19
El rey dios
AGUJERO PROFUNDO
El sonido de un cuerno distante
El olor a sal de un niño que llora
El aire es casi irrespirable
Oráculos de Osario
Como de costumbre, el sumo sacerdote no entró en la oscura habitación hasta que Qinnitan hubo concluido una fatigosa serie de plegarias y le pusieron delante la humeante copa de oro. El sumo sacerdote Panhyssir, otro Favorecido, era tan corpulento e imponente como Luian, pero parecía haber estudiado los modales de los hombres verdaderos tanto como Luian había estudiado los de las mujeres naturales. También parecía haber conservado los atributos viriles hasta la adultez. Su barba era rala pero larga, y tenía una voz grave e imponente.
—¿Ha concluido los homenajes del día? —preguntó. El acólito asintió y el sacerdote se cruzó los brazos sobre el pecho—. Bien. Y las plegarias del espejo… ¿Las ha dicho todas?
Qinnitan se tragó la irritación. No le gustaba que hablaran de ella como si fuera una niña tonta. Los ritos nunca cambiaban en esa cámara del templo cubierta de espejos, y a ella nunca le permitían saltarse ninguna de las docenas de intrincadas salmodias (invocaciones plagadas de nombres a los distintos caracteres de Nushash dichas frente al mayor de los espejos sagrados, alabando al dios en sus encarnaciones de Caballo Rojo, Reluciente Esfera del Alba, Matador de Demonios de la Noche, Río Dorado, Protector del Sueño, Malabarista de las Estrellas, y todos los demás), así que le fastidiaba que el sacerdote actuara como si en su ausencia ella hubiera hecho otra cosa.
—Sí, oh nobilísimo, oh dilecto de Nushash. —El sacerdote subalterno, otro Favorecido, tenía la voz y el cutis de un niño, aunque obviamente era adulto. También era vanidoso: le gustaba mirarse en los espejos sagrados cuando pensaba que Qinnitan estaba distraída—. Está preparada.
Qinnitan aceptó la copa (un espléndido objeto enjoyado de oro remachado, con la forma del toro alado que arrastraba la gran carreta de Nushash a través del firmamento, que valía más que todo el vecindario donde ella se había criado) y procuró actuar con grácil solemnidad. El sumo sacerdote Panhyssir era uno de los hombres más poderosos del mundo y quizá tuviera la vida de ella en sus manos. Aun así, contrajo la cara al beber el primer sorbo.
Era una suerte que el joven sacerdote siempre dijera su invocación en voz tan alta. Eso le permitía beber despacio, sin preocuparse por los ruidos que hacía al tragar ese mejunje espantoso. El elixir, al que llamaban Sangre del Sol, sabía de veras como sangre, salado y con un matiz humoso de almizcle, y Qinnitan tenía que hacer un esfuerzo para no atragantarse. También había otros sabores, ninguno de ellos agradable, y aunque no tenía especias, le hacía cosquillear la boca como si hubiera comido gran cantidad de pimientos amarillos de Marash.
—Ahora cierra los ojos, hija —dijo Panhyssir con su voz profunda e imponente mientras ella vaciaba la copa—. Que el dios te encuentre y te toque. Es un gran honor.
El honor llegó más rápido que de costumbre, y esta vez no fue un mero roce ni una caricia soñadora, como en días pasados, sino como si algo enorme la aferrara y la zarandeara. Comenzó con un calor en el estómago que se difundió rápidamente por la espalda, en ambas direcciones, como un incendio en hierba seca, y al fin estalló detrás de sus ojos y entre sus piernas, y se habría caído de la silla si el sacerdote joven no la hubiera sostenido. Sus manos parecían lejanas, como si tocaran una estatua de ella y no a la Qinnitan de carne y hueso. Un potente caudal de ruido y oscuridad le atravesó la cabeza y durante largo rato tuvo la certeza de que moriría, de que su cráneo estallaría como leña al fuego.
—¡Ayudadme! —gritó, o intentó gritar, pero las palabras sólo existían en sus pensamientos. Apenas logró articular unos gruñidos animales.
—Acuéstala —ordenó Panhyssir. Su voz parecía venir de otra habitación—. Esta vez la ha poseído por completo.
—¿Hay algo…? —preguntó el joven sacerdote. Qinnitan no lo veía, pues la envolvía una niebla oscura, pero parecía asustado—. ¿Ella…?
—Ella siente el toque del dios. Está siendo preparada. Acuéstala en los cojines para que no se lastime. El gran dios le está hablando…
No, pensó Qinnitan mientras la voz de Panhyssir se disipaba, dejándola sola en la negrura. Nadie me está hablando. Estoy sola. ¡Estoy totalmente sola!
Entonces esa cosa se espesó, aunque ella no sabía qué era «esa cosa». Ya le costaba aferrarse a su identidad: la oscuridad amenazaba con sorber todo lo que la hacía Qinnitan, tal como las noches de invierno de su infancia le arrebataban el calor de la cara cuando salía corriendo y sudando después de saltar y jugar con sus primos.
La oscuridad empezó a cambiar. Aún no veía nada, pero el vacío que la rodeaba se endurecía como cristal, y cada nuevo pensamiento lo hacía vibrar, un tañido profundo y lento como una monstruosa campana de hielo. Se sentía pesada, más pesada y más vieja que cualquier cosa viviente. Qinnitan podía entender lo que era ser una piedra, yacer inmóvil en la tierra, formando pensamientos macizos como montañas, lo que se sentía al vivir no momentos fugaces sino milenios, con sueños que duraban siglos.
Y luego sintió algo fuera de ella, pero cerca, estremecedoramente cerca, como si ella fuera una mosca que caminaba sin saberlo sobre el vientre de un hombre dormido.
¿Dormido? Quizá no. Pues ahora percibía el verdadero tamaño de los pensamientos que la rodeaban y la penetraban, pensamientos que por un momento había creído suyos, aunque ahora comprendía que no lograba entender esas vastas ideas, así como no podía hablar el idioma de un temblor de tierra.
¿Nushash? ¿Sería el gran dios en persona?
Qinnitan no quería estar encerrada en esa oscuridad resonante, diamantina. La horripilante vibración de las lentas cavilaciones aplastaba sus frágiles pensamientos, remota y vasta, grande como una montaña; no, grande como Xand, más grande, algo que podía extenderse por todo el cielo nocturno y llenarlo como una tumba.
Al fin la cosa reparó en ella.
Qinnitan se incorporó pataleando, con el corazón palpitando contra las costillas, como si quisiera saltarle del pecho. Al despertar bajo el resplandor de los faroles del templo, lloraba tanto que creyó que se le partirían los huesos, con un regusto a cadáver en el fondo de la boca. El sacerdote más joven le sostuvo la cabeza mientras ella vomitaba.
Una hora después, cuando las criadas terminaron de asear el recinto, y de bañarla y vestirla, la llevaron de vuelta ante Panhyssir. El sumo sacerdote le sostuvo la cara con sus duras manos y le escrutó los ojos sin compasión, como un traficante de joyas que evalúa las facetas.
—Bien —dijo—. El Dorado quedará complacido. Estás progresando.
Ella quiso hablar pero no pudo, tan fatigada y dolorida como si la hubieran aporreado.
—El autarca Sulepis te ha citado, muchacha. Esta noche serás preparada. Mañana te llevarán ante él.
Y con esas palabras se marchó.
* * *
Los preparativos fueron tan agotadores y la mantuvieron despierta hasta tan tarde que Qinnitan se tambaleaba de fatiga mientras la llevaban por los corredores del Palacio del Huerto para su reunión matinal con el autarca, pues hacía una hora que se había levantado. También sufría los efectos de la poción que el sumo sacerdote le había dado el día anterior, y esos efectos eran más fuertes que nunca. Aun en esos corredores sombríos, la luz era dolorosamente brillante, los ecos demasiado persistentes. Quería volver corriendo a la cama y taparse la cara.
Ante las puertas doradas de la cámara de reposo del autarca, Qinnitan y su pequeño séquito tuvieron que aguardar mientras la gran litera que ella había visto una vez atravesaba el pasillo con dificultad. El tullido escotarca Prusas apartó una cortina con sus dedos agarrotados para presenciar la ceremonia; vio a Qinnitan y ladeó la cabeza, abriendo la boca como sorprendido, aunque Qinnitan pensó que era la flojera de su mandíbula más que la sorpresa de ver a una prometida de poco rango esperando una audiencia con el autarca. La cabeza temblaba sobre el cuello delgado mientras la miraba de arriba abajo, y si su mirada no era de desprecio o de odio, sin duda era algo cercano, un helado examen aún más perturbador por sus tics y sus jadeos.
¿Por qué el hombre más poderoso del mundo había escogido a esta criatura frágil y demente como escotarca? Qinnitan no tenía idea. La escotarquía, una antigua tradición del Trono del Halcón, garantizaba que siempre hubiera un heredero a mano hasta que el hijo del autarca tuviera edad suficiente para asumir el poder; estaba destinada a impedir la guerra paralizante que a menudo estallaba entre varias facciones cuando el autarca fallecía sin un heredero preparado. El aspecto más fuerte y más antiguo de esa tradición ritual, sin embargo, proclamaba que si el escotarca moría, el autarca había perdido el favor del cielo y debía abdicar. Esto cumplía el propósito de impedir las confabulaciones de hijos y parientes que no estaban en la línea de sucesión, y a causa de esta antigua restricción xixiana sobre los reyes dioses, los escotarcas no eran escogidos por su aptitud para gobernar sino por su salud y resistencia, analizados como caballos por el brillo de los ojos y la fortaleza del corazón. Hasta pocas generaciones atrás, eran escogidos en juegos ceremoniales en que podían morir todos los competidores salvo el ganador. Esto se consideraba apropiado, pues el camino hacia el Trono del Halcón funcionaba del mismo modo, sólo que las muertes no eran tan públicas.
Mientras el tembloroso Prusas se retiraba a las mullidas honduras de su litera, ordenando con un tartamudeo a sus portadores que se dieran prisa, Briony se preguntó por qué alguien como Sulepis, que aún no tenía herederos varones, había elegido a una criatura patética como Prusas como escotarca, un tullido que parecía vacilar al borde de la tumba. (Qinnitan no era la única: en la Reclusión, nadie conocía la respuesta a esa pregunta, aunque se hablaba mucho de ello en todo el palacio del Huerto. Algunos valientes susurraban que demostraba que el autarca Sulepis era el más loco de su desequilibrada familia o, por decirlo de modo más agradable, estaba tocado por los dioses).
Las altas puertas apenas se habían cerrado detrás de la litera del escotarca cuando volvieron a abrirse para Qinnitan y su par de doncellas y un par complementario de guardias Favorecidos.
La cámara de reposo, con sus esbeltas columnas rojas y doradas, era apenas más pequeña que la gran sala del trono, aunque había mucha menos gente en su interior, sólo una docena de soldados alineados en el fondo de la tarima y una veintena de sirvientes y sacerdotes. En otras circunstancias, habría resultado extraño ser objeto de tantas miradas masculinas después de tanto tiempo en la Reclusión, pero aunque Jeddin era uno de los que observaba, con ojos embelesados pero con los pensamientos ocultos como detrás de una cortina, Qinnitan dirigió la mirada hacia el hombre del banco de piedra blanca como si un peso la atrajera. No sólo capturaba su atención el obvio poder del autarca, el modo en que los otros procuraban mantenerse cerca de él aunque le temieran, como labriegos con frío alrededor de una gran fogata, o incluso la feroz locura de sus ojos, despiadados como los de un ave de rapiña, cuya fuerza se sentía a pesar de la distancia. Esta vez había otro motivo para su fascinación: salvo por la diadema de oro y los dediles de oro, el autarca estaba totalmente desnudo.
Qinnitan notó que se le enrojecían las mejillas, como si el rey dios realmente ardiera con una especie de llama. No sabía adonde mirar. La desnudez en sí no la molestaba, ni siquiera la de un hombre adulto. A menudo había visto a su padre y sus hermanos cuando se bañaban, y la gente de Gran Xis no llevaba mucha ropa cuando recorría las calles atestadas y soleadas, y el cuerpo bronceado del autarca, aunque largo y delgado, no era feo. Aun así, había una displicencia perturbadora en Sulepis, y su desnudez parecía más la de un animal que no sabía que estaba desnudo que la de un hombre que lo sabía y se regodeaba en ella. Una pátina de sudor le cubría la piel. Su miembro descansaba contra los muslos, flojo y largo como el hocico de una criatura ciega.
—Ah —dijo el autarca, con una voz de tedio que no congeniaba con la expresión de sus ojos—, he aquí a la joven prometida. ¿No tengo razón, Panhyssir? ¿No es ella?
—Tenéis razón, como siempre, Dorado. —El sacerdote salió de detrás de los esclavos con abanicos y aguardó detrás del diván.
—Y su nombre era… era…
—Qinnitan, Dorado; hija de Cheshret del Tercer Templo.
—Tienes un nombre inusitado, niña. —El autarca alzó la mano, arqueó un dedo largo y brillante para llamarla—. Acércate.
Sintió el ansia de dar media vuelta y echar a correr, un pánico bestial que la conmocionó como un baldazo de agua fría. Por un instante volvió a sentir el abismo sin fondo que se había abierto ante ella después de beber el elixir Sangre del Sol; si no hacía algo, pensó, caería en la negrura y nunca dejaría de caer. Qinnitan se quedó quieta, desesperada por escapar, sin saber por qué, pero sin poder hacerlo y respirando con dificultad.
—¡Avanza! —ordenó Panhyssir—. El Dorado te ha hablado, niña.
Ahora él la miraba a los ojos, y avanzó un paso, luego otro. El dedo con punta de oro se curvó y ella se acercó aún más, hasta encontrarse junto al diván, con la larga cara del rey dios a sólo un palmo de la suya. Nunca había visto semejantes ojos, no podía imaginar una profundidad tan brillante y demencial unida a cualquier cosa que caminara sobre dos piernas. Bajo el aroma de rosas y otros perfumes acechaba algo ruin y perturbador, un sabor salado como sangre o metal caliente, el aliento del autarca.
—Me temo que se nota su ascendencia. —El hombre más poderoso de la tierra estiró la mano para tocarla. Ella se retrajo, luego se quedó quieta mientras el dedo, en su pequeño cesto de cálida malla de oro, trazaba en su mejilla una línea que en su imaginación le agrietaba la piel y dejaba un rastro de sangre. Cerró los ojos, temiendo que en cualquier momento se revelara una broma cruel y alguien se le acercara, la derribara y le cortara la cabeza. Casi sería un alivio—. Abre los ojos, muchacha. ¿Tan temible soy? La Reclusión está llena de mujeres que han sentido mi contacto con alborozo, y muchas otras que aún rezan para que las visite pronto.
Qinnitan lo miró. Era difícil. No parecía haber otra cosa en la gran sala: ni columnas, ni guardias, sólo ella y esos ojos del color del lino viejo.
—No temas —dijo él en voz baja—. En cambio, regocíjate. Serás la madre de mi inmortalidad, pequeña prometida. Un honor incomparable.
Ella no pudo hablar, ni siquiera pudo asentir hasta que tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Bien. Haz lo que te ordena el viejo sacerdote y tendrás una noche de bodas que te elevará en gloria sobre todos los demás. —Él bajó la mano del rostro al pecho y ella sintió que los pezones se le endurecían como poseídos por la fiebre bajo la túnica delgada—. Recuerda, todo esto pertenece a tu dios. —Le acarició su vientre, y los dediles eran duros y crueles como garras de buitre mientras le palpaba la entrepierna sin delicadeza. Ella no pudo reprimir un gruñido de alarma—. Prepárate y regocíjate.
Él la soltó, se volvió, alzó la mano. Un copero se acercó de un brinco para darle algo de beber.
El autarca había concluido con ella. Panhyssir batió las palmas y los guardias la llevaron hacia la puerta. Qinnitan temblaba tanto al irse de la cámara de reposo que estuvo a punto de caerse. Bajo la túnica aún creía sentir cada una de esas caricias, como si los dedos del autarca hubieran dejado una escaldadura.