20: Perdidos en la tierra de la luna

20

Perdidos en la tierra de la luna

EN MEDIO DEL BOSQUE

Nombra los árboles guardianes:

Corazón Blanco, Brazo de Piedra, Ojo Escondido, Semilla de Estrellas

Ahora inclínate, y ellos también se inclinarán, riendo

Oráculos de Osario

Barrick echaba chispas. Lo habían citado en la cámara de Avin Brone en plena noche como si fuera un mero cortesano. Regañó al niño que abrió la puerta del condestable por su lentitud, pero además lo perturbaban las palabras urgentes del mensajero de Brone.

—El condestable os ruega que acudáis a sus aposentos, alteza —había dicho el paje—. Os pide respetuosamente que vengáis deprisa.

Como de costumbre, sueños malignos habían turbado el descanso de Barrick; al abrirse la puerta, se preguntó con miedo enfermizo si ese hombre corpulento planeaba una traición. Casi se echó atrás cuando el condestable cruzó la sala para acercarse, vestido con una bata descomunal. Se había puesto los zapatos con hebilla sobre los pies descalzos. Brone se limitó a hacer una reverencia y mantener la puerta abierta, y Barrick sintió un nuevo temor.

—¿Dónde está mi hermana? ¿Se encuentra bien?

—Tengo entendido que sí. Supongo que llegará en cualquier momento. —Había dos sillas lado a lado, y Brone señaló una de ellas—. Por favor, alteza, sentaos. Me explicaré. —La barba desgreñada le cubría la cara y el pecho como un arbusto; al parecer, lo que había provocado esta convocatoria había sucedido cuando el señor de Finisterra ya estaba en la cama.

Una vez que Barrick se sentó, Brone se acomodó en un taburete, dejando vacía la otra silla.

—He enviado al paje en busca de vino. Perdonad lo escaso de mi hospitalidad.

Barrick se encogió de hombros.

—Lo beberé con especias.

—Buena elección. Hace frío en los corredores.

—Ya lo creo —declaró Briony desde la puerta—. Espero que tengáis buenos motivos para arrancarme de mi cálido lecho, condestable.

Aunque Briony llevaba un manto de terciopelo, se notaba que ella también estaba en bata. De los tres, Barrick era el único que llevaba ropa de día. Últimamente no le gustaba prepararse para la cama, y prefería dormirse en una silla, todavía vestido. Pensaba que así sería más fácil eludir las pesadillas.

—Gracias, alteza. —Brone se levantó de nuevo e hizo una reverencia antes de conducir a Briony a la otra silla. Hizo una mueca al moverse. Al principio Barrick sólo sintió curiosidad (el condestable siempre le había parecido, como Shaso, un hombre hecho de algo más resistente que la mera carne), pero un instante después sintió una punzada de preocupación. ¿Y si Brone moría? A fin de cuentas, no era joven. El rey y el maestro de armas estaban en prisión, y Kendrick muerto, así que los Eddon contaban con poca gente de confianza que conociera todos los asuntos políticos de Marca Sur. Barrick se sentía como un niño a quien le hubieran encomendado una tarea de adulto.

Quizá el condestable hubiera notado esa preocupación en el semblante de Barrick. Sonrió hoscamente.

—Estas noches frías ponen a prueba mis viejas articulaciones, alteza, pero puedo afrontarlas. Aun así, me alegra que os falten muchos años para preocuparos por estas cosas.

Briony estaba más interesada en su hermano que en los achaques del condestable.

—¿No te habías acostado, Barrick?

No le gustaba que le preguntara frente a Avin Brone, como si ella fuera su hermana mayor, o su madre, en vez de su melliza.

—Estaba leyendo. ¿Cuento con vuestra aprobación, alteza?

Ella se sonrojó.

—Sólo me preguntaba…

—Os quería preguntar, princesa —intervino el condestable—, si mi sobrina Rose Trelling os presta buenos servicios. —No la miraba a los ojos. Brone parecía distraído, confundido, como si ellos lo hubieran despertado a él y no al revés—. Estamos muy agradecidos por vuestra amabilidad hacia ella. Es buena muchacha, aunque a veces un poco tonta.

—Estoy muy conforme con Rose. —Briony lo miró a los ojos—. Pero no puedo creer que me hayáis despertado después de la campana de medianoche para preguntarme si mis damas me prestan buen servicio.

—Perdonadme, alteza, pero no quiero abordar el asunto antes de… —El condestable guardó silencio, señalando con la cabeza al paje que regresaba con tres jarras de vino. El niño se arrodilló junto al fuego, las calentó una por una con un atizador, y le sirvió primero a Briony. Era evidente que Avin Brone no hablaría hasta que el niño se marchara, así que todos observaron ese procedimiento interminable, y reinó silencio en la habitación salvo por el crepitar del fuego.

Cuando el niño se marchó, Brone se inclinó hacia delante.

—Una vez más, me disculpo por haberos levantado. Lo cierto es que para mí es más fácil vaciar mis aposentos de oídos curiosos, y llama menos la atención. Si yo hubiera acudido a vosotros y hubiera pedido que echarais a los pajes, doncellas y guardias, mañana sería la comidilla del castillo.

—¿Y creéis que nadie se enterará de que Barrick y yo cruzamos el castillo para venir aquí?

—No provocará tantas especulaciones. Y hay otro motivo para reunimos aquí, como veréis.

—¿Por qué tantas precauciones? —Barrick aún sentía la punzada del miedo en las entrañas. ¿La vida de un rey era siempre así? ¿Llamadas alarmantes a medianoche? ¿Duda y desconfianza constantes? ¿Quién querría semejante cosa? De pronto temió (y rogó para que no fuera una premonición) que Briony se perdiera o muriera y él tuviera que gobernar solo—. ¿Qué es tan urgente? ¿Por qué no puede esperar hasta la mañana y requiere tanto secretismo?

—Son dos cosas, dos noticias, y recibí ambas esta noche —dijo Brone—. Una de ellas requerirá que os levantéis, así que comenzaré con la otra mientras termináis el vino. —Bebió un largo trago de su jarra—. Gracias a Erilo por la bendita uva —dijo con fervor—. Si no pudiera beber un par de copas de vino caliente por la noche para arquear mis viejas piernas, tendría que dormir de pie como un caballo.

—Habla —dijo Barrick, apretando los dientes.

—Mis disculpas, altezas. —Brone se tiró de la barba entrecana—. He aquí la primera noticia: Gailon Tolly ha desaparecido.

—¿Qué? —exclamó Barrick, al mismo tiempo que Briony—. ¿El duque de Estío? ¿Ese Gailon Tolly?

Avin Brone asintió.

—Sí, mi príncipe. No llegó a la corte de Estío.

—Pero salió de aquí con una docena de hombres armados —dijo Briony—. Tantos caballeros no pueden esfumarse. Y habríamos tenido noticias de su madre, ¿verdad?

—En efecto —dijo Barrick—. Si algo le hubiera pasado a Gailon, esa vieja imbécil ya estaría protestando a nuestras puertas.

El condestable alzó las anchas manos en un gesto de impotencia.

—En la corte de Estío acaban de enterarse de que ha desaparecido. Él envió un mensaje por mensajero cuando salió de aquí, y lo esperaban hace una semana, pero nadie se sorprendió de que no hubiera llegado. Habrán pensado que se detuvo para cazar, o para visitar a uno de sus primos. —Miró a Briony, desvió los ojos—. Pero anteayer la gente empezó a alarmarse. Un caballo que pertenecía a su amigo Evon Kinnay, hijo del barón de Longhowe… Recordaréis al joven Kinnay, desde luego…

—Una sabandija —gruñó Barrick—. Siempre diciendo que quería ser sacerdote, y manoseando a las criadas.

—El caballo de Kinnay, con su silla y su manta, apareció a poca distancia de la corte de Estío. En su carta, Gailon mencionaba a su madre que Kinnay era uno de los hombres que viajaba con él. Los Tolly han registrado la zona que rodea el bosque. Ningún rastro.

Briony dejó el jarro de vino. Ahora parecía tan consternada como Barrick.

—Que los dioses nos guarden del mal. ¿Creéis que es algo similar a lo que sucedió con esa caravana de mercaderes? ¿Podrían ser los crepusculares?

—Pero Estío está muy al sur de la Línea de Sombra —señaló Barrick. Se negaba a creer que criaturas oscuras cruzaban esa barrera y merodeaban por las tierras de los hombres. No había pasado una noche tranquila desde que se había enterado del rapto de la caravana—. Nosotros estamos mucho más cerca que ellos.

—Nada es imposible —admitió Avin Brone—. Pero no desechéis la posibilidad de que sea algo menos insólito. Gailon Tolly se fue de Marca Sur muy enfadado, y es un hombre muy poderoso, sobre todo ahora que vuestro hermano Kendrick ha muerto. Huelga aclarar que mucha gente influyente piensa que sois demasiado jóvenes para gobernar. Algunos llegan al extremo de decir que sois mis títeres.

—Quizá debas tenerlo en cuenta la próxima vez que nos hagas cruzar el castillo para venir a tus aposentos en medio de la noche, Brone. —La furia ayudaba a Barrick a sentirse un poco mejor. Era como sumergir el atizador caliente en el vino, transmitiendo el calor.

—¿Qué importa lo que piensen los demás? —preguntó su hermana—. ¡No le hicimos nada a Gailon! Por mi parte, me alegró que se marchara.

—Pero pensad en ello —dijo el condestable—. Imaginad que Gailon reaparece dentro de unos días. Imaginad que los Tolly afirman que enviasteis soldados para matarlo, que temíais sus pretensiones al trono…

—¡Pamplinas! ¿Pretensiones? Gailon sólo puede pretender el trono si nuestro padre y toda su familia mueren. —Barrick volvió a enfadarse, y tuvo que levantarse para caminar—. Eso significa que Briony y yo debemos morir también. Y el hijo de nuestra madrastra…

Brone pidió silencio con un gesto. Barrick dejó de hablar, pero no podía sentarse.

—Sólo os pido que imaginéis esa posibilidad, altezas. Imaginad que Gailon reaparece dentro de pocas semanas y alega que intentasteis asesinarlo… incluso que los dos queríais evitar el pago del rescate de vuestro padre para seguir reinando, y que él se había opuesto, o algo parecido.

—¡Eso sería traición… revolución! —Barrick volvió a desplomarse en la silla, sintiéndose débil y desdichado—. ¿Pero cómo probaríamos lo contrario?

—Ése es el problema de los rumores —dijo Avin Brone—. Es muy difícil probar que algunas cosas no son ciertas, mucho más que probar que lo son.

—¿Por qué sugerís una posibilidad tan remota? —preguntó Briony—. No tengo la menor simpatía por Gailon, pero aunque los Tolly pretendieran el trono, esperarían hasta que surgiera algún problema: una mala cosecha, o una epidemia de fiebre mucho peor que la que han sufrido Barrick y otros… Esperarían hasta que el pueblo estuviera asustado antes de instigarlo contra nosotros. La gente sabe muy poco sobre mi hermano y yo. Hemos reinado muy poco tiempo.

—Precisamente por eso puede creer las mentiras que propagan sobre vosotros —dijo Brone.

Briony frunció el ceño.

—Aun así, ¿no exageráis un poco? Si Gailon está perdido de veras, y no sólo cazando, como creía la gente, podemos explicarlo de muchas maneras sin pensar que desea acusarnos de atentar contra él.

—Quizá. —El hombretón se levantó despacio, apoyando la mano en el taburete para sostenerse. Cogió una lámpara de aceite y las sombras de la habitación oscilaron—. Pero ahora llegamos a mi otra preocupación. Acompañadme, por favor.

Salieron de la sala y lo siguieron por un pasillo angosto y austero. Brone se detuvo ante una puerta.

—Éste es el motivo por el que no estoy acostado esta noche, altezas.

Abrió la puerta.

Muchas lámparas y velas alumbraban la habitación, muchas más de las que eran normales en un dormitorio. Al principio, a pesar de tanta luz, Barrick no pudo distinguir el nudo de formas que ocupaban el centro de la cama: sólo al cabo de unos instantes vio que era un hombre de rodillas junto a otro, y el que estaba de rodillas apoyaba la cabeza contra el pecho del otro en una posición que evocaba el abrazo de un amante. El que estaba arriba se apoyó un dedo en los labios, pidiendo silencio. Barrick conocía ese rostro lleno de arrugas, lo había vislumbrado en una de sus pesadillas, y tuvo que reprimir un jadeo de temor.

—Creo que ambos conocéis al hermano Okros de la Academia de Marca Este —dijo Brone—. Él vino a ayudar cuando estabais enfermo, Barrick. Ahora está cuidando a uno de mis servidores.

Había sangre en la cama, en las sábanas; el hermano Okros tenía las manos empapadas. El monje les dirigió una sonrisa rápida y distraída.

—Perdonadme, altezas. Este hombre aún no está fuera de peligro y estoy muy ocupado.

El hombre tendido sobre las sábanas manchadas de rojo tenía una barba oscura y desaliñada, y su piel, su cabello y sus ropas estaban muy sucios, pero aun acicalado y limpio no habría hecho que nadie mirase dos veces. Clavaba los ojos en el techo y apretaba los dientes apretados como para retener su trabajosa respiración. Le habían abierto la camisa y el hermano Okros hundía los dedos en un sanguinolento agujero que el hombre tenía en el pecho, justo debajo del hombro.

—Un momento —dijo el médico sacerdote, y Barrick recordó la voz, aunque no el rostro. Recordó que flotaba en uno de sus sueños febriles, hablando de alineamientos correctos y equilibrios mejorados—. Todavía hay una punta de flecha alojada aquí… Ah, hela aquí. —El hermano Okros se incorporó, alzando una pinza ensangrentada en la que sostenía un trozo de metal—. Ya está. Al menos ésta no llegará a los pulmones ni al corazón. —Movió al paciente, con suavidad pero con firmeza, y el herido soltó un profundo gruñido, apenas sofocado por la ropa de cama. El sacerdote comenzó a limpiar otro agujero ensangrentado por encima de los omóplatos—. Por aquí entró… ¿Veis? Tendré que vendar la herida con consuelda y una cataplasma de corteza de sauce.

Briony estaba pálida, y Barrick estaba seguro de que él también, pero su hermana tragó saliva y habló con calma.

—¿Por qué este hombre herido está en vuestros aposentos, condestable? ¿Y por qué lo atiende el hermano Okros? ¿Por qué no el médico del castillo? Chaven regresó hace varios días.

—Explicaré todo enseguida, pero quería que oyerais esto de los labios de este hombre. Dale la vuelta, Okros, te lo ruego. Luego te dejaremos tranquilo para que le vendes las heridas y le administres los remedios que necesite.

Brone y el menudo sacerdote volvieron a poner al hombre boca arriba. Okros apretó trozos de tela contra las heridas de ambos lados.

—Rule —dijo el condestable—. Soy yo, Brone. ¿Me reconoces?

El hombre le echó una ojeada.

—Sí, amo —gruñó.

—Repíteme qué viste en Estío, Rule. Dime por qué regresaste aquí con tanta prisa, y por qué te ganaste un flechazo en la espalda. —Brone miró a los mellizos—. Este hombre tendría que haber muerto en la carretera. Es evidente que alguien tenía esa intención.

—Hombres del autarca —gruñó Rule—. En Estío. —Trató de mojarse los labios, tragó saliva—. Esos cabrones xixianos eran… huéspedes de honor de la vieja duquesa.

—¿Los hombres del autarca…? ¿Con los Tolly? —Barrick miró en torno como si en cualquier momento los hombres de rostro amortajado de sus pesadillas pudieran surgir de las sombras.

—Así es —declaró Brone—. Ahora venid y os contaré el resto.

* * *

Para protegerse del frío de la noche, Brone se había envuelto los anchos hombros con una manta, tapándose la mitad de la barba. Parecía un gigante de un viejo cuento, pensó Barrick, una criatura que roía huesos y tumbaba muros de piedra con las manos.

¿Cuánto sabemos sobre él? Barrick procuraba ordenar sus pensamientos. Se sentía mareado, como si la fiebre volviera a atacarlo con dedos fríos y calientes al mismo tiempo. Nuestro padre confiaba en él, pero ¿eso es suficiente? Alguien mató a Kendrick. Ahora Brone nos dice que Gailon Tolly ha desaparecido, y que la familia de Gailon está en connivencia con el autarca. ¿Y si el criminal es nuestro condestable? Tolly no me agrada. Nunca me agradaron él ni su condenado padre, con su nariz roja y su voz gritona, pero eso no basta para aceptar que es un traidor, como dicen Brone y su espía.

Como si compartiera sus pensamientos, su hermana comentó:

—Agradecemos vuestros esfuerzos en favor de la corona, conde Avin, pero éste es un bocado difícil de tragar. ¿Quién es ese hombre que está en la cama? ¿Por qué no llamasteis al médico real?

—Más importante, ¿dónde está Gailon? —preguntó Barrick—. Es muy conveniente que él no esté a mano para defenderse, ni para defender a su familia.

Un destello de furia chispeó en los ojos del condestable. Brone bebió más vino, y luego habló con voz serena.

—Entiendo que estéis sorprendidos, altezas, y entiendo vuestra desconfianza. Para la última pregunta, no tengo respuesta. Ojalá la tuviera. —Frunció el ceño—. Esto se ha enfriado… Me refiero al vino. —Se acercó al hogar y empezó a calentar el atizador—. En cuanto a lo demás, os lo contaré y sacaréis vuestras propias conclusiones. —Gruñó, sonrió agriamente—. Como de costumbre.

»Ese hombre, Rule, es un espía, como habréis adivinado. Es un sujeto rudo, y en un lugar como la mansión Estío preferiría usar a alguien más sutil, pero tenía que cambiar de agente. ¿Recordáis al músico Robben Hulligan? ¿El pelirrojo?

—Sí —dijo Briony—. Era amigo de Acertijo. Murió, ¿verdad? El año pasado fue asesinado por salteadores en la carretera del sur.

—Salteadores, quizá. Murió cuando regresaba de Estío, pocas semanas después de que nos enteráramos de que vuestro padre estaba prisionero, aunque entonces yo no le di mayor importancia, salvo por el inconveniente para mí. Pues bien, me enteré de muchas cosas sobre los Tolly y Estío a través de Hulligan. Conocía a mucha gente de la corte y la vieja duquesa lo amaba. Le permitían andar a sus anchas, como un perro de la familia.

—¿Creéis que fue asesinado por ser vuestro espía?

Brone hizo una mueca.

—No quiero pecar de exagerado. Lo único cierto es que desde la muerte de Robben he sabido poco sobre lo que sucede en Estío, y por eso envié a Rule. Tiene muchas aptitudes y no le cuesta encontrar trabajo en una casa grande: hace reparaciones, arma flechas, cuida caballos.

—¿Tienes espías en todas las grandes casas del reino? —preguntó Barrick.

—Desde luego. Y para ahorraros una pregunta, alteza: también tengo espías en este castillo. No podría prescindir de ellos. Ya hemos perdido a un miembro de la familia real.

—¡Y tus espías no lo impidieron!

Brone lo miró con frialdad.

—No, alteza, no lo impidieron, y me he desvelado muchas noches pensando en ello, preguntándome qué tendría que haber hecho mejor. Pero eso no cambia la situación que afrontamos. Rule es un hombre meticuloso. Si él dice que hay agentes del autarca en la corte de Estío, le creo, y os sugiero que no lo paséis por alto.

—Antes de continuar —dijo Briony—, insisto en saber por qué lo atiende el sacerdote y no Chaven.

Brone asintió.

—De acuerdo. He aquí la respuesta. El hermano Okros no estaba en el castillo cuando vuestro hermano fue asesinado, Chaven sí.

—¿Qué? —Briony se irguió—. ¿Sospecháis que Chaven asesinó a mi hermano? ¿Una brutal muerte a puñaladas? ¡Es el médico de la familia! Si él hubiera querido matar a Kendrick, lo habría envenenado, lo habría hecho parecer una enfermedad… —Se interrumpió, mirando a su mellizo. Él tardó sólo un instante en entender sus pensamientos.

—Pero yo estoy vivo —dijo Barrick—. Si alguien trató de matarme, fracasó. —Aun así, no se sentía bien. Barrick meneó la cabeza, lamentando haber ido a los aposentos del condestable en vez de quedarse en la cama, luchando contra pesadillas que quizá fueran imaginarias—. Brone, ¿estás diciendo que Chaven pudo haber asesinado a Kendrick, o ser cómplice de los culpables?

El viejo sumergió el atizador en su jarra, sopló el vapor para ver el burbujeo del vino.

—No, príncipe Barrick, no digo semejante cosa. Sólo digo que no me fío de nadie, y mientras no sepamos quién mató a vuestro hermano, todo el que pudiera acercarse a él es sospechoso.

—¿Incluido yo? —Barrick iba a reírse, pero se enfadó de nuevo—. ¿Incluida mi hermana?

—Si no os hubiera hecho vigilar, sí. —Avin Brone sonrió adustamente—. Los posibles sucesores son los que tienen más motivos para asesinar. Sin ofender, altezas. Es mi deber.

Barrick se reclinó, abrumado.

—¿Entonces no podemos confiar en nadie salvo en ti?

—En mí menos que en nadie, alteza. He estado aquí demasiado tiempo, conozco demasiados secretos. Y en mis tiempos he matado hombres. —Los miró a ambos con dureza, como desafiándolos—. Si no tenéis más fuentes de información que yo, altezas, no tenéis suficiente cuidado. —Volvió a sentarse en el taburete—. Pero al margen de todo lo demás, esta noticia sobre los hombres del autarca en Estío es muy grave, de eso no hay duda. Me temo que la desaparición de Gailon Tolly tenga algo que ver con ello. Y sin duda alguien le cobró suficiente antipatía a Rule como para perforarle la espalda con una flecha cuando cabalgaba por la carretera de los Tres Hermanos, regresando hacia aquí. Si no fuera un recio veterano hecho de cuero y madera, no tendríamos esta información.

Briony bebió su vino. Estaba pálida, consternada.

—Esto es demasiado. ¿Qué debemos pensar?

—Pensad lo que os plazca, pero pensad —gruñó Brone, buscando una posición más cómoda—. Entendedme, por favor. No tengo motivos serios para dudar de la lealtad de Chaven, pero lamentablemente es una de las pocas personas del castillo que sabe mucho sobre el autarca. ¿Sabíais que su hermano estuvo al servicio del autarca?

Barrick se inclinó hacia delante.

—¿El hermano de Chaven? ¿Esto es cierto?

—Sin duda sabéis que Chaven es ulosiano. Pero no sabéis que su familia fue una de las primeras en acoger al autarca en Ulos, la primera conquista de Xis en tierras de Eion. Se cuenta que Chaven tuvo una disputa con su hermano y su padre por ese tema, y huyó a Hierosol, y por eso vuestro padre, el rey Olin, lo trajo aquí, porque sabe muchas cosas, aparte de sanar a los enfermos, incluidos los chismes que su familia trajo de la corte xixiana. Siempre ha demostrado lealtad pero, insisto, desde mi perspectiva es lamentable que sea uno de los pocos que sabe mucho sobre el autarca. Otro de esos pocos está encerrado en la fortaleza.

—Shaso —dijo Briony.

—El mismo. Él luchó contra el autarca y perdió… Bien, en realidad luchó contra el padre de este autarca. Luego luchó contra vuestro padre y perdió. Aunque Shaso no pareciera ser el asesino de vuestro hermano, no sé si sus consejos serían de utilidad: cualquiera puede aconsejaros cómo perder batallas.

—Eso no es justo —respondió Briony—. Nadie ha derrotado a Xis todavía. Así que nadie puede ofrecer mejores consejos, ¿verdad?

—Verdad. Y por eso estamos hablando los tres. Temo la amenaza del sur más que la amenaza de las hadas. —Brone hurgó en su bolsillo y extrajo una pila de papeles arrugados—. Deberíais leer esto. Es la carta de vuestro padre a vuestro hermano. Menciona el creciente poder del autarca.

Briony le clavó los ojos.

—¡Vos tenéis la carta!

—Acabo de descubrirla. —Brone le entregó los papeles—. Falta una página. La parte faltante parece carecer de importancia, habla del mantenimiento del castillo y sus defensas, pero no puedo estar seguro. Tal vez vosotros notéis algo que yo pasé por alto.

—¡No tenías derecho a leerla! —exclamó Barrick—. ¡Ningún derecho! ¡Era una carta personal de nuestro padre!

El condestable se encogió de hombros.

—En estas circunstancias, la intimidad es un lujo que no podemos darnos. Tenía que ver si había alguna alusión a un peligro inmediato; la carta desapareció hace tiempo, después de todo.

—Ningún derecho —repitió Barrick con amargura. ¿Era su imaginación, o Brone lo miraba de un modo raro? ¿Había algo en la carta que había inducido al conde de Finisterra a sospechar el secreto de Barrick?

Briony apartó los ojos de la carta.

—Dijisteis que la habíais encontrado. ¿Dónde? ¿Y cómo sabéis que falta una página?

—La carta estaba en una pila de documentos que Nynor dejó en mi estudio, pero él dice que no sabía nada sobre ella, y en principio le creo. Sospecho que alguien entró a hurtadillas y la metió entre los demás papeles de mi mesa, quizá porque querían dar la impresión de que Nynor o yo la habíamos tomado, quizá implicarnos en… —Frunció el ceño—. También la leí porque me preguntaba si tendría algo que ver con la muerte de vuestro hermano.

—¿Y la página faltante?

Él hojeó la carta con su grueso índice.

—Mirad.

—Esta página termina hablando de las fortificaciones de la fortaleza interna… —Briony entornó los ojos, mirando las dos páginas de la carta—. Y concluye en la siguiente, pidiéndonos que hagamos esas cosas. Tenéis razón, aquí falta algo. «Decidle a Brone que se acuerde de las zanjas». ¿A qué se refiere?

—A los canales de desagüe. Algunas compuertas de las lagunas son viejas. Le preocupaba que fueran vulnerables durante un asedio.

—¿Temía un asedio? —preguntó Briony—. ¿Por qué?

—Vuestro padre es un hombre que siempre desea estar preparado. Para cualquier cosa.

—No sé por qué pero no os creo, condestable. En este detalle, al menos.

—Os equivocáis, alteza, os lo aseguro. —El condestable parecía demasiado cansado para discutir.

Barrick, una vez pasada la mayor alarma, empezaba a sentir sopor. ¿De qué servían estas suposiciones y especulaciones? ¿Qué importaba lo que había escrito su padre cautivo, o lo que significaba? El que había matado a Kendrick había puesto fin a la vida del príncipe regente en medio de todo el poderío de Marca Sur. Si fue el autarca, que ya ha conquistado todo un continente y empieza a engullir éste también, trozo a trozo, ¿cómo puede salvarse un reino diminuto como el nuestro? Sólo la distancia lo había protegido hasta ahora, y esa defensa no era eterna.

—Lo cierto es que hay un traidor entre nosotros —dijo Barrick.

—Quizá la persona que tenía la carta no esté relacionada con la muerte del príncipe Kendrick, alteza.

—Hay otra cuestión —dijo Briony—. ¿Por qué devolverla? Al faltarle una página, es como proclamar que alguien más leyó una carta del rey al príncipe regente. ¿Por qué darlo a conocer?

Avin Brone asintió.

—En efecto, alteza. Ahora, si me excusáis, os pido que os llevéis la carta. También podéis pensar cómo castigarme por haberla leído. Estoy viejo y cansado y todavía debo encontrar un sitio para dormir esta noche. Dudo que el hermano Okros me permita mover a Rule de mi cama. Si deseáis hablar conmigo sobre lo que dice, llamadme por la mañana e iré de inmediato. —Brone se bamboleó; con su gran tamaño, parecía una montaña a punto de desmoronarse y Barrick no pudo evitar retroceder un paso—. Vivimos tiempos aciagos, altezas. Yo no soy el único que depende de vosotros, a pesar de vuestra juventud. Por favor, recordadlo, príncipe Barrick y princesa Briony, y tened cuidado con lo que decís y a quién.

La cortesía fue víctima del agotamiento. No los acompañó hasta la puerta.

* * *

No resultaba fácil encender el fuego. El bosque estaba húmedo y había poca leña. Ferras Vansen echó una ojeada a la madera apilada en el centro del círculo de piedras y miró con nostalgia las grandes ramas que se extendían sobre ellos. Aunque no tenían hacha, podían usar las espadas para obtener toda la madera que necesitaran. Pero los árboles parecían observarlos, esperando una profanación: oía susurros que no parecían deberse al viento. Nos las apañaremos con las ramas caídas, decidió.

Collum trabajaba en la pirámide de ramitas con su pedernal. El ruido del acero reverberaba en el claro como martillazos en lo profundo de la tierra. Vansen evocó las historias de su juventud, sobre los Otros que acechaban en bosques sombríos y cavernas y se ocultaban en el frío suelo.

—Ya está. —Dyer sopló las volutas de chispas rojas hasta que crecieron pálidas llamas. La niebla se había despejado un poco, revelando el cielo allende las distantes copas de los árboles, una salpicadura de estrellas en una oscuridad aterciopelada. No había indicios de la luna—. ¿Qué hora cree que es? —preguntó Dyer, incorporándose. El fuego ya ardía solo, pero era lánguido y enfermizo, y estaba mechado de colores extraños, verdes y azules—. Hace horas que estamos aquí y todavía es por la tarde.

—No, ha oscurecido un poco. —Vansen acercó las manos al fuego; despedía poco calor.

—No veo el momento de que llegue el día. —Dyer masticó un trozo de carne seca—. No veo el momento.

—Quizá no llegue —suspiró Vansen, reclinándose. Un viento que él no podía sentir agitaba la copa de los árboles. La fogata, débil como era, parecía una herida en el claro brumoso. No podía evitar la sensación de que el bosque deseaba cerrar esa brecha, taparla, devorando las llamas y a los dos hombres, sanando la herida con musgo y humedad y muda oscuridad—. Creo que aquí nunca hay mucha claridad.

—Tenemos el cielo arriba —dijo Dyer con firmeza, pero su voz sonaba frágil—. Eso significa que el sol despuntará cuando llegue el día, aunque no podamos verlo. Ni todas las nieblas del mundo pueden cambiar eso.

Vansen no respondió. Collum Dyer, veterano de muchas campañas, un hombre que se codeaba con la muerte, estaba asustado como un chiquillo. Vansen, hermano mayor en su familia, sabía que no convenía discutir por menudencias con un chiquillo asustado hasta que el peligro hubiera pasado.

Menudencias. Como no volver a ver el sol.

—Yo haré la primera guardia —dijo.

—Debemos seguir llamando a los demás. —Dyer se levantó y caminó a la linde del claro, haciendo bocina con las manos—. ¡Hola! ¡Adcock! ¡Southstead! ¡Hola!

El ruido alarmó a Ferras Vansen, pero los árboles pronto lo tragaron. El instinto le aconsejaba que se quedara callado, que se moviera despacio, que no llamara la atención. Como un ratón en una mesa, pensó con amarga ironía. Para no despertar a nadie.

—Supongo que los demás ya habrán preparado su campamento —dijo—. Y si bastara con gritar, nos habrían encontrado hace horas.

Dyer regresó y se sentó junto al fuego.

—Nos encontrarán. Nos están buscando. Hasta Southstead, aunque usted lo dude, capitán. La guardia real no abandona a los suyos.

Vansen asintió, pero estaba pensando algo muy distinto. Sospechaba que en alguna parte los demás guardias, el pobre Raemon Beck y la niña desquiciada estaban tan perdidos y asustados como Dyer y él. Esperaba que tuvieran la sensatez de quedarse donde estaban. Empezaba a entender lo que le había ocurrido a la niña, y al loco de su aldea que había regresado tras cruzar la Línea de Sombra.

—Trata de dormir, Collum. Yo haré la primera guardia.

* * *

Al principio le pareció una mera continuación de los extraños sueños que frustraban sus desesperados intentos de permanecer despierto. La oscuridad no era absoluta (la luna había asomado sobre los árboles, redonda y pálida como la coronilla de una calavera bruñida, y su fulgor atravesaba la niebla), pero era el momento más oscuro de la noche. Tendría que haber despertado a Dyer horas atrás. Se había dormido, dejando el campamento sin vigilancia, algo peligroso en un paraje desconocido. ¿O todavía dormía? Tenía esa sensación, pues oía el cantar del viento, una melodía ondulante y sin palabras.

Algo se movía entre los árboles, en la linde del claro.

Contuvo el aliento. Buscó la espada a tientas, alargó la otra mano para despertar a Collum Dyer, pero su compañero se había ido del lugar donde se había puesto a dormir un rato antes. Vansen tuvo apenas unos segundos para asimilar el terror de ese descubrimiento, y luego el movimiento de la linde del claro se transformó en una silueta encapuchada, amortajada de blanco, traslúcida como una destilación de la niebla. Tenía forma de mujer, y por un instante sintió la vana esperanza de que Sauce se hubiera alejado del campamento de los guardias en un ataque de sonambulismo, de que el resto de su gente estuviera cerca, de que Dyer tuviera razón. Pero un cosquilleo en la nuca le indicó que esto era mentira aun antes de ver que los pies de la mujer no tocaban el suelo.

Mortal, no deberías estar aquí. —Sonaba en su cabeza, detrás de los ojos, no en los oídos. No distinguía si la voz era vieja o joven, masculina o femenina. Trató de hablar, pero no pudo. De la cara sólo veía una luz pálida y sombras tenues, como si la taparan muchos velos de tela reluciente. Sólo se veían con claridad los ojos, enormes, negros e inhumanos—. Las viejas leyes han muerto —dijo el espectro. El mundo parecía haberse derrumbado en un túnel oscuro, con ese rostro radiante y borroso en el otro extremo—. No quedan acertijos por resolver. No quedan tareas que permitan obtener favores. Todo avanza hacia el final. Las voces de las sombras que otrora se oponían a esto han callado en la Casa del Pueblo.

El espectro se acercó. Vansen sintió las estruendosas palpitaciones de su corazón, tan fuertes que parecía que lo harían pedazos, pero no lograba mover un solo músculo. Una mano transparente se alargó, le tocó el pelo, pareció atravesarlo, fresca pero vibrante, como si las chispas de una fogata le salpicaran la piel húmeda.

Una vez conocí a uno como tú. —Creía reconocer algo en el tono de esa voz, pero la emoción era incomprensible—. Largo tiempo permaneció conmigo, hasta que su propio sol se consumió. Al final no pudo quedarse.

La cara se le acercó y parecía saturada de luz de luna. Vansen quiso cerrar los ojos, pero no pudo. Por un instante creyó verla con claridad, aunque no atinaba a comprender lo que veía (una belleza semejante al filo de un cuchillo, ojos negros pero llenos de luz, tal como el cielo nocturno está lleno de estrellas, una sonrisa infinitamente triste), pero en ese instante también sintió que una mano helada la estrujaba el corazón, imprimiéndole una forma de la que nunca se recobraría del todo. Era como el apretón de la muerte, pero en todo caso la muerte era hermosa. El alma de Ferras Vansen brincó hacia los ojos oscuros, hacia las estrellas de su mirada, como un salmón remontando un riachuelo de montaña, sin importarle si la muerte lo esperaba al final.

No busques el sol, mortal. —Le pareció que había piedad en esas palabras y sintió frustración. No quería piedad sino amor. Sólo quería morir siendo amado por esa criatura vaporosa y lunar—. El sol no vendrá a ti en este lugar. Y las sombras sólo te dirán mentiras. En cambio, busca el musgo de los árboles. Las raíces de los árboles están en la tierra, y saben dónde está el sol, siempre, aun en estos parajes donde su hermano es el único amo.

El espectro desapareció y en el claro sólo quedó el susurro del viento entre las hojas. Vansen se incorporó jadeando, y su corazón todavía palpitaba con fuerza. ¿Había sido un sueño? En tal caso, una parte era verdad: no había rastro de Dyer. Vansen miró en torno, obnubilado, con creciente temor. El fuego estaba casi apagado, y sólo unos relucientes gusanos rojos se contorsionaban dentro del círculo de piedras.

Oyó un crujido a sus espaldas y se levantó de un brinco, empuñando su espada. Un hombre tambaleante entró en el claro.

—¡Dyer! —Vansen bajó la espada.

Collum Dyer sacudió la cabeza.

—Se fue —dijo con voz compungida—. No pude alcanzarlo.

Pareció ver a Vansen por primera vez y su rostro ocultó sus secretos. Por un instante Ferras Vansen leyó con claridad los pensamientos del otro, vio que no se decidía a compartir su propia visión.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Vansen—. ¿Dónde estabas?

Dyer se acercó despacio al fuego. No miraba al capitán a los ojos.

—Estoy bien. Tuve… un sueño, creo. Me desperté caminando. —Se acostó, se cubrió con la capa y no quiso hablar más.

Vansen también se acostó. Era una imprudencia no montar guardia, pero tenía la sensación de que lo había tocado una presencia salvaje y enérgica que mantendría a raya a otras criaturas de ese lugar, al menos esa noche.

Estaba rendido, como si hubiera corrido un gran trecho. Pronto se durmió, bajo los árboles y las extrañas estrellas.

* * *

Cuando despertó, lo rodeaba la misma luz grisácea. Quizá fuera un poco más lechosa, pero no se parecía en nada a la mañana. El viento aún hablaba sin palabras. Collum Dyer se había dormido como un tronco, pero se despertó como un niño enfermo, gimiendo y con mirada huraña.

Vansen aún recordaba las palabras de la visitante nocturna, fuera un fantasma o un sueño. Concedió a Dyer sólo el tiempo suficiente para que vaciara la vejiga, y aguardó con impaciencia en la silla mientras el soldado se abrochaba los pantalones.

—¿Ni siquiera podemos encender un fuego? —preguntó Dyer—. Tan sólo para entibiarme las manos. Hace un frío del demonio.

—No. Una vez que lo encendamos, volveremos a sentir cansancio, y nos dormiremos. Nunca saldremos de aquí. El bosque terminará por envolvernos y ahogarnos como un mar. —No sabía muy bien lo que quería decir, pero sabía que era cierto—. Debemos cabalgar mientras podamos, antes de que este lugar nos quite todo poder de decisión.

Dyer lo miró extrañamente.

—Habla como si supiera mucho sobre esta comarca.

—Sé lo que necesito saber. —No le gustaba ese tono acusador, pero no quería comenzar una discusión—. Y sé que no quiero terminar como esa muchacha, Sauce, ambulando por los bosques fuera de mis cabales.

—¿Y cómo encontraremos la salida? Hemos buscado durante horas. Estamos perdidos.

—Yo me crié en la linde de estos bosques, o un sitio parecido. —Vansen se preguntó si aún estarían en el mundo que conocía, o errando por un lugar más remoto que la tierra de los dioses. Era un pensamiento perturbador. ¿Qué había dicho el fantasma? Aun en estos parajes donde su hermano es el único amo. ¿El hermano de quién? ¿Del sol? Pero la luna era una diosa, Mesiya de pechos blancos, la hermana del gran Perin…

Mejor ni pensar en ello. Vansen se obligó a concentrarse en lo inmediato, en la esperanza de escapar. Pero le costaba pensar. La voz del viento estaba por doquier e invitaba al sueño y la rendición.

—El musgo es más espeso en el lado sur de los árboles —dijo—. Si continuamos rumbo al sur, sin duda encontraremos el modo de regresar a tierras saludables.

—Dejando atrás este lugar —murmuró Dyer pensativamente. Era extraño, pero Vansen tuvo la impresión de que lo decía con desgana, y sintió un hormigueo de temor en la espalda.

La mañana (o al menos las horas que siguieron al despertar) transcurrió rápidamente. Había musgo por doquier, en casi todos los árboles, retazos verdes, profundos y lanosos. Si crecía más en un lado que en el otro, la diferencia era minúscula; al cabo de un rato, Vansen empezó a dudar de su capacidad para distinguirlos. Pero no tenía otro plan y sentía cada vez más miedo. Habían perdido la carretera en un estrecho agolpamiento de árboles de hojas negras y no la habían vuelto a encontrar. No había visto un solo elemento que le resultara familiar. Tenía la sensación de que el bosque seguía creciendo en derredor, de que sus límites se ensanchaban con tal celeridad que ellos no llegarían nunca, y no sólo no lograrían salir sino que el bosque de sombras pronto cubriría todo lo que había conocido, como el vino de una jarra volcada extendiéndose sobre una mesa.

También lo preocupaba el estado de ánimo de Dyer. El guardia barbado estaba cada vez más distante, aunque sus caballos andaban hombro con hombro; apenas hablaba con su capitán, pero hablaba mucho consigo mismo y cantaba fragmentos de canciones viejas y extrañas. Además, lo miraba de un modo extraño, como si Dyer tuviera sus propias dudas, como si ya no reconociera al que había sido su camarada durante años.

Hay algo raro en el aire, pensó Vansen con desesperación. Algo en las sombras de estos árboles. Este lugar nos está devorando. Era una idea escalofriante, pero no se la podía quitar de la cabeza. Tuvo una visión onírica en que Dyer y él yacían junto a la carretera perdida, muertos y pudriéndose como la mujer que él había hallado en la casa, pero no los devoraban insectos sino el bosque mismo. Zarcillos verdes les invadían la boca, la nariz y los oídos, y las semillas echaban brotes de vegetación húmeda y oscura desde sus vientres y cráneos, llenándoles los costillares.

Quizá la visión sea cierta, pensó. Quizá ya estamos muertos, o casi. Quizá nuestros cuerpos ya están desapareciendo bajo el musgo y sólo soñamos que cabalgamos por esta comarca oscura bajo esa incesante arboleda maldecida por los dioses

—Siento los fuegos —dijo Dyer.

—¿Qué fuegos? —Los caballos se habían detenido, y permanecían quietos y silenciosos. Un valle boscoso se extendía a ambos lados, como si estuvieran en la boca de una criatura enorme que en cualquier momento cerraría las fauces y los privaría de la luz para siempre.

—Los fuegos de las forjas —respondió el guardia barbado con voz distante—. Los que arden bajo Sierra Silente. Fabrican armas de guerra: dedos brillantes, flechas cantarinas, avispas, piedras crueles. El Pueblo está despierto. Está despierto.

Mientras procuraba entender la exótica declaración de Dyer, Vansen notó que un viento fuerte pero mudo barría la hondonada. Las nieblas arremolinadas ascendieron y por un instante creyó ver una ciudad en la parte superior del valle, una ciudad que también formaba parte del bosque, un entrelazamiento de árboles oscuros y muros más oscuros, con luces encendidas en mil ventanas. Su caballo corcoveó, alejándose de la visión, regresando al camino por donde venían. Oyó los cascos del caballo de Dyer a sus espadas, y también otro sonido.

Su compañero cantaba en voz baja pero entusiasta, en un idioma que Vansen nunca había oído.

* * *

Dyer aún estaba detrás de él, pero ahora callaba; no respondía a las preguntas de su capitán, y Vansen había optado por no insistir y conformarse con no estar solo. El crepúsculo era más denso. Vansen ya no veía ninguna diferencia en el grosor del musgo, y apenas distinguía los mismos árboles de la oscuridad. Las voces del viento se le habían metido en la cabeza, persuasivas y susurrantes, urdiendo melodías que se enroscaban en sus pensamientos tal como las zarzas se enredaban en los cascos de los caballos, entorpeciendo la marcha.

—Se aproximan —anunció Dyer con la voz de un soñador aterrorizado—. Están marchando.

Ferras Vansen no necesitaba preguntarle a qué se refería: el aire era cada vez más sofocante, la penumbra cada vez más honda. Oía el tono triunfal de las voces del viento, aunque esas voces sólo eran un eco profundo en la caverna de su cráneo.

Su caballo se encabritó, relinchando. Cogido por sorpresa, Vansen cayó de la silla y se estrelló contra el suelo. El caballo se perdió en el bosque, galopando entre las matas, resoplando de terror. Vansen estaba demasiado aturdido para levantarse, pero una mano lo ayudó a ponerse de pie. Era Collum Dyer. Su caballo también se había ido. El rostro del guardia trasuntaba algo que parecía alegría, pero también se parecía al terror que sentía Vansen, un espanto que le daba ganas de arrojarse al suelo y sepultar la cabeza en la hierba esponjosa.

—Ahora —dijo Dyer—. Ahora.

De pronto Ferras Vansen volvió a ver la carretera que habían buscado en vano durante horas. Serpenteaba entre los árboles a poca distancia, pero estaba aureolada de niebla, y en la niebla distinguió formas. A menos que la niebla las deformara, algunas eran altas como árboles, y otras imposiblemente anchas, rechonchas y robustas. Había sombras que no se correspondían con ninguna realidad cuerda, y cosas menos escalofriantes pero asombrosas, como jinetes humanos apenas visibles pero dolorosamente bellos, erguidos sobre caballos que pateaban y bufaban y transformaban el aire en vapor. Muchos jinetes empuñaban lanzas que brillaban como hielo. Pendones plateados y verdosos ondeaban en las puntas.

Pasaba un ejército, cientos o miles de formas que cabalgaban, caminaban o volaban: sombras que ondeaban y aleteaban sobre la numerosa hueste, y en sus alas la luna resplandecía como escamas de pez reluciendo en el aire. Pero aunque Vansen sentía el trepidar de esos cascos y pies y patas y zarpas en los huesos, la hueste no hacía ningún ruido. Sólo las voces del viento se elevaban en un clamor mientras el vasto ejército avanzaba.

¿Cuán largo era un sueño? ¿Cuán larga era la muerte? Vansen no supo cuánto tiempo transcurrió mientras miraba pasar esas tropas azorado, demasiado aturdido para ocultarse. Cuando se fueron, en la carretera sólo quedaban jirones de niebla.

—Debemos seguirlos —dijo al fin. Le dolía encontrar las palabras y pronunciarlas—. Se dirigen al sur. A las tierras de los hombres. Debemos seguirlos hacia el sol.

—Las tierras de los hombres desaparecerán.

Al volverse, Vansen vio que Collum Dyer cerraba los ojos con fuerza, como si detrás de sus párpados se alojara un recuerdo que deseaba guardar para siempre. El soldado temblaba como una hoja y parecía un hombre expulsado de las montañas de los dioses, quebrado pero eufórico.

—El sol no regresará —susurró Dyer—. Las sombras están en marcha.