21
El delfín del mozo de la taberna
LA SENDA DEL CERDO AZUL
Abajo, abajo, plumas en escamas
Escamas en piedra, piedra en niebla
La lluvia es la servidora de lo innombrable
Oráculos de Osario
En Qul-na-Qar había una torre cuyo nombre significaba «Espíritus de las Nubes», «Espíritus en las Nubes» o quizá «Lo que Piensan las Nubes» (nunca era fácil lograr que las palabras de los mortales bailaran al son del pensamiento qar) y allí se dirigía el rey ciego Ynnir cuando buscaba sosiego. Era una torre alta, aunque no la más alta de Qul-na-Qar: había otra que se erguía sobre el gran castillo como una lanza enhiesta, una pica esbelta que se llamaba simplemente «el Lugar Alto», pero su historia era oscura desde los Años Aullantes y los qar no la visitaban con frecuencia, y ni siquiera la miraban a través de la niebla que normalmente la rodeaba.
Ynnir din’at sen-Qin, Señor de los Vientos y del Pensamiento, estaba sentado ante la ventana de una de las dos habitaciones más altas de la torre del Espíritu de las Nubes. Su ropa andrajosa ondeaba en el viento, pero él permanecía inmóvil. Era un día claro, al menos para Qul-na-Qar: como de costumbre, no había sol en el cielo gris, pero los fuertes vientos de la tarde habían disipado la niebla. La esbelta silueta que aguardaba las palabras de Ynnir en la puerta de la cámara podía ver los tejados del vasto castillo, que se extendían en un arco iris mate de negros y grises, con destellos oscuros tras la lluvia de la mañana.
El que esperaba era paciente de veras: el rey ciego tardó una hora en moverse y volver la cabeza.
—¿Harsar? Tendrías que haber hablado, viejo amigo.
—Es agradable mirar por la ventana.
—Así es. —Ynnir hizo un gesto, un complejo movimiento de los dedos que significaba gratitud por las cosas pequeñas—. Toda la mañana escuché la furia de la Congregación, todas las discusiones sobre el Pacto del Cristal, y pensaba en el momento en que vendría aquí para alejarme de todo y sentir la brisa de M’aarenol en la cara. —Alzó los dedos y se tocó los ojos, una, dos, tres veces, con la precisión de un ritual—. Aún veo lo que había ahí fuera el día que perdí la vista.
—No ha cambiado, mi señor.
—Todo ha cambiado. Pero ya has aguardado más de la cuenta, Harsar-so. No creo que hayas venido aquí a mirar el paisaje.
Harsar inclinó apenas la cabeza calva. Pertenecía al pueblo del Círculo de Piedra, gente grácil y menuda, pero era alto entre los suyos: cuando Ynnir se levantó y Harsar se acercó para ayudarlo, su cabeza llegaba casi hasta los hombros del rey.
—Tengo buenas nuevas, mi señor.
—Cuéntame.
—Yasammez y sus huestes han cruzado la frontera.
—¿Tan pronto?
—Ella es muy fuerte. Ha pasado años preparándose para esto.
—Sí, así es. —El rey asintió lentamente—. ¿Y el manto?
—Hasta ahora lo lleva consigo, aunque los estudiosos de la Biblioteca Profunda piensan que no resistirá si lo estira demasiado. Pero dondequiera ha ido, el manto se ha extendido, reclamando aquello que es nuestro, y cuando no se extienda más, ella continuará con fuego y garras y espadas. —Ni siquiera el paciente Harsar pudo contener su emoción; había cierta exaltación en sus palabras—. Y dondequiera vaya, los moradores de las tierras soleadas gemirán buscando a sus muertos.
—Ya. —Ynnir guardó silencio un largo rato—. Ya, te agradezco estas noticias, Harsar-so.
—No parecéis tan complacido como esperaba, mi señor. —El consejero se sobresaltó ante sus propias palabras y bajó la cabeza—. Disculpad mi impertinencia, hijo de la Primera Piedra. Soy un necio.
El rey alzó los largos dedos, hizo un gesto que significaba «confusión aceptable».
—No tienes por qué disculparte, amigo. Pero tengo muchas cosas en mente. Yasammez es un arma devastadora. Ahora que está suelta, el mundo cambiará. —Se volvió nuevamente hacia la ventana—. Excúsame, Harsar-so, por favor. Fue amable de tu parte venir tan lejos para darme esta noticia. —Su largo rostro estaba grave y quieto; una mota de luz revoloteaba sobre su cabeza como una luciérnaga color lavanda—. Debo meditar. Debo… dormir.
—Perdonad mi intromisión, gran Ynnir. ¿Me permitís una nueva e imperdonable impertinencia? ¿Puedo acompañaros en el descenso a vuestros aposentos? Las escaleras todavía están húmedas.
Una ínfima sonrisa asomó en la cara del rey.
—Eres amable, pero dormiré aquí.
—¿Aquí? —Había sólo un diván en la torre del Espíritu de las Nubes, y era un centro de energía, de sueños modelados y dirigidos. Al instante, el hombre del pueblo del Círculo de Piedra se llevó la mano a la boca—. ¡Perdonadme, señor! No quise volver a cuestionar vuestras decisiones. Hoy estoy muy necio.
Esta vez la respuesta de Ynnir fue más glacial.
—No te preocupes, consejero. Estaré bien.
Harsar hizo un par de reverencias, retrocediendo tan deprisa para salir de la habitación que un observador habría pensado que el consejero corría mayor peligro de rodar escalera abajo que el rey ciego, pero al llegar a los escalones dio media vuelta antes de iniciar el descenso. Muchas torres de Qul-na-Qar tenían escaleras que entonaban una música apacible, y los escalones tristemente famosos del Lugar Alto gemían como niños en un sueño inquieto, pero en la escalera del Espíritu de las Nubes sólo se oían los pasos del visitante. Ynnir escuchó las blandas pisadas del consejero, cada vez más suaves, hasta que sólo quedó el aullido del viento.
Ynnir din’at sen-Qin atravesó una puerta de la pared que dividía el piso alto de la torre en dos habitaciones. Esa otra cámara, ese espacio gemelo, tenía su propia ventana, que no daba sobre el vasto castillo y sus incontables tejados, con su húmedo fulgor de playa pedregosa, sino sobre el brumoso sur, sobre la Línea de Sombra y la gran hueste de Yasammez y las tierras de los mortales. Como la otra habitación, estaba exiguamente amueblada. Aquélla tenía un diván; ésta, una cama baja. El rey se acostó, con el brillo de la luz lavanda sobre su frente. Cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a soñar.
* * *
Sílex no podía dormir, y los motivos de su desvelo se resistían a irse.
Estamos metidos en cosas malas. No podía dejar de pensar en ello. Por primera vez comprendía a qué se refería la gente alta cuando le preguntaba cómo soportaba vivir en una caverna subterránea. Pero no lo oprimía la piedra de Cavernal, así como un pez no se sentía oprimido por el agua, sino el temor de que él y su pequeña familia estuvieran en las redes de algo invisible y sin rostro, y sentía angustia e impotencia porque no sabía qué era. Estamos metidos en cosas malas, y están empeorando.
—¿Qué te pasa, en nombre de los Misterios? —preguntó Ópalo con voz soñolienta—. No has pegado ojo en toda la noche.
Sintió la tentación de decirle que no era nada, pero a pesar de sus riñas ocasionales, Sílex no era uno de esos sujetos que se sentía más cómodo en compañía de otros hombres que de su esposa. Habían compartido un largo camino y sabía que no sólo necesitaba su respaldo, sino su inteligencia.
—No puedo dormir, Ópalo. Estoy preocupado.
—¿Por qué? —Ella se incorporó y se acomodó los mechones de pelo que sobresalían de la gorra de dormir—. Y baja la voz, o despertarás al niño.
—El niño es una de las cosas que me preocupa. —Sílex se levantó, caminó hacia la mesa y cogió la jarra de vino. Los caverneros rara vez usaban lámparas en su casa, pues se conformaban con el fulgor tenue de los faroles de la calle, y les causaba gracia que la gente alta no pudiera andar por la superficie sin una luz cegadora. Cogió una copa de la repisa—. ¿Quieres vino?
—¿Por qué querría vino a esta hora? —respondió Ópalo, con voz preocupada—. ¿Qué sucede, Sílex?
—No estoy seguro. Pero todo está mal. El niño, los techeros, lo que dijo Chaven sobre la Línea de Sombra. —Llevó la copa de vino a la cama y se tapó los pies con la gruesa colcha—. No fue mero accidente que apareciera el niño, Ópalo. Lo sacaron de ese lugar y lo arrojaron aquí el mismo día que descubrí que la Línea de Sombra se había desplazado por primera vez en años.
—¡No es culpa del niño! —exclamó ella, a pesar de su propia exhortación a hablar en voz baja—. No ha hecho nada malo. Lo único que falta es que digas que es un espía, un demonio, o un brujo disfrazado.
—No sé lo que es. Pero sé que no me pasaré otra noche preguntándome qué hay en ese saco que le cuelga del cuello.
—Sílex, ni lo pienses. No tenemos derecho…
—Pamplinas, mujer, y lo sabes. Ésta es nuestra casa. ¿Y si él trajera una serpiente venenosa, un gusano de fuego o algo así? ¿Le permitiríamos conservarlo?
—No digas tonterías…
—Cuando estamos rodeados de peligros, cuando los crepusculares parecen volver de la leyenda para llamar a nuestras puertas, la única tontería es fingir que vivimos en tiempos normales y circunstancias normales. Nosotros lo encontramos, Ópalo, no lo engendramos. No sabemos quién es ni qué es… salvo que vino desde más allá de la Línea de Sombra. ¿No viste el modo en que lo trataron los techeros, como si fuera un viejo amigo, un aliado respetable…?
—Ayudó a uno de ellos, por lo que me contaste.
—Y lleva encima algo que no hemos mirado y que puede decirnos algo sobre su pasado.
—No sabes si es así.
—No, y tú no sabes si no es así. ¿Por qué discutes conmigo, Ópalo? ¿Tanto miedo tienes de perderlo?
Ella sollozó. Sílex no necesitaba luz para saberlo: se le notaba en la voz.
—Sí, tengo miedo de perderlo. Y a ti no te importaría.
—¿Qué?
—Ya me oíste. Lo tratas bien porque eres un hombre amable, pero tú… no lo amas. —Ahora le costaba hablar—. No lo amas como yo.
Sílex sintió furia y asombro. Ella le dio la espalda. Sus sollozos sacudieron el colchón y ese llanto acongojado disipó todo lo demás. Ésta era su Ópalo, llorando aterrorizada. La rodeó con los brazos.
—Lo lamento, querida, lo lamento. —Y se arrepintió de sus palabras en cuanto las pronunció—. No te preocupes, no permitiré que nadie te lo quite.
* * *
—¿No hay otra manera? —preguntó ella. Habían encendido una lámpara pequeña; tenía la cara roja y los ojos hinchados—. Es terrible hacer esto… No está bien.
—Ahora somos padres —dijo Sílex—. Sospecho que debemos acostumbrarnos a sentimos mal por ciertas cosas que es preciso hacer. Sospecho que es el precio de tener un hijo.
—Eso es típico de ti —susurró, enfadada sólo a medias—. Cuando decides hacer algo, actúas como si supieras todo sobre el asunto. Como pasó con esos topos de carrera.
El niño dormido, que como de costumbre había tirado la manta, estaba boca abajo, ladeando la cara como un nadador que intenta respirar, el pelo blanco como escarcha. Sílex lo miró con una mezcla de ternura y temor. Sabía que acababa de firmar una especie de tratado, que a cambio de echar un vistazo al contenido de la bolsa tendría que atenerse a la decisión de Ópalo. Y sabía en su corazón que, a menos que hallaran pruebas de que el niño había cometido un asesinato, y un asesinato importante y reciente, ella no encontraría motivos para deshacerse de él.
¿Cómo sucedió tan rápidamente?, se preguntó. ¿Todas las mujeres son así? ¿Están dispuestas a amar a cualquier niño tal como una mano está dispuesta a agarrar o un ojo a ver? ¿Por qué yo no siento lo mismo? Aunque sentía sincero afecto por el niño, no tenía esa tenacidad posesiva de su esposa, esa necesidad desbordante. ¿Ella es demasiado apasionada, o mi corazón es demasiado frío?
Aun así, mirando al niño que gemía y se retorcía, mirando ese cuello vulnerable, esa boca abierta, se aferró a la esperanza de no descubrir nada que lo condenara.
Alguien está usando a este niño. De pronto Sílex tuvo esta certeza, pero no sabía por qué lo pensaba ni qué significaba. Para bien o para mal, hay otra voluntad que lo dirige. ¿Pero qué es él? ¿Un arma? ¿Un mensajero? ¿Un observador?
Confundido por estos pensamientos, Sílex se arrodilló y metió una mano bajo la camisa que el niño usaba como almohada. Palpó algo sólido, pero la cabeza de Pedernal estaba apoyada encima; si trataba de sacar el objeto, despertaría al niño. Metió la mano bajo el hombro de Pedernal y empujó con suavidad.
—Lo despertarás… —susurró Ópalo.
Sílex se preguntó si eso sería tan malo. No tenían por qué ocultar lo que hacían. Más aún, habría esperado con gusto hasta la mañana, pero se habría pasado la noche en vela. El niño bostezó y rodó a un lado, permitiendo que Sílex extrajera el saco, pero aun así se sintió como un ladrón.
Al menos no lo ha escondido, pensó. Ésa es buena señal, ¿verdad? Si él supiera que era algo malo, lo ocultaría, ¿o no?
Sílex lo llevó del dormitorio a la mesa, y Ópalo le pisaba los talones como si no se tratara sólo de un objeto, sino de un trozo del niño. La vez anterior Sílex se había distraído con el descubrimiento de esa extraña piedra que le había dado a Chaven. Ahora volvió a examinar el saco. Tenía el tamaño de un huevo de gallina, pero era chato, aunque grueso como un dedo. El bordado era exquisito y complejo, con hilos de muchos colores, pero no era un dibujo sino un patrón, y le decía muy poco.
—¿Alguna vez viste un trabajo como éste?
Ópalo negó con la cabeza.
—Algunos bordados de Connord que vi una vez en el mercado, pero eran mucho más sencillos.
Sílex lo cogió suavemente en las manos, lo palpó con el dedo. Tenía consistencia esponjosa, pero en el medio había algo duro como hueso.
—¿Dónde está mi cuchillo?
—¿Ese trasto? —Ópalo fue a buscar su caja de costura—. Si piensas abrir las pertenencias del niño, no tienes que hacerlo como un aprendiz de carnicero. —Regresó y le alcanzó una hoja diminuta con mango de acuaperla bruñida—. Usa esto. No, mejor dámelo a mí. Seré yo quien tenga que volver a coserlo cuando hayas terminado de meter tus zarpas.
Siempre que podamos volver a guardarlo en el saco como si nada hubiera pasado, pensó Sílex, pero sin decirlo. No había ocurrido así con el niño, y esto no tenía por qué ser distinto.
Ópalo cortó algunas hebras del lado, donde el bordado ornamental era mínimo. Sílex concedió que él no habría pensado en eso, que lo habría abierto por arriba, estropeando el bordado.
—¿Y si el bordado es una especie de magia de las sombras? —preguntó—. ¿Y si al cortarlo lo hemos arruinado, y ya no puede conservar lo que contiene? —No sabía muy bien lo que trataba de decir, pero a esa hora de la noche era fácil sentir que estaban entrando en un territorio desconocido, tal vez hostil.
Ópalo lo miró de mala gana.
—Sólo a ti se te ocurre pensar eso una vez que empecé. —Pero hizo una pausa, y puso cara de preocupación—. ¿Crees que habrá algo vivo aquí? ¿Algo que muerda?
—Dámelo a mí —dijo Sílex, con tono de broma—. Si alguien tiene que perder un dedo, que no sea la que va a volver a coser esta cosa.
Lo apretó un poco para abrir la parte descosida, lo alzó a la luz. Sólo veía fragmentos de flores y hojas secas. Lo olfateó con cautela. El aroma era exótico e irreconocible, una mezcla de olores picantes. Hurgó suavemente con el dedo, pero estaba aplastando las plantas secas y el olor se intensificaba. Al fin dio con algo duro y chato. Trató de sacarlo, pero tenía casi el mismo tamaño que el saco.
—Tendrás que cortar más hilos —dijo, devolviéndoselo a Ópalo.
Ella olió el lado abierto.
—Moly y corazón sangrante, pero eso no es todo. No reconozco el resto.
Tras ensanchar la abertura hasta llegar al fondo, le devolvió la bolsa a Sílex. Él tiró con suavidad. Cayeron pétalos secos en la mesa. Tiró de nuevo y el objeto salió. Era un óvalo blanco. Una ojeada le indicó que no estaba hecho de piedra sino de algo que había tenido vida, y estaba tallado con un estilo no figurativo, similar al del bordado. Lo miró sorprendido. ¿Por qué alguien dedicaría tanto cuidado a tallar y pulir un sencillo fragmento de hueso o marfil? Ópalo lo cogió, asintió, se lo puso de nuevo en la palma, esta vez con el otro lado hacia arriba.
—Es un espejo, viejo tonto —dijo con alivio—. Un espejo de mano, como el que tendría una dama de alcurnia. Sin duda tu princesa Briony tiene varios de éstos.
—¿Mi princesa Briony? —rezongó, pero porque era el modo más fácil de reaccionar; él también sentía alivio, aunque no tanto como su esposa—. Le divertirá mucho enterarse de eso. —Miró el espejo, lo alzó, lo hizo girar hasta que recibió el reflejo de la lámpara. Parecía muy común—. ¿Por qué el niño tiene un espejo?
—¿No te das cuenta? —Ópalo no podía creer que fuera tan obtuso—. Está claro como celestita. Esto debe haber pertenecido a su… verdadera madre. —No le gustaba decir esas palabras, pero se sobrepuso y continuó—. Ella se lo dio como un recordatorio. Quizá corría peligro y sólo tuvieron unos momentos para despedirse. Quería que quienes encontraran al niño supieran que venía de una buena familia, que su madre lo había amado.
—Parece extraño —dijo Sílex con escepticismo— que una mujer guardara un espejo en un saco tan bien cosido.
—Lo cosió así para que él no lo perdiera.
—Me estás diciendo que una mujer de la nobleza a quien le quedan sólo unos momentos preciosos con su hijito, quizá con su castillo bajo asedio y en llamas, como en esas baladas de la gente alta que te gusta escuchar cuando vamos al mercado de la superficie, se tomó tiempo para coser esta bolsa con este exquisito bordado.
—Sólo le estás buscando las vueltas —dijo Ópalo, más divertida que irritada. Podía darse el lujo de ser magnánima, pues obviamente había triunfado. Era sólo un espejo, no un anillo con un emblema familiar ni una carta que describiera la ascendencia de Pedernal o confesara un crimen espantoso. Para cerciorarse, Sílex puso el resto de las hojas y flores secas en la mesa mientras Ópalo chasqueaba la lengua, pero no había nada más en el saco.
—Si has terminado de hacer un lío, dame todo eso. —Su sonrisa de triunfo era inequívoca—. Tendré que trabajar mucho para dejarlo tal como estaba antes de que el niño se despierte. Será mejor que te vayas a la cama, viejo.
Sílex se fue a acostar. No se durmió, pero no por culpa de los ruidos suaves que hacía Ópalo al coser. El saco no contenía nada terrible. Nada cambiaría, al menos por el momento. Pero eso era parte del problema.
En cuanto pueda, hablaré con Chaven. Estaba muy cansado, y desesperado por dormirse. Y estaba aún más desesperado por creer que Ópalo tenía razón, que no había motivos para preocuparse, pero algo aún lo fastidiaba. Sí, con Chaven, si está dispuesto a verme. La última vez no parecía muy complacido con mi compañía. Pero no puedo preguntarle a nadie más. Sí, Chaven entiende de estas cosas. Quizá pueda decirme qué significa… Si un espejo puede ser algo más que un espejo…
* * *
Hacía horas que Briony miraba esa carta una y otra vez, como si en esa letra familiar viera el rostro de su padre y no meras palabras que él había escrito. Antes de leerla, no había comprendido cuánto lo extrañaba, y al leerla había oído su querida voz, hablándole como si estuviera en la habitación, en vez de haberse ido medio año atrás. ¿Este objeto íntimo y sencillo podía haber sido la causa del asesinato de Kendrick?
Pero para tratarse de un objeto tan saturado de aflicción familiar, su significado era elusivo. Sí hablaba del autarca, como sostenía Brone, y de la preocupación del rey Olin por el conquistador sureño. Por sexta o séptima vez leyó:
Aquí llegamos al meollo de las preocupaciones de tu padre, Kendrick, hijo mío. Los rumores que hemos oído en el norte sobre la expansión del imperio del autarca no son exagerados. Toda la región del continente de Xand que está encima del gran Desierto Blanco ha caído bajo el dominio de Xis, y aunque su padre y su abuelo se conformaban con conquistar y exigir tributo, este nuevo autarca no es blando con estos súbditos. Se dice que no sólo se considera un rey sino un dios, y que estas tierras sometidas deben adorarlo como auténtico hijo del sol… ¡Sí, del sol que brilla en el cielo! Aún no ha impuesto exigencias tan duras a las ciudades y estados de Eion que han caído bajo su influencia, pero sin duda les exigirá lo mismo cuando haya afianzado su poder.
Pero no te equivoques: quizá esté loco, pero no es tonto. Este autarca está forjado con metal caliente. Su nombre es Sulepis, el tercero de veintiséis hermanos de la familia real, un nido de víboras que es legendario aun en la turbulenta Xis, donde nunca escasearon el salvajismo y el asesinato entre los clanes gobernantes. Se cuenta que sólo uno de sus hermanos, el menor de la familia, quedaba con vida cuando Sulepis ocupó el trono un año después de la muerte de su padre. Una vez que este hermano menor coronó a Sulepis en una ceremonia, encerraron al pobre diablo y lo sumergieron en bronce derretido. Cuando el cuerpo atormentado se enfrió, el autarca lo hizo instalar frente al palacio real. Un viajero me contó que al autarca le gusta contar a los horrorizados viajeros que este adorno está destinado a representar «la importancia de la familia».
Su dominio de Xand es casi completo, pero aunque ha realizado algunas conquistas en Eion, se trata de estados pequeños que a lo sumo tienen puertos precarios. Sabe que ninguno de ellos le servirá como base para una invasión, y que sin una base firme su ejército de reclutas, por numeroso que sea, no podrá derrotar a hombres decididos a luchar para defender sus tierras, y menos si Sian, Jellon y los reinos de la Marca se unen…
Briony dejó la carta, tan furiosa como la primera vez que la había leído. ¡Jellon, ese pantano de traición! Era típico de su padre seguir creyendo, aunque languideciera en la cárcel por culpa de la codicia de Jellon, que podía convencer al repulsivo rey Hesper de obrar correctamente, de hacer causa común contra un enemigo más poderoso.
Y quizá logre convencerlo con el tiempo, pensó Briony. ¿Entonces qué haré? ¿Qué sucederá si en efecto hacemos causa común y envían a ese rastrero conde Angelos de vuelta aquí, y debo tratarlo como un aliado en vez de clavarle mi espada en el corazón, como preferiría? Se prometió que esa tarde iría a la armería para practicar un rato con la espada. Si Barrick se sentía demasiado enfermo para la esgrima, podía pasar una hora fingiendo que el maniquí relleno de serrín era Angelos o su amo Hesper. Sería un alivio asestarles unas estocadas.
En cuanto a la parte faltante de la carta, no lograba entender por qué alguien la había robado. Por lo que cabía deducir del principio y del final, sólo parecía un comentario general y práctico sobre el mantenimiento de los muros y las puertas del castillo. ¿Algún espía del autarca, o un enemigo más próximo, se la habría llevado porque pensaba que Olin mencionaba alguna debilidad en las defensas de Marca Sur? ¿Cómo podía creer que su padre cometería la tontería de confiar al enviado de Ludis Drakava una información que podía poner en peligro su familia y su hogar? No lo conocían. Como decía Brone, Olin Eddon era un hombre que no daba nada por sentado.
Fue al final de la carta, aunque sabía que volvería a llorar al leer su despedida.
Y dale mis recuerdos a Briony, dile que lamento estar detenido aquí y no poder asistir al cumpleaños de ella y de Barrick. En este viejo y frío castillo hay una gata que se ha acostumbrado a dormir al pie de mi cama, y por su grosor sospecho que pronto será madre. Dile a Briony que no sólo regresaré pronto, sino que le llevaré un pequeño presente, y que podrá mimarlo todo lo que quiera, porque un gato, a diferencia de los perros y la mayoría de los niños, no se ablanda con el exceso de afecto.
Estaba complacida consigo misma. No lloró. O sólo derramó unas lágrimas, y las secó fácilmente antes de que regresaran Rose o Moina.
A pesar de su brazo atrofiado, Barrick era más fuerte y podía igualarla en la práctica de esgrima, pero todavía sentía los efectos de su enfermedad. Pronto se sonrojó y tuvo dificultades para respirar. Más lento que de costumbre, recibió varias estocadas de Briony y sólo una vez pudo devolver el golpe. Al cabo dio un paso atrás y arrojó el alfanje embotado al suelo.
—No es justo —dijo—. Sabes que todavía no estoy bien.
—Razón de más para que vuelvas a fortalecerte. Vamos, amargado, probemos una vez más. Si quieres, puedes usar un escudo.
—No. Eres igual que Shaso. Ahora que él no está aquí para fastidiarme, quieres ocupar su lugar.
Había bastante enfado en su voz, y Briony reprimió su propio resentimiento. Estaba inquieta, y la furia y la desdicha se cernían sobre ella como nubarrones. Después de tantos días de quedarse sentada escuchando a los demás, quería estirar las piernas, mover la espada, ser cualquier cosa menos una princesa, pero sabía que no tenía sentido tratar de obligar a Barrick a hacer algo.
—Muy bien. Quizá debamos hablar, en cambio. Volví a leer la carta de nuestro padre.
—No quiero hablar. Por el martillo de Perin, Briony, ya he hablado más de la cuenta últimamente. Confabulaciones e intrigas. Es fatigoso. Me voy a dormir la siesta.
—Pero no hemos hablado de las cosas que nos dijo Brone: Gailon Tolly, la carta, el autarca…
Él hizo un gesto desdeñoso.
—Brone sólo busca problemas. Si no hay intrigas, si no hay complots misteriosos de los que debe protegernos, no tiene influencia. —Barrick apenas se desató el protector del pecho antes de arrancárselo, irritado como un niño al que le han prohibido cenar.
—¿Acaso crees que no hay motivos para preocupamos? ¡Asesinaron a nuestro hermano bajo nuestro propio techo…!
—¡No, no es eso lo que digo! ¡No tuerzas mis palabras! Digo que no confío en que Brone nos diga ninguna verdad que no le beneficie. No olvides que él fue quien persuadió a nuestro padre de casarse con Anissa. Nynor y la tía Merolanna se oponían, pero Brone no cejó hasta convencerlo.
Ella frunció el ceño.
—Éramos muy pequeños… casi ni me acuerdo.
—Yo sí. Me acuerdo de todo. Es culpa suya que tengamos que aguantar a esa chiflada.
—¿Chiflada? —A Briony no le gustaba la expresión de su mellizo. Tenía un aire de salvajismo al que no estaba habituada—. Barrick, a mí tampoco me gusta, pero lo que has dicho es cruel y no es verdad.
—¿No? Selia dice que está actuando de modo extraño. Que no permite que nadie la visite, salvo mujeres de la campiña. Selia dice que varias de ellas son consideradas brujas en la ciudad…
—¿Selia? No sabía que habías vuelto a verla.
Barrick se sonrojó.
—¿Y qué? ¿Acaso te incumbe?
—No, Barrick, no me incumbe. ¿Pero no hay otras muchachas más dignas de tu interés? No sabemos nada sobre ella.
—Hablas como la tía Merolanna —resopló él.
—Rose y Moina te admiran.
—Mentira. Rose me llama el príncipe infeliz y dice que siempre me estoy quejando. Tú misma me lo contaste. —Barrick puso mala cara.
Ella trató de conservar la seriedad, aunque sentía la tentación de sonreír.
—Eso fue hace un año, tonto. Ahora no lo dice. Más aún, se preocupó mucho por ti cuando estabas enfermo. Y Moina… Bien, creo que está prendada de ti.
Por un momento, él pareció auténticamente asombrado, y Briony casi se alarmó al ver su cara de ansiedad. Pero un instante después volvió a ponerse la máscara que ella conocía demasiado bien.
—Claro, no te conformas con ser princesa regente. Actúas como si quisieras ser reina, como si yo fuera un estorbo. Ahora quieres decirme con quién debo hablar, y me vienes con el cuento de que a una de tus damas le gusto para que pueda vigilarme. Pero no lo permitiré, Briony. —Dio media vuelta, quitándose el resto del equipo, y salió de la armería. Dos de los guardias que aguardaban discretamente contra la pared lo siguieron.
—¡Eso no es cierto! —dijo Briony—. ¡Barrick, eso no es cierto!
Pero él ya se había largado.
* * *
No sabía por qué había ido. Tenía la sensación de estar caminando contra un viento fuerte mientras trataba de sostener un objeto complejo y delicado, semejante a uno de los instrumentos científicos de Chaven, pero mucho más grande y más frágil. Por momentos le parecía que toda la familia era víctima de una maldición.
El fornido guardia se negó a abrir la puerta del calabozo. Ella insistió, pero aunque era la princesa regente y podía hacer lo que quisiera, si insistía en valerse de sus prerrogativas el guardia acudiría a Avin Brone, y no quería que el condestable se enterase de esa visita. Ni ella misma lo entendía, y no sabría qué decirle al huraño y práctico Brone.
Al cabo se paró ante la puerta enrejada del calabozo y lo llamó. Al principio no obtuvo respuesta. Lo volvió a llamar y oyó un movimiento, un tintineo de cadenas.
—¿Briony? —La voz era sólo un eco de lo que había sido. Ella se inclinó, tratando de verlo en las sombras de la pared—. ¿Qué quieres?
—Hablar. —El hedor era espantoso—. Hacerte una pregunta.
Shaso se levantó, y la oscuridad se replegó como si las sombras hubieran cobrado forma humana por arte de magia. Caminó lentamente, arrastrando la cadena que le sujetaba los tobillos, y se detuvo cerca de la puerta. No había luz en ese calabozo: sólo la antorcha que ardía a espaldas de Briony le iluminaba la cara, pero era suficiente para ver cuánto había adelgazado. Los hombros aún eran anchos pero el largo cuello parecía frágil. Cuando él ladeó la cabeza para verla mejor (Briony debía de ser apenas una silueta frente a la antorcha), pudo distinguir el contorno del cráneo bajo la piel.
—Zoria misericordiosa —murmuró.
—¿Qué quieres?
—¿Por qué no me cuentas lo que sucedió? —preguntó Briony, tratando de conservar la compostura. Ya estaba harta de llorar en la intimidad de su cuarto. No lloraría frente a ese viejo severo ni al guardia que estaba a poca distancia, fingiendo que no escuchaba—. ¿Qué pasó aquella noche? Quiero creerte.
—Debes de ser la única.
—No soy la única. Dawet no cree que hayas matado a Kendrick.
Él tardó un rato en responder.
—¿Hablaste con él? ¿Sobre mí?
Briony no supo si él estaba desconcertado o enfadado.
—Era el enviado del secuestrador de nuestro padre. También era alguien que podía ser el asesino. Conversamos muchas veces.
—Hablas en pasado.
—Se ha ido. Ha vuelto a Hierosol, a su amo Drakava. Pero me dijo que creía que eras demasiado honorable para romper tu juramento a la familia Eddon, a pesar de las apariencias.
—Es un embustero y un asesino —gruñó Shaso—. No debes fiarte de lo que dice.
Ella libró una batalla perdida de antemano para no hablar con furia.
—¿Aunque proclame que cree en tu inocencia?
—Si mi inocencia depende de la palabra de un hombre, entonces merezco que me entreguen al verdugo.
Ella le asestó una palmada a la puerta, tan fuerte que el guardia se sobresaltó y se acercó. Ella lo ahuyentó con un gesto airado.
—Maldición, Shaso dan-Heza. ¿Por qué eres tan porfiado? ¿Disfrutas de esto? ¿Te quedas sentado en la oscuridad y te alegras de que al fin hayamos demostrado lo poco que te apreciamos, te regodeas en la ingratitud con que pagamos tus servicios de todos estos años? —Se inclinó hacia adelante, siseó las palabras a través de la ventana enrejada—. Aún me cuesta creer que pudieras matar a mi hermano, pero empiezo a creer que dejarías que te maten, que te asesinarías a ti mismo, como quien dice, por puro despecho.
Shaso guardó silencio, apoyando la cabeza en el pecho. Se quedó callado tanto tiempo que Briony empezó a preguntarse si, agotado por los rigores del confinamiento, no se habría dormido de pie, o incluso habría muerto de pie como el gran caballero Silas de Perikal, que según los poetas se negaba a caer, aunque lo habían acribillado a flechazos.
—No puedo decirte nada sobre esa noche, salvo que no maté a Kendrick —dijo al fin Shaso. Le temblaba la voz, como si reprimiera el llanto, pero Briony sabía que eso era imposible—. Así que debo morir.
—Si realmente me estimas, princesa… Briony… no vengas de nuevo a verme. Es demasiado doloroso.
—Shaso, ¿qué…?
—Por favor. Si de veras eres la única que cree que no he traicionado mi juramento, te diré tres cosas más. No te fíes de Avin Brone: es un intrigante y sólo cree en su propia causa. Y no te fíes de Chaven, el médico de la corte. Guarda muchos secretos y no todos son inofensivos.
—¿Chaven…? ¿Por qué…? ¿Qué ha hecho…?
—Por favor. —Shaso irguió la cabeza. Su mirada era fiera—. Sólo escucha. No puedo probar estas cosas, pero no quiero que sufras ningún daño, Briony. Ni tu hermano, aunque ha puesto a prueba mi paciencia. No quiero que le roben el reino a tu padre.
Ella estaba azorada.
—Dijiste… tres cosas.
—No te fíes de tu primo, Gailon Tolly. —Shaso soltó un gruñido extraño y feroz—. Es todo lo que puedo decir.
—Gailon… —Briony titubeó. Quería contarle que Gailon había desaparecido, y que Brone afirmaba que los Tolly habían albergado a agentes del autarca, pero de pronto sentía confusión. Shaso decía que no debía fiarse de Brone ni de Gailon. ¿Quién era el traidor, entonces, el duque de Estío o el condestable? ¿O eran ambos?
¿Contárselo? ¿Me estoy volviendo loca? El pensamiento la estremeció como un baldazo de agua helada. Es posible que este hombre haya matado a mi hermano, a pesar de lo que yo quiera creer. Podría ser un architraidor, o estar al servicio de alguien aún más peligroso, el autarca de Xis. Ya es una imprudencia haber venido aquí a solas, sin Barrick… ¿Debo tratarlo como si todavía fuera un consejero de confianza?
—¿Briony? —murmuró Shaso, con voz débil pero preocupada.
—Debo irme.
Dio media vuelta y se marchó, saludando al guardia como si no hubiera pasado nada fuera de lo común, pero terminó de subir los escalones casi a la carrera, pues ansiaba salir de ese lugar profundo y oscuro.
* * *
Matty Tinwright se despertó en su cuartucho, bajo el techo de la Fortuna del Escriba, con la sensación de que tenía la cabeza llena de agua de sentina. Aunque había vivido dos años encima de la taberna (y supuestamente estaba familiarizado con la habitación), se las ingenió para golpearse la cabeza contra una viga al levantarse y cayó en la cama con un bufido. Un golpe leve, gracias a Zosim, dios de los borrachos y los poetas (una combinación útil, ya que unos a menudo coincidían con los otros).
—¡Brigid! —gritó—. Maldita mujer, ven aquí. ¡Me he roto la mollera!
Ella se había ido, desde luego. Se consoló pensando que esa noche estaría de vuelta en la posada, porque trabajaba abajo, y él podría reprocharle la crueldad de haberlo abandonado. Quizá derivara en una trifulca o una muestra de compasión. Ambas eran aceptables. Un poeta necesitaba esa emoción, ese torrente de sensaciones.
Era evidente que nadie le llevaría nada. Tinwright se incorporó, frotándose la cabeza y quejándose. Vació la vejiga en la bacinilla, y se acercó a la ventana. Si hubiera sido más temprano o más tarde, habría considerado la bacinilla una etapa intermedia prescindible, pero la calle de los Entalladores estaba atestada. Por cautela, más que por cortesía, vació la bacinilla en un sitio donde no pasaba nadie: un mes atrás un corpulento marinero había tomado a mal que le orinaran desde una ventana, y Tinwright apenas había salvado el pellejo.
Bajó al comedor por ese interminable tramo de escaleras. El banco donde Finn Teodoros y Hewney lo habían mantenido despierto, bebiendo hasta después de la medianoche, estaba vacío, aunque hombres silenciosos ocupaban otros bancos, trabajadores de la calle del Estaño cuyo almuerzo consistía en un trago a primera hora. Matty Tinwright no entendía que el poeta y el dramaturgo pudieran beber tanto, siendo veinte años mayores que él, pero lo obligaban a igualarlos para conservar el honor, y así sufría esa resaca que le partía la cabeza. Esos truhanes eran la perdición de un joven inexperto como Tinwright.
No había indicios de Conary, el posadero. El mozo de taberna (mozo sólo de nombre, pues tenía diez años más que Tinwright) estaba sentado detrás del mostrador, cuidando las barricas. Se llamaba Gil y en ese momento tenía cara de despistado, y de costumbre no era ninguna lumbrera. Ya estaba en la Fortuna del Escriba cuando Tinwright llegó, y en todo ese tiempo nunca había dicho nada interesante.
—Cerveza —exigió el poeta—, necesito cerveza con urgencia. Mi estómago es como una tormenta en el mar. Sólo el sol encerrado en el lúpulo puede aplacar esta tempestad. —Se apoyó en el mostrador, eructó—. ¿Oyes eso? ¡Un trueno!
Gil no sonrió, aunque en general festejaba en silencio las bromas de Tinwright. Tras mucho maniobrar, deslizó una jarra por la tabla. El mozo parpadeaba como un búho a la luz del día y parecía más lerdo que de costumbre; por suerte no le pidió que pagara. Conary ya ni siquiera se dignaba saludarlo si no veía dinero, y amenazaba con echarlo de su diminuta habitación del último piso. Tinwright no quería arriesgarse a perder este regalo providencial, así que se disponía a retirarse a su cuarto con la jarra antes de que el mozo comprendiera lo que había hecho, y lamentó oír la voz de Gil.
—¿Eres poeta…? —preguntó Gil.
La escalera estaba demasiado lejos para fingir que no había oído. Se dispuso a inventar una excusa.
—Es decir, sabes escribir, ¿verdad? —preguntó el hombre de cara delgada—. ¿Tienes buena letra?
Tinwright frunció el ceño.
—Como un ángel que sumerge su pluma en tinta. Una gran dama me dijo una vez que la oda que le dediqué habría sido igualmente hermosa aunque las palabras estuvieran dispuestas en otro orden.
—Quisiera que me ayudaras a escribir una carta. ¿Podrías hacerlo? —Gil notó que Tinwright vacilaba—. Te pagaré dinero. ¿Esto será suficiente? —Extendió la mano. Un delfín de oro relucía en su palma como una gota de sol. Tinwright se quedó tan sorprendido que casi soltó la jarra. Siempre había pensado que Gil era un simple, con sus miradas vacías y sus silencios, pero esta idiotez era como un don de los dioses. Zosim había oído las plegarias de un poeta, al parecer, y el dios estaba de ánimo generoso esa mañana.
—Desde luego —dijo con entusiasmo—. Me encantaría ayudarte. Yo tomaré eso… —cogió la moneda—… y tú subirás a mi cuarto cuando Conary haya regresado. —Empinó la jarra de un largo y sediento trago y se la devolvió a Gil—. Toma, así no tendrás que bajarla más tarde.
Gil asintió, y su cara aún era tan inexpresiva como un pescado en un puesto del puerto. Tinwright corrió escalera arriba, casi seguro de que cuando llegara a su cuarto el delfín habría desaparecido como el regalo de un hada, pero cuando abrió el puño todavía estaba allí. Tuvo una sospecha y mordió la moneda, pero su blanda solidez le confirmó que era genuina. Claro que Tinwright no había tenido muchas oportunidades de morder oro en los veinte años de su vida.
* * *
Gil estaba junto a la puerta, con los brazos a los lados.
Está más raro que de costumbre, pensó Tinwright, pero esto me ha beneficiado. Se preguntaba si Gil tendría otras tareas que pudieran requerir la ayuda de Matty Tinwright: remendar su camisa, quizá, o ayudarlo a quitarse las botas. Si tiene más delfines, me enorgulleceré de considerarlo mi patrón, si comete semejante estupidez. Se le ocurrió otra pregunta. ¿Dónde habrá conseguido tanto oro un mozo de taberna? ¿Habrá matado a alguien? Bien, esperemos que sea alguien a quien nadie eche de menos…
—Quiero mandar una carta —dijo Gil—. Escribe las palabras que te digo. Cámbialas por las más correctas, si te parece necesario.
—Desde luego, amigo. —Tinwright cogió su tablilla, una de las pocas pertenencias que no había tenido que empeñar, y afiló la pluma con un viejo cuchillo que había robado de la cocina de Conary. Con este oro podré recobrar mi cortaplumas de mango de hueso. ¡Ja! ¡Podré comprar uno con mango de marfil!
—No sé qué saludos deben ir en una carta. Escríbelos tú.
—Estupendo. ¿Para quién es la carta?
—El príncipe Barrick y la princesa Briony.
Tinwright soltó la pluma.
—¿Qué? ¿El príncipe y la princesa?
—Sí. —Gil ladeó la cabeza para mirarlo, una expresión de perro o pájaro más que de persona—. ¿No puedes escribirla?
—Claro que sí —se apresuró a decir Matty Tinwright—. Sin duda. Mientras no se trate de nada traicionero. —Pero estaba preocupado. Quizá se había precipitado al dar las gracias a Zosim, que era un dios caprichoso.
—Bien. Eres amable, Tinwright. Les escribo para decirles cosas importantes. Escribe las cosas que diré. —Recobró el aliento. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviera recordando y no inventando—. Di al príncipe y la princesa de Marca Sur que debo hablar con ellos. Que puedo decirles cosas importantes que son ciertas.
Tinwright soltó un suspiro de alivio mientras iniciaba un alambicado saludo, pues era evidente que la carta sólo consistiría en los delirios complacientes de un patán analfabeto y que los mellizos no la leerían nunca. A los nobilísimos y honorabilísimos Barrick y Briony, escribió, príncipe y princesa regentes de Marca Sur, de su humilde servidor…
—¿Cuál es tu nombre? ¿Tu nombre completo?
—Gil.
—¿No tienes otro nombre? Por ejemplo, el mío no es sólo Matthias, sino Matthias Tinwright.
El mozo miró al poeta con tal expresión de despiste que Tinwright se encogió de hombros.
De su humilde servidor, Gil, escribió. Mozo de taberna en la posada conocida como…
—Diles que las amenazas que afrontan son peores de lo que creen. Se aproxima la guerra. Y para demostrar que sé de qué hablo, les contaré lo que le sucedió a la hija del príncipe de Setia y la piedra azul que llevaba como dote, y por qué le perdonaron la vida al sobrino del mercader. Debes usar las palabras que te digo.
Tinwright asintió, escribiendo a todo trapo mientras Gil tartamudeaba su mensaje. Había obtenido una magnífica paga por una simplísima tarea. Nadie tomaría en serio esos delirios, y menos la familia real.
Al terminar, le dio la carta a Gil y se despidió. Gil debía llevarla personalmente a la fortaleza y dársela al príncipe y la princesa, le dijo, aunque sabía que el pobre imbécil sólo provocaría la risa o la cólera de un guardia de la Puerta del Cuervo. Mientras el mozo de taberna bajaba la escalera, Tinwright se recostó para pensar en qué gastaría su dinero. Ya no le dolía la cabeza. De pronto la vida le sonreía.
Esa tarde Gil no regresó a la Fortuna del Escriba. Tinwright fue arrestado por la guardia real una hora antes del ocaso, con manchas de tinta en los dedos y sin haber gastado su delfín de oro.