¿verdad?
—Entiendo, alteza.
—He aquí otra pregunta. ¿Vio usted algún motivo que pudiera explicar por qué algunos fueron dominados por la magia de la Línea de Sombra y otros no? ¿Había alguna diferencia entre los afectados?
—No, alteza. Uno de mis hombres más fiables y sensatos, Collum Dyer, cayó pronto en un ensueño, pero un hombre que es todo lo contrario no sufrió ese efecto, y regresó conmigo.
—Entonces no tenemos manera de saber quién sucumbe a esa debilidad hasta que se manifiesta. —Ella frunció el ceño, se mordió el labio. Vansen la observaba, encubriendo sentimientos más profundos, pero esta vez con mayor eficacia. Briony se preguntó qué le ocultaba. ¿Irritación? ¿Miedo?—. A pesar de lo que usted piensa de él, este sujeto que usted mencionó y que no fue dominado por la magia debe contribuir en los preparativos para la lucha contra este extraño enemigo. Él y todos los que no fueron emponzoñados por estas extrañas ensoñaciones. Él y los demás supervivientes deben ser capitanes.
—¿Mickael Southstead, capitán? —preguntó Vansen, consternado.
—A menos que sea el criminal más ruin jamás nacido, su lucidez será más valiosa para nosotros que si el mismísimo Angelin el Grande regresara de los cielos para conducimos y luego fuera presa de una pesadilla. Como hemos convenido, Vansen, no soy necia, y creo que usted tampoco. ¿No puede entender esto?
Él inclinó la cabeza.
—Entiendo, alteza. Tenéis razón.
—Es muy amable al decirlo, capitán. No sabemos dónde lucharemos. Quizá los enfrentemos en las colinas de Esponsales en un intento de impedir que lleguen a las ciudades. También es posible que no podamos detenerlos hasta que lleguen a las murallas de Marca Sur. Ustedes son los únicos que han visto al enemigo y han vivido para contarlo. Deben ayudarnos con los preparativos. No me complace, Vansen, pero lo necesito a usted tanto como necesito a Brone, Nynor y Tyne Aldritch. El asunto del asesinato de mi hermano y su ineptitud aún no está cerrado, pero dejaré de pensar en ello hasta que vengan tiempos más propicios, y usted hará lo mismo. Quizá, si usted me presta un buen servicio, si presta un buen servicio a Marca Sur, quizá lo que figura en los libros contables de esa noche se pueda borrar, o al menos tachar.
—Haré lo que me pedís, alteza. —La nueva expresión de Vansen era difícil de descifrar, tan digna como desdichada, como si hubiera descendido de otro tipo de fresco.
Eres un hombre extraño, Ferras Vansen, pensó. Quizá me equivocaba al pensar que no tenías secretos.
—Vaya, pues. Reúna a los que regresaron con usted. Procure que todos estén alimentados y descansados, pero no permita que se marchen. Yo les hablaré mañana por la mañana.
—Sí, alteza. —Él se levantó, pero vaciló—. Princesa Briony…
—Hable.
—También hay una joven… Creo que la mencioné.
Ella sintió una fría irritación.
—¿Qué pasa con ella? Tampoco podemos dejarla ir, aunque esté loca y sufriendo. Lo lamento. Dele lo que necesite. —Entornó los ojos—. ¿Siente algo por ella?
—¡No! —Él se sonrojó, y Briony tuvo la certeza de haber tocado un punto sensible. Eso le infundió más frialdad, aunque no sabía por qué—. No, alteza. Responsabilidad, quizá… Es como una niña, y confía en mí. Pero aunque parecía tan perdida en el sueño de las sombras como Dyer y los demás, logró encontrar la salida. Parece estar en un terreno intermedio…
—No tenemos tiempo ni paciencia para tratar de comprender a esa joven infortunada. Si la magia la poseyó y la trastornó, ya no nos sirve. Atienda a sus necesidades. Tráigame a los demás mañana a las diez.
Vansen se inclinó y salió, pero no parecía alguien a quien lo hubieran indultado, sino alguien que había descubierto que los constructores del patíbulo eran presa de una fiebre.
Se quedó sentada largo tiempo, y sus pensamientos eran un remolino. Le faltaba una hora para reunirse con los nobles y trazar un plan de guerra. Le habría gustado ver a Utta (echaba de menos la sabiduría y la calma de la hermana de Zoria) pero sabía que debía hacer una visita más importante. A pesar de sus sentimientos ambiguos y de los terrores que él padecía, no deseaba asistir a la reunión de esa noche sin su mellizo.
* * *
El Flagelo del Llano Tembloroso se hallaba en una ladera en el borde de la arboleda, mirando el valle y el poblado que estaba a horcajadas sobre el rio. El sol había caído tras las colinas y ya encendían lámparas en el oscuro valle, aunque aún faltaba una hora para el anochecer.
Yasammez proyectó sus pensamientos, dirigiéndolos hacia la Línea de Sombra. El manto de sombra, la telaraña de antiguos encantamientos que durante días la había seguido como una capa de niebla, la vasta esencia del corazón del territorio qar, desconcertante para los mortales, que había escondido y protegido a su ejército en marcha, se había estirado al límite y empezaba a debilitarse. Sabía que no se extendería más lejos en estos campos, que a partir de ahora debía avanzar bajo el sol brillante o el fulgor de las estrellas. Por eso aguardaba la noche.
El Sello de Guerra refulgía en su pecho como un rescoldo. Su peso era reconfortante pero aterrador. Durante años había esperado la llegada de esta hora. Lo que ocurriera tendría mucho que ver con sus decisiones de los días venideros, y así quería que fuera. Aun así, muchos morirían, entre ellos muchos de los suyos. A ningún guerrero, por curtido que estuviera, le agradaba ver la muerte de los suyos, aunque fuera necesaria.
Echó a andar cuesta arriba. Aunque su armadura estaba erizada de pinchos y aquí los árboles estaban apiñados, no hizo ningún ruido.
Su ejército se había congregado en los bosques, a lo largo de la cima. Con el debilitamiento del manto, sus ojos brillantes relucían en la oscuridad como un cielo cuajado de estrellas. No habían encendido hogueras. Más tarde, cuando tuviera una idea más clara de a lo que se enfrentaba, cuando hubiera aprendido algo sobre el temple de sus enemigos de las tierras soleadas, quizá fuera conveniente que ellos vieran las hogueras de su ejército ardiendo en colinas y llanuras, que contaran los fuegos con un escalofrío, pero no esta noche. Esta noche los crepusculares se abatirían sobre sus enemigos como el rayo desde un cielo sin nubes.
Su tienda era un objeto urdido con silencio y sombras densas. Varios capitanes aguardaban en su vasto interior, sentados alrededor del fulgor de amatista de su yelmo vacío, en un círculo semejante a las Madres Susurrantes que cuidaban el Gran Huevo.
Yasammez deseaba librarse de ellos (en ese momento de quietud, antes de la sangre y la algarabía, prefería estar a solas), pero primero debía hacer ciertas cosas y observar ciertas formalidades que detestaba.
Ojos Matinales, del Pueblo Cambiante, esperaba con el pecho desnudo y jadeante. Había corrido un largo trecho.
—¿Qué me traes? —le preguntó Yasammez.
—No son más de los que parecen, o bien su destreza para el ardid ha crecido mil veces desde antaño. Hay una pequeña guarnición dentro de las puertas de la ciudad. Hay pequeñas partidas de gente armada en las casas más grandes, y una armería que sugiere que pueden reunir más tropas cuando lo necesiten.
—¿La armería está llena?
Ojos Matinales asintió.
—Picas y yelmos, arcos, flechas… No las han distribuido. No sospechan nada.
Yasammez no reveló su satisfacción. Una victoria fácil acarrearía sus propios problemas, pero era importante que la primera batalla no fuera demasiado arriesgada. Aunque había congregado a muchos, el pueblo aún era superado en número por los mortales que ahora ocupaban las tierras que antaño les habían pertenecido. Necesitaba la sorpresa y el terror para aumentar diez veces el tamaño de sus huestes.
—Pie de Martillo, de Primer Abismo.
—Sí, mi señora.
—Hace mucho que no luchamos contra los mortales y sus obras. Cuando la aldea esté en llamas, ordena a algunos de tus mujeres y hombres que derriben los muros. Fíjate en la construcción. Es una ciudad pequeña, pero quizá veamos una muestra de aquello a lo que nos enfrentaremos cuando lleguemos al Lugar Antiguo.
—Sí, mi señora.
Encaró a Gyir, el más fiable de sus capitanes, y por un momento sus pensamientos se fusionaron. Era joven en comparación con ella o muchos de los presentes, pero sólo ella lo superaba en astucia y ferocidad. Saboreó su fría resolución y quedó complacida, y luego habló para que los otros oyeran.
—Cuando incendiemos la ciudad y exterminemos a los habitantes, es mi deseo que permitamos escapar a muchos de ellos, o al menos que crean que están escapando. —Hizo una pausa, evaluó sin inmutarse los horrores que vendrían—. Que la mayoría sean hembras con su prole.
Piedra de los Renuentes se movió, centelleó.
—¿Por qué, mi señora? ¿Por qué demostrarles piedad? Ellos nunca nos demostraron ninguna… Cuando encontraron la colmena de mi gente en las últimas grandes batallas, la incendiaron y mataron a garrotazos a nuestros hijos, que salían gritando y llorando.
—No es piedad. Deberías saber que yo no sufro esa debilidad cuando se trata de los mortales. Quiero que la noticia de lo que ocurrió aquí se difunda, para llenar su tierra de terror. Y las mujeres y niños que dejaremos escapar no empuñarán las armas como harían los varones, sino que en las ciudades que sitiemos necesitarán agua y alimento, restando recursos a nuestros oponentes. —Desenvainó Fuego Blanco y la apoyó junto al yelmo. No había lumbre en su pabellón de sombras; el fulgor lunar de la espada daba toda la luz—. No hemos derramado sangre de mortales desde que nos replegamos detrás de la Línea de Sombra. Eso ha terminado. Que el Libro de la Lamentación recuerde esta hora incluso después del fin del mundo. —Alzó la mano—. Cantad conmigo, en nombre de todo el Pueblo. Ahora debemos alabar al rey ciego y a la reina durmiente, y jurar lealtad al Pacto del Cristal… Sí, todos juraremos juntos, al margen de nuestras diferencias. Luego sembraremos fuego y pavor entre nuestros enemigos.