24: Leopardos y gacelas

24

Leopardos y gacelas

ALEGRÍA CRECIENTE

Las colmenas están llenas

Las hojas caen despacio

Ahora la muerte es agradable

Oráculos de Osario

—¿Por qué me siento tan mal? —gimió Qinnitan.

—¡Levántate, tú! —La Favorecida Luian intentó abofetear a una de sus criadas tuaníes, que la esquivó con destreza, de modo que el golpe sólo rozó el pelo negro de la muchacha—. ¿Qué haces, lagarto perezoso? —chilló Luian—. Esa tela está seca como polvo. —Pellizcó cruelmente el brazo de la muchacha—. ¡Trae más agua para Qinnitan!

La esclava se levantó y llenó el cuenco en la fuente que gorgoteaba en el rincón de la habitación, regresó y siguió enfriando la frente de Qinnitan.

—No sé, querida —dijo Luian como si nada hubiera pasado—. Un poco de fiebre, tal vez. Nada terrible, estoy segura. Debes rezar y beber té. —Parecía concentrada en algo más que los sufrimientos de Qinnitan, y movía los ojos de un lado a otro como si esperase una interrupción.

—Es esa poción que me dan todos los días, estoy segura. —Qinnitan trató de erguirse, gruñó, desistió. No valía la pena gastar energías—. Oh, Luian, detesto ese brebaje. Me hace sentir fatal. ¿Crees que me están envenenando?

—¿Envenenarte? —Luian la miró sorprendida. Lanzó una risotada áspera y estridente—. Mi dulce pequeña, si el Dorado quisiera matarte, no usaría veneno, sino algo más… —Palideció, se contuvo—. ¡Qué cosas digo! Como si nuestro amado autarca, loado sea su nombre, quisiera tu muerte. No has hecho nada para enfadarlo. Has sido una chica muy buena.

Qinnitan suspiró y trató de convencerse de que Luian tenía razón. No tenía la sensación de estar envenenada, o la sensación que imaginaba en caso de envenenamiento. Nada le dolía, y no estaba precisamente enferma. Su apetito era muy bueno, y también dormía bien, aunque demasiado y muy profundamente, pero había algo raro.

—Tienes razón, Luian. Siempre tienes razón. —Bostezó—. Ya me siento un poco mejor. Debería regresar a mi habitación y dormir la siesta en vez de quedarme aquí como un estorbo.

—¡Oh, no! —La sugerencia pareció sobresaltar a Luian—. No… Debes venir a caminar conmigo. Sí, demos un paseo por el Jardín Aromático. Eso te haría bien. Sería lo ideal para despejar esas telarañas.

Qinnitan había vivido demasiado tiempo en la Reclusión como para no advertir que algo preocupaba a Luian, y era extraño que sugiriese el Jardín Aromático, que estaba al otro lado de la Reclusión, cuando habría sido más fácil pasear por el Jardín de la Reina Sodan.

—Supongo que puedo aguantar una caminata, sí. ¿Estás segura? Estarás ocupada…

—No se me ocurre nada más importante que contribuir a tu mejoría, querida. Ven.

El Jardín Aromático era más caluroso que las habitaciones de la Reclusión, pero los doseles que cubrían los altos muros conservaban una tolerable frescura y el aire era dulce y agradable, con perfume de mirto y rosas del bosque y hoja de serpiente: al cabo de un rato Qinnitan comenzó a sentirse más fuerte. Mientras caminaban, Luian recitó una letanía de quejas y protestas con una voz jadeante que la hacía parecer más joven de lo que era. Era más severa que de costumbre con sus criadas, y cuando una de ellas le rozó el codo la regañó con tanta crueldad que otras personas que había en el jardín, esposas y sirvientas, alzaron la vista, y la esclava, habitualmente tranquila, curvó los labios como si estuviera dispuesta a rugir o a morder.

—Ah, acabo de acordarme —dijo Luian—. Dejé mi chal más bonito en esa pequeña habitación ayer; ahí, en el rincón. —Señaló una puerta sombreada entre dos setos de boj—. Pero hace tanto calor que creo que iré a sentarme en ese banco. ¿Me haces el favor de ir a buscarlo, Qinnitan? Es de color rosa. No puedes pasarlo por alto.

Qinnitan vaciló. Había algo extraño en la cara de Luian.

—¿Tu chal…?

—Sí. Tráelo, por favor. Ahí dentro. —Luian volvió a señalar.

—¿Lo dejaste…? —Luian casi nunca iba a ese jardín, y hacía bastante calor. ¿Por qué llevar un chal?

Luian se inclinó y dijo, con un susurro estrangulado:

—¡Tráelo de una vez, grandísima tonta!

Qinnitan se sobresaltó, más atemorizada que antes.

—Claro.

Al acercarse a la puerta oscura, avanzó con más lentitud, temiendo que un asesino acechara detrás de los setos. ¿Pero por qué Luian se valdría de un recurso tan grosero? A menos que el autarca mismo hubiera decidido que todo era un error, que Qinnitan no era la mujer que quería. Quizá el gigante mudo Mokor, su famoso estrangulados la esperase detrás de la puerta. O quizá ella no tuviera tanta importancia y hubieran encomendado su muerte a un personaje como Tanyssa, la presunta jardinera. Qinnitan miró hacia atrás, pero Luian miraba hacia otro lado, hablando deprisa y en voz alta con sus esclavas.

Hecha un manojo de nervios, Qinnitan soltó un grito sofocado cuando el hombre salió de las sombras.

—¡Silencio! Creo que buscáis esto —dijo, alcanzándole un chal de fina seda—. No lo olvidéis al salir.

—¡Jeddin! —Qinnitan se tapó la boca—. ¿Qué haces aquí? —Un hombre en la Reclusión… ¿Qué le pasaría si lo pillaban? ¿Qué le pasaría a ella?

El capitán Leopardo se interpuso ágilmente entre ella y la puerta, cerrándole el paso. Ella miró frenéticamente esa habitación pequeña y oscura. Sólo había una mesilla y unos cojines, y ninguna otra salida.

—Deseaba veros. Deseaba… hablar con vos. —Jeddin se le acercó y le tomó la mano entre sus anchos dedos, la condujo hacia el interior. El corazón de Qinnitan latía con tanta celeridad que apenas podía respirar, pero no podía ignorar la fuerza de ese apretón ni el modo en que la hacía sentir. Si él deseaba, podría cargarla en hombros y llevársela, y ella no podría hacer nada.

Salvo gritar, desde luego, pero ¿qué le pasaría si lo hacía?

—Venid, no os retendré largo tiempo —dijo él—. He puesto mi vida en vuestras manos al venir aquí, mi señora. No me neguéis unos momentos.

La miraba con tal intensidad y ansiedad que ella no pudo afrontar sus ojos. Volvía a sentirse acalorada y afiebrada. ¿Esto sería un sueño descabellado? ¿El elixir del sacerdote la habría vuelto loca? Pero Jeddin se veía turbadoramente sólido, enorme y apuesto como una escultura del templo.

—¿Qué quieres de mí?

—Algo que no puedo tener. —Él le soltó la mano, apretó los puños—. No puedo dejar de pensar en ti, Qinnitan. Mi corazón no descansa. Incluso rondas mis sueños. Pierdo cosas, olvido cosas…

Ella meneó la cabeza, realmente asustada.

—No. No, eso no… —Se acercó a él, pero se arrepintió. Él había alzado los brazos como para abrazarla, y ella sabía que le costaría zafarse, y no sólo por su fuerza—. Esto es una locura, Jeddin… capitán. Aunque olvidáramos por qué estoy en la Reclusión, quién me ha traído aquí… —Se interrumpió al oír un ruido fuera, pero eran sólo dos esposas que jugaban y reían—. Aunque olvidáramos eso, apenas me conoces. ¡Sólo me has visto dos veces!

—No, mi señora, no. Te veía todos los días cuando era pequeño, y cuando tú eras pequeña. Cuando ambos éramos niños. Fuiste la única que fue amable conmigo. —Tenía una expresión tan seria que habría sido cómica si ella no hubiera temido por su vida—. Sé que está mal, pero no soporto pensar que serás… que eres… para él.

Ella rechazó esta blasfemia con un gesto, y sólo quería alejarse. Había algo en el joven capitán que le oprimía el corazón, que la instaba a confortarlo, y sin duda sentía algo que iba más allá de eso, pero no podía reprimir su creciente temor. Con cada momento que pasaba, se sentía cada vez más como la presa de una jauría implacable.

—Lo único que sucederá es que nos matarán a ambos. Piensa lo que quieras, Jeddin, pero no me conoces.

—Llámame Jin, como en un tiempo.

—¡No! Sólo éramos chiquillos. Tú seguías a mis hermanos. Quizá fueran crueles contigo, pero yo también. Era una niña, una niña tímida. Nunca pedí a los amigos de mi hermanos que dejaran de maltratarte.

—Eras amable. Yo te gustaba.

Ella soltó un gruñido de frustración y angustia.

—¡Jeddin! ¡Debes irte, y no quiero que esto se repita!

—¿Lo amas?

—¿A quién? ¿Te refieres al…? —Ella se le acercó, y pudo sentir su aliento en la cara. Le apoyó una mano en el pecho para impedir que la abrazara—. Claro que no. No soy nada para nuestro señor, menos que nada: una silla, un felpudo, un tazón para lavarse las manos. Pero no le robaría un tazón, y tú tampoco. Si tratas de robarme, nos matarán a ambos. —Recobró el aliento—. Siento aprecio por ti, Jeddin. Un poco.

Él se relajó.

—Entonces hay esperanza. Hay motivos para vivir.

—¡Silencio! No me dejaste terminar. Siento aprecio por ti, y en otra vida quizá pudiera ser algo más, pero no deseo morir por ningún hombre. ¿Entiendes? Lárgate. No vuelvas a pensar en mí. —Trató de apartarse, pero él la aferró en un apretón que no podría haber roto ni en mil años—. ¡Suéltame! —susurró, mirando con pánico hacia la puerta—. Se preguntarán adonde he ido.

—Luian las distraerá un poco más. —Se inclinó hasta que ella casi gimoteó, abrumada por su cercanía—. No lo amas.

—¡Suéltame!

—Silencio. No estaré mucho en este lugar. Mis enemigos conspiran contra mí.

—¿Enemigos?

—Soy un campesino que llegó a capitán de la guardia del autarca. El ministro supremo Vash me odia. Yo divierto al Dorado. Me considera su perro guardián y se ríe cuando me equivoco con las palabras, pero Pinimmon Vash y los demás quieren ver mi cabeza clavada en una pica. Podría matar a cualquiera de ellos con las manos, pero en este palacio dominan las gacelas, no los leopardos.

—¿Entonces por qué les das esta oportunidad de destruirte? Es una tontería. Nos harás matar a ambos.

—No. Pensaré en algo. Estaremos juntos. —Adoptó una expresión distante y el corazón acelerado de Qinnitan pareció saltarse un latido. En ese momento parecía tan loco como el autarca—. Estaremos juntos —repitió.

Aprovechó esta distracción, se zafó la muñeca y regresó deprisa hacia la puerta.

—¡Vete, Jeddin! ¡No seas tonto!

Los ojos de él se humedecieron.

—Espera —le dijo—. No olvides esto. —Le arrojó el chal rosa—. Una noche iré a verte.

Qinnitan se sofocó.

—¡Ni se te ocurra!

Dio media vuelta y salió, volvió al aire perfumado del Jardín Aromático.

—¿Tú también estás loca? —le susurró a Luian mientras le daba el chal. Otras esposas la observaban, pero esperaba que sólo fuera un vago interés en las idas y venidas de una compañera de cautiverio—. ¡Todos seremos ejecutados! ¡Torturados!

Luian no la miró, pero su cara estaba arrebatada bajo el grueso maquillaje.

—Tú no lo entiendes.

—¿Entender? No hay nada que entender. Eres…

—Soy una Favorecida. Él es jefe de los Leopardos del Autarca. Podría hacerme arrestar y matar con cualquier pretexto… Sería mi palabra contra la suya, un castrado gordo con ropa de mujer contra el amo de los mosquetes del Dorado.

—Jeddin no haría semejante cosa.

—Claro que sí. Fueron sus palabras. Me dijo que lo haría.

Qinnitan quedó pasmada.

—Él se cree que está enamorado —dijo al fin—. La gente comete locuras cuando se siente así.

—Sí. —Luian la miró, y había lágrimas en sus ojos de largas pestañas. Una había trazado un surco en la mejilla—. Así es, niña tonta. La gente comete locuras.