22
Un nombramiento real
SIN NOMBRE
Duros como piedra bajo el suelo
Zumbando como avispas
Entrelazados como raíces, como serpientes
Oráculos de Osario
Al menos no lo habían encadenado, se consoló Matty Tinwright, pero la experiencia no había sido muy agradable. Casi se había orinado encima cuando los guardias llegaron a la Fortuna para arrestarlo. Luego, al ver la fortaleza del castillo por primera vez, al oler las húmedas y antiguas piedras y los diversos hedores de una humanidad encerrada y desdichada, casi le había pasado de nuevo. Una cosa era escribir coplas sobre Silas de Perikal en la fortaleza del cruel Caballero Amarillo, pero la realidad de una mazmorra era mucho más perturbadora de lo que se había imaginado.
Soltó un suspiro, y temió que sonara como una queja. No quería que esos corpulentos guardias de manos callosas y cara larga se enfadaran con él. Dos de ellos hablaban sentados en un banco mientras el tercero permanecía a poca distancia del otro lado, pica en mano. Éste era el que lo ponía más incómodo; miraba a Tinwright como ansiando que intentara escaparse, así podría ensartarlo como una liebre asada.
Pero el poeta no pensaba moverse. Su mente se concentraba en la pasividad tal como la aguja de una brújula apunta al norte. Aunque se desmoronara el maldito castillo, me quedaría sentado donde estoy. Matty Tinwright no le dará la menor excusa a ese hideputa de mirada malévola.
Gil estaba echado en el suelo, al otro extremo del banco de los guardias. Tinwright esperaba que fuera buena señal que hubiera tres guardias entre Gil y la puerta y sólo uno para él, que eso significara que pensaban que Gil era el auténtico malhechor. El mozo de taberna, sin embargo, parecía tan poco dispuesto a escapar como el poeta. Clavaba los ojos vacíos en la pared opuesta como un viejo chocho abandonado en el mercado por accidente.
El guardia ceñudo se acercó a Tinwright, haciendo tintinear la cota de malla. Con delicadeza (pero no mucha), hincó la punta de la pica en una fisura del suelo de piedra, a un palmo de la entrepierna de Tinwright. Podía decirse que la pica deseaba intimar con el braguero de Matty.
—Te vi en las Botas del Tejón —dijo el guardia. Pensando en la pica clavada entre sus muslos como la bandera de un conquistador, Tinwright tardó en entender. Creyó que lo acusaban de robar el calzado de la mascota de algún guardia—. ¿Me oyes, hombrecito?
Su cerebro puso manos a la obra. El hombre se refería a una taberna que Tinwright había visitado varias veces, cerca de la Puerta del Basilisco, en general en la ebria compañía del dramaturgo Nevin Hewney.
—No, amigo, me confundes con otro —dijo con toda la sinceridad que pudo fingir—. Nunca he entrado allí. Soy parroquiano de la Fortuna del Escriba, en el callejón del Paso Chillón. Un caballero como tú no conocerá la Fortuna, desde luego. Es de lo peor.
El guardia sonrió burlonamente. Era joven, pero ya tenía una barriga voluminosa y una cara pastosa y desagradable.
—Tú me quitaste a mi compañera. Le dijiste que lo pasaría mejor con un zorro astuto como tú que con el puerco que la escoltaba.
—Sin duda te equivocas, buen amigo.
—Le dijiste que sus pechos eran como pastelillos blancos y su trasero como un pomelo.
—No, sin duda un melocotón —dijo Tinwright, recordando que esa noche estaba totalmente borracho y horrorizándose al pensar que había empleado un símil tan torpe como «pomelo». Al instante se tapó la boca, pero era demasiado tarde. Su lengua levantisca había vuelto a traicionarlo.
El guardia esbozó una sonrisa parcialmente desdentada, y el poeta tuvo la certeza de que no manifestaba preocupación por su bienestar ni apreciación por su destreza para el cortejo. El guardia se inclinó, estiró los gruesos dedos, aferró la nariz de Tinwright y la retorció hasta que el poeta soltó un aterrado chillido de dolor. El guardia se agachó hasta que su bocaza pestilente estuvo a sólo un dedo de distancia, con lo cual era ventajoso que en ese momento le exprimiera dolorosamente la nariz.
—Si el condestable pide tu cabeza, seré el primer voluntario para la faena. Si no, te visitaré pronto en la Fortuna del Escriba. Te arrancaré algunos pedazos —volvió a torcerle la nariz, para disipar cualquier duda— y luego veremos si les gustas a las mujeres.
La puerta se abrió con un chirrido. El guardia soltó la nariz de Tinwright y se enderezó, no sin pellizcarla por última vez. Tinwright tenía lágrimas en los ojos, y la sensación de que alguien le había encendido una fogata en el centro de la cara.
—Por los paños menores de Perin, ¿el embaucador está llorando? —tronó una voz—. ¿En este reino no quedan hombres de verdad, aparte de los soldados? ¿Los demás son meros chulos, estafadores y afeminados como éste? —La vasta silueta del condestable Avin Brone se irguió sobre él, y su barba era un nubarrón negruzco—. ¿Acaso te arrepientes de tus delitos contra la corona? Eso te puede ayudar con los sacerdotes del Trígono, pero no conmigo.
Tinwright contuvo las lágrimas.
—No, excelencia, no soy culpable de nada.
—¿Entonces por qué esos pucheros?
Tinwright consideró que no sería buena idea mencionar lo que había hecho el guardia. Eso podría transformar la tunda que el soldado se proponía darle en un episodio de consecuencias fatales.
—Tengo catarro, excelencia. A veces me ataca de golpe. Este aire húmedo… —Agitó la mano para señalar el entorno, pero temió que el otro lo tomara a mal—. No es que tenga ninguna queja contra el lugar, excelencia. Me han tratado a cuerpo de rey. —Ahora parloteaba. Tinwright nunca había visto a Brone de cerca: parecía que ese sujeto podía triturar el cráneo de un poeta con una sola de sus manazas—. Las paredes son muy fuertes, eminencia, el suelo está bien hecho.
—Sospecho que alguien te golpeó —dijo el condestable—. Si no cierras el pico, tal vez yo vuelva a hacerlo. —Se dirigió hacia uno de los guardias que se había levantado del banco—. Me llevaré a ambos prisioneros. —Hizo señas a uno de los dos soldados que aguardaban junto a la puerta; ambos llevaban la librea de Finisterra, el feudo de Brone—. Llévate a este par. Pégales si es necesario.
El guardia parecía sorprendido.
—Pero… ¿el príncipe y la princesa?
—Están enterados, naturalmente —gruñó Brone—. ¿Quién crees que ordenó que me los llevara?
—Ah, sí. Muy bien, lord condestable.
Tinwright se levantó penosamente. No opondría la menor resistencia. No quería que lo lastimaran más, y mucho menos que ese descomunal y temible condestable se pusiera aún más furioso.
* * *
El aterrado Tinwright se sorprendió cuando Brone y los dos soldados los llevaron en un largo y sinuoso trayecto por el fondo de la sala principal hasta llegar a una pequeña pero hermosa capilla. Un vistazo a las pinturas de la pared le indicó que debía ser la capilla de Erivor, dios del mar y protector de los Eddon, uno de los recintos más famosos de Marca Sur. El decorado parecía apropiado, porque Gil había caminado hasta allí tan despacio y distraídamente como si estuviera tapado por el agua. A Tinwright le intrigó que lo hubieran llevado a ese lugar, pero se sentía un poco mejor: sin duda no lo matarían de inmediato, pues no querrían manchar de sangre los célebres frescos.
A menos que me estrangulen. ¿No estrangulaban a los traidores? Se le aceleró el corazón. ¡Traidores! Pero esto es una locura… ¡No soy ningún traidor! Sólo escribí esa carta porque ese forajido de Gil me cegó a mí, un poeta menesteroso, con su oro mal habido.
Cuando Avin Brone se sentó en un banco largo cerca del altar, Tinwright estaba a punto de llorar de nuevo.
—Silencio —dijo Brone.
—Eminencia, yo…
—Cállate, idiota. Me he sentado, pero puedo levantarme para pegarte. El placer hará que el esfuerzo merezca la pena.
Tinwright calló de inmediato. Los puños que sobresalían de las mangas de encaje de ese hombre tenían el tamaño de hogazas. El poeta miró de reojo a Gil, que no sólo no parecía asustado sino que no parecía darse cuenta de lo que pasaba. Al cuerno contigo y tu oro, quería gritarle Matty Tinwright. Eres como el elfo venenoso de un cuento, que trae mala suerte a todo el mundo.
Pensando que el mejor modo de evitarse problemas sería cerrar bien los ojos y la boca y rezarle al dios de los poetas y borrachos (aunque la respuesta a su última plegaria lo había llevado al umbral de la celda destinada a un traidor), tardó un instante en comprender que había llegado más gente. La voz de la muchacha le hizo abrir los ojos.
—¿Estos dos?
—Sí, alteza. —Brone señaló a Gil—. Éste es el que afirmaba esas cosas. El otro dice que se limitó a escribir la carta, aunque tengo mis dudas… Mirad quién tiene más aspecto de haber engatusado al otro.
Tinwright ansiaba proclamar su inocencia, pero estaba aprendiendo a comportarse en una situación en que no tenía el menor poder. Otra media docena de personas habían entrado en la capilla. Cuatro eran guardias reales que se habían plantado cerca de la puerta e intercambiaban miradas despectivas con los soldados del condestable, de librea roja y dorada; los otros dos, notó con asombro, eran los dos hijos vivos del rey Olin, la princesa Briony y el príncipe Barrick.
—¿Por qué aquí? —preguntó la rubia princesa. Tinwright tuvo que mirar dos veces para verificar que la que hablaba era ella. Era bastante bonita, para ser alta y huesuda (Matty prefería las mujeres blandas, pálidas y torneadas como una nube de verano), pero llevaba el pelo suelto y estaba extrañamente vestida con una falda de montar, calzas y una chaqueta larga y azul que parecía de varón. Su pálido y pelirrojo hermano estaba vestido de negro. Tinwright había oído decir que el príncipe estaba siempre de luto, pero era asombroso ver a Barrick Eddon tan cerca, como si fuera otro parroquiano de la Fortuna; ver a ambos regentes frente a él, como si Tinwright fuera un favorito de la corte que los recibía. Por un instante fugaz se refugió en esa fantasía. Qué bendición sería contar con el mecenazgo de la realeza…
—Estamos aquí porque no habrá intrusos —dijo Brone.
—Pero dijiste que sólo trataban de darnos información falsa para sacarnos dinero.
Tinwright perdió todo interés en el mecenazgo y en la indumentaria del príncipe y la princesa. Le costaba mucho tragar, como si se le hubiera metido un erizo en el gaznate. Si decidían que era culpable de tratar de embaucar a la familia real, quizá pidieran su cabeza; cuando menos, lo desterrarían a una isla minúscula o lo enviarían a trabajar la tierra hasta que fuera viejo, hasta que ni siquiera la esmirriada mujer de un calderero le diera un cobre por sus encantadores discursos (y otras atenciones más palpables). ¡Tratar de estafar a la familia real! Juntó las piernas para no orinarse frente a los mellizos Eddon.
—Dije que eso es lo que sospechaba —replicó Brone, pasando por alto el tono de reproche del príncipe—. Pero si alguno de ellos sabe algo de veras, sería mejor averiguarlo aquí y no frente a la corte.
Briony, que estaba mirando a Tinwright de un modo que no parecía del todo hostil, aunque tampoco precisamente compasivo, se volvió hacia el inexpresivo Gil.
—Tú. Dicen que eres mozo de taberna en un establecimiento de la fortaleza externa. ¿Cómo podías saber lo que pasó con la caravana de Setia, salvo por las habladurías de los clientes?
Gil se movió, pero no atinaba a fijar los ojos en ella.
—No sé. Sólo sé que tuve sueños, y que esos sueños me mostraron cosas.
—Di «alteza», escoria —rezongó Brone.
Briony agitó la mano.
—Él es… no sé… lento de entendederas, me parece. ¿Por qué nos molestamos con él? ¿Con cualquiera de estos dos cretinos?
Tinwright lamentó no tener la valentía de reaccionar, de protestar. Le decepcionaba que la princesa no estuviera al tanto de su pequeña pero creciente reputación, pero con sólo mirarlo era evidente que no era de la misma calaña que el pobre Gil.
—Tiene razón —dijo el príncipe Barrick. Hablaba con más lentitud y vacilación de lo que sugerían los comentarios sobre su carácter irascible—. Ese mercader le debe haber contado a media Marca Sur lo que pasó. Y además lo difundió por media campiña antes de llegar aquí.
—Si miráis la carta que nos enviaron estos dos —dijo pacientemente Brone—, veréis lo que dice: Puedo hablar de la hija del príncipe de Setia y por qué fue capturada con sus guardias y la piedra azul de su dote. Por eso nos molestamos con estos dos cretinos.
—No entiendo —dijo la princesa.
—El mercader Beck no sabía que la muchacha le llevaba un gran zafiro al conde Rorick como parte de su dote. En la caravana nadie lo sabía, ni siquiera los guardias, porque su padre temía que lo robaran. Por mi parte, sólo me enteré porque recibí una carta de Setia que un monje me trajo hace pocos días. El príncipe escribía para preguntar cómo estaba su hija, pues había oído rumores inquietantes, y mencionó específicamente el zafiro; casi diría que le parecía más importante que su hija. O bien es una piedra muy cara, o bien es un padre poco afectuoso. En cualquiera de los dos casos, ¿cómo…?
—¿Cómo puede un mozo de taberna saber que existía la piedra? —concluyó Briony. Se volvió hacia Gil—. ¿Dices que esto se te reveló en sueños? ¿Qué más puedes decirnos?
Él meneó la cabeza lentamente.
—He olvidado algunas de las cosas que quería decir, las cosas que oí y vi mientras dormía. Le iba a pedir a Tinwright que las escribiera todas, pero los guardias vinieron y me sacaron de la Fortuna del Escriba.
—De modo que aunque supiera algo de algún modo —dijo Barrick con repulsión—, ahora no lo sabe.
—Sé que vos visteis a la gente de negro —le dijo Gil al príncipe.
—¿Qué?
—La gente de negro. Las paredes en llamas. Y el hombre barbado que corría y os llamaba. Sé que lo visteis…
No terminó la frase porque Barrick se le abalanzó y le echó las manos al cuello. Aunque Gil era un hombre adulto, no presentó resistencia. Barrick lo tumbó y se encaramó sobre él.
—¿Qué significa eso? —gritó—. ¿Cómo pudiste conocer mis sueños?
—¡Barrick! —Briony intervino y le sujetó los brazos. El mozo no se resistía, pero su rostro tenía un mórbido color rojo—. ¡Suéltalo! ¡Lo matarás!
—¿Cómo pudiste saberlo? ¿Quién te envió? ¿Cómo pudiste saberlo?
Mientras Tinwright miraba pasmado, el condestable, moviéndose con celeridad a pesar de su corpachón, liberó al jadeante Gil del apretón del muchacho.
—Disculpadme, alteza. ¿Habéis perdido el juicio? —preguntó.
El príncipe se zafó de las manos del hombretón. Respiraba con dificultad, como si la víctima del estrangulamiento fuera él.
—¡No digas eso! ¡No te atrevas a decir eso! —le gritó a Brone—. ¡Nadie me habla de ese modo! —Parecía que iba a gritar de nuevo, pero su cara se puso dura como una estatua. Dio media vuelta y salió por la puerta, dando zancadas como si estuviera a punto de correr. Dos guardias intercambiaron una mirada desganada y lo siguieron.
El mozo se había incorporado, resollando.
—¿Cómo pudiste conocer los sueños de mi hermano? —preguntó Briony Eddon.
Gil tardó un instante en responder.
—Sólo cuento lo que vi. Lo que oí.
Ella encaró a Brone.
—Que la misericordiosa Zoria me guarde, a veces creo que me estoy volviendo loca. Debe de ser así, porque de lo contrario no entiendo las cosas que suceden en este lugar. ¿Entendéis algo de esto?
El condestable no respondió de inmediato.
—Estoy tan desconcertado como vos, alteza. Tengo algunas ideas, pero no creo que sea prudente exponerlas delante de este par. —Señaló a Tinwright y al mozo de taberna con la barbilla.
—Bien, debemos hacer algo con ellos, sin duda. —Briony frunció el ceño. Tinwright aún no la hallaba demasiado atractiva, pero la princesa tenía algo que le llamaba la atención, y no era sólo su fama y poder. Era muy… enérgica. Como una diosa guerrera, pensó.
—Debemos retener al mozo hasta descubrir el secreto de su conocimiento —dijo Brone, dando al poeta una pizca de esperanza. ¡Quizá lo soltaran!—. También debemos averiguar cómo consiguió ese delfín de oro que le dio a este presunto poeta. Supongo que encontraremos un lugar para el mozo en la sala de la guardia. Allí estará bien vigilado. Pero no creo que nos convenga que este otro ande chismorreando en las tabernas sobre lo que ha visto. —Brone frunció el ceño—. Supongo que no me permitiréis matarlo. —Tinwright, sin aliento, se aferró a la esperanza de que fuera una broma. Sintió alivio cuando la princesa meneó la cabeza—. Una pena —continuó Brone—, porque nadie necesita a estos haraganes, y Marca Sur ya tiene ejércitos de ellos.
—No me importa lo que hagáis con el que escribió la carta. —Briony clavaba los ojos en Gil; Tinwright sintió una inexplicable punzada de celos—. Dudo que tenga nada que ver con el asunto. El mozo no sabe escribir y necesitaba a alguien que lo hiciera. Enviad al poeta a su casa y decidle que le cortaremos la cabeza si dice una palabra. Necesito pensar.
Para su consternación, Tinwright comprendió varias cosas. Si regresaba a la Fortuna del Escriba, pronto recibiría la prometida visita del guardia cuya mujer aparentemente había robado; recibiría una zurra brutal, y por algo que no recordaba. Siempre se olvidaba de todo cuando bebía con Hewney. Sólo esperaba que esa mujerzuela hubiera valido la pena, aunque al mirar al guardia lo ponía en duda. Pero como el condestable le había confiscado el delfín de oro, no podía mudarse a otra parte. Por el momento no contaba con ninguna mujer rica que lo mantuviera, sólo con Brigid, que vivía en la Fortuna. Y había llegado el frío. Era mal momento para vivir en la calle.
Tinwright sentía gran pena por sí mismo. Por un momento pensó en inventar una patraña para parecer más útil e importante, fingir que compartía los extraños conocimientos del mozo, pero una ojeada al enorme Brone lo convenció de que era una locura. Por algún motivo, Gil conocía cosas que no debía, pero Tinwright no contaba con ese armamento, ni siquiera para farolear. Estudió a la distraída princesa y de pronto tuvo una idea tan inspirada que se preguntó si Zosim no trataría de compensar la veleidosa crueldad de su don anterior. Cayó de rodillas.
—Alteza —dijo con su voz más sincera, la que le había permitido conseguir comida y bebida desde que había huido de su hogar—. Alteza, ¿puedo pediros un favor? Es demasiado y yo soy demasiado indigno, pero os ruego que me escuchéis…
Ella lo miró. Era un primer paso.
—¿Qué?
—Soy un poeta, princesa, un poeta humilde cuyo talento no siempre ha sido recompensado, pero los que me conocen os hablarán de mi calidad. —Ella perdía el interés, así que se dio prisa—. Vine aquí lleno de angustia y temor. Mi intento de hacerle un favor a mi simple amigo el mozo os ha causado dolor a vos y a vuestro hermano. Estoy destruido…
Ella sonrió agriamente.
—Si habláis de esto con alguien, ciertamente estaréis destruido.
—Por favor, escuchadme, alteza. Escuchad a vuestro humilde servidor. Vuestra atención a los asuntos del reino sin duda os ha impedido saber que estoy escribiendo vuestro panegírico. —Eso, y el hecho de que no había escrito semejante cosa.
—¿Panegírico?
—Un tributo a vuestra deslumbrante belleza. —Vio la expresión de Briony y se apresuró a añadir—: Y, más importante aún, a vuestra sabiduría y bondad. A vuestra misericordia. —Ella volvió a sonreír, aunque la sonrisa no era agradable—. De hecho, estando aquí, gozando al fin de la fortuna de estar ante el radiante fulgor de vuestra presencia en vez de adoraros como a la distante luna, veo que mi concepto central era aún más atinado de lo que esperaba… que vos sois realmente… realmente…
Ella se hartó de esperar.
—¿Realmente qué?
—La viva encarnación de Zoria, diosa guerrera y señora de la sabiduría. —Ya estaba dicho. Ojalá hubiera acertado, y que el extraño atuendo de Briony y su apelación a la misericordia de la diosa no fueran meras casualidades—. Cuando era joven, soñaba con la valerosa hija de Perin, pero en mis sueños quedaba cegado por su fulgor; nunca pude imaginar ese semblante celestial. Ahora conozco el verdadero rostro de la diosa. Ahora la veo renacida en la princesa virgen de Marca Sur. —Temió haber ido demasiado lejos; no parecía tan halagada como él esperaba, aunque tampoco estaba enfadada. Contuvo el aliento.
—¿Lo hago azotar antes de llevarlo de vuelta a ese burdel? —preguntó Brone.
—A decir verdad —dijo Briony—, él… me divierte. Hace días que no me rio, y ahora estuve a punto. Es un don raro en estos tiempos. —Miró a Tinwright de arriba abajo—. Quieres ser mi poeta, ¿verdad? ¿Hablarle al mundo de mis virtudes?
Tinwright no sabía bien qué estaba pasando, pero no desperdiciaría esa oportunidad diciendo la verdad.
—Sí, alteza, mi princesa, siempre ha sido mi mayor sueño. Más aún, alteza, vuestro mecenazgo me haría el hombre más feliz de la tierra, el poeta más afortunado de Eion.
—¿Mecenazgo? —Ella enarcó las cejas—. ¿Estás hablando de dinero?
—¡Jamás, mi señora! —En el momento oportuno, pensó—. No, sería un regalo invalorable que me permitierais contemplaros… a distancia, naturalmente. Así podría construir mejor mi poema. Hace años que lo estoy componiendo, alteza, la principal obra de mi vida, pero ha sido difícil, pues sólo tuve breves atisbos de vuestra persona en festivales públicos. Si me dais la oportunidad de observaros aun en una sala atestada, mientras ejercéis vuestro sabio poder con el afortunado pueblo de Marca Sur, haríais gala de una gentileza que demostraría que realmente sois Zoria renacida.
—Dicho de otro modo, quieres un lugar donde quedarte. —Por primera vez, Briony sonreía con auténtico buen humor—. Brone, fíjaos si Acertijo puede encontrarle un lugar. Pueden compartir una habitación, hacerse compañía.
—¡Princesa Briony! —rezongó Brone.
—Ahora debo hablar con mi hermano. Vos y yo nos volveremos a reunir antes del atardecer, condestable. —Se dirigió a la puerta, se detuvo, miró a Tinwright de arriba abajo—. Hasta pronto, poeta. Espero oír esa oda muy pronto. Ansío escucharla.
Mientras la seguía con los ojos, Matty Tinwright no sabía si éste había sido el mejor día de su vida o el peor. Pensaba que debía de ser el mejor, pero sentía una punzada en el estómago que no debía formar parte del día en que lo habían nombrado poeta de la corte.
* * *
Al principio, parecía que Collum Dyer podría seguir al ejército de hadas como un ciego rastreando el sol: a pesar de la confusión del brumoso bosque y las curvas del camino, el guardia echó a andar de un modo que Vansen habría considerado confiado, salvo que el resto de la conducta de ese hombre no trasuntaba nada tan humilde y humano como la confianza. Dyer parecía un sonámbulo, que tropezaba y deliraba como esos desquiciados penitentes que seguían la efigie del dios Kernios de pueblo en pueblo en los días de la Gran Mortandad.
Pronto fue evidente, sin embargo, que si Dyer era un ciego siguiendo el sol, el sol se estaba poniendo. Al cabo de una hora andaban en círculos. El laberinto del bosque era tan enloquecedor que Vansen no lo habría sabido con certeza si Dyer no hubiera tropezado con su cinturón, que había perdido durante la marcha.
Rendido, angustiado, Vansen se acuclilló con la cara entre las manos, casi deseando que Dyer siguiera sin él. Se sorprendió al sentir una mano en el hombro.
—¿Dónde están, Ferras? Eran tan hermosos. —A pesar de la barba oscura, Collum Dyer parecía un niño, con los ojos desorbitados, la boca trémula.
—Han seguido adelante —dijo Vansen—. Para matar a nuestros amigos y nuestras familias.
—No. —Lo que había dicho perturbó a Dyer—. No, traen algo, pero no la muerte. ¿No les oyó? Sólo recobran lo que ya les pertenecía. Es todo lo que quieren.
—Pero hay gente viviendo en lo que les pertenecía. Gente como nosotros. —Vansen sólo quería acostarse a dormir. Tenía la sensación de haber nadado sin cesar en ese mar de árboles sin la costa a la vista—. ¿Crees que los granjeros y arrendatarios se mudarán para que los crepusculares puedan recobrar sus tierras? Quizá también debamos derribar el castillo de Marca Sur, reconstruirlo en Jellon o Perikal, donde no les estorbará el paso.
—Ah, no —dijo Dyer con seriedad—. Quieren recobrar el castillo. También les pertenece. ¿No les oyó?
Vansen cerró los ojos pero sólo sintió mareo. Estaba perdido detrás de la Línea de Sombra con un lunático.
—No oí nada.
—¡Cantaban! ¡Sus voces eran bellísimas! —Ahora fue Dyer quien cerró los ojos—. Cantaban… cantaban… —Aflojó la cara de niño como si fuera a romper a llorar—. ¡No puedo recordar! No puedo recordar lo que cantaban.
Era la primera buena noticia que Vansen había oído en horas. Quizá Dyer estuviera volviendo a sus cabales. Se preguntó por qué él no estaba loco como el otro.
¿Pero cómo sé que no lo estoy?
—Vamos —dijo el guardia, tirándole del brazo—. Se están alejando.
—No podemos alcanzarlos. Nos hemos vuelto a perder. —Vansen reprimió su furia. No sabía por qué Collum Dyer había perdido el juicio y él no, o al menos no tanto, pero no era culpa de Dyer—. Tenemos que salir de aquí, pero no para seguir a los crepusculares a la guerra. —Los jirones de su sentido del deber eran lo único que lo sostenía. Se aferró a ellos—. Tenemos que hablar de esto con la princesa… y con el príncipe. Tenemos que avisar a Avin Brone.
—Sí, les gustará oírlo.
Vansen soltó un gruñido y se puso a buscar leña para preparar el fuego.
—Por algún motivo, sospecho que no.
* * *
Tras una serie de sueños espantosos en que hombres sin rostro lo perseguían por vastos jardines brumosos y habitaciones oscuras, Ferras Vansen desistió de dormir. Se entibió las manos junto al fuego y analizó sus desdichadas circunstancias, pero estaba agotado y no se le ocurría ninguna idea: sólo podía mirar la interminable arboleda y tratar de no gritar de desesperación. Siendo hijo de la campiña, nunca se había imaginado que llegaría a odiar algo tan familiar como un bosque, tan común como los árboles. Claro que allí nada era común. A pesar de su aspecto familiar (había visto robles y hayas, serbales y abedules y alisos, y bosquecillos de hoja perenne en los lugares altos), los árboles goteantes de esta húmeda floresta de sombras parecían tener una vida cavilosa, un silencio imperioso y potente. Si entornaba los ojos, podía imaginar que estaba rodeado de antiguos sacerdotes y sacerdotisas con túnica gris y verde, altos y majestuosos, que no veían con agrado su intrusión en estos parajes sagrados.
Cuando Collum Dyer se despertó, parecía haberse liberado de la fantasía maligna que lo dominaba. Miró en torno, parpadeó, gimió.
—Por el martillo de Perin, ¿cuándo llegará el día a este condenado lugar?
—No volveremos a ver el día hasta que hayamos regresado a nuestras tierras —le dijo Vansen—. Ya deberías saberlo.
—¿Cuánto hace que estamos aquí? —Dyer se miró las manos como si fueran de otro—. Me siento mal. ¿Dónde están los demás?
—¿No lo recuerdas? —Le contó al guardia todo lo que había sucedido, lo que habían visto. Dyer lo miró con desconfianza.
—No recuerdo nada de eso. ¿Por qué diría esas cosas?
—No lo sé. Porque este lugar enloquece a la gente. Vamos, si has vuelto a tus cabales, pongámonos en marcha.
Caminaron, pero pronto Vansen comprendió que no tenía la menor idea de qué rumbo debían seguir para volver a cruzar la Línea de Sombra. Con el transcurso del día, mientras Dyer maldecía al destino y Vansen procuraba no enfadarse con su compañero (él no se había dado el lujo de estar loco un par de días, y había sufrido este paisaje incesante y deprimente mientras Collum Dyer deliraba sobre las glorias de los crepusculares), comprendió que no sólo tendrían que volver a dormir en el bosque, sino que quizá nunca hallaran la salida. Estaban irremediablemente perdidos y casi sin provisiones. Vansen no confiaba en el agua de los apacibles arroyos de esa comarca, pero parecía que pronto deberían bebería o perecer.
En algún momento de ese mediodía arbitrario, Vansen avistó a un grupo que se alejaba de ellos, trajinando por un risco a una milla de distancia. Dyer y él estaban en una pequeña hondonada, oculta por los árboles, y al principio sintió el impulso de ocultarse hasta que esas criaturas se hubieran ido. Pero la figura más corpulenta le llamó la atención, y pronto sintió un incrédulo deleite.
—Por todos los dioses, juro que aquél es Mickael Southstead. Reconocería su andar en cualquier parte, como si tuviera un tonel entre las piernas.
Dyer entornó los ojos.
—Es verdad. Bendito sea… ¿Quién hubiera dicho que me alegraría ver a ese hijo de perra?
Con las energías renovadas por la esperanza, corrieron hasta perder el aliento, y luego ascendieron despacio por la empinada ladera. Dyer quería gritar, pues temía perder de nuevo a sus camaradas, pero Vansen no quería hacer más ruido del necesario: ya daba la impresión de que la tierra misma era hostil.
Llegaron a la cresta con paso tambaleante, y se detuvieron para recobrar el aliento. Al enderezarse, vieron que los demás estaban a poca distancia y continuaban la marcha sin reparar en Vansen y Dyer. Le alegría de verlos quedó empañada por el paisaje que los rodeaba. El bosque se extendía por doquier sin ningún punto reconocible salvo algunas lomas como aquélla donde estaban, asomando entre las brumas que cubrían ese país de sombras como islas en el archipiélago vutiano rodeadas por el frío mar del norte.
Vansen aún estaba agitado, pero Dyer siguió con paso vivaz. Ahora que estaban cerca, Vansen vio que sólo quedaban cuatro supervivientes, Sauce entre ellos. Su ánimo mejoró (la idea de haber llevado a esa pobre y torturada muchacha de vuelta al lugar que la había afectado tanto lo había inquietado en sus momentos más lúcidos), pero sólo un poco. La ausencia de los otros guardias era inquietante. Hasta ahora se había convencido de que el resto de la partida permanecía unido y los buscaba. Ahora tenía que admitir que el problema no era que Vansen y Dyer se hubieran perdido, sino que Ferras Vansen, capitán de la guardia real, había perdido a la mayoría de sus hombres.
La princesa tenía razón, pensó amargamente mientras seguía a Dyer. No me puede confiar la seguridad de su familia. Y tampoco me deberían haber confiado la vida de estos hombres.
Dyer los había alcanzado y abrazó a Mickael Southstead, aunque nunca le había gustado mucho. Mientras Dyer abrazaba a los otros dos soldados (Balk y Dawley), Southstead miró a Ferras Vansen con una sonrisa satisfecha.
—Ahí está usted, capitán. Sabíamos que lo encontraríamos.
Vansen sintió alivio de ver que al menos esos hombres habían sobrevivido, aunque no compartía la opinión de Southstead sobre quién había encontrado a quién.
—Me alegra verte bien —le dijo a Southstead, y le palmeó el hombro. Quizá fuera demasiado frío, pero no quería abrazos.
—¿Padre? —le dijo la muchacha. Parecía más harapienta que los demás, con el vestido rasgado y lodoso, y su rostro había perdido la jovialidad que poseía aun en la locura. Vansen tuvo una terrible sospecha sobre lo que podría haber ocurrido en su ausencia, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, nada. La llamó con una señal.
—No soy tu padre, Sauce —murmuró—. Pero me alegra verte. Soy Ferras Vansen, el capitán de estos hombres.
—No me dejaban ir a casa, padre. Yo quería ir, pero no me dejaban.
Vansen sintió un escalofrío, pero al volverse hacia los demás sólo dijo:
—Acamparemos, pero no aquí. Bajemos al valle, donde no seremos tan visibles.
* * *
Entre Vansen y los restos de su tropa reunieron galletas y carne seca para una comida escasa, pero con eso se agotaban sus provisiones, y tampoco les quedaba agua. Pronto tendrían que beber de los arroyos de sombra, y quizá comer comida de sombra. Ya le había costado impedir que Dyer comiera frutas mientras viajaban, pues algunas parecían familiares y saludables. Sería mucho más difícil ahora, que debía vigilar a cinco.
Pronto se enteró de que Southstead y los demás habían experimentado algunas de las mismas cosas que Vansen y Dyer, pero no todas; la Línea de Sombra los había alcanzado mientras dormían, y los demás soldados y el mercader Beck habían enloquecido como Dyer, desapareciendo con los caballos y dejando a Southstead, Dawley, Balk y Sauce a pie. Pero Southstead y el resto no habían visto el ejército de crepusculares en marcha, y Collum Dyer no lo recordaba ahora que había recobrado el juicio, así que Vansen era el único testigo. Le pareció que los demás lo miraban raro cuando habló del asunto, como si lo hubiera inventado.
—¿Qué hacían, capitán? —preguntó el joven Dawley—. ¿Ir a la guerra? ¿Contra quién?
—Contra nosotros —dijo Vansen, procurando no perder la calma—. Contra nuestra especie. Por eso debemos tratar de volver a Marca Sur con la noticia, antes de que ese ejército de criaturas antinaturales llegue allí.
Pronto fue evidente que aunque sostenían haber encontrado a Vansen, Southstead y los demás se habían perdido por completo y erraban sin rumbo, por mucho que Southstead afirmara que habría encontrado el modo de salir del bosque «de haber tenido la oportunidad». El hecho de que esos tres guardias, que Vansen no consideraba demasiado listos, no hubieran enloquecido por obra de la magia del bosque le despertó más dudas sobre su propia resistencia. Al parecer no había un motivo concreto para que la extrañeza del lugar trastornara a algunos y sólo desconcertara a otros. Y la resistencia no daba la habilidad para encontrar la salida, pero en su locura Dyer parecía seguro de saber adónde ir.
Mientras los hombres discutían sobre quién debía montar guardia, Vansen tuvo una idea: aunque temía que sus hombres hubieran maltratado a Sauce, incluso que la hubieran violado, comprendió que en su furia quizá hubiera interpretado mal lo que ella intentaba decirle.
Ella estaba sentada al lado de él, sin hablar, pero obviamente más cómoda cerca del hombre que a veces imaginaba era su padre.
—Dijiste que no te dejaban ir a casa —le dijo en voz baja—. ¿Qué quisiste decir?
Ella sacudió la cabeza, con ojos desorbitados.
—¡Puedo ver el camino! Traté de decírselo, pero no me escuchaban. El que se parece a nuestro bulldog dijo que sabía adónde ir y que me callara la boca. —Se le acercó más—. Pero tú me dejarás ir a casa. Lo sé.
La descripción le causó gracia a Vansen (el mofletudo Southstead se parecía de veras a un bulldog), pero ella había dicho algo importante. Una vez encontró el modo de salir de las sombras, pensó, antes de que la encontráramos. Le palmeó la cabeza y apartó suavemente la mano, pues ella se la había aferrado con fuerza.
—Yo haré la primera guardia —anunció—. Los demás pueden fijar los turnos echando suertes o como queráis. Mañana seguiréis a un nuevo líder.
Southstead no parecía satisfecho, pero igual sonrió.
—Como desee, capitán. Pero usted y Dyer no tuvieron mejor suerte que nosotros.
—El guía no seré yo, sino ella.
A pesar de las protestas, tras seguir a Sauce en el bosque gris por unas horas, Vansen vio la luna por primera vez desde que habían caído en las sombras. Fue sólo un atisbo cuando un viento de las alturas desperdigó la niebla un momento, y se sintió perturbado al pensar que estaban en medio de la noche cuando el cuerpo le decía que era de día, pero aun así le pareció una buena señal. La muchacha parecía segura de su rumbo, y los precedía con su harapiento vestido blanco como un fantasma que guía a los viajeros al lugar donde lo asesinaron.
Quizá fuera el hambre (cuanto más joven el hombre, había aprendido Vansen como capitán de la guardia, más pensaba en comida), pero durante lo que todos creían que era la tarde, salvo por la pálida esfera de Mesiya, Dawley se paró en seco.
—Hay algo en ese matorral —le susurró a Vansen. Sacó el arco y preparó una de las dos flechas que había salvado del colapso de su misión y la desaparición de los caballos y sus alforjas—. Si es un ciervo, capitán, pienso dispararle. Y me lo comeré aunque sea el rey de los elfos disfrazado.
Vansen le apretó el brazo mientras el joven soldado calzaba la flecha.
—¿Y si es Adcock u otro de los guardias perdidos, quizá herido? —Dawley bajó el arco lentamente—. Bien, lleva a Dyer y Balk y fíjate si te puedes acercar con sigilo.
Mientras Vansen, Southstead y la muchacha miraban en silencio, los hombres se aproximaron al matorral. Dawley se internó en la parte más densa de la espesura y Balk lo siguió. Las hojas crujían, y Dawley y Balk hablaban a gritos.
—¡Allá! ¡Está corriendo por allá!
—¡Es un gato!
—¡No, es un maldito simio! ¡Pero es rápido!
Dyer entró el último y los tres convergieron. Las ramas se agitaron y Dyer alzó una movediza criatura del tamaño de un niño. Vansen y los demás se acercaron deprisa.
—¡Por los cojones de Perin! —maldijo Vansen—. Que no te raspe, Collum. ¿Qué es?
Los gemidos de la criatura que se debatía en vano contra el corpulento Dyer eran perturbadores, pero se aterraron al oírle hablar la lengua común.
—¡Suéltame! —chilló.
Dyer se sobresaltó, pero apretó a la criatura hasta aplacarla. El guardia respiraba con dificultad, desencajado de miedo, pero no soltó a su presa. Vansen entendió por qué los otros lo habían confundido con un simio o un gato. Tenía forma humana, pero con brazos y patas largas, y pelambre gris, parda y negra. La cara parecía una de esas máscaras de demonio que los niños llevaban en los festivos, aunque este demonio estaba tan asustado como ellos.
—¿Qué eres? —le preguntó Vansen.
—Una criatura maldita —rezongó Southstead.
La criatura miró al guardia con desdén, encaró a Vansen. Los ojos brillantes y amarillos no tenían blanco y sus pupilas eran tajos negros, como las de una cabra.
—Duende, soy —resopló—. Tribu Bajo-Tres-Aguas. Muertos, todos vosotros.
—¿Muertos? —Vansen reprimió un temblor supersticioso.
—Ella trae fuego blanco. Quema vuestras casas hasta que sólo piedras negras. —Soltó un siseo húmedo—. Estropeada, mi pierna, vieja y encorvada. Me retrasé. Nunca veré la belleza de ella cuando os liquide.
—¡Matadlo! —exclamó Southstead apretando los dientes.
Vansen extendió una mano para silenciarlo.
—Seguía al ejército de los crepusculares. Quizá sea uno de ellos; sin duda es su súbdito. Puede revelarnos cosas. —Miró en torno, buscando algo para amarrar a la criatura, que de nuevo forcejeaba en los brazos de Dyer.
—Nunca —dijo la criatura con voz ronca—. ¡Nunca ayudar a los habitantes de las tierras soleadas! —Se contorsionó abruptamente, como si no tuviera columna vertebral, e hincó los dientes en el brazo de Collum Dyer, que soltó un grito de dolor y sorpresa y lo dejó caer. El prisionero echó a correr, pero cojeaba. Antes de que Vansen pudiera abrir la boca, el joven Dawley lo alcanzó en dos zancadas y lo aplastó contra el suelo con el arco. Poco después se le sumó Dyer, aferrándose el brazo ensangrentado mientras pateaba al caído. Southstead se les acercó espada en mano, escupiendo maldiciones. Los otros dos retrocedieron mientras él asestaba un mandoble tras otro. Los tres ladraban como perros, aullidos de terror y furia.
Cuando Vansen se les acercó, el duende estaba muerto, una sangrienta masa de carne y pelambre en el suelo musgoso del bosque, y sus ojos de farol perdían el brillo.
* * *
Barrick aún se negaba a verla, pero Briony estaba decidida. Los berrinches de su hermano siempre eran irritantes, pero ahora la estaba asustando. Siempre había sido quisquilloso y huraño, pero su conducta con el mozo de taberna era excesivamente extraña.
Se inclinó ante el paje, que apoyaba la espalda contra la puerta del príncipe como dispuesto a defenderla con la vida, aunque sólo tenía diez años.
—Dile a mi hermano que volveré para hablar con él después de la cena. Dile que debemos conversar.
Al alejarse, oyó que el paje abría la puerta y la cerraba con fuerza, como si acabara de escapar de la jaula de una leona.
¿Aquí hay gente que me teme tanto como a Brone? ¿Cómo teme los arranques de Barrick? Era una idea extraña. Nunca había creído que pudiera intimidar a nadie, aunque sabía que no siempre era paciente con lo que consideraba tontería o vacilación.
Zoria, guerrera virgen, Zoria de las manos astutas, dame la fuerza para ser gentil. La plegaria le hizo pensar en ese poeta tonto, y su súbito capricho. ¿Por qué había decidido retenerlo? ¿Para fastidiar a Barrick y al condestable? ¿O porque de veras disfrutaba de esas ridículas adulaciones?
Distraída por estos pensamientos, recorrió el largo pasillo bajo el retrato de sus antepasados vivos y muertos, su padre y su abuelo Ustin y su bisabuelo, el tercer Anglin, sin verlos de veras. Ni siquiera reparó en la reina Lily, flagelo de las Compañías Grises y la mujer más famosa de la historia de los reinos de la Marca, aunque en otras ocasiones se quedaba horas mirando a esa mujer agraciada de pelo oscuro que había mantenido el reino unido en una de sus horas más sombrías, preguntándose qué se sentiría al dejar semejante huella en el mundo. Pero hoy, aunque los otros miembros de su clan no la conmovían, el cuadro de Sanasu, la reina de Kellick Eddon, le llamó la atención.
Rara vez Briony le dedicaba más que una mirada fugaz. Lo poco que sabía sobre la reina Sanasu era deprimente: sus largos y dolorosos años de pesadumbre después de la muerte del gran rey Kellick, una viudez silenciosa y solitaria que la había transformado en un fantasma en su propia corte. Según las historias familiares, en el último tramo de su vida Sanasu se había vuelto tan distante que la administración del reino había quedado en manos de su hijo años antes de que ascendiera al trono, y la responsable Briony detestaba a esa mujer sin saber nada más sobre ella. Pero hoy, a pesar de estar absorta en sus preocupaciones, reparó en algo que no había visto antes: Sanasu se parecía mucho a Barrick. Mejor dicho, Barrick, su descendiente después de muchas generaciones, se parecía mucho a Sanasu, y la ropa negra que ambos llevaban acentuaba la semejanza. Y en los últimos días, con su palidez y sus ojos desencajados acentuados por el ataque de fiebre, Barrick se parecía más que nunca a la reina muerta.
Briony se puso de puntillas para ver mejor, lamentando la escasa iluminación. El artista que había pintado el retrato había exagerado la belleza de la reina, sin duda, pero aun así Sanasu tenía el aire frágil de una persona enfermiza, y su cabello rojo era aún más llamativo, como una herida sangrante. También parecía excesivamente joven para ser alguien que había perdido al esposo en la madurez. Su rostro también era raro en otros sentidos, aunque costaba precisar por qué.
También tiene los ojos y el color de nuestro padre. Briony de pronto quiso saber más sobre la viuda del gran Kellick. El retrato la mostraba como una extranjera misteriosa. Briony no recordaba de dónde venía esa reina melancólica antes de casarse con Kellick, pero hacía siglos que la tierra lejana que la había engendrado formaba parte de la heredad de la familia. Briony pensó que la sangre de los Eddon, su propia sangre, era un gran río, con cosas que aparecían y desaparecían y volvían a aparecer. Y no sólo el aspecto, sino las emociones y los hábitos y las pasiones, pensó. Era fama que la reina Sanasu había dejado de hablar con sus allegados y se había exiliado en la torre Diente de Lobo, así que sólo la veían algunos sirvientes y pasó a ser invisible en las dos o tres décadas que precedieron a su muerte. ¿Sería ése el destino de su taciturno y amado Barrick?
Briony estaba tan absorta en este horrible pensamiento, y tan fascinada por el rostro blanco y sobrenatural de Sanasu, que casi gritó cuando el anciano Acertijo salió de las sombras.
—Por los dioses, ¿qué haces? —preguntó cuando logró calmarse—. Me diste un susto tremendo, apareciendo de repente.
—Perdón, princesa, lo lamento mucho. Sólo… os esperaba… —Parecía estar pensando si debía inclinarse sobre su crujiente rodilla.
Briony recordó que le había rezado a Zoria pidiendo paciencia.
—No te disculpes, sobreviviré. ¿Qué pasa, Acertijo?
—Yo… Es sólo… —Parecía tan asustado como el paje de Barrick—. Me han dicho que alguien compartirá mi habitación.
Ella recobró el aliento. Paciencia. Amabilidad.
—¿Es mucho problema? Se me ocurrió de repente. Sin duda podemos encontrar otro sitio para alojar a ese recién llegado. Pensé que podía hacerte compañía.
—¿Un poeta? —Acertijo no parecía entender la conexión—. Bien, veremos, alteza. Es posible que nos llevemos bien. No hablo con mucha gente desde… desde que vuestro padre se fue. Y desde que murió mi amigo Robben. Quizá sea agradable tener… —Sus ojos turbios parpadearon. Su padre Olin debía de ser la única persona del continente de Eion que encontraba divertido a Acertijo, o al menos divertido en el sentido en que el bufón intentaba serlo. Se preguntó qué sentiría alguien que era totalmente inepto para su oficio. Aunque empezaba a perder la paciencia, Briony lamentó el modo en que ella y Barrick se habían burlado del enjuto y viejo bufón durante años.
—Si no te gusta la situación, díselo a Nynor y encontrará otro sitio para el poeta. Thingwight, o como se llame, es joven y debe ser agradable. Los malos poetas necesitan ser agradables. Si me disculpas…
—Alteza —dijo el viejo, que aún no se animaba a mirarla a los ojos—, no deseaba hablar de eso… Bien, no sólo de eso.
—¿Qué otra cosa?
—Tengo una gran preocupación, alteza. Algo que he recordado, y que debí decir antes. —Tragó saliva. Parecía muy abochornado—. Creo que sabéis que visité a vuestro hermano la noche de su muerte. Que me llamó después de la cena y fui a su cámara para entretenerlo…
—Brone me lo dijo, sí —respondió Briony, poniéndose alerta.
—Y que me fui antes de que llegara el condestable.
—¿Y bien? ¡Por los dioses, Acertijo, no me obligues a sonsacártelo palabra por palabra!
Él hizo una mueca.
—Es que… vuestro hermano, que en paz descanse con los dioses, me echó esa noche. No fue amable. Dijo que yo no era divertido, que nunca lo había sido, que mis trucos y chistes sólo le hacían sentir aún más que la vida era desdichada.
Kendrick sólo había dicho la verdad, pero tenía que estar muy angustiado para ser grosero con el viejo Acertijo. Su hermano mayor siempre había sido el más educado de la familia.
—Él se sentía infeliz —le dijo—. Fue una noche infeliz. Sin duda no era lo que realmente pensaba. Recuerda que estaba preocupado por mí, por el rescate del rey, y tenía que decidir si me enviaría al extranjero.
El bufón sacudió la cabeza, confundido y derrotado. Tenía la cabeza descubierta, pero el gesto era tan familiar que Briony casi oyó el tintineo de su gorro con campanillas.
—No era eso lo que quería deciros, alteza. Cuando el condestable Brone me interrogó, le conté lo que recordaba, pero me olvidé de algo. Estaba muy perturbado por lo que había dicho el príncipe Kendrick; un duro golpe para alguien que ha consagrado su vida a complacer a los Eddon, debéis conceder…
—No importa el motivo. ¿De qué te olvidaste? —¡Que los dioses me guarden! Colma la paciencia de cualquiera.
—Al dejar la residencia, vi al duque Gailon caminando hacia mí. Yo estaba en la sala principal, así que no pensé que él podría ir a ver a vuestro hermano mayor, y no se lo mencioné al condestable después de… de ese terrible suceso. Pero he pensado mucho, a veces me quedaba despierto por la noche, preocupado, y ahora creo que no iba en dirección a sus aposentos. Creo que quizá fuera a ver al príncipe Kendrick. —Inclinó la cabeza—. He sido un tonto.
Briony no se molestó en negarlo.
—A ver si entiendo bien. ¿Estás diciendo que viste que Gailon Tolly se dirigía a la residencia cuando te ibas? ¿Y no viste a Shaso?
—No esa noche, pero de allí me fui directamente a mi cama. ¿Estáis muy enfadada, alteza? Soy un viejo, y a veces creo que estoy perdiendo la lucidez.
—Suficiente. Tendré que pensar en esto. ¿Se lo has contado a alguien más?
—Sólo a vos. Creí que vos… —Sacudió de nuevo la cabeza, y no pudo explicar lo que creía—. ¿Queréis que se lo diga al condestable?
—No —dijo ella con voz tajante—. No, por ahora no debes decírselo a nadie más. Será nuestro secreto.
—¿No me encerraréis en la fortaleza?
—Sospecho que compartir la habitación con ese poeta será castigo suficiente. Puedes irte, Acertijo.
Una vez que el viejo se alejó, Briony se quedó cavilando largo rato bajo los retratos de sus ancestros.