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Una roca en el mar
TORRE PLAÑIDERA
Tres girando, cuatro en pie,
cinco mazazos en los lugares profundos,
la zorra oculta a sus crías.
Oráculos de Osario
Éste era uno de los sitios favoritos de Vansen, en lo alto de la vieja muralla, bajo la tosca y oscura piedra de la torre Diente de Lobo, y también uno de los aspectos más satisfactorios de su tarea: tenía buenos motivos para afrontar la cruda brisa que barría la bahía de Brenn, con el castillo y la ciudad de Marca Sur expuestos al sol del otoño como objetos en la mesa de una dama. ¿Era vergonzoso disfrutarlo tanto?
Durante su infancia en los valles, Ferras Vansen y los niños de la granja vecina jugaban al «rey de la colina», y cada uno trataba de defender un sitio específico en la loma de tierra y piedra que habían escogido como campo de batalla, pero aun en esos instantes en que los otros caían rodando al fondo y Ferras se mantenía firme en su posición, las colinas se erguían sobre todos ellos, y más allá las montañas del norte, dolorosamente altas, como para recordarle, aun en medio del triunfo, su auténtico lugar en la vida. Cuando creció, había aprendido a amar esas alturas, al menos aquéllas que podía alcanzar; a veces dejaba errar a las ovejas adrede, soportando los violentos castigos de su padre a cambio del gusto de seguir al rebaño a los lugares altos. Hasta su mayoría de edad, no conoció mayor placer que una tarde en que pudo trepar a un risco y otear los pliegues de las colinas y valles que se extendían ante él como una manta arrugada: lugares profundos y oscuros y airosas prominencias que nadie más en su familia había visto jamás, aunque estaban a una milla de la granja familiar.
Este ansia de altura y soledad que le habían dado los dioses parecía más fuerte que nunca, especialmente con la cantidad de gente que lo rodeaba en Marca Sur, enjambres de personas que llenaban el castillo y la ciudad como abejas en una colmena. ¿Alguno de ellos, noble o buhonero, soldado o siervo, alzaba la vista como él y admiraba la altura de Diente de Lobo, un cetro negro que se erguía sobre las otras torres del castillo tal como las distantes montañas coronadas de nieve dominaban las colinas de su terruño? ¿Los otros guardias se maravillaban del mero tamaño del lugar mientras recorrían las murallas, esos dos grandes anillos de piedra despareja que coronaban el monte Midlan? ¿Acaso él era el único que estaba embelesado por la vitalidad del lugar, la gente y los animales que entraban y salían por las puertas desde el amanecer hasta el ocaso, y por su imponencia, el antiguo esplendor del salón del rey y la enorme residencia cuyos techos parecían tener tantas chimeneas como un bosque tenía árboles? En tal caso, Ferras Vansen no lograba entenderlo: ¿cómo podían pasar todos los días bajo las espléndidas torres de las cuatro estaciones, cada una de diferente forma y color, sin pararse a mirarlas?
Quizá fuera distinto si habías nacido en medio de esas cosas, pensó Vansen. Quizá. Él había llegado allí media docena de años atrás y aún no se acostumbraba a las dimensiones y el bullicio del lugar. La gente decía que Marca Sur no era nada en comparación con Tessis de Sian o la vasta y antigua ciudad estado de Hierosol, con sus dos veintenas de puertas, pero aquí había riquezas de sobra para un joven oriundo de Esponsales, donde la tierra y el cielo eran opresivamente húmedos y en invierno el sol apenas se asomaba sobre las colinas.
Como respondiendo a ese gélido recuerdo, el viento cambió, y heladas agujas de aire marino traspasaron la cota de malla y la sobreveste de Vansen. Se arrebujó aún más en la capa, se obligó a moverse. Tenía trabajo que hacer. Aunque la familia real y la mitad de los nobles de los reinos de la Marca estuvieran en la otra orilla, cazando en las colinas del norte, él no podía pasar la tarde sumido en pensamientos ociosos.
Ésa era su maldición, como le decía su madre: Sueñas demasiado, niño. Los de nuestra clase nos abrimos camino con espaldas fuertes y la boca cerrada. Extraño, porque las historias que ella le contaba a él y sus hermanas en las largas noches, cuando el pequeño fuego se consumía, siempre hablaban de jóvenes astutos que derrotaban a gigantes o brujas crueles y conquistaban a la hija del rey. Enfadarás a los dioses si pides demasiado.
Su padre vutiano había sido más comprensivo, al menos algunas veces. Recuerda que tuve que viajar mucho para encontrarte, le decía a la madre de Vansen. Tuve que alejarme de esas rocas frías y ventosas perdidas en medio del mar hasta llegar a este bonito lugar. A veces un hombre debe ser ambicioso.
El joven Ferras no coincidía con el viejo en lo concerniente a ese lugar: esa granja en las sombras húmedas y verdes de las colinas, donde los árboles goteaban más de la mitad del año, para él no era un destino sino un sitio del que deseaba escapar, pero era grato que su padre, un antiguo marinero que por hábito o por sangre era hombre de pocas palabras, hablara de algo que no fuese una tarea que el joven Ferras se había olvidado de hacer.
Y ahora parecía que Vansen había demostrado que su madre estaba equivocada, pues había llegado a la ciudad sin nada, y aquí estaba, capitán de la guardia real de Marca Sur en el mayor baluarte del norte, a cargo de la seguridad de la familia gobernante. Cualquiera estaría orgulloso de semejante logro, incluso hombres de cuna mucho más alta.
Pero en su corazón Ferras Vansen sabía que su madre tenía razón. Aún soñaba demasiado y, lo que era más vergonzoso aún, soñaba con lo que no debía.
* * *
—Ese hombre es un halcón —le murmuró a su compañero un soldado de la casa de guardia de la residencia mientras Vansen se alejaba, pero Vansen oyó sus palabras—. No logras descansar un instante porque se te abalanza sin que te des cuenta. —Vansen ni siquiera los había castigado cuando los sorprendió sin armadura, jugando a los dados, pero había expresado su enfado con palabras incisivas.
Vansen dio media vuelta. Los dos guardias alzaron la vista con culpa y resentimiento.
—La próxima vez será lord Brone en vez de mí, y quizá vayáis a la fortaleza en cadenas. Pensad en ello, muchachos.
Esta vez no oyó murmullos al alejarse.
Pueden tenerte simpatía o tenerte miedo, decía su viejo capitán Donald Murroy, y aun en sus últimos años Murroy no vacilaba en usar los nudillos o la palma de la mano para reforzar ese temor en un soldado que se insolentaba o se negaba a obedecer. Al ser ascendido al puesto de Murroy, Vansen esperaba valerse del respeto en vez del miedo, pero al cabo de un año empezaba a pensar que el viejo connordiano tenía razón. La mayoría de los guardias eran jóvenes y sólo habían conocido la paz. Les costaba creer que podía llegar un día en que echarse una siesta o alejarse de sus puestos de vigilancia podía tener consecuencias fatales para ellos o la gente que protegían.
A Vansen mismo le costaba creerlo. Había días, aquí en el borde del mundo, en un pequeño reino cercado por montañas brumosas y ominosas en el norte y por el mar en casi todo el resto, en que parecía que nada cambiaría nunca salvo el viento y el tiempo, y sólo se trataría de esos cambios pequeños y previsibles (de húmedo a levemente menos húmedo y de nuevo a húmedo, de una brisa arremolinada a un crudo vendaval) que tanto preocupaban a los habitantes de esta pequeña roca que se erguía en aguas someras.
* * *
El castillo de Marca Sur estaba rodeado por tres murallas: la enorme y lisa pared externa de granito meridional grisáceo que rodeaba el monte Midlan y cuyos cimientos en muchos sitios estaban bajo las aguas de la bahía de Brenn, una falda de piedras empotradas que hacía de esa pequeña isla lo que había sido por siglos, una fortaleza que podía resistir cualquier asedio; la Muralla Nueva, como la llamaban (aunque nadie recordaba una época en que no hubiera existido), que rodeaba el torreón real y tocaba todas las torres cardinales excepto la del Verano; y la Muralla Vieja, que protegía el corazón de la fortaleza y a cuya sombra protectora se hallaban la sala del trono y la residencia real. Estos dos edificios, antiguos y vastos, acribillados de pasadizos y cámaras como hormigueros, acuciados por siglos de descuido intermitente, contenían salas y pasajes que hacía años que nadie recoma ni recordaba.
Los edificios menores que los rodeaban transformaban la parte interior del castillo en un laberinto tan intrincado como la residencia y la sala del trono, un abarrotamiento de templos y tiendas, establos y casas, desde las mansiones de madera de la nobleza, anidadas dentro de la Muralla Vieja, hasta las chabolas amontonadas de los menos encumbrados, construidas a tanta altura que transformaban las angostas calles intermedias en sombríos túneles de madera y yeso. La mayoría de los edificios de Marca Sur se habían comunicado a través de los años mediante el añadido de pasadizos cubiertos y túneles para proteger a sus moradores del húmedo clima y los despiadados vientos del norte, de modo que las diversas estructuras del castillo, construidas a lo largo de generaciones, parecían haberse fusionado como el contenido de los charcos que dejaba la marea en las rocas de la orilla de bahía de Brenn, donde piedras, plantas y conchas crecían juntos en una masa semiviva e inextricable.
Aun así, aquí había sol, pensó Ferras Vansen, mucho más en un año del que había visto en su infancia en los valles, por no mencionar los vientos frescos del mar. Eso lo hacía soportable, y más que soportable: en ocasiones, el solo estar allí lo colmaba de alegría.
Al caer la tarde, Vansen había recorrido casi todo el círculo desparejo de la Muralla Vieja, deteniéndose en cada puesto de guardia, incluso los que sólo consistían en un soldado solitario plantado con su pica ante una puerta cerrada, tratando de no dormirse. Ebrio de aire marino, y con la rara oportunidad de sumirse en sus reflexiones sin las distracciones del mando, Vansen pensó en recorrer la Muralla Nueva, mucho más larga, pero un vistazo a la bahía y las velas de la carraca recién llegada de Hierosol le recordó que no contaba con el tiempo necesario. Lo aguardaban cien tareas antes del final del día; era preciso alojar, custodiar y observar a los visitantes, y el condestable Avin Brone esperaría que Vansen se encargara de esa labor. Esa nave de cuatro mástiles, un buque de buen calado, sugería que el embajador había llevado una numerosa guardia personal. Vansen maldijo en voz baja. Tendría que sacrificar más de un día de placentera soledad por esa nave y sus pasajeros. Tendría que evitar el contacto entre sus hombres y los sureños. El rey Olin era cautivo del lord protector de Hierosol, Ludis Drakava, y había mucha inquina entre los hierosolanos y la gente de Marca Sur.
Cuando salió de la pequeña torre de guardia del Prado Oeste, olvidó su planificación al ver a alguien más en las murallas, una menuda silueta con capa y capucha que parecía ser una chica o un muchacho. Por un momento ilógico se preguntó si sería aquella joven en quien no osaba pensar muy a menudo. ¿El destino la había llevado a ese lugar donde inevitablemente tendrían que hablarse? En un santiamén pensó en todas las cosas que le diría, atentas, respetuosas, sinceras, hasta que comprendió que no podía ser ella, pues ella estaba con los demás, cazando en las colinas.
Como si este remolino de pensamientos confusos fuera tan audible y temible como un enjambre de avispones, la silueta encapuchada pareció reparar en él; de inmediato bajó de la muralla a la escalera y se perdió de vista. Cuando Vansen llegó a la escalera, no pudo discernir esa capa oscura en medio de la muchedumbre que poblaba las angostas calles del pie de la muralla.
Conque no soy el único que disfruta la vista desde los lugares altos, pensó. Sintió una punzada. Tardó un instante en comprender, para su sorpresa, que era soledad.
* * *
—Estás muy encerrado en ti mismo, Vansen —le había dicho el viejo Murroy—. Piensas más de lo que hablas, pero eso no sirve de mucho cuando los demás ven claramente lo que estás pensando. Saben que piensas bien de ti mismo, y no tan bien de los demás. A los hombres mayores, como Laybrick y Southstead, les sienta mal.
—No me gustan los hombres que se aprovechan —había respondido Vansen, tratando de explicar lo que había en su corazón pero sin hallar las palabras—. No me gustan los hombres que toman lo que les dan los dioses y actúan como si lo merecieran. Al oír eso, Murroy había arrugado el rostro curtido en una de sus infrecuentes sonrisas.
—Entonces no te deben gustar la mayoría de los hombres.
Ferras Vansen se preguntaba si las palabras del capitán serían ciertas. El capitán Murroy era temible, pero a él le resultaba agradable; le agradaba por su seca imparcialidad, su estoicismo, sus arranques de humor agrio. Donald Murroy sería así hasta el final: mientras la devastadora enfermedad le robaba la vida, no se quejó del destino ni de los dioses, y sólo lamentaba no haberse enterado antes para darle una tunda al mentiroso y fanfarrón hermano menor de su esposa mientras todavía tenía fuerzas.
—Dadas las circunstancias, tendré que delegar la tarea en el próximo hombre que él agravie. Espero que sea alguien que disponga del tiempo para aporrearlo casi hasta quitarle su inservible vida.
A Vansen le asombraba que el anciano pudiera reírse a pesar de la tos convulsiva y la sangre en los labios y en la barba crecida, que sus ojos ensombrecidos y hundidos aún fueran tan brillantes e implacables como los de un ave de cetrería.
—Me sucederás como capitán de la guardia, Vansen —dijo el moribundo—. Se lo he dicho a Brone. Él no tiene mayores objeciones, aunque piensa que eres un poco joven. El gran hombre tiene razón, pero al imbécil de Dyer yo no le confiaría ni siquiera el tapón de una barrica vacía, y los hombres mayores son gordos y perezosos. No, serás tú, Vansen. Puedes pifiarla todas las veces que quieras. Así vendrán a poner flores en mi tumba, y echarme de menos. —Otra risotada, otra salpicadura de saliva sanguinolenta.
—Gracias, capitán.
—No te molestes, muchacho. Si lo haces bien, te pasarás la vida trajinando sin más paga que un poco de tierra para construir una casa y quizá un lugar en un cementerio adecuado al final, en vez de la fosa común. —Se enjugó la barbilla con una mano nudosa—. Por cierto, que no se olviden de que hay un sitio reservado para mí en el cementerio de la guardia. No quiero terminar en las colinas del oeste, pero tampoco quiero que Mickael Southstead orine sobre mi tumba, así que cuida de mí cuando me haya ido.
* * *
No había llorado cuando el capitán murió, pero a veces tenía ganas de llorar al recordarlo. El capitán se había ido de este mundo de forma similar al padre de Ferras, ahora que lo pensaba. Tampoco había llorado por Pedar Vansen, y no había visitado la tumba de su padre en el viejo templo de Pequeña Stell durante años, pero eso no era sorprendente: las hermanas de Vansen, lo único que quedaba de la familia del granjero, vivían en la ciudad de Marca Sur, con sus propios maridos e hijos. Esponsales estaba a varios días de cabalgada en las colinas del oeste. Ahora su vida estaba aquí, en esta ciudadela inmensa y atestada.
Se dirigió a la torre oeste de la Puerta del Cuervo. Los hombres de la casa de guardia tenían un fuego acogedor y se detuvo para entibiarse las manos antes de ir a ver al condestable para preguntarle cómo manejar a los sureños. Como de costumbre, se hizo silencio cuando él entró, y todos los hombres callaron salvo Collum Dyer, el oficial al mando, lo más parecido a un amigo que tenía Ferras Vansen. Temía el día en que tendría que trazar esa línea a la que Murroy se refería a menudo, y disciplinar a Dyer por algún motivo (Dyer no parecía sentir miedo de Vansen, y tampoco parecía profesarle respeto), porque estaba seguro de que ese día su frágil amistad terminaría.
—¿Ha recorrido las murallas, capitán? —preguntó Dyer. Vansen agradecía que Dyer lo llamara por su rango frente a la tropa. Era una pequeña muestra de respeto—. ¿Algún indicio de fuerzas invasoras?
Vansen sonrió.
—No, gracias a Perin, hoy y todos los días. Pero hay una nave hierosolana en el puerto, y habrá combatientes a bordo, así que no tomemos las cosas muy a la ligera.
Se marchó y bajó por la escalera hasta la calle en declive que conducía a la sala del trono. El condestable tenía su cámara de trabajo en el laberinto de corredores que estaba detrás de la sala, y a esta hora sin duda estaría allí. Mientras señalaba hacia la vasta fachada labrada, donde los guardias ya se ponían firmes al ver que se aproximaba el joven capitán, miró la alta sala anidada en medio de las torres del Midlan como una gema en una corona real y temió que algo pudiera cambiar, que un error suyo o el capricho de los indiferentes dioses se lo arrebatara todo.
Soy un hombre afortunado, se dijo. El cielo me ha sonreído mucho más de lo que merecía, y poseo todo lo que podría desear, o casi. Debo aceptar estas grandes riquezas sin pedir más, ni enfurecer a los dioses con mi codicia.
Soy un hombre afortunado y no debo olvidarlo, ni siquiera en lo más recóndito de mi necio corazón.