25
Espejos, perdidos y encontrados
EL LLANTO DE ANTIGUAS MUJERES
Grises como las garzas de la otra ribera
Perdidas como un viento de la vieja tierra oscura
Temerosas pero tenaces
Oráculos de Osario
Sílex ya se había sentado para descansar las piernas cuando notó que Ópalo no lo había seguido al interior, sino que aún estaba en el umbral, mirando la calle de la Cuña.
—¿Qué pasa, querida?
—Pedernal. ¿No está contigo?
Él frunció el ceño.
—¿Por qué iba a estar conmigo? Lo dejé en casa contigo porque me distrae mucho en el trabajo. No se queda conmigo porque no le gusta el lugar, pero tampoco se queda donde le indico… —Sintió un nudo en el pecho—. ¿Quieres decir que se ha ido?
—¡No lo sé! ¡Sí! Fue conmigo a la avenida del Mineral. Cuando regresamos se puso a jugar en la calle, apilando piedras y haciendo esas paredes y túneles que tanto le gustan… ¡El polvo que trae ese chico! —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. No sé… Hace unas horas fui a llamarlo para comer y no estaba. Recorrí las calles, fui a la sede del gremio… incluso fui a la Salada y le pregunté a Pedrejón si había estado allí. ¡Nadie lo ha visto!
Él se levantó a pesar del dolor de piernas y se apresuró a abrazarla.
—Tranquila, querida, tranquila. Seguro que sólo está haciendo alguna travesura. Al fin y al cabo es un niño, y los Ancianos de la Tierra son testigos de que es muy independiente. Ya verás cómo está de vuelta antes de que terminemos de cenar.
—¿Cenar? —chilló ella—. Viejo tonto, ¿crees que tuve tiempo de preparar la cena? Me pasé toda la tarde de aquí para allá, con el corazón dolorido, tratando de encontrar a ese niño. ¡No hay cena! —Sollozando, regresó a la cama y se envolvió en una manta, y él sólo pudo ver un bulto tembloroso.
Sílex también estaba preocupado, pero sospechaba que Ópalo exageraba un poco. Pedernal no sería el primer ni último niño de Cavernal que echaba a andar y perdía la noción del tiempo. Días atrás había desaparecido durante el funeral del príncipe regente. Si no regresaba a la hora de acostarse, deberían empezar a preocuparse. Entre tanto, Sílex había tenido un largo día y su estómago estaba encogido y vacío como un saco de cuero al sol.
Examinó la despensa con desánimo.
—¡Ah, mira, tenemos radichones! —dijo en voz alta para que Ópalo oyera—. Si los cocinamos un poco, tendremos un banquete. —Ella no respondió. Examinó las otras raíces y varios tubérculos. Algunos tenían protuberancias—. Quizá me conforme con un poco de pan con queso.
—No hay pan. —El bulto que estaba bajo la manta se movió. No parecía un bulto feliz—. Iba a salir para traer la horneada de la tarde, pero… pero…
—Desde luego —se apresuró a decir Sílex—. No temas. Pero qué pena, esos radichones. Si los cocinamos un poco…
—Si quieres cocinarlos, hazlo tú mismo. Si sabes cómo.
* * *
Sílex masticaba tristemente un trozo de radichón crudo (no sabía que tenían un sabor tan amargo si no estaban hervidos en azúcar de remolacha) y comenzaba a comprender que el niño no regresaría para la cena. Claro que no valía la pena volver por un trozo de queso duro y una raíz cruda, pero Sílex no podía negar que estaba cada vez más inquieto; aunque su pichel de cerveza había ayudado a bajar esa raíz fibrosa y aliviar las palpitaciones de sus piernas y su espalda, no había logrado tranquilizarlo. Había salido varias veces a la calle de la Cuña. Las tenues luces estaban encendidas y las calles estaban casi desiertas mientras las familias terminaban la cena y se disponían a acostarse. Todos los niños debían de estar en la cama. Los otros niños.
Decidió coger una lámpara y salir a mirar.
Se preguntó si el niño se habría internado en uno de los túneles inconclusos, si lo habría sorprendido un derrumbe en uno de esos corredores laterales mal apuntalados. ¿Pero qué haría en semejante lugar? Sílex analizó las otras posibilidades, algunas más alentadoras y otras más inquietantes. ¿Habría ido a la casa de otro niño? A veces Pedernal era tan poco convencional que era fácil imaginar que se olvidara de pedir permiso y avisar dónde estaba, pero nunca había trabado amistad con los niños caverneros, ni siquiera los que tenían su misma edad y eran del vecindario. ¿En qué otra parte? ¿En las excavaciones donde había estado trabajando Sílex, cerca de la tumba familiar de los Eddon? Allí había sitios traicioneros, pero Pedernal había dicho con toda claridad que odiaba ese lugar, y en todo caso Sílex lo habría visto.
Los techeros, la gente pequeña. Quizá el niño había ido a verlos y se había quedado con ellos, o no había podido regresar antes del anochecer. Tuvo una espantosa visión en que el niño se caía del techo y quedaba indefenso en un patio sombrío y desierto. Dejó la raíz, mareado.
¿En qué otra parte podía estar?
—¡Sílex! —gritó Ópalo desde el dormitorio—. ¡Sílex, ven aquí!
No le agradó esa voz de miedo. No quería trasponer la puerta para ver lo que ella había encontrado. Pero lo hizo.
Ópalo no había encontrado nada. En realidad, todo lo contrario.
—¡No está! —dijo, señalando el camastro del niño, donde la manta y la camisa yacían en un revoltijo como fantasmas cansados—. Su bolsa. Con ese… espejito. No está. —Ópalo lo encaró con ojos atemorizados—. ¡Ya nunca la lleva encima… siempre queda aquí! ¿Por qué no está aquí? —Se le aflojó la cara, como si hubiera envejecido cinco años en instantes—. Se ha ido, ¿verdad? Se ha ido para siempre, y se lo llevó consigo.
Sílex no supo qué decir. En todo caso, no se le ocurría nada que les hiciera sentirse mejor.
* * *
—Por los dioses, Toby, ¿te estás durmiendo de nuevo? ¡Has movido el cristal!
El joven se irguió rápidamente, alzando las manos para mostrar que no podía haber hecho semejante cosa; su expresión de orgullo herido sugería que siempre estaba despierto y alerta a medianoche, y que insinuar lo contrario era una crueldad de Chaven.
—Pero, maese Chaven…
—No importa. Aspiro a que seas un hombre de ciencia, y creo que es pedir demasiado.
—¡Pero quiero serlo! ¡Escucho! ¡Hago todo lo que usted dice!
El médico suspiró. No era culpa del muchacho. Chaven había puesto demasiada fe en la recomendación de su amigo Euan Dogsend, el hombre más culto de Costazul, aunque quizá no fuera el mejor juez de carácter. El muchacho trabajaba con empeño, para ser joven, pero era distraído y quisquilloso, y aunque no era estúpido, no tenía una mente inquisitiva.
Es como tratar de que mi querida Kloe se haga amiga de los ratones y las ratas.
El joven aún permanecía erguido, con la cara fruncida para demostrar atención, así que Chaven lo intentó de nuevo.
—Mira, el telescopio no se debe mover una vez que hallamos el lugar que buscamos. Leotrodos de Perikal dice que la nueva estrella está en Kossope. Una vez que hemos enfocado la lente en Kossope, debemos fijar la posición para que no se mueva. Así podremos hacer mediciones, no sólo hoy sino otras noches. ¡Y no debemos apoyarnos en el telescopio mientras hacemos esas mediciones!
—Pero el cielo está lleno de estrellas —dijo Toby—. ¿Por qué es tan importante medir ésta?
Chaven cerró los ojos un instante.
—Porque Leotrodos dice que ha encontrado una estrella nueva. No se ha visto una nueva estrella en cientos de años, quizá miles, pues los métodos de los antiguos a veces son oscuros y cuestionables. Más importante aún, genera muchas dudas sobre la forma del cielo. —La expresión de desconcierto del muchacho le dijo todo lo que necesitaba saber—. Porque si los cielos son fijos, como proclaman los astrólogos del Trígono, ¿de dónde pudo salir una estrella nueva?
—Pero, maese Chaven, eso no tiene sentido —dijo Toby, bostezando pero más espabilado—. Si los dioses crearon todas las esferas, ¿los dioses no podrían creer una estrella nueva?
Chaven sonrió.
—Así está mejor. Es una pregunta pertinente, pero hay una pregunta más importante: ¿por qué no lo hicieron antes de ahora?
Por un mero instante, vio un destello en los ojos del joven. Luego la cautela, la fatiga o la mera costumbre volvieron a oscurecer la expresión.
—Son muchas reflexiones para una estrella.
—Así es. Y un día esas reflexiones pueden enseñarnos cómo los dioses crearon nuestro mundo. Y ese día, ¿no seremos como dioses?
Toby hizo la señal del conjuro.
—¿Cómo dice eso? A veces me asusta, maese Chaven.
Él sacudió la cabeza.
—Ayúdame a enfocar el telescopio en Kossope, y luego puedes acostarte.
* * *
Mejor estar solo, pensó Chaven mientras consignaba las últimas observaciones. Hasta Toby habría notado el modo en que le temblaban las manos cuando se acercó la hora que aguardaba. Era una sensación sumamente extraña. Siempre había codiciado el conocimiento, pero este hambre no podía ser saludable. Cada vez que usaba el gran espejo, se sentía más reacio a volver a cubrirlo. ¿Era sólo ansia de sabiduría o un hechizo del espíritu que le daba esa sabiduría? ¿O era otra cosa? No sabía qué había causado esa avidez, pero le costó tomarse el tiempo para cubrir su larga caja llena de raras y caras lentes, con su pesada tapa, y sólo el helado aire nocturno lo persuadió de demorarse aún más para cerrar la puerta del techo del observatorio, ocultando esas estrellas invasoras y enloquecedoras.
Su necesidad se había agudizado porque durante días el espejo sólo le había dado sombras y silencio. Esta noche había sido frustrante tratar de concentrarse en Kossope cuando su mayor atención estaba en las tres estrellas rojas llamadas Cuernos de Zmeos, y también la Vieja Serpiente: cuando despuntaran detrás del gran planeta de Perin, como lo harían esta noche, consultaría de nuevo el espejo.
Tras cerrar el observatorio y el telescopio, fue en busca de Kloe. Esta noche, si los dioses le sonreían, el trabajo de ella y la ofrenda de él no serían ignorados de nuevo.
* * *
Chaven estaba tan ansioso que no notó que trataba a Kloe con brusquedad hasta que ella le dio un mordisco entre el pulgar y el índice. La soltó, maldiciendo y succionando la herida mientras la gata se escabullía, pero aunque pronto se avergonzó de haber tratado mal a su fiel mascota, aun esa vergüenza fue devorada por la necesidad que rugía en su interior.
Se sentó ante el espejo en una habitación oscura que ya se oscurecía aún más, y se puso a cantar. Era una vieja canción en una lengua tan muerta que ninguna persona viviente sabía la pronunciación correcta, pero Chaven pronunciaba las palabras como le había enseñado su viejo maestro, Kaspar Dyelos. Dyelos, conocido como el Brujo de Kracia, nunca había poseído un Gran Espejo, aunque había tenido astillas de más de uno y había podido hacer maravillas con ellas. Pero la disciplina de los espejos consistía tanto en recordar y transmitir ese recuerdo para las generaciones venideras como en la manipulación práctica del cosmos (Chaven se preguntaba cuántas cosas maravillosas se habrían perdido en los años de la peste) y Dyelos le había enseñado todo lo que sabía. El día en que Chaven encontró este espejo, este asombroso artefacto, ya sabía cómo usarlo, aunque no había comprendido con exactitud cada etapa del proceso.
Ahora Chaven se rascó la cabeza, perturbado por un pensamiento errante. Empezaba a dolerle la cabeza de tanto mirar las sombras del espejo y se preguntaba si alguien más miraba el ratón de sombra que yacía en el suelo de sombra, y si ese alguien aparecería. ¿También esta noche estaba condenado al fracaso? Estaba distraído, ése era el problema, pero lo intrigaba el hecho de que súbitamente no recordara dónde había adquirido el espejo que ahora estaba apoyado en la pared de su recinto secreto. Esta laguna de su memoria parecía repentina.
Recordaba sin dificultad dónde y cuándo había obtenido los demás cristales de los estantes, y el origen de cada uno, pero no lograba recordar dónde había conseguido la joya de su colección, este Gran Espejo.
La incongruencia empezaba a parecer una picazón que no podía rascar y estaba empeorando. Aun el hambre que sentía empezó a debilitarse cuando se interesó en este enigma. ¿De dónde vino ese poderoso objeto? ¿Cuánto tiempo lo tuve?
Entonces algo resplandeció en el centro del espejo, un gran estallido de luz blanca, como si un agujero se hubiera abierto en el cielo nocturno para liberar el resplandor de los dioses, que era el trasfondo de todo. Chaven alzó las manos, deslumbrado; la luz se atenuó cuando el búho se posó, plegó las brillantes alas y lo miró con ojos anaranjados, sosteniendo el ratón sacrificial de Kloe en sus grandes garras.
Los demás pensamientos echaron a volar como si las alas también lo hubieran envuelto a él, o quizá como si se hubiera transformado en la criaturilla que estaba apresada en esa garra nívea, en manos de un poder tan inmenso que parecía un honor entregarle la vida.
* * *
Salió del largo vacío y entró en la gran luz. Aún le zumbaba en los oídos una música inexplicable (un bordoneo lleno de voces y melodías complejas), pero empezaba a decrecer. Aún respiraba un aroma inefable, potente y dulzón como fragancia de rosas (aunque esas rosas no crecían en plantas que echaran raíces en la mera tierra, en un suelo plagado de muerte y corrupción), pero ya no era lo único en que podía pensar.
No supo si ese profundo deleite había durado un instante o varios siglos, pero al cabo la voz que no era una voz le habló, un simple pensamiento que pudo haber sido Estoy aquí, o simplemente Soy. No era masculina ni femenina, sino ambas cosas. La distinción no tenía importancia. Agradeció que su ofrenda hubiera sido aceptada. A cambio recibió una especie de conocimiento, la calma poderosa de algo que sólo esperaba adoración y temor.
Pero, a pesar de su alegría por volver a ingresar en ese círculo de luz, experimentaba una perturbación que le recordaba las sombras de su sala de espejos, que a veces cobraban formas raras en el rabillo del ojo pero nunca en el centro de la visión.
Preguntas, recordó, y por un instante logró recobrarse a sí mismo. Debo hacer preguntas. Los techeros, declaró, esas criaturas antiguas y pequeñas que viven ocultas. Hablan de alguien que llaman el Señor de la Cumbre, que se les presenta y les ofrece sabiduría. ¿Eres tú?
Le respondió una especie de risotada. También había una sensación de desdén, de negación.
¿Entonces no hablan de ti?, insistió. ¿No eres tú quien les hace advertencias ominosas?
La cosa brillante (ahora no parecía un búho, y aunque en ese momento la forma le resultaba totalmente clara, sabía que después no podría explicarla en palabras, ni siquiera recordarla) tardó un largo rato en responder. Chaven sintió esa pausa de silencio como una muerte, y cuando la cosa volvió a hablarle sintió tanta gratitud que se perdió parte de lo que decía.
Lo único que pudo deducir de ese pensamiento fragmentario y sin palabras era que ciertas cosas dormidas habían despertado. La cosa brillante le dijo que sus obras eran sutiles, y no estaban destinadas a su entendimiento.
Notó que ahora lo regañaban; había notas discordantes en la música que lo rodeaba. Sintió consternación y pidió perdón, alegó que sólo quería ser un fiel servidor de la cosa brillante, pero en el único vestigio de su yo secreto que le quedaba, esa nota agria le había permitido pensar con mayor claridad. ¿De veras su único deseo era servir a esa cosa, ese ser, esa fuerza? Cuando la había tocado por primera vez, o cuando ella lo había tocado, casi le había parecido que eran pares intercambiando información.
¿Pero qué quería aprender de mí? ¿Qué podría darle yo a este… poder? Ahora no lo recordaba, así como no recordaba cómo había caído en sus manos el espejo, el portal de ese júbilo doloroso.
La presencia radiante le explicó que lo perdonaría por esa interrogación impertinente, pero a cambio él debía realizar una tarea. Una tarea importante, parecía decir, incluso una tarea sagrada.
Vaciló un instante, pero sólo un instante. Una parte de él aún quedaba atrás, como si el espejo fuera una criba y no todo lo que había sido Chaven pudiera atravesarla para caer en ese fuego abrasador. Ese pequeño recordatorio observaba, impotente como en una pesadilla, pero aún no tenía fuerzas para cambiar nada.
—¿Qué debo hacer? —preguntó.
Se lo explicó, o mejor dicho le proyectó ese conocimiento, y tal como lo había regañado, ahora lo alababa; esa amabilidad era como miel y música argentina y la vasta y apabullante luz de los cielos.
Eres mi buen y leal servidor, le dijo. Y al final tendrás tu recompensa, aquello que realmente buscas.
La luz blanca comenzó a disiparse, replegándose como una ola que hubiera alcanzado su pico y ahora se deslizaba por la arena para regresar al mar. Poco después estaba solo en una habitación profunda y secreta, iluminada sólo por la trémula llama de una vela negra.
Unos golpes en la puerta de la cocina obligaron a la señora Jennikin a atender en bata y gorro de dormir. Sostenía la vela como si fuera un talismán. Su cabello gris y desgreñado se derramaba sobre los hombros.
—Soy yo. Lamento despertarla a estas horas, pero es necesario.
—¿Doctor…? ¿Qué pasa? ¿Alguien está enfermo? —Ella ensanchó los ojos—. ¡Zoria nos guarde! ¡Hubo otro asesinato!
—No, no. Tranquila. Debo salir de viaje, nada más, y debo partir de inmediato… antes del alba.
Ella le acercó la vela a la cara, quizá buscando indicios de locura o de fiebre.
—Pero, doctor, es…
—Sí, es plena noche. Con más exactitud, mi reloj indica que faltan dos horas para el alba. Lo sé tan bien como cualquiera y mejor que la mayoría. Y sé tan bien como cualquiera lo que debo hacer, ¿no le parece?
—Por supuesto, doctor. ¿Pero a qué se refiere…?
—Tráigame pan y un poco de carne, para que pueda comer sin detenerme. Pero antes de eso, despierte a Hariy y dígale que prepare mi caballo para un viaje. Pero a nadie más. No quiero que nadie más me vea partir.
—Pero… ¿adónde va, doctor?
—No es preciso que lo sepa, buena mujer. Ahora iré a empacar lo que necesito. También debo escribir una carta para que usted se la lleve a Nynor, el castellano. Creo que me iré sólo un par de días, pero quizá sean más. Si alguien de la familia real necesita los servicios de un médico, le diré a Nynor cómo encontrar al hermano Okros en la Academia; y si viene alguien a buscarme y no puede esperar, también puede consultar a Okros. —Se rascó la cabeza, pensando—. También necesitaré mi capa abrigada: el tiempo estará húmedo y quizá haya nieve.
—Pero… doctor, ¿qué hay de la reina y su bebé?
—Maldición, mujer —gritó él—, ¿cree que no conozco mi oficio? —Ella se amilanó y Chaven se arrepintió de su arranque—. Mis disculpas, buena señora Jennikin, pero ya he pensado en todas estas cosas y haré las aclaraciones necesarias en mi carta a Nynor. No se preocupe por la reina. Goza de buena salud, y una comadrona la acompaña día y noche. —Aspiró profundamente—. Por favor, aleje un poco esa vela. Parece que quiera prenderme fuego.
—Perdone, doctor.
—Ahora vaya a despertar a Harry. En invierno es lento como melaza y necesito ese caballo. —Era obvio que ella quería preguntarle algo más pero no se atrevía. Chaven suspiró—. ¿De qué se trata?
—¿Estará de vuelta para el Día del Huérfano? El carnicero me ha prometido un buen puerco.
Estuvo a punto de volver a gritarle, pero a fin de cuentas ésta era la esencia de su mundo. Esto era importante para ella, y en tiempos normales también lo habría sido para Chaven, que amaba el puerco asado. ¿Qué importaba si éstos no eran tiempos normales? Quizá no hubiera más festejos del Día del Huérfano después de éste. Era una pena estropearlo.
—Estoy seguro de que estaré de vuelta antes del Día del Huérfano, y quizá antes de la Noche del Cantar Desenfrenado; tan seguro como puede estarlo alguien que sabe que los dioses son antojadizos. No tema por el puerco, señora Jennikin. Sin duda estará espléndido y lo disfrutaré muchísimo.
Ella parecía menos asustada cuando él se marchó, como si, a pesar de la hora, la vida ya no pareciera tan peligrosamente precaria. Él se alegró de que así fuera, al menos para uno de ellos.
El mayordomo del médico procuró deshacerse de Sílex. El viejo parecía distraído, culpable, como si lo hubieran interrumpido en la realización de un delito pequeño pero decisivo y llevara prisa por volver a su tarea.
Durmiendo la siesta, pensó Sílex, aunque era demasiado temprano para eso. Entonces se acostó tarde. No se dejaría disuadir tan fácilmente.
—No me importa que no reciba a nadie. Debo hablar de algo importante. Dile que Sílex de Cavernal está aquí. —Si el médico estaba ocupado y no deseaba recibir visitas, pensó Sílex, quizá debiera ir por el pasaje subterráneo (Chaven no se atrevería a pasar por alto una llamada a esa puerta), pero le llevaría mucho tiempo irse y regresar, y le disgustaba la idea de perder así gran parte del día. Cada hora que había dedicado a su infructuosa búsqueda del niño había sido más irritante que la anterior y ahora era aún más exasperante, como si Pedernal estuviera en una carreta o barco que se alejaba con cada momento que pasaba.
A pesar de las protestas de Sílex, el criado estaba a punto de cerrarle la puerta en la cara cuando una anciana asomó la cabeza bajo el brazo del mayordomo y echó un vistazo al cavernero. La había visto antes, así como había visto al viejo, pero casi siempre de lejos, cuando Chaven lo conducía por el observatorio. No recordaba sus nombres.
—¿Qué quiere? —preguntó ella, entornando los ojos.
—Quiero ver al doctor. Sé que es inconveniente, y quizá haya ordenado que no lo molesten. Pero él me conoce y… es sumamente importante. —Ella aún lo miraba con desconfianza. Como el viejo, tenía ojeras y parecía nerviosa y distraída. Tampoco en esta casa han dormido bien, pensó Sílex. Después de pasar la noche recorriendo Cavernal y Marca Sur, sentía un hormigueo en todo el cuerpo. Sólo su preocupación por el niño perdido lo mantenía en pie.
—Imposible —dijo ella—. Si necesita atención médica, debe acudir al hermano Okros de la Academia, o un barbero de la ciudad.
—Pero… —Él recobró el aliento, contuvo el impulso de gritarles a esos viejos obstinados—. Mi hijo ha desaparecido. Chaven lo conoce, me dio ciertos consejos sobre él. Es un niño especial. Pensé que Chaven tendría alguna idea.
El rostro de la mujer se ablandó.
—¡Ay, pobrecillo! ¿Conque ha desaparecido? Usted, pobre hombre, debe de estar muy afligido.
—Así es, señora.
El criado alzó los ojos y desapareció en el pasillo. La mujer salió al patio, secándose las manos en el delantal, y miró en torno como para cerciorarse de que nadie fisgoneara.
—No debería decírselo, pero el doctor no está. Tuvo que salir de viaje repentinamente. Partió esta mañana, antes del alba.
Una sospecha, alimentada por la coincidencia, le hizo preguntar:
—¿Solo? ¿Se fue solo?
Ella lo miró con un desconcierto que gradualmente se transformó en hosquedad.
—Solo, claro que sí —respondió—. Nosotros lo despedimos. No irá a pensar…
—No, señora, no pienso nada malo. Es sólo que el pequeño conoce al doctor y parece tenerle simpatía. Quizá se le haya apegado, como suelen hacer los niños.
Ella meneó la cabeza.
—No había nadie más. Él partió una hora antes de que saliera el sol, pero yo tenía una lámpara y lo habría visto. Además, el doctor llevaba mucha prisa, aunque no debería hablar de esto con nadie. No se ofenda.
—En absoluto. —Pero ahora estaba aún más consternado. Había tenido la esperanza de que el agudo ingenio de Chaven diera con una nueva idea—. Sin duda usted estará muy ocupada, así que la dejaré en paz. Cuando él regrese, por favor dígale que Sílex de Cavernal desea hablar urgentemente con él.
—Lo haré —dijo ella, y parecía lamentar no poder hacer nada más—. Que los dioses le den buena suerte. Espero que encuentre al chiquillo. Sin duda lo encontrará.
—Gracias. Es usted muy amable.
* * *
En su fatiga, estuvo a punto de resbalarse dos veces mientras trepaba por la pared. Cuando llegó al tope, tuvo que sentarse para recobrar el aliento antes de hablar.
—¡Hola! ¡Soy Sílex de Cavernal! —No quería gritar demasiado por temor a llamar la atención. Era media mañana y ni siquiera esta sección del castillo cercana al cementerio estaba del todo desierta—. Su majestad la reina Murciélago del Campanario tuvo la amabilidad de recibirnos a mí y a mi hijo Pedernal. ¿Me recordáis? ¡Hola!
No hubo respuesta ni movimiento, aunque llamó una y otra vez. Al fin, tan cansado que empezaba a preocuparse por el descenso, se acuclilló. Sacó del bolsillo un pequeño bulto envuelto en piel de topo. Lo abrió y alzó el cristal hasta que recibió un destello de la luz de la mañana y brilló como una estrella diminuta.
—Tengo un regalo para la reina. Es un huevo de Edri; muy delicado, el mejor que tengo. Estoy buscando al niño Pedernal y necesito vuestra ayuda. Si podéis oírme y queréis recibirme, estaré aquí mañana a la misma hora. —Trató de pensar en un saludo apropiado pero no se le ocurrió nada. Plegó la piel de topo y puso el cristal en su interior. Qué monstruo hermoso y brillante podría nacer de esta cosa, pensó distraídamente, pero esa fantasía no le produjo el menor placer.
Con dolorosa cautela, descendió por la pared, tan abatido por la desesperación que casi le sorprendió no hundirse en el suelo cuando al fin lo tocó con los pies.
* * *
Era un día como tantos otros, pero cuando despertó por la mañana al oír la campana de la capilla de Erivor, mientras el mantis y sus acólitos iniciaban los ritos matinales, Briony estaba tan apesadumbrada como si fuera el día de una ejecución.
Rose, Moina y sus doncellas entraron en la habitación, exageradamente calladas, como si la princesa regente fuera un oso al que temían despertar, pero aun así haciendo tanto ruido como un penteconto de soldados en la plaza del mercado. Ella gruñó y se incorporó, luego les permitió que la rodearan y le quitaran la ropa de noche.
—¿Hoy llevaréis el vestido azul? —preguntó Moina con voz implorante.
—El marrón —sugirió Rose—. Con cortes en las mangas. Os sienta a la perfección…
—Lo mismo que llevé ayer —respondió—. Pero limpio. Una túnica… La que tiene galones dorados. Una falda de montar. Calzas.
Las doncellas y las dos damas de honor hicieron lo posible para no enfurruñarse, pero eran pésimas actrices. Rose y Moina parecían considerar que la ropa varonil de Briony era una afrenta personal, pero esa mañana no le preocupaban los tiernos sentimientos de sus damas. Briony estaba harta de vestirse para los demás, harta de estar obligada a ser vistosa para que los demás tuvieran el derecho tácito de no escuchar lo que decía. Nadie se atrevía a ignorar del todo a la princesa regente, pero sabía que cuando estaban a solas los cortesanos deseaban el regreso de Olin, y no sólo porque fuera el rey verdadero. Lo notaba en sus miradas: no se fiaban de ella porque era mujer. Peor aún, una muchacha. Esto la enloquecía de resentimiento.
¿Hay alguno de ellos que no haya nacido de mujer? Los dioses han dado a nuestro sexo el mayor don, el más importante para la supervivencia de nuestra especie, pero como no podemos orinar de pie contra una pared, no merecemos ninguna otra responsabilidad.
—No me importa si estás enfadada conmigo —le protestó a Rose—, pero no me tires así del cabello.
Rose soltó el cepillo y retrocedió un paso, realmente consternada.
—Alteza, no quise…
—Lo sé. Perdóname, Rose. Estoy de pésimo humor esta mañana.
Mientras las mujeres le trenzaban el cabello, Briony cogió una fruta y un poco de vino azucarado, pues Chaven le había dicho que era bueno para la digestión. Cuando las damas lograron apilar sus trenzas en un intrincado moño, dejó que le clavaran el sombrero, aunque estaba ansiosa por moverse.
El horror de lo que Barrick le había contado amenazaba con arrastrarla como esas corrientes traicioneras de la bahía de Brenn. Temía por su hermano, y estaba afligida por él; se había encerrado en su habitación desde entonces, con la excusa de que la fiebre había vuelto, pero estaba segura de que en realidad sentía vergüenza de verla. ¡Como si ella pudiera amarlo menos! Aun así, sus otras diferencias eran menores en comparación con esta sombra que los separaba.
Pero peor era lo que le había contado sobre su padre. Briony nunca había sido una de esas niñas tontas que cree que su padre no puede cometer errores (demasiadas veces había sufrido los comentarios incisivos de Olin como para incurrir en esa complacencia, y él siempre había sido un hombre melancólico), pero la historia de Barrick era asombrosa, devastadora. Pensar que durante toda su infancia su padre había sobrellevado esa carga… No sabía si compadecerse de su sufrimiento o enfurecerse con él, por haber ocultado el secreto a quienes más lo amaban.
De un modo u otro, era como si hubieran abierto un boquete en las paredes de una habitación conocida, y del otro lado no hubiera aparecido otra habitación conocida sino un lugar inconcebible.
¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible todo esto? ¿Por qué nadie me lo dijo? ¿Por qué padre no me lo reveló? ¿Es como Barrick? ¿Piensa que yo lo odiaría?
Briony siempre había sido una niña práctica, al menos en comparación con su mellizo (no era propensa a las cavilaciones ni los cambios de humor), pero esto superaba todo lo que había experimentado.
En ciertos sentidos era peor que la muerte de Kendrick, porque trastocaba todo lo que creía saber.
De nuevo estaba de luto, y no por la muerte de una persona, sino de su paz interior.
* * *
Estoy cansada, muy cansada. Eran sólo las diez de la mañana. No podía evitar su enfado con Barrick. Aunque él padeciera un sufrimiento espantoso, delegaba en ella todos los deberes del gobierno de Marca Sur.
La sala del trono estaba atestada de gente que le reclamaba atención, y algunos reclamos eran impostergables. En ese momento el lord canciller Gallibert Perkin y tres caballeros de sus cámaras explicaban detalladamente la necesidad de recaudar más dinero para el gobierno de Marca Sur o de usar parte del rescate del rey Olin. Los mercaderes estaban preocupados por el año entrante, los banqueros eran cautos con sus fondos, y la corona ya había pedido demasiados préstamos, así que el uso del rescate era una posibilidad atractiva. Era un problema insoluble, pero había que solucionarlo. Gastar el dinero del rescate seria traicionar no sólo a su padre sino a la gente que lo había dado, no siempre de buena gana, para liberarlo. Pero el personal doméstico de Marca Sur devoraba dinero como un ogro de los viejos cuentos devoraba oro. Briony nunca había entendido cuánto trabajo se requería para mantener una casa en orden (máxime cuando esa casa era la mayor del norte de Eion y el centro de la vida de cincuenta mil almas) y mucho menos para mantener en orden todo un país. La corona tendría que descubrir otra manera de ingresar dinero. Como de costumbre, el canciller Perkin recomendaba imponer más gravámenes a la gente que ya había entregado enormes sumas para el rescate de su padre.
El desfile continuó. Dos mantis del Trígono hablaron en nombre del tribunal eclesiástico del jerarca Sisel, que consideraba que tenía precedencia sobre el tribunal de la ciudad en una causa específica. También se trataba de dinero, pues era un delito grave (un terrateniente acusado de la muerte de un arrendatario por negligencia) y el tribunal que proveyera el juez se quedaría con el dinero recaudado o las multas. Briony había pensado que al ser la princesa regente resolvería los problemas, castigaría al culpable, recompensaría al inocente. En cambio, había descubierto que en general sólo decidía quién debía arbitrar en los pleitos, si el magistrado de la ciudad, los jueces del jerarca o (muy ocasionalmente, casi siempre en casos donde los acusados eran nobles) el trono de Marca Sur.
Pasó el mediodía. La procesión de gente y sus problemas continuaba como una celebración oficial del tedio y la mezquindad. Briony deseaba hacer una pausa para descansar, pero la fila de solicitantes parecía estirarse hasta los confines de la tierra y lo que dejara inconcluso hoy tendría que completarse mañana, cuando debía asistir a su lección con la hermana Utta. Había aprendido a ser tenaz en la defensa de sus escasos momentos de intimidad, así que, en vez de descansar, pidió carne fría y pan y cambió de posición para aliviar el dolor de sus posaderas. Era extraño pero cierto que resultaba incómodo pasarse el día en una silla, aunque usara dos o tres cojines.
Lord Nynor el castellano se inclinó ante ella, ensortijándose la barba con el dedo, esperando que le prestara atención.
—Disculpadme —dijo Briony—. ¿Qué dijisteis? ¿Algo sobre Chaven?
—Me ha enviado una extraña carta —explicó el viejo. Briony comprendió con fascinado horror que la atención a ese condenado desfile de acusadores y disconformes era la tarea a que Nynor había dedicado cada día de su larga carrera de varias décadas, desde que había llegado a ser uno de los principales cortesanos de su abuelo. No parecía estar loco, pero ¿quién elegiría semejante vida?—. El médico ha tenido que partir en un viaje inesperado. Sugiere que llame a Okros de Marca Este en su ausencia, que según dice durará varios días.
—A menudo viaja para consultar a otros sabios —dijo Briony—. Eso no es sorprendente.
—¿Sin decirnos dónde encontrarlo? ¿Y cuando la reina está a punto de dar a luz? En todo caso, la carta me llamó la atención. —Nynor tenía los ojos inflamados y acuosos, así que aun en sus mejores momentos parecía haber estado llorando, pero era perspicaz, y en sus largos años de servicio a la familia Eddon había demostrado que merecía la pena escucharlo.
—¿No dice nada que deba preocupamos de inmediato? Entonces dádmela y la examinaré después. —Briony tomó el pergamino plegado y lo guardó en el sobre de piel de ciervo en que llevaba los sellos, el anillo y otros adminículos importantes—. ¿Algo más?
—Necesito vuestra autorización para llamar al hermano Okros.
—Contad con ella.
—Y el poeta…
—¿Tinlight? ¿Tin…?
—Tinwright. ¿Es verdad que deseáis incorporarlo a la corte?
—Sí, pero sin lujos. Dadle la ropa necesaria, y desde luego hay que alimentarlo…
Hubo un murmullo en la multitud mientras alguien se abría paso, y todos se apartaron como si un animal inofensivo pero mugriento estuviera suelto en la sala. Matty Tinwright irrumpió desde la primera fila de cortesanos y se arrojó al pie de la tarima.
—Ah, bella princesa, habéis recordado vuestra promesa. Vuestra generosidad es aún mayor de lo que se dice, y se dice que es proverbial como el calor del sol y la humedad de la lluvia.
—Que el martillo de Perin nos machaque a todos —tronó Avin Brone, que acechaba todo el día junto al trono como un oso adiestrado, espantando a los que hacían perder tiempo a la princesa.
El poeta era divertido, pero Briony no estaba de ánimo para esto.
—Ya, ya, ve con lord Nynor y él atenderá tus necesidades, Tinwright.
—¿No queréis oír mis últimos versos? ¿Inspirados este mismo día en esta misma sala?
Trató de decirle que no quería oírlos, pero Tinwright no era de los que esperaba largo tiempo una negativa, una treta que había tenido que aprender prematuramente, a juzgar por sus versos.
—Vestida de negro viril se yergue, como los nubarrones de la ira de oktamene en el cielo estival. Pero bajo esos negros pliegues hay nieve virgen, blanca y pura, que dará fresca dulzura a estas tierras…
Comprendía los rezongos del lord condestable, pero habría preferido que Brone fuera un poco más discreto. El joven se esmeraba, y ella había tenido la idea de alentarlo. No quería someterlo a una humillación.
—Muy bonito —dijo—. Pero en este momento estoy atendiendo asuntos de estado. Quizá puedas escribirlo y enviármelo para que pueda apreciar sus méritos sin distracciones.
—Mi señora es demasiado amable. —Tinwright les sonrió a los otros cortesanos, pues ya podía considerarse uno de ellos, se levantó, hizo una reverencia y se perdió en la multitud. Se oyeron risas.
—Mi señora es excesivamente amable —murmuró Brone.
Steffans Nynor aún permanecía en su sitio, visiblemente nervioso.
—¿Sí, castellano? —le preguntó Briony.
—¿Puedo acercarme al trono, princesa?
Ella lo llamó con una señal. Brone también se le acercó, como si el enclenque y vetusto Nynor pudiera ser una amenaza, o quizá sólo para oír mejor.
—Hay otra cosa —dijo el castellano en voz baja—. ¿Qué haremos con los Tolly?
—¿Los Tolly?
—¿No habéis oído? Llegaron hace dos horas. Perdón por no haberos informado, pero estaba seguro de que otra persona lo haría. —Miró a Brone de soslayo. Eran rivales políticos, y no eran precisamente amigos—. Un grupo de la corte de Estío está aquí, encabezado por Hendon Tolly. El joven parece muy contrariado. Hablaba abiertamente sobre la desaparición de su hermano, el duque Gailon.
—Zoria misericordiosa —jadeó Briony—. Pésima noticia. ¿Hendon Tolly? ¿Aquí?
—El hermano mediano, Caradon, estará tan complacido con la perspectiva de ser el próximo duque que no se molestó en venir a fastidiar —murmuró Brone—. Pero dudo que haya hecho un gran esfuerzo para detener al hermano menor… y de poco le habría servido. Hendon es un desaforado, alteza. Debemos vigilarlo. —Cuando el condestable terminó su pequeño discurso, un miembro de la guardia real se le aproximó y Brone se volvió para intercambiar unas palabras con él.
Briony no habría escogido la palabra «desaforado». «Desquiciado» habría sido más atinada. El menor de los Tolly era tan peligroso e imprevisible como el fuego en un día ventoso. Un suspiro fue la única voz que dio al ferviente deseo de estar fuera de esto, de retroceder en el calendario a los días en que la mayor dificultad era pensar cómo ella y Barrick escaparían de sus lecciones.
Maldito sea Barrick por dejar todo esto en mis manos. Se arrepintió de este pensamiento cruel: su hermano no necesitaba más maldiciones.
—Tratad a los Tolly con respeto —dijo—. Dadles los aposentos de Gailon. —Recordó lo que había dicho Brone sobre la gente de Estío y los agentes del autarca—. No, no lo hagáis, por si ha dejado alguna misiva en un lugar secreto. Alojadlos en la Torre del Invierno, de modo que estén a la vista y les cueste más desplazarse sin pasar inadvertidos. Lord Brone, vos os encargaréis de hacerlos vigilar, ¿verdad? ¿Lord Brone?
Se volvió, irritada por la falta de atención. El guardia que había hablado con el condestable se había ido, pero Brone no se había movido y tenía una expresión de confusión e incredulidad que Briony nunca le había visto.
—Lord condestable, ¿qué sucede?
Él la miró a ella, miró a Nynor. Se inclinó hacia delante.
—Debéis deshaceros de esta gente. Ya.
—¿Qué habéis oído?
Él sacudió la cabeza barbada, lento y desconcertado como si estuviera en medio de un sueño.
—Vansen ha regresado, alteza… Ferras Vansen, el capitán de la guardia.
—¿De veras? ¿Y qué ha descubierto? ¿Ha encontrado la caravana?
—No, y para colmo ha perdido la mayor parte de su tropa: más de una docena de soldados capaces. Pero eso no es lo más importante. Llamadlo. Si lo que he oído es verdad, tendremos que hablar con él de inmediato.
—Pero, Brone… ¿qué habéis oído? Decídmelo.
—Que estamos en guerra, princesa, o pronto lo estaremos.
—¿En guerra? ¿Con quién?
—Con los ejércitos de las hadas, al parecer.