18: Un huésped menos

18

Un huésped menos

MÁSCARA DE CONEJO

El día ha terminado, sombras en el nido

¿Adónde han ido los niños?

Todos corren, se dispersan

Oráculos de Osario

La descabellada confusión de la vida, pensó Sílex, era suficiente para que uno quisiera acostarse en el suelo, cerrar los ojos y transformarse en lombriz. Sin duda las lombrices no soportaban estos disparates.

—¡Fisura y fractura, Mica! ¿No tienes nada mejor que hacer con tu tiempo y el mío que discutir?

El sobrino de Hornablenda buscó a su hermano. Ambos podían ser difíciles, pero eran menos belicosos cuando no estaban juntos.

—No está bien cavar túneles aquí, Sílex. Es demasiado profundo, está demasiado cerca de los Misterios. Si se derrumba hasta el próximo nivel, estarán justo encima de donde no deberían estar.

—No te corresponde decidirlo. La gente del rey quiere ampliar este sistema de túneles y eso es lo que haremos. Cinabrio y los otros jefes del gremio han aprobado los planos.

Mica frunció el ceño.

—Ellos no han estado aquí. Hace años que no cavan, y hace aún más tiempo que no vienen aquí. —Se le iluminó la cara cuando se acercó el hermano—. Díselo.

—¿Que me diga qué? —Sílex cobró aliento. Habían sido unos días extraños desde esa exótica procesión en miniatura en el techo del castillo; tenía la cabeza llena de pensamientos y preguntas confusas que le impedían concentrarse en el trabajo. Ése era el problema. Los sobrinos de Hornablenda y los demás operarios necesitaban supervisión. A los caverneros siempre les costaba trabajar tan cerca de la residencia y las tumbas de la familia real (la superstición y el resentimiento contribuían a ello), pero esta creciente aproximación a los lugares sagrados de los caverneros era aún más problemática. No podía darse el lujo de distraerse.

—Queremos presentarnos ante el consejo del gremio —dijo Talco, el hermano de Mica. Era el mayor y el más sensato de los dos—. Queremos que nos escuchen.

—¿Que os escuchen? ¡Eso es lo que quieren todos! ¿Y qué queréis decir? Que os tratan mal. Que trabajáis demasiado. Que os pagan poco o algo por el estilo. —Sílex volvió a cobrar aliento—. ¿Pensáis que vuestro tío o yo hacíamos tantas preguntas? Hacíamos el trabajo que nos encomendaban y estábamos agradecidos por ello.

Sílex recordó (pero no dijo) que se había iniciado en los últimos días de las Compañías Grises, y la gente alta estaba atemorizada en aquellos años, y no había mucho trabajo ni siquiera para artesanos caverneros cualificados. Cientos, quizá miles, habían abandonado su tierra ancestral de Marca Sur en busca de trabajo y no habían regresado, asentándose en parajes del centro y el sur de Eion, donde antes la gente alta tenía que dedicarse a trabajar la piedra por su cuenta. Pero en vida de Sílex las cosas habían cambiado: hasta las ciudades pequeñas construían grandes templos y baños subterráneos, por no mencionar las criptas funerarias para mercaderes ricos y clérigos, y la mayoría de los caverneros de Marca Sur eran solicitados en los propios reinos de la Marca.

Talco sacudió la cabeza. Era terco, pero también era listo. La peor clase de holgazán, pensó Sílex. ¿O no era un holgazán? De pronto Sílex se sentía vacío y cansado, como una pared de roca cuando le extraen una veta de piedras valiosas. Quizá tengan las mismas inquietudes que yo. ¿Qué dijo la pequeña reina? «Pues los moradores de los lugares altos estamos asustados, y no sólo por nosotros». Yo también estoy asustado, pero es por las cosas que he visto y sentido

Trató de quitarse esa palabrería de la cabeza.

—Muy bien. Pediré al gremio que os otorgue una audiencia, si seguís adelante y termináis el trabajo de hoy. Necesitamos apuntalar los nuevos túneles, a menos que estéis demasiado asustados para trabajar con vuestros camaradas.

Los sobrinos de Hornablenda aún estaban refunfuñando cuando se marcharon, pero algo en su andar sugería que tenían la sensación de haber obtenido una victoria. Sílex volvió a sentir fatiga.

Gracias a los Antiguos, Chaven ha regresado. Iré a verle cuando los hombres hagan un alto para comer. Pero esta vez por la puerta delantera.

Mientras atravesaba los sinuosos pasajes de la fortaleza interna, sin prestar atención a la gente que le clavaba los ojos sólo porque era un cavernero, Sílex agradeció que Pedernal estuviera pasando el día con Ópalo en el mercado. Ella había aceptado la asombrosa noticia de su encuentro con los techeros con una naturalidad que era más desconcertante que los techeros mismos.

Claro que hay más cosas bajo las piedras y las estrellas de las que sabremos jamás, le había dicho a su esposo. El niño es una chispa ardiente, ¿no lo ves? Hará cosas maravillosas en este mundo. Y siempre creí que los techeros existían de veras.

Se preguntó si ella buscaba refugio en la ignorancia. Su esposa era una mujer inteligente, y no podía creer realmente que esto fuera normal. ¿Acaso tenía miedo de estos portentos (Pedernal, la Línea de Sombra, criaturas fabulosas escondidas en los techos y hablando de un desastre inminente) y lo cubría todo con el manto de lo familiar?

Sílex no había comentado sus temores con Ópalo. Lo hacía para protegerla, pues lo consideraba su deber, pero ese deber podía resultar muy solitario.

No fue el joven Toby quien abrió la puerta del observatorio, sino Harry, el viejo mayordomo de largas patillas. Parecía agitado, incluso nervioso, y Sílex temió que el médico estuviera enfermo.

—Le anunciaré que estás aquí —dijo el viejo, invitándolo a esperar en el vestíbulo. Allí había un altar de Zoria con velas encendidas, y a Sílex le pareció raro. Si el médico de la corte tenía un altar consagrado a los dioses de la gente alta, ¿no debía ser un altar del Trígono? ¿O de Kupilas, el dios de la curación? De todos modos, nunca había entendido bien a la gente alta con su gran cantidad de dioses.

Hariy regresó, aún con nerviosismo, y condujo a Sílex por el corredor hacia las cámaras donde Chaven realizaba sus experimentos. Quizá ello explicara la conducta del mayordomo; su amo estaba haciendo algo que él consideraba peligroso.

Al entrar en la oscura habitación, con su mesa larga y alta llena de libros y equipos extraños (dispositivos de medición, lentes, aparatos para moler y mezclar sustancias, botellas y frascos, y velas en todas las superficies vacías), Sílex descubrió que Chaven no estaba solo.

He visto antes a este muchacho, pensó con desconcierto.

El joven pelirrojo alzó la cara cuando Sílex cerró la puerta.

—¡Un cavernero!

Chaven se volvió y le sonrió a Sílex.

—Parecéis sorprendido, alteza. Pero habréis notado que en esta habitación todos los demás saben que mi amigo Sílex es cavernero.

El joven sonrió. Estaba vestido de negro de la cabeza a los pies: los zapatos, las calzas, el jubón, incluso el sombrero. Sílex supo quién era, y trató de disimular su asombro.

—Te burlas de mí, Chaven —se quejó el muchacho.

—Un poco, alteza. —Chaven se volvió hacia Sílex—. Éste es uno de nuestros regentes, el príncipe Barrick. Príncipe Barrick, éste es mi amigo Sílex de la familia Cuarzo Azul, un hombre excelente. Recientemente ha hecho a vuestra familia el favor de acelerar la construcción de la tumba de vuestro hermano.

Barrick hizo una mueca, pero tuvo la gracia de sonreírle al recién llegado.

—Muy amable por tu parte.

Sílex no sabía qué hacer. Trató de inclinarse en una reverencia.

—Era lo menos que podíamos ofrecer, alteza. Vuestro hermano era muy querido entre los míos. —La mayoría de los míos, corrigió para sus adentros. Bien, una proporción aceptable.

—¿Y por qué has venido a verme, buen Sílex? —preguntó Chaven. Parecía de excelente humor, algo extraño en alguien que había ido a examinar enfermos y moribundos.

¿Cómo puedo hablar de las cosas que he visto frente al príncipe regente?, se preguntó Sílex. No podía evitar el impulso de ocultar las cosas insólitas a los poderosos. También sentía el impulso contrario de comunicar una situación extraña a alguien más. Soy de los que primero quieren saber dónde están plantados, decidió Sílex. Y ciertamente no mencionaré esta mezcla de temores, supercherías y leyendas resucitadas frente a un miembro de la familia real.

—Sólo deseaba saber cómo le había ido —dijo, pero comprendió que no quería esperar días para comunicar sus preocupaciones al médico—. Y quizá hablar un poco más de ese asunto que comentamos la última vez…

El príncipe Barrick se levantó del taburete donde estaba sentado en precario equilibrio y a punto de caerse, comprendió Sílex, como cualquier joven normal.

—Te dejo en libertad —le dijo al médico de buen humor, pero Sílex creyó detectar decepción en sus palabras, y quizá enojo o preocupación—. Pero quisiera hablar contigo de nuevo. ¿Mañana, quizá?

—Desde luego, alteza. Estoy siempre a vuestro servicio. En el ínterin, quizá os convenga beber una copa de vino fortificado antes de acostaros. Y recordad lo que he dicho. Las cosas siempre tienen otra apariencia cuando la noche domina el mundo. Permitid que os acompañe hasta la puerta.

Barrick alzó los ojos.

—Mis guardias están en la cocina, molestando a tu ama de llaves y a su hija. Desde que mataron a Kendrick, no puedo ir a ninguna parte sin chocarme con hombres armados. Me costó convencerlos de que no entraran en esta habitación. —Agitó la mano sana—. Yo encontraré la salida. Quizá pueda escabullirme y tener una hora a solas antes de que se enteren de que me fui.

—¡No hagáis eso, alteza! —exclamó Chaven con amabilidad, pero con cierto nerviosismo—. La gente está asustada. Si desaparecéis, aunque sea por un rato, algunos de esos guardias sufrirán.

Barrick frunció el ceño, y luego se echó a reír.

—Tienes razón. Iré a darles una advertencia antes de fugarme.

Saludó distraídamente a Sílex mientras salía.

* * *

—Conque los techeros, ¿eh? —Chaven se quitó las gafas que tenía apoyadas sobre la nariz y las frotó con la manga de la túnica (una túnica asombrosamente manchada, teniendo en cuenta que la había usado para recibir a la realeza), se las volvió a calar y adoptó una expresión astuta—. Una noticia insólita, pero muchos se sorprenderían más que yo.

—¿Usted ya lo sabía?

—No, nunca los he visto, y desde luego que no conozco a su reina y ese cortejo tan especial. Pero con los años he descubierto señales que me sugerían que los techeros no eran mera fábula.

—¿Pero qué significan esas alusiones a las sombras y la tormenta inminente? ¿Es porque la Línea de Sombra se está moviendo? En la plaza Cantera se comenta que algo cruzó la Línea de Sombra en las colinas del oeste y capturó una caravana.

—En este caso, los rumores son ciertos —dijo Chaven, y le contó la historia del mercader Raemon Beck—. El príncipe y la princesa han enviado una compañía de soldados al lugar donde sucedió.

Sílex meneó la cabeza.

—No puedo creerlo. Estoy más seguro que nunca de que las viejas fábulas están cobrando vida. Es una maldición vivir en tales tiempos.

—Quizá. Pero del miedo y del peligro también pueden surgir el heroísmo y la belleza.

—Yo no tengo pasta de héroe —dijo Sílex—. Quiero ropa cómoda y una comida caliente al final del día.

Chaven sonrió.

—Yo tampoco soy aficionado al heroísmo —dijo—, pero una parte de mí, quizá mi curiosidad, rechaza el exceso de comodidad. Creo que atenta contra el aprendizaje, o al menos contra el auténtico entendimiento.

Sílex reprimió un escalofrío.

—No sé qué pretendían enseñarme los techeros… ¡La Antigua Noche! Eso suena estremecedor. Y el Señor de la Cumbre que los puso sobre aviso, sin duda un dios techero. En todo caso, yo preferiría eludir esas enseñanzas.

—¿El Señor de la Cumbre? —Chaven adoptó una actitud más fría—. ¿Eso fue lo que dijeron?

—¿No lo mencioné? Debo haberme olvidado. Dijeron que estas verdades fueron reveladas por el Señor de la Cumbre.

Chaven lo miró un instante como desde lejos, y Sílex temió haber atentado de algún modo contra su vieja pero restringida amistad.

—Bien, creo que tienes razón —dijo el médico al fin—. Será un dios de ellos. —Se movió de pronto, se frotó las manos—. Es bueno que me hayas traído estas noticias. Disculpa, pero tengo muchas cosas nuevas en que pensar, y cuidar de la familia real no es mi única ocupación.

—Fue extraño ver al príncipe Barrick. ¡Es tan joven!

—Él y su hermana están creciendo rápidamente. Éstos son tiempos difíciles. Ahora te ruego que me excuses, buen Sílex, tengo que hacer.

Sílex tenía la sensación de que lo echaban, pero a un paso de la puerta se acordó de algo.

—Ah, tengo algo más para usted. —Hurgó en el bolsillo de su chaquetón, extrajo la piedra rara—. Ese niño que usted conoció, Pedernal, encontró esto cerca de la tumba de la familia Eddon. He convivido con piedras desde mi infancia, pero nunca vi nada semejante. Pensé que quizá pudiera decirme qué es. —Tuvo una ocurrencia—. No lo había pensado, pero la tenía conmigo cuando nos encontramos con los techeros. El Naso Insigne dijo que podía oler el mal. Pensé que sería el aroma de las tierras de las sombras en Pedernal… pero quizá fuera esto.

Chaven la cogió, le echó un vistazo. No parecía llamarle la atención.

—Quizá —dijo—. O quizá fuera parte de la incomprensible política de los techeros. Son una antigua raza sobre la que hoy sabemos muy poco. De todos modos, la examinaré atentamente, buen Sílex. —Le echó otro vistazo, y se la guardó en una manga de la túnica—. Y ahora me despido. Hablaremos cuando me encuentre más tranquilo.

Sílex volvió a vacilar. Chaven nunca lo había hecho sentir como un intruso. Quería tantear esta situación desconocida como si fuera un dolor de muelas.

—¿El viaje fue bien?

—Tan bien como cabía esperar. La fiebre que afectó al príncipe ha atacado muchos hogares, pero creo que no es lo que yo temía, algo que viene de más allá de la Línea de Sombra. —Aguardó con paciencia junto a la puerta.

—Gracias por su tiempo —dijo el cavernero—. Adiós, y espero volver a verle pronto.

—Ojalá —dijo Chaven, cerrando la puerta con firmeza.

* * *

El cielo estaba límpido, pero llegaba aire frío desde el norte y Briony se alegró de tener botas abrigadas. No todos aprobaban sus ropas de varón: calzas de lana y una túnica que había pertenecido a Barrick; Avin Brone le dio una ojeada y resopló, pero luego abordó los asuntos del día como si prefiriese no hacer comentarios sobre su indumentaria. En cambio, se quejó porque su hermano no parecía dispuesto a asistir.

—El príncipe no tiene por qué explicar cómo dispone de su tiempo —dijo Briony, pero por su parte no estaba disgustada. Tenía motivos para apresurarse, y aunque hacía lo posible por resolver los problemas, estudiar los impuestos, y escuchar las historias destinadas a sus principescos oídos, estaba distraída y sólo prestaba atención en ocasiones.

Al concluir, hizo una pausa y fue a comer pollo frío con pan en sus aposentos. Habría preferido algo caliente en semejante día, pero tenía una cita.

¡Qué manera de expresarlo! Le causó gracia y cierta vergüenza. Son asuntos serios, asuntos de la corona que estaban pendientes. Pero no lograba convencerse ni siquiera a sí misma.

Rose y Moina reprobaban su impúdica vestimenta masculina tanto como la cita que había escogido. Aunque ninguna de ellas lo decía con franqueza, era evidente que las jóvenes nobles intrigaban entre ellas y no cejarían fácilmente. Cuando las acaloradas palabras de Briony se toparon con una fiera resistencia (aunque presentada en términos de la más pura obediencia a las órdenes de la princesa), desistió y permitió que la acompañaran. Qué más da, se dijo. Es un encuentro inocente, y así no habrá habladurías. Pero no podía evitar cierto resentimiento. Siendo señora de todas las tierras del norte, junto con su hermano, no podía celebrar una reunión sin estar rodeada por ojos vigilantes, como si fuera una niña que corriera peligro de lastimarse.

Él esperaba en el huerto de especias. A causa de la discusión con las dos damas, había esperado más de lo conveniente. Briony se preguntó si este tiempo helado sería más cruel para alguien que se había criado en las tórridas tierras del sur, pero si Dawet dan-Faar sufría, era demasiado sutil para mostrarlo.

—Pensaba que podíamos caminar por aquí —dijo ella—, pero hace un frío tremendo. Vayamos al gabinete de la reina Lily.

El enviado sonrió y se inclinó. Quizá realmente le alegrara ir a un sitio más cálido.

—Pero os habéis vestido para este tiempo —comentó, mirándola de arriba abajo.

Briony se sonrojó, y se irritó consigo misma.

El gabinete era de tamaño modesto, sólo un lugar donde a la nieta de Anglin le gustaba sentarse a coser y disfrutar de los aromas del huerto de especias. Al principio todos los guardias de Briony parecían resueltos a entrar en la acogedora sala con paneles, pero esto era demasiado; sólo permitió que ingresaran dos. Este par se apostó cerca de la puerta, donde podían observar a Rose y Moina bordando, y luego los cuatro se dispusieron a observar sigilosamente a su señora.

—Confío en que os encontréis bien, lord Dawet —dijo ella en cuanto les sirvieron vino con especias.

—Tan bien como cabe esperar, alteza. —Dawet sorbió el vino—. Confieso que en días como éste, cuando muerde el viento, extraño Hierosol.

—No es para menos. Nadie quiere este tiempo frío, pero parece que el invierno ha llegado. Teníamos unos días demasiado cálidos para dekamene.

Él parecía dispuesto a decir algo, pero frunció los labios.

—¿Y es por el tiempo que os vestís así, alteza? —Señaló las gruesas calzas y la larga túnica, una prenda de Barrick que él nunca había usado, y que ella había modificado para adaptarla a su cintura más delgada y sus caderas más anchas.

—Sospecho que no lo aprobáis, lord Dawet.

—Con todo respeto, alteza, no. Es un pecado contra la naturaleza vestir a una mujer de esta manera tosca, máxime cuando es joven y bella como vos.

—¿Tosca? Es la túnica de un príncipe, y el jubón de un príncipe… ¿Veis el calado de oro? No es nada tosca.

Él frunció el ceño y ella se alegró de haberlo descolocado. Era como si un gato melindroso sufriera una caída torpe.

—Son ropas de hombre, princesa Briony, por exquisitas que sean la tela y la artesanía. Vuelven tosco lo que es naturalmente delicado.

—¿Conque mi mera indumentaria me puede restar delicadeza y nobleza? Me temo que tengo muy poco margen de maniobra, embajador, si estoy tan cerca de la tosquedad que un mero jubón me lleva a ella.

Él sonrió, pero había enfado en su expresión.

—Os burláis de mí, alteza. Es vuestra prerrogativa. Pero creí que me preguntabais si lo aprobaba, y prefiero ser sincero con vos. No lo apruebo.

—Si fuera vuestra hermana, entonces, ¿me prohibiríais vestir así?

—Si fuerais mi hermana o cualquier otra mujer por cuyo honor debiera velar, sí, os lo prohibiría. —Su mirada oscura era intensa y exigente. Briony se inquietó, como si hubiera estado jugando con una mascota inofensiva que de pronto revelara que podía morder.

—A decir verdad, Dawet, por eso quería que me vierais.

—Veo que habláis en singular, alteza.

Briony volvió a ruborizarse.

—¿En singular? No os extralimitéis, Dawet.

Él inclinó la cabeza, pero ella entrevió esa sonrisa condescendiente.

—No me he expresado con claridad, alteza. Mis disculpas. Sólo señalaba que al no decir «nos vierais», no hablabais de una audiencia con vos y vuestro real hermano, como me habían dado a entender. ¿Debo interpretar que se trata de una conversación más informal?

—No. —Qué hombre tan endiablado—. No, no me refería a eso, aunque hoy ejerzo como corregente con la aprobación de mi hermano. Me hacéis lamentar mis modales amistosos.

—En tal caso, que los tres altísimos maldigan mi casa, princesa, pues sólo deseo ofreceros respeto y afecto. Sólo deseaba saber qué clase de reunión era.

Ella bebió vino, tomándose un momento para recobrar la compostura.

—Como decía, vuestra observación sobre mi condición de mujer por cuyo honor debéis velar era pertinente. Hace unas semanas, yo podría haber sido esa criatura desventurada, enviada con vos para casarme con vuestro señor como un mero tributo. No olvidéis, lord Dawet, que estáis aquí como embajador de nuestro enemigo.

—Tenéis enemigos más grandes que mi señor Ludis, alteza. Y me temo que también tenéis amigos que son menos dignos de confianza que yo. Pero perdonadme; os he interrumpido. He sido inexcusablemente grosero.

Había vuelto a incomodarla, pero el enfado le dio algo a lo que aferrarse.

—Es hora de que la corona de Marca Sur y los reinos de la Marca envíen una respuesta a vuestro señor, el lord protector de Hierosol, y su oferta de matrimonio. Cuando mi hermano mayor era regente, las cosas pudieron ser distintas, pero ahora, como sospecharéis, la respuesta es no. Pagaremos el rescate de mi padre con dinero, no con mi doncellez. Si Ludis desea dejar a los reinos del norte en la ruina, no recibirá ayuda del norte cuando el autarca llame a su puerta. En cambio, aunque odiamos al autarca y no deseamos que obtenga ni siquiera un puñado del suelo de Eion, nos regocijaremos con la derrota de Ludis Drakava. —Hizo una pausa, conteniendo el aliento, infundiendo firmeza a su voz—. Pero si encuentra otro camino, si libera al rey Olin sin pedir esta exorbitante cantidad de oro, Ludis descubrirá que aquí tiene aliados que lo respaldarán en los días venideros.

Dawet enarcó las cejas.

—¿Es ése el mensaje que queréis que le entregue, princesa Briony?

—Así es.

Él asintió lentamente.

—¿Debo considerar que ya no soy un prisionero? ¿Que mi escolta y yo estamos en libertad de regresar a Hierosol?

—¿Dudáis de mi palabra?

—No, alteza, pero a veces suceden cosas más allá del eco de la voz de un príncipe.

—Avin Brone, el condestable, conoce mis deseos… nuestros deseos. Devolverá las armas de vuestros hombres. Y creo que vuestra nave ya está preparada.

—Vuestro castellano tuvo la bondad de velar para que no sufriera ningún daño, y me permitió mantener una pequeña tripulación para que todo permaneciera en orden. —Dawet sonrió—. En muchos sentidos lamentaré irme, pero confieso que es agradable recobrar la libertad, aunque vos tendréis un huésped menos.

—Un huésped, en efecto. Al margen de lo que penséis, no podréis decir que os tratamos como un prisionero.

—Ah, un prisionero valioso, en el peor de los casos. Pero eso es poco consuelo para alguien que ha pasado años viviendo a caballo, sin dormir dos veces en el mismo lugar. —Se movió—. ¿Tengo vuestra venia para irme e iniciar los preparativos?

—Desde luego. Os convendrá zarpar antes de que el tiempo cambie por completo. —Briony estaba extrañamente decepcionada, pero sabía que esto debía ser así. Dawet y su séquito eran una distracción en el castillo; despertaban rumores y hostilidad tal como la miel atrae moscas. Sí, Dawet dan-Faar era una presencia perturbadora. Ahora que Brone los había convencido a Barrick y ella de que era imposible que el embajador y su comitiva hubieran participado materialmente en el asesinato de su hermano, no tenía sentido mantenerlos y alimentarlos durante el largo invierno.

Él se inclinó, retrocedió unos pasos, se detuvo.

—¿Puedo hablar con franqueza, princesa Briony?

—Naturalmente.

Él miró de soslayo a los guardias y las damas de honor, volvió a sentarse en el banco. Tan cerca, olía a cuero y un óleo dulzón para el cabello. Briony vio que Rose y Moina se miraban.

—Creeré en vuestras palabras, alteza, y confiaré en que habéis jugado limpio —murmuró—. Escuchadme con atención, por favor.

»Me alegra que no hayáis aceptado la propuesta de mi señor Ludis. Creo que la vida en su corte no os habría sido muy grata: sospecho que los intereses y diversiones de mi señor no habrían sido de vuestro gusto. Pero espero que un día visitéis las tierras del sur, princesa, incluso Xand; al menos aquellas partes que no sufren la opresión del autarca. Hay bellezas que no podéis imaginar, mares verdes y montañas rojas como el rubor de una doncella, y vastas junglas llenas de animales asombrosos. Y los desiertos… Recordaréis que os dije algo sobre los silenciosos y áridos desiertos. Es posible que un día seáis una gran reina, pero conocéis poco mundo, y me parece una pena.

Esta observación molestó a Briony.

—He estado en Setia, Brenia… y Fael. —Era sólo una niña de cinco años cuando su padre la llevó a visitar a los parientes de Merolanna. No se acordaba de muchas cosas, salvo del gran caballo negro que el señor de Fael había obsequiado a su padre, y de estar en un balcón frente al mar, mirando las nutrias que jugaban en el agua.

Dawet puso una sonrisa socarrona, no había otra manera de definirla.

—Perdonadme si no cuento Setia y Brenia entre los grandes triunfos de los dioses, alteza. —Dejó de sonreír—. Y mi deseo de que conozcáis el mundo es un poco egoísta… porque quiero ser yo el que os muestre esas cosas. —Alzó una mano larga y marrón—. Por favor, no repliquéis. Me dijisteis que podía hablar con sinceridad. Y quisiera deciros más cosas. —Su voz se redujo a un susurro—. Corréis peligro, alteza, y está más cerca de lo que pensáis. No puedo creer que Shaso sea el asesino de vuestro hermano, pero tampoco puedo demostrar que no lo es. No obstante, os puedo decir, con buen conocimiento de causa, que hay una persona allegada a vos que tiene malas intenciones. Intenciones asesinas. —Le sostuvo la mirada un largo momento; Briony se sintió perdida, como si estuviera en un sueño maligno—. No os fieis de nadie.

—¿Por qué decís semejante cosa? —susurró cuando logró recobrar la voz—. ¿Por qué debo creer que vos, el servidor de Ludis Drakava, no queréis sembrar cizaña entre mi gente de confianza y yo?

Él volvió a poner su sonrisa, con un extraño matiz.

—Ah, la vida que he llevado merece ese comentario. Aun así, no os pido que actuéis por mis palabras, princesa Briony, sólo que las tengáis en cuenta, que las recordéis. Quizá alguna vez podamos sentarnos juntos una vez más y podáis decirme si este día actué con mala intención, o todo lo contrario. —Se puso de pie, volviendo a usar su disfraz de displicencia—. Espero que entonces vuestra ropa sea más apropiada, desde luego. —Le cogió la mano ostentosamente, la rozó con los labios. Todos los que estaban presentes en la habitación miraban sin disimulo—. Agradezco a vuestro hermano y a vos tan generosa hospitalidad, princesa, y os repito mis condolencias. Entregaré vuestro mensaje a mi señor en Hierosol.

Hizo una reverencia y salió del gabinete.

—Estoy harta de vuestros cuchicheos —gruñó Briony a sus damas. No sabía bien qué sentía, pero no era agradable—. Largo de aquí. Quiero estar un rato a solas. Quiero pensar.

* * *

Por la mañana Sauce se había repuesto un poco, aunque a veces parecía tan infantil que Ferras Vansen se preguntaba si sus problemas se debían únicamente a que hubiera cruzado la Línea de Sombra. Quizá, pensó, ya fuera un poco simple antes de eso. Sea como fuere, bajo el escaso sol que se filtraba por las nubes pasó a ser la más jovial de ese grupo taciturno, cabalgando frente a Vansen y parloteando sobre su familia y sus vecinos como una niña que fuera a la feria del mercado.

—Es pequeña, pero es la más porfiada. Aparta a las otras cabras de la comida, incluso al mayor de los hermanos…

Collum Dyer escuchaba su cháchara con una expresión agria.

—Mejor usted que yo, capitán.

Ferras se encogió de hombros.

—Me alegra que hable. Quizá al cabo diga algo que valga la pena saber, y se lo agradeceremos a Perin Caminante de las Nubes.

—Quizá. Pero, como dije, mejor usted que yo.

En verdad, Ferras Vansen casi se alegraba de la distracción. La tierra que atravesaban era menos extraña que el tramo de los dos días anteriores, desierta y un poco lúgubre, pero más o menos lo que cabía esperar mientras se aproximaban al punto medio del viaje, y no era demasiado interesante. Las ciudades más grandes de Setia y los reinos de la Marca estaban a varios días de cabalgada, y esta comarca había quedado desierta desde la segunda guerra con el Pueblo del Crepúsculo, salvo por algunos arrendatarios, leñadores y granjeros. Las escasas ciudades pequeñas como Candelar y Templaría habían crecido al sur de la carretera, lejos de la Línea de Sombra. (Estas localidades estaban demasiado lejos del camino y no valía la pena visitarlas, para aflicción de Dyer y los demás hombres de Vansen). Los inviernos eran más moderados cerca del agua, al este o al oeste: pocos sentían la necesidad de vivir en estas soledades. La carretera de Setia atravesaba cerros bajos y chaparrales que eran aún más desolados que las tierras donde Ferras había pasado la infancia.

Ahora veían de nuevo la línea, hacia el norte, o al menos veían el frente de niebla que la indicaba. Era agotador cabalgar hora tras hora teniéndola tan cerca, y costaba no considerarla una presencia maligna que estaba al acecho, pero Ferras prefería que estuviera allí, prefería ver lo que todavía era una clara demarcación entre un lado y el otro.

Sauce había cambiado de tema, y ya no hablaba de cabras sino de su padre y los cerdos, y explicaba lo que decía su progenitor sobre los puercos que se alimentaban de bellotas. Vansen, que había pasado los últimos diez años de su vida tratando de olvidarse de la cría de cerdos y ovejas, se inclinó para preguntarle:

—¿Y qué hay de Collum, tu hermano?

O acertó con su sospecha, o ella estaba más loca de lo que él creía.

—Prefería recoger juncos en vez de seguir a los puercos. Es muy callado, nuestro Collum. Sólo diez inviernos, y tiene tantos sueños.

—¿Y dónde está ahora? —Vansen quería averiguar si las cosas que ella había dicho tenían algún sentido o significado.

Ella puso cara de tristeza o de miedo, y él casi lamentó haberle preguntado.

—Se fue en medio de la noche. Decía que la luna lo llamaba. Yo quise seguirlo, porque es muy pequeño. Pero nuestro padre me aferró y no me dejó cruzar la puerta. —Como si el tema le causara dolor, se puso a hablar de nuevo sobre la confección de antorchas con juncos, otra actividad que Vansen conocía de sobra.

No habría necesitado que me llamara la luna para escaparme, pensó Vansen. Pero creo que el hermano de esta niña no se fue a la ciudad para hacer fortuna.

* * *

Al caer la tarde, Vansen decidió acampar. La carretera los había conducido por colinas bajas y desnudas todo el día, pero iban a atravesar una zona boscosa. No quería internarse en la arboleda en la creciente oscuridad.

—¡Mirad! —gritó un soldado—. ¡Un venado!

—Tendremos carne fresca —exclamó otro.

Ferras Vansen miró al animal que estaba a la sombra de la arboleda, a unos cincuenta pasos. Era corpulento y saludable, con una majestuosa cornamenta, pero por lo demás parecía muy común. Aun así, lo inquietó el modo en que los miraba mientras los hombres preparaban las flechas.

—No disparéis —dijo. Un soldado alzó el arco y apuntó—. ¡No!

Al oír el grito de Vansen, el ciervo comprendió que corría peligro. Dio media vuelta y en dos saltos se perdió en la arboleda.

—Podría haberle acertado —rezongó el arquero, el veterano Southstead, cuya actitud gruñona había sido el motivo por el que Vansen lo había traído en vez de dejarlo en casa para que chismorreara y contagiara su insatisfacción a los guardias.

—Aquí no sabemos qué es natural y qué no —dijo Ferras, procurando contener su furia—. Habéis visto las flores y las casas vacías. En nuestras alforjas tenemos víveres suficientes para alimentarnos. No matéis nada que no os amenace, ¿entendéis?

—¿Acaso piensa que podría ser otra muchacha, transformada en ciervo por arte de magia? —preguntó Southstead. Se volvió hacia los demás guardias con una risotada colérica—. Ya tiene una: eso es codicia.

Vansen comprendió que el hombre estaba atemorizado por este viaje en tierras que se habían vuelto extrañas. Como lo estamos todos, pensó, pero por eso mismo sus palabras son más peligrosas.

—Si crees que sabes conducir a estos hombres mejor que yo, Mickael Southstead, dímelo a mí, no a ellos.

Southstead vaciló, se lamió los labios.

—Sólo una broma, capitán.

—Bien, dejémoslo así y acampemos. Las bromas tendrán más gracia alrededor del fuego.

* * *

Mientras las llamas crecían y Sauce se entibiaba las manos, Collum Dyer se acercó a Vansen.

—Tendrá que vigilar a nuestro Mickael, capitán —dijo en voz baja—. Los años y el vino le han estropeado el corazón y el cerebro, pero no creí que llegara al extremo de burlarse del capitán. Nunca se habría atrevido en tiempos de Murroy.

—Aún prestará buen servicio si es necesario. —Vansen frunció el ceño—. Raemon Beck, ven aquí.

El joven mercader, que había pasado casi todo el viaje como un hombre atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar, se acercó lentamente a Vansen y Dyer.

—¿Eres un hombre honorable, Beck?

Miró sorprendido a Ferras Vansen.

—Sí, lo soy.

—Sí, capitán —intervino Dyer.

Vansen alzó la mano: no importaba.

—Bien, entonces quiero que seas el compañero de la muchacha. Ella cabalgará contigo. Tratar de entender lo que dice es como cribar una tonelada de paja por cada grano de trigo, de todos modos, y quizá tú disciernas mejor que yo si dice algo útil.

—¿Yo?

—Porque eres el único de nosotros que ha experimentado algo similar a lo que creo que ella ha visto, oído y sentido. —Ferras miró hacia donde los hombres juntaban más leña para el fuego—. Además, para ser franco, es mejor que los hombres se enfaden contigo y no conmigo.

Beck no parecía complacido, pero Collum Dyer estaba junto a él, limpiándose las uñas con una larga daga, así que se limitó a fruncir el ceño.

—¡Pero soy un hombre casado! —objetó.

—Entonces trátala como querrías que trataran a tu esposa si la encontraran enferma y confundida junto al camino. Y si dice algo que consideras de utilidad, avísame al instante.

—¿De utilidad en qué sentido?

Vansen suspiró.

—Para mantenernos con vida, ante todo.

El alicaído Beck regresó a la fogata y se sentó junto a Sauce.

—¿De veras cree que corremos peligro, capitán? —preguntó Dyer—. ¿En serio? ¿Por unas flores y una muchacha desquiciada?

—Quizá no. Pero prefiero regresar con toda mi gente a salvo y que se rían de mí por exceso de cautela. ¿No harías lo mismo?

* * *

La noche transcurrió sin incidentes, y a media mañana la carretera se había internado tanto en la arboleda que ya no veían las lúgubres colinas ni la amenazadora Línea de Sombra. Al principio parecía una bendición, pero a medida que transcurría el día y el sol, visible sólo por instantes entre las nubes, iniciaba su descenso hacia el oeste, Vansen se preguntó si tendrían que pasar la noche en medio del bosque, y ese pensamiento no era tranquilizador. Mientras almorzaban pan con queso, volvió a llamar a Raemon Beck.

—No hay nada que contar —dijo Beck hurañamente—. Nunca he oído tantas divagaciones sobre puercos y cabras en toda mi vida. Si encontráramos la granja de su padre, yo mismo la incendiaría.

—No quería hablarte de eso. Cuando atravesabas estos bosques, ¿cuánto tiempo te llevó? Camino a Setia, quiero decir. —Intentó una sonrisa amable—. Dudo que prestaras mucha atención a esas cosas en tu viaje de regreso.

Beck parecía a punto de sonreír, pero no ocultaba su amargura.

—No atravesamos ningún bosque como éste en nuestro viaje de ida.

—¿Cómo? ¿No viajaste por la carretera de Setia?

El mercader estaba pálido, fatigado.

—¿No lo entiende? Todo ha cambiado. Todo. No recuerdo ni la mitad de estos lugares.

—¿De qué estás hablando? Fue hace sólo una semana o dos. Tienes que haber pasado por este bosque. Una carretera no es un río; no anega las riberas y encuentra un nuevo cauce.

Beck se encogió de hombros.

—Entonces me habré olvidado de este bosque, capitán Vansen.

* * *

La tarde continuó. El espacio despejado donde la carretera atravesaba los árboles era silencioso y sombrío, pero había señales de vida: ciervos, ardillas, un par de zorros plateados que pasaron como un claro de luna a mediodía antes de perderse en un matorral, y un cuervo que por un rato pareció seguirlos, brincando de rama en rama, ladeando la cabeza para estudiarlos con ojos brillantes y amarillos. Uno de los soldados de a pie, que ya no soportaba la insistencia y el silencio del cuervo, lo ahuyentó con una piedra. Vansen no tuvo ánimo para reñirle.

Al fin, cuando las afiladas sombras de las hojas y las ramas comenzaron a diluirse en una penumbra general, decidió que no podían continuar más con la esperanza de dejar el bosque atrás. Anochecería en una hora. Ordenó un alto y acamparon a la vera del camino.

Estaba de rodillas frente a un puñado de ramillas, tratando de encender la lumbre con su reacio pedernal, cuando uno de los guardias más jóvenes corrió hacia ellos desde la linde del bosque.

—¡Capitán, capitán! —gritó—. Hay alguien en la carretera.

Vansen se puso de pie.

—¿Pudiste ver si estaba armado? ¿Cuántos eran?

El joven sacudió la cabeza.

—Sólo un viejo, creo. Y se alejaba de nosotros. ¡Lo vi! Tenía un cayado y llevaba una capa con capucha.

A Vansen la llamó la atención el alboroto casi febril del joven.

—Un leñador, sin duda.

—No sé, me pareció raro.

Ferras Vansen miró en torno. Todos habían interrumpido la preparación del campamento y lo miraban a él. Reparó en la curiosidad y ansiedad de sus hombres.

—Entonces echaremos un vistazo. Ven conmigo. Dyer, tú también. Quizá podamos encontrar un refugio más cómodo esta noche, si ese viejo vive en las cercanías.

Los dos montaron a caballo y siguieron al joven guardia por la carretera. Una silueta pequeña y oscura corría delante de ellos. Andaba encorvado, pero era demasiado ágil para ser un viejo.

Dejaron al joven soldado y espolearon a los caballos, pensando que alcanzarían a la figura encapuchada en instantes, pero oscurecía deprisa y no pudieron encontrarlo, aunque la carretera apenas se curvaba.

—Nos oyó venir y se metió entre los árboles —dijo Collum Dyer.

Cabalgaron un poco más, hasta que vieron un tramo despejado. A pesar de la escasa luz, era evidente que nadie corría delante de ellos. Dieron media vuelta y regresaron despacio, escrutando los matorrales de ambos lados del camino para ver si el fugitivo se escondía allí.

—Un truco —dijo Dyer—. ¿Cree que era un enemigo? ¿Un espía?

—Quizá, pero… —Vansen frenó en medio del camino. Su caballo estaba inquieto y pateaba el suelo con impaciencia. Brotaba niebla del suelo—. Hemos pasado dos recodos del camino. Collum, ¿dónde está el campamento?

Dyer se sobresaltó, luego frunció el ceño.

—No me asuste, capitán. Un poco más adelante. Sólo calculamos mal la distancia con esta luz escasa.

Vansen se dejó guiar, pero al rato Dyer frenó y empezó a llamar a gritos.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Dónde estáis todos? ¡Es Dyer… hola!

Nadie respondió.

—¡Pero todavía estamos en la misma carretera! —exclamó Collum Dyer, presa del pánico y la furia—. ¡Ni siquiera ha oscurecido del todo!

Ferras Vansen notó que estaba temblando, aunque no hacía demasiado frío. La niebla se enroscaba perezosamente entre los árboles. Hizo la señal del Trígono y comprendió que hacía un rato que rezaba en silencio.

—No —dijo lentamente—, pero en algún momento, sin darnos cuenta… cruzamos la Línea de Sombra.