17: Flores negras

17

Flores negras

LA CALAVERA

Silbando, está silbando

Una canción de viento y cosas vivas

Un poema de piedras calientes en las cenizas

Oráculos de Osario

El Naso Insigne, más alto y gordo que los demás techeros, pero del tamaño de un dedo de Sílex, había hablado: los forasteros apestaban a maldad. No habría reunión con la reina. Sílex no sabía si sentir alivio o decepción. No sabía nada de nada. Al levantarse esa mañana, no se imaginaba que terminaría en el techo del castillo con una multitud de seres más pequeños que ratones.

La mayoría de los techeros habían retrocedido atemorizados por sus dos visitantes después del pronunciamiento del Naso. El niño Pedernal los miraba, ocultando sus pensamientos y sentimientos como de costumbre. Sólo el hombrecillo llamado Escarabajel parecía estar pensando de veras, y tenía la frente surcada de arrugas.

—Un momento, señorías, os ruego —dijo de pronto, y corrió por el techo en declive hasta el Naso Insigne y le dijo algo en su propia lengua, un gorjeo rápido y agudo. El Naso respondió. Escarabajel volvió a hablar. Todos los cortesanos escuchaban embelesados, soltando exclamaciones de asombro que parecían trinos de pichones.

Escarabajel y el Naso gorjearon hasta que Sílex volvió a preguntarse si no habría perdido el juicio, si todo este espectáculo no pasaría sólo en su cabeza. Estiró la mano hacia las tejas, acarició la arcilla templada, palpó el musgo húmedo. Todo parecía real. Se preguntó qué pensaría Ópalo de esas criaturas. ¿Las pondría en un cesto, las llevaría tiernamente a casa para alimentarlas con migajas de pan? ¿O las ahuyentaría a escobazos?

Ah, buena esposa, ¿en qué locura nos hemos metido con este niño extraviado?

Al fin Escarabajel regresó a ellos.

—Reitero mis disculpas, caballeros. El Naso Insigne dice que podéis conocer a nuestra reina, pero sólo si podemos apostar arqueros en los hombros de cada uno de vosotros dos. Fue idea mía, y lamento esta desconsideración. —En verdad parecía avergonzado, y estrujaba la gorra entre las manos.

—¿Qué? —Sílex miró a Pedernal, y de nuevo a Escarabajel—. ¿De veras queréis poner hombrecillos con arcos y flechas sobre nuestros hombros? ¿Para que puedan disparamos a los ojos si hacemos algo que no les gusta?

—El Naso Insigne no aceptará otras condiciones —dijo Escarabajel—. Mi palabra sirve de garantía para el pequeño, pero tú eres un extraño aun para mí.

—Pero le has oído. Te ha dicho que vive conmigo. Yo soy su… padrastro. —A pesar de su irritación, a Sílex le divertía estar discutiendo con ese absurdo homúnculo como si fuera un hombre común. Luego tuvo un pensamiento desagradable: ¿era eso lo que sentía por él la gente alta, y lo trataba como una persona sólo por cortesía? Se avergonzó. Un cavernero sabía mejor que nadie que no debía juzgar a otro por su tamaño—. ¿Eso es todo lo que desean? ¿Montar en nuestros hombros para impedir que hagamos algo malo? —Comprendió que estaba tan preocupado por Pedernal como por sí mismo. Fisura y fractura, me estoy transformando en un padre, quiera o no. ¿Y si uno de nosotros estornuda, o se tropieza? No deseo recibir un flechazo en el ojo, por pequeño que sea, a causa de un mal paso o un súbito enfriamiento del pecho.

El techero gordo propuso algo más con su voz chillona.

—El Naso Insigne dice que os podríamos atar de pies y manos —explicó Escarabajel. Tuvo el mérito de decirlo dubitativamente—. Llevaría un tiempo, pero entonces nadie temería ninguna fechoría.

—No lo creo —rezongó Sílex—. ¿Dejar que me aten de pies y manos en lo alto de este techo resbaladizo? Ni por asomo. —Notó que Pedernal lo miraba; la expresión del niño era neutra, pero Sílex se sintió regañado, como si se hubiera metido donde nadie lo quería y ahora arruinara la diversión de todos.

Bien, quizá nadie me quería, pero ¿iba a dejar que el niño trepara sin decirle una palabra, sin tratar de seguirlo? ¿Qué clase de tutor sería? Aun así, de él dependía resolver la situación.

—Muy bien —dijo al fin—. Los arqueros pueden encaramarse sobre mí como ardillas en una rama, no me importa. Me moveré despacio, y también el niño. ¿Me oyes, Pedernal? Despacio. Pero di a tus hombres que si uno de ellos nos lastima sin motivo, tendrá que vérselas con un gigante furioso. —A pesar de su irritación y su temor, se sorprendió al comprender que para esa gente él era sólo eso: un gigante enorme y temible. Sílex el Gigante. Sílex el Ogro.

Podría recogerlos con la mano y comer un puñado si quisiera, como el Brambinag Botas de Piedra de los viejos cuentos. No reveló estos pensamientos a los techeros, y se quedó quieto mientras dos jinetes trepaban por sus mangas con sus ratones. Las pequeñas zarpas le hacían cosquillas y sintió la tentación de alzar a los arqueros con las manos, pero sospechó que ese gesto se interpretaría mal. Los hombrecillos tenían una expresión temerosa pero resuelta detrás de sus yelmos de cráneo de pájaro, y sin duda sus diminutas flechas y picas eran afiladas.

—¿A qué viene todo esto, por cierto? —preguntó cuando los guardias estuvieron en sus hombros—. Niño, no me has dicho por qué estás aquí, cómo conociste a esta gente, nada. ¿Qué significa todo esto?

Pedernal se encogió de hombros.

—Quieren que conozca a la reina.

—¿Tú? ¿Por qué tú?

Pedernal volvió a encogerse de hombros.

Es como tratar de cascar granito con un trozo de pan mojado, pensó Sílex. El niño, como de costumbre, era tan comunicativo como una raíz.

Lo distrajo un murmullo en la multitud de gente diminuta, los cortesanos tan puntillosamente vestidos con sus toscas ropas caseras, adornadas con trozos de alas de mariposa y motas de cristal y metal y plumas de tamaño ínfimo. Todos giraban hacia la cumbrera con expectación. Hasta Sílex contuvo el aliento.

Como el Naso Insigne, ella montaba un pájaro, pero éste estaba mejor adiestrado, o las amarras estaban ocultas: la nívea paloma no tenía ninguna correa alrededor de las alas. La diminuta criatura que iba encima no se tambaleaba en una silla cubierta como el Naso, sino que cabalgaba entre las alas de la paloma, sentada sobre las piernas arqueadas, y las riendas eran poco más que una telaraña chispeante en sus manos. Su vestido, rico en adornos, era pardo y gris, y su cabello era rojo oscuro.

La paloma se detuvo. Todos los cortesanos y guardias se habían puesto de rodillas, incluidos los que estaban en los hombros de Pedernal y Sílex, aunque Sílex sentía la fina punta de una pica apoyada contra el cuello, quizá como precaución. Incluso el Naso Insigne se había postrado.

Escarabajel fue el primero en erguir la cabeza.

—Su exquisita y memorable majestad, la reina Murciélago del Campanario —anunció.

Por lo que Sílex pudo distinguir, la reina era menos bonita que apuesta, con un rostro delicado de huesos fuertes y ojos que lo miraban sin temor. Sílex inclinó la cabeza.

—Majestad —dijo, con un respeto que no le parecía incongruente—. Soy Sílex de la familia Cuarzo Azul. Éste es mi protegido, Pedernal.

—Ya conocemos al niño —dijo ella despacio. Dominaba el idioma de Marca Sur mucho mejor que Escarabajel, aunque la pronunciación era anticuada—. Os damos la bienvenida a ambos.

El Naso se levantó laboriosamente y se adelantó parloteando.

—Nuestro consejero dice que tienes un olor malvado —tradujo la reina—. Yo no lo percibo, pero él siempre ha sido servicial para con nuestra persona. Representa la sexta generación de los que son Primeros para el Queso. Sus fosas nasales son de auténtico linaje. Pero no vemos la menor maldad en ti ni en el niño, aunque pensamos que el niño tiene historias que no ha revelado. ¿Estamos en lo cierto, Sílex Cuarzo Azul? ¿La maldad está de veras ausente?

—Por lo que sé, majestad. Hasta hace una hora, ni siquiera sabía que vuestra gente existía. Ciertamente no tengo malas intenciones. —Sílex empezaba a comprender que el tamaño de una reina significaba poco. Ésta lo impresionaba y quería agradarle. ¡Cómo lo despreciaría Ópalo si se enterara!

—Bien dicho. —La reina Murciélago del Campanario agitó las manos; dos soldados se le acercaron para ayudarla a apearse de la paloma. Echó una ojeada a las paredes sin ventanas—. Éste es un lugar bien escogido para una reunión, aunque hace tiempo que nosotros y nuestros predecesores no lo usábamos para un encuentro de este tipo. Perdónanos, Sílex Cuarzo Azul, pero no estamos habituadas a hablar con gigantes, aunque hemos practicado las viejas costumbres para estar preparadas para este día, incluso si su llegada parecía improbable.

—Habláis muy bien nuestra lengua, majestad. —Sílex miró de reojo a Pedernal. El niño estaba observando pero parecía tan poco interesado en esto como en cualquier conversación entre adultos. ¿Por qué habían invitado a Pedernal? ¿Qué esperaban obtener de él?

La reina sonrió y asintió.

—Aunque nuestro pueblo vive a vuestra sombra, y a menudo actúa bajo vuestras mesas o en vuestras vitrinas, hace generaciones que no hablamos. Pero creo que los tiempos lo exigen.

—No entiendo, majestad. ¿Qué exigen los tiempos?

—Que tu gente y la mía vuelvan a hablar. Porque los moradores de los lugares altos estamos asustados, y no sólo por nosotros. Aquello que creíamos dormido (nuestros conocimientos nos impedían considerarlo muerto) está despertando. Aquello de lo que huimos tanto tiempo atrás vuelve a alcanzarnos… pero no son sólo los Sni’sni’snik-soonah quienes deben temerlo. —El rápido chasquido parecía un sonido que sólo podían emitir una ardilla o un sinsonte.

—¿No sólo quiénes?

—Mi gente. Los techeros, en tu lengua. —La reina asintió—. Así que debes ayudamos a decidir qué se debe hacer. El hecho de que el niño encontrara a Escarabajel… Creemos ver en ello la Mano del Cielo. Ha pasado mucho tiempo desde que un gigante vio a uno de nosotros contra su voluntad. Creemos que ha llegado la hora de hacer causa común con vuestra especie. Quizá no nos escuchéis y debamos huir de nuevo, aunque me temo que huir no nos servirá de mucho, pero quizá sí escuchéis. Eso no bastará para salvarnos, pero sería un comienzo.

Sílex sacudió la cabeza.

—Me temo que no entiendo nada de esto. Pero estoy tratando. ¿Un niño vio a uno de los vuestros y los techeros quieren hacer causa común con la gente alta? ¿Por qué?

—Porque aunque hemos vivido ocultos a vuestra sombra por largos años, la Antigua Noche es una sombra que lo cubrirá todo, y ninguno de nosotros podrá volver a escapar. —La máscara mayestática se aflojó un poco, y Sílex vio que la reina tenía miedo—. Se aproxima, Sílex Cuarzo Azul. Lo habríamos adivinado de todos modos, pero el Señor de la Cumbre nos ha dicho la verdad de forma directa. —Al verla hablar con tanta gravedad y cuidado, Sílex no pudo dudar de su aptitud como reina. A pesar de su tamaño, tuvo que admirarla—. La tormenta que hemos temido desde los tiempos de la abuela de mi abuela se aproxima. Pronto estará aquí.

* * *

—Los dioses nos protejan —murmuró Raemon Beck, aunque no parecía creer en esa protección. Ferras Vansen escrutó el valle que se extendía frente a ellos. También a él lo perturbaba, pero tardó un instante en comprender por qué lo intimidaba tanto. Entonces recordó la casa de la anciana y lo que había encontrado allí. Aquel día sólo tenía ocho o nueve años, y se aproximaba a la altura de un hombre pero era flaco como un arco. Se había considerado muy valiente, desde luego.

* * *

La madre de Ferras estaba preocupada por la viuda que vivía en la granja vecina, quizá porque últimamente su esposo estaba tan fatigado y postrado que preveía su propia viudez. Pero al menos tenía hijos; la vieja vecina no tenía ninguno. Hacía varios días que no la veían y sus cabras erraban por las secas colinas. Temiendo que la anciana hubiera enfermado tanto que no pudiera cuidar de sí misma, su madre envió a Ferras, el mayor, para que le llevara una jarra de leche y una hogaza.

Él detectó algo en el silencio del lugar cuando aún estaba a cierta distancia, pero sin entender lo que percibía. La casita de madera era un lugar conocido. Ferras había ido varias veces con las hermanas, para llevarle a la anciana un pastel horneado o algunas flores de parte de su madre. La anciana no hablaba demasiado, pero siempre se alegraba de ver a los niños y les daba algún regalo a cambio, aunque sólo tuviera un abalorio de madera de un collar que había perdido el cordel o un trozo de fruta seca de uno de los árboles achaparrados de su jardín. Pero ahora había un elemento nuevo y el joven Ferras sintió que se le erizaba el vello de los brazos y la nuca.

El viento soplaba en dirección contraria, pues de otro modo habría olido el cuerpo mucho antes de llegar al umbral. Era pleno verano, y al abrir la puerta desvencijada el hedor le raspó la nariz y los ojos. Se tambaleó, boqueó, contuvo el llanto. Aún sostenía la jarra, pues generaciones de campesinos ahorrativos le impedían derramar leche, sin importar las circunstancias. Ferras se detuvo a unos pasos de la casa, sin saber qué hacer. No era la primera vez que olía la muerte; ahora entendía por qué no habían visto a la anciana últimamente. Aun así, pasada la conmoción inicial, sentía un potente tirón, curiosidad, el afán de saber.

Se apretó la nariz y traspuso el umbral. Un haz de luz entraba por la puerta, pero la choza sólo tenía una ventana y estaba cerrada, así que al principio sólo vio oscuridad.

Estaba muerta pero estaba viva.

No viva de veras, pero la cosa que yacía en el suelo de tierra alfombrado de juncos —boca abajo, comprendió tras mirar un largo instante, como si hubiera intentado arrastrarse hacia la puerta— tenía un movimiento ondulante. Moscas, escarabajos y un sinfín de otras criaturas reptantes que no podía identificar la cubrían por completo, una masa de vida hirviente y reluciente con forma de persona; al margen de unos mechones de pelo blanco, no se veía nada del cuerpo de la anciana. Era horroroso, pero también emocionante; aunque después siempre se avergonzaría de la sensación, el recuerdo no lo abandonaría nunca. Tantos seres vivientes alimentándose de una muerte.

En la penumbra, la anciana parecía estar vestida con una reluciente armadura negra, algo parecido al «caparazón de luz» del que hablaba el sacerdote el día del festival, el atuendo que vestirían los héroes muertos cuando fueran al encuentro de los dioses…

* * *

—¿Qué pasa, capitán? ¿Se siente mal? ¿Qué ha ocurrido?

Vansen meneó la cabeza, sin poder responder a la pregunta de Collum Dyer.

Ya había sido un día extraño, lleno de descubrimientos insólitos. Las flores brillantes que habían encontrado a la vera del camino eran bastante extrañas, totalmente fuera de estación, inclinándose apenas en enérgicos vientos de otoño que no estaban preparadas para resistir. Y habían hallado una aldea desierta cuando Vansen y los demás salieron del camino para abrevar a los caballos. Una aldea muy pequeña, como las que se vaciaban cuando una peste atacaba el ganado o se secaba el único pozo, pero era evidente que recientemente había estado ocupada. Ferras Vansen se había quedado en medio de esas casas vacías sosteniendo un juguete de madera que había encontrado (un caballo tan bien hecho que ningún niño lo habría abandonado porque sí), cada vez más seguro de que algo perturbador asolaba esa tierra apacible. Ahora, al mirar el paisaje, no le quedaban dudas de que la aldea y las flores extrañas no eran mera casualidad.

Como la aldea, el valle estaba vivo, pero a la manera de la viuda muerta. Los colores eran raros. Al principio costaba decir por qué. Los árboles tenían troncos marrones y hojas verdes, la hierba estaba amarilla, y eso era natural en esa época del año, antes de la llegada de las lluvias, pero había algo decididamente extraño, una treta de la luz que al principio le había parecido un efecto del cielo encapotado. Era un día frío y gris, pero eso no bastaba para explicar esos colores enfermos y aceitosos.

Mientras se internaban en el valle, Vansen confirmó que los árboles y las laderas habían cobrado un tono antinatural, pero gran parte de la extrañeza se debía a un tipo de planta, una hiedra espinosa que sofocaba al resto de la vegetación y se había propagado hasta el borde de la ancha carretera de Setia. Las oscuras hojas parecían negras, pero el color no era tan sencillo: al mirarlo de cerca, vio matices de rojo y azul y un profundo gris pizarra, colores que parecían moverse; las hojas brillaban como uvas después de la lluvia y las lianas enroscadas eran inquietantes como serpientes dormidas. Una brisa helada agitaba las plantas, pero tuvo la sensación de que se movían más de lo que explicaría el viento, de que palpitaban con vida propia, como esa horrorosa alfombra de insectos en la casa de la viuda.

Las lianas tenían espinas, unos pinchos peligrosos de medio dedo de longitud, pero lo más extraño eran las flores, capullos grandes y aterciopelados con forma de repollo, oscuros como el manto de un sacerdote de Kernios. El valle parecía inundado de rosas negras.

—¿Qué es esto? —preguntó Dyer con un nudo en la garganta—. Nunca vi nada semejante.

—Tampoco yo. Beck, ¿lo reconoces?

El mercader estaba pálido, pero también resignado, como si viera en el mundo de la vigilia algo que ya había visto en sueños malignos. Sacudió la cabeza.

—No. Cuando nosotros… El lugar de donde venían… No había nada fuera de lo común. Sólo la niebla que describí, la extensión de la niebla.

—Hay un edificio colina arriba —dijo Vansen—. Una casa. ¿Vamos a ver si hay alguien?

—Esas lianas lo cubren todo. —Hoy Collum Dyer no había hecho muchas bromas, y al parecer no las haría por largo tiempo—. No queda nadie en el interior. Esa otra aldea se había vaciado sin causa visible. ¿Quién se quedaría a esperar que esta sustancia húmeda lo envolviera? No tiene sentido mirar: se han ido.

Ferras Vansen había pensado lo mismo, y sintió alivio. No ansiaba avanzar hasta una casa abandonada en medio de estas lianas que suspiraban y ondeaban en el viento.

—Tienes razón —le dijo a su lugarteniente—. Seguimos adelante, entonces, pues no acamparemos aquí.

Dyer asintió. También él se alegraba de seguir viaje. Raemon Beck había cerrado los ojos, como si rezara. Atravesaron el valle sin decir palabra, mirando en torno como si recorrieran un territorio extranjero y agreste en vez de seguir la conocida carretera de Setia. Las colinas se erguían a poca distancia y las enormes flores se mecían bajo los dedos invisibles del viento, frotando las hojas, así que parecía que Vansen y sus hombres estaban rodeados por vigías susurrantes.

* * *

Para alivio de Ferras Vansen y el resto del grupo, la maraña de lianas negras no se extendía más allá del valle, aunque los bosques del borde de la carretera guardaban un inusitado silencio.

¿Qué pudo haber pasado para que hasta las aves se fueran?, se preguntó Vansen. ¿Habrán sido las mismas criaturas que capturaron la caravana? ¿O me invento preocupaciones? Quizá la plaga que vació esa aldea también haya desperdigado a los animales y los pájaros. Las criaturas salvajes saben muchas cosas que nosotros hemos olvidado.

El cielo encapotado y su estado de ánimo habían dado un aire sobrenatural a un mero camino. Se preguntó cómo habría sido esa comarca antes de los colonos. Si lo que cuentan es cierto, los crepusculares vivieron aquí largos siglos antes de la llegada de nuestros ancestros. ¿Qué hacían aquí? ¿Qué pensaron al ver por primera vez esas toscas tribus que llegaban desde el mar o desde el sur? ¿Nos temían?

El pueblo de las sombras habría tenido razón al temer a los recién llegados. Porque esos recién llegados les arrebatarían sus tierras.

Antaño estas tierras les pertenecían. Era un pensamiento que se le había ocurrido en la infancia, un día en que por distracción se alejó de la casa cuando la luz comenzaba a desvanecerse en las colinas. En los valles reinaba una quietud turbadora y mágica, un cambio en la luz, como si el cielo hubiera cobrado aliento y lo retuviera un rato antes de soplar la vela del sol, y el mundo oscuro de cien historias contadas junto al fuego había cobrado vida en su mente. Todo esto pertenecía a los Antiguos.

Quizá ahora deseen recobrarlo, pensó. El médico de la corte había dicho que la Línea de Sombra se estaba desplazando. Quizá esto no se limitara al saqueo de una caravana. Quizá el Pueblo del Crepúsculo, como un hijo mayor que regresa de la guerra y descubre que sus hermanos menores se han adueñado de su herencia, hubiera decidido recuperar estas tierras.

En tal caso, ¿qué será de nosotros? ¿Nos expulsarán… o nos destruirán?

* * *

Dos hombres de Vansen la encontraron mientras recogían leña para la fogata de la noche. Aunque era joven y quizá fuera bonita bajo la mugre, todos estaban demasiado abatidos para hacer bromas procaces. Le amarraron los brazos y se la llevaron, aunque ella no parecía interesada en escapar. No había temor en sus ojos oscuros, sólo un vacío que alternaba con momentos de confusión y quizá con destellos de secreta diversión.

—Andaba sin rumbo fijo —le dijo a Vansen uno de los captores—. Sólo miraba el cielo y los árboles.

—Está delirando —dijo el otro—. ¿Habrá sufrido una herida? ¿O será la fiebre? —De pronto se puso nervioso, soltó a la muchacha y se miró las manos como temiendo la aparición de una mancha, una señal de la peste. Corrían rumores sobre la enfermedad que había llegado a Marca Sur, la fiebre que había atacado al príncipe Barrick. Él se había salvado, pero en la ciudad habían muerto muchos viejos y niños pequeños.

—Dejadla conmigo. —Vansen llevó a la harapienta campesina lejos del fuego, pero siempre a la vista de los hombres. No le preocupaba tanto lo que ellos pensaran de sus motivaciones como lo que todos experimentaban, la sensación de hallarse en un lugar extraño en vez de un campamento junto a una carretera de los reinos de la Marca en la frontera norte de Argentia.

Parecía que la muchacha había vivido al raso largo tiempo. Su pelo grasiento y la suciedad de su cara y sus manos impedían precisar la edad: podía haber sido una niña a punto de ser mujer o alguien de la edad de Vansen.

—¿Cómo te llamas?

Ella le dirigió una mirada calculadora, como un mercader a quien le ofrecen un precio ridículo pero sospecha que puede obtener algo mejor si regatea.

—Pelusa —dijo al fin.

—¡Pelusa! —rio él—. ¿Qué clase de nombre es ése?

—Un buen nombre para una gata. Y siempre fue buena, mi Pelusa, hasta que el tiempo cambió. —Tenía acento local, muy parecido al que Vansen conocía desde su niñez—. La mejor cazadora de ratones del reino, hasta que el tiempo cambió. Dulce como la sopa.

Vansen sacudió la cabeza.

—¿Pero cuál es tu nombre?

La muchacha apoyaba las manos en el regazo, tirando de hebras sueltas del vestido de lana.

—Cuando era pequeña, tenía miedo del trueno… —murmuró.

—¿Tienes hambre?

Se puso a temblar, como si tuviera un acceso de fiebre.

—¿Por qué sus ojos son tan brillantes? —gimió—. ¡Cantan sobre la amistad, pero tienes ojos de fuego!

No tenía sentido hablar con ella. Vansen le cubrió los hombros con su capa, fue hasta la fogata, llenó su taza de cuerno con sopa y se la llevó. Ella la sostuvo cuidadosamente, disfrutando del calor, pero no entendía qué hacer con ella. Vansen se la quitó de las manos y se la acercó a la boca, dándole pequeños sorbos hasta que ella bebió por su cuenta.

Era grato poder ofrecer un poco de bondad, comprendió mientras la miraba. Ella le dio la taza para pedir más sopa, y él fue a buscar más con una sonrisa. Era grato poder cuidar de alguien. Por primera vez en ese día perturbador se sintió casi feliz, aunque los misterios se ahondaban en vez de resolverse.

* * *

Las nubes habían pasado, dirigiéndose al este. Otra flota de ellas aguardaba sobre el mar, preparada para la invasión, pero por el momento gran parte de la fortaleza interna del castillo de Marca Sur estaba sumida en la radiante luz del sol. Barrick encontró un sitio donde no había sombra. Absorbiendo el calor, se sintió como un lagarto que acaba de salir de una grieta oscura y húmeda. La luz del sol era gloriosa, y por primera vez en varios días un forastero habría notado que las grandes torres, recién lavadas por la lluvia, tenían distintos colores: las piedras manchadas de hollín de Diente de Lobo, el tejado de cobre verde de la Torre de la Primavera, las tejas blancas y rojas de Otoño, los adornos de oro remachado de Verano, la piedra gris y el hierro negro de Invierno. Parecían formar parte de un ramillete gigantesco.

Briony aún estaba dentro, terminando su lección del día con la hermana Utta. Barrick no entendía qué le quedaba por aprender cuando ya era regente. No era como un aprendiz de cerero o un escudero, que podía aspirar a mejorar. Salvo por su continuo adiestramiento en combate y las tácticas de la guerra, él había terminado su educación formal y no creía necesitar más. Sabía leer y escribir (aunque no con tanta fluidez como Briony). Dominaba las artes de la equitación, la cetrería y la cacería tanto como lo permitía su brazo tullido, y sabía identificar los emblemas heráldicos de cien familias, lo cual, como le había enseñado el castellano Steffans Nynor, era muy importante en una guerra, para saber qué oponente convenía capturar para pedir rescate. Sabía mucho sobre su propia familia, empezando por Anglin el Grande, buena parte de la historia de los reinos de la Marca, algunas cosas sobre el resto de las naciones de Eion, y bastantes leyendas del Trígono y los otros dioses como para entender las cosas que decía el padre Timoid, cuando se dignaba prestarle atención.

No lo sabía todo, desde luego: se sentía un extraño cuando Briony presidía los tribunales, demostrando interés en cosas que para él importaban muy poco. A veces su hermana interrumpía las audiencias una hora para discutir con los escribientes sobre detalles legales que consideraba relevantes, y muchos peticionarios rezongaban porque su entrevista se postergaba para el día siguiente. Una tontería, pero ella la defendía alegando que «es mejor demorar la justicia que negarla».

Se preguntó si medio año atrás él habría tenido la misma actitud, no con los asuntos legales, que siempre lo habían aburrido, sino con asuntos como el ataque a la caravana o la culpabilidad de Shaso. En los primeros días de la regencia de Kendrick, Barrick pensaba en cómo actuaría si estuviera en el lugar de su hermano, en todas las cosas que haría mejor. Ahora estaba en el lugar de su hermano, pero en general, tras cada noche de sueño inquieto, apenas hallaba la determinación para salir al patio y sentarse al sol.

Lo agobiaban los sueños, y el peso de sus espantosos secretos, amén de la fiebre que había estado a punto de matarlo. No era tan difícil de entender. Había estado al borde de la muerte, y parecía que a nadie le había importado mucho. Ni siquiera a Briony…

No, pensó. Ésa es una voz malvada. Eso no es verdad. Y ése era otro problema: la fiebre no se había ido del todo. Había caminado en sueños y sufrido pesadillas desde que tenía memoria, aun antes de esa noche que lo había cambiado todo para peor. Un par de veces en su infancia lo habían encontrado fuera de la residencia por la mañana, tiritando y desorientado. Pero ahora casi todas las noches sus sueños turbulentos estaban poblados por criaturas reptantes, manos sombrías y ojos brillantes, y no lo abandonaban ni siquiera en la vigilia. Los sueños se metían en su cabeza para hablarle, para decirle cosas que habitualmente él no creía, y ciertamente no quería creer: que estaba rodeado por gente falsa que susurraba a sus espaldas, que el castillo estaba lleno de enemigos ocultos que habían usurpado gradualmente el cuerpo de sus conocidos y sólo esperaban sumar un buen número para ser invencibles, y luego… luego…

¿Y luego qué harían? Se irguió, con un espasmo en todos los músculos. Quizá todo sea real. A pesar de la generosa luz del sol, de la piedra que le entibiaba los muslos a través de las calzas de lana, tuvo que cruzarse de brazos hasta que pasó el temblor. Eran los vestigios de la enfermedad, nada más, y también lo eran esos extraños pensamientos, las voces que lo acosaban. Briony seguía siendo Briony, su amada e inseparable otra mitad, y la gente y las cosas que lo rodeaban no habían cambiado. Era sólo la fiebre. Estaba seguro de ello. Casi seguro.

A pesar de estar sumido en estos pensamientos, reconoció a la joven por su andar. Aunque su silueta, envuelta en un vestido verde mar, aún era sumamente atractiva, parecía haber perdido peso. Tenía la cara más delgada, pero el contoneo de las caderas no había cambiado.

Se puso de pie cuando ella llegó al centro del patio. Ella reparó en él, parpadeó, se detuvo.

—¿Príncipe Barrick? —Se llevó la mano a la boca al notar que no había hecho la reverencia y pronto subsanó su omisión.

—Hola, Selia. —La doncella de su madrastra estaba demasiado lejos para entablar conversación. Deseaba que se acercara, pero quizá ella temiera aproximarse, invadir su momento de intimidad—. Por favor, acércate. El sol es encantador, ¿verdad? —Bien hecho, pensó con satisfacción. Ni siquiera el famoso bardo Gregorio de Sian le habría hablado a una dama con mayor delicadeza.

—Si su alteza lo desea… —Se aproximó despacio, como un venado dispuesto a saltar ante el menor ruido. La delgadez de su rostro resaltaba aún más los ojos, y vio que tenía ojeras bajo el maquillaje. Barrick recordó lo que Chaven le había dicho sobre ella.

—Has estado enferma. Tuviste lo mismo que yo.

Ella lo miró.

—Tuve fiebre, sí. Pero sin duda su alteza estuvo más grave.

Él hizo un ademán desdeñoso, digno de un noble: las comparaciones no valían la pena. Quedó complacido con el gesto, y la muchacha también parecía impresionada.

—¿Cómo te sientes ahora?

Ella se miró las manos.

—Todavía un poco… extraña. Como si el mundo no fuera como debería ser. ¿Me entendéis?

—Perfectamente. —Aunque la cercanía de la muchacha había aguzado su percepción (era como si pudiera ver cada diminuto cabello que sobresalía de la toca, como si pudiera contar cada mechón oscuro y brillante en un instante sin siquiera intentarlo), también se sentía un poco raro, como si hubiera estado demasiado tiempo al sol. Alzó la vista, seguro de que alguien lo observaba desde un techo, por improbable que esto fuera, pero no vio nada fuera de lo normal.

—Oh. ¿Seguro que estáis bien, príncipe Barrick?

Él asintió, aspiró profundamente.

—Eso creo. A veces también tengo esa sensación. Como si el mundo no fuera como debería ser.

—Una sensación espantosa, ¿verdad? —dijo ella con solemnidad—. Para mí, al menos. Vuestra madrastra piensa que no le prestó atención, pero es que a veces… me confundo.

—Te sentirás mejor —declaró él, sin más autoridad que el deseo de decir unas palabras tranquilizadoras a una joven bonita—. ¿Qué edad tienes, Selia?

—Diecisiete años.

Barrick frunció el ceño. Lamentó no ser mayor. Una muchacha que le llevaba dos años sólo se interesaría en él porque era el príncipe. Por otra parte, ella parecía complacida por el momento: cualquiera podía acudir a una orden del príncipe regente, pero ella no tenía prisa por marcharse. Experimentalmente, le cogió la mano. Ella no se resistió. La piel era asombrosamente fresca.

—¿Estás segura de que debes andar levantada? —preguntó—. Estás fría.

—Sí, pero a veces estoy caliente, muy caliente —dijo ella con una risita—. A veces no puedo mantener las mantas encima cuando la noche está fría, y mi ropa está demasiado caliente cuando duermo y me la debo quitar. —Esta imagen prometía dificultar aún más la concentración de Barrick—. Vuestra madrastra me regaña porque duermo mal. —Ella bajó la vista y ensanchó los ojos—. Príncipe Barrick, me estáis asiendo la mano.

La soltó sintiéndose culpable, pensando que ella había tolerado el atrevimiento sólo por su encumbrada posición. Detestaba a los hombres que se valían de su poder para conquistar a las mujeres, lo había observado con reprobación cuando Gailon Tolly y otros nobles, incluso su propio hermano, se aprovechaban de las criadas. Recordó con cierto dolor que meses antes había discutido a gritos con Kendrick por el tratamiento de una de ellas, una bonita doncella llamada Grenna a quien Barrick había admirado en silencio durante meses. Kendrick no había podido comprender la furia de su hermano menor, y había alegado que él, a diferencia de otros hombres, nunca obligaba a ninguna mujer a nada mediante la fuerza o las amenazas, que esa muchacha había consentido de buena gana y había aceptado varios regalos caros antes de que el idilio terminara. Kendrick también había sugerido que su hermano menor era un mojigato precoz y que haría mejor en ocuparse de sus propios asuntos en vez de inmiscuirse en los ajenos.

Pero debes tratarlas como aves, fue el confuso pensamiento de Barrick, entonces y ahora. Debes dejarlas volar, o no serán realmente tuyas. Pero ninguna había sido suya. ¿Con qué autoridad podía opinar?

Entre tanto, aunque él le había soltado la mano, Selia no había aprovechado la oportunidad para escaparse.

—No dije que tocarme estuviera mal… —Curvó los labios en una sonrisa, pero cambió la cara cuando otra persona apareció en el patio.

—¿Barrick? ¿Estás ahí?

Nunca se había alegrado menos de ver a su hermana. Briony caminaba por el sendero de adoquines hacia el lugar donde él y Selia estaban sentados, cubriéndose los ojos con la mano. Había algo raro en su vestimenta, pero él estaba tan frustrado por su aparición que le costó entender qué era.

Briony titubeó.

—Oh, lo lamento, Barrick. No sabía que estabas hablando con alguien. Selia, ¿verdad? ¿La doncella de Anissa?

Selia se levantó e hizo una reverencia.

—Sí, alteza.

—¿Cómo está nuestra madrastra? Lamentamos no haber podido cenar con ella.

—También ella lo lamentó, alteza. Pero no se sentía bien, a causa del niño que está en camino.

—Bien, envíale nuestros saludos y dile que esperamos ansiosamente otra invitación, que la extrañamos.

Barrick ya había notado qué era lo raro: Briony llevaba una falda de montar, dividida al medio y demasiado informal para la corte.

—¿Por qué estás vestida así? —le preguntó—. ¿Vas a cabalgar? —Esperaba fervientemente que así fuera y que ella se marchase.

—No, pero es engorroso explicarlo ahora. Necesito hablar contigo.

—Será mejor que me vaya —dijo Selia, y miró tímidamente a Barrick—. Ya me he demorado bastante, y mi señora se preguntará dónde estoy.

Barrick quería decir algo, pero ya se había producido la desbandada; lo habían obligado a rendirse sin asestar un solo golpe. Selia hizo otra reverencia.

—Gracias por vuestra amable conversación, príncipe Barrick. Me alegra ver que estáis mejor. —Se alejó, y a pesar de su delgadez aún conservaba ese contoneo cautivador que Barrick sólo pudo observar con inmensa decepción.

No le molestó que le cogiera la mano, pensó. O al menos lo toleró. Pero no creo que fuera sólo eso

—Si puedes despegar tus ojos de su trasero un momento —dijo Briony—, tú y yo debemos hablar de ciertas cosas.

—¿Cómo qué? —gritó él.

—Calma, muchacho. —Ella sonrió burlonamente, y luego se puso seria—. Barrick, lo lamento. No interrumpí adrede.

—Me cuesta creerlo.

—Escúchame, quizá no apruebe esa mercancía, pero ya he dicho lo que tenía que decir. Te amo, eres mi querido hermano y amigo, pero no pienso seguirte para cerciorarme de que hagas sólo lo que yo quiero.

—Qué raro —resopló él—, porque eso es lo que hiciste. —Por un instante sintió auténtica furia—. Y no es una mercancía. Ni siquiera la conoces.

Briony abrió los ojos.

—Concedido. Pero te conozco a ti y sé que eres una tortuga.

—¿Tortuga?

—Sí, con tu duro caparazón. Pero una tortuga tiene caparazón porque por dentro no tiene defensas. Tengo miedo de que alguien se meta dentro del tuyo, alguien que pueda hacerte daño. Nada más.

Barrick se sintió conmovido por su preocupación, pero también se enfadó. Su hermana melliza pensaba que él no sabía defenderse. Era como acusarlo de simpleza; peor aún, de debilidad.

—Será mejor que tú tampoco entres en mi caparazón, Briony. A fin de cuentas, es mío. —Lo dijo con excesiva brusquedad, pero estaba tan ofuscado que no se corrigió.

Ella se quedó sorprendida. Parecía que iba a decir algo más, quizá disculparse de nuevo, pero el momento pasó.

—En todo caso —dijo enérgicamente—, debemos hablar de otras cosas. Y he venido a verte por una de ellas. La carta de nuestro padre.

—¿Tenemos otra carta? —Como siempre, lo llenó de felicidad, pero también de miedo. ¿Cómo seré yo cuando él regrese? Sintió un escalofrío. ¿Y si no regresa? ¿Entonces qué haré? Totalmente solo

—No, no otra carta. La última.

Él tardó un instante en entender.

—Te refieres a la que trajo ese embajador de Hierosol, el tuaní. Tu… amigo.

Ella pasó por alto el tono socarrón.

—Sí, esa carta. ¿Dónde está?

—¿A qué te refieres?

—¿Dónde está, Barrick? Yo no la he leído, ¿y tú? No, claro que no. Tampoco la ha leído Brone, ni Nynor, ni nadie más. La única persona que la vio fue Kendrick. Y la carta ha desaparecido.

—Debe de estar entre las otras cosas que tenía en la cámara. O en ese escritorio con las tallas de Erivor. O la tendrá Nynor con las cuentas y no lo sabe. —Se puso de mal humor—. O bien alguien nos está mintiendo.

—No está entre las cosas de Kendrick. La he buscado. Allí aguardan muchos otros asuntos que debemos encarar, pero no está la carta de nuestro padre.

—¿Qué le pudo haber ocurrido?

Briony sacudió la cabeza con furia; por un instante él vislumbró a la reina guerrera que quizá llegara a ser un día y se entristeció al pensar que no estaría para verla; el amor, el orgullo y la furia se mezclaban en su interior, se arremolinaban como las nubes que se aproximaban en el cielo.

—Quizá el asesino la robó —dijo ella—. Quizá decía algo que alguien no quería que viéramos. Estoy casi segura de ello.

Barrick sintió una oleada de espanto. De pronto el patio que se oscurecía parecía un lugar expuesto y peligroso, y supo por qué los lagartos se apresuraban a ocultarse en las grietas ante el menor ruido, pero también comprendió que el secreto de su padre, su propio secreto, no sería algo que el rey Olin confiaría a una carta, ni siquiera una carta a su hijo mayor. Aun así, el fugaz pensamiento lo había inquietado.

—¿Qué haremos? —preguntó. El día se había arruinado.

—Encontraremos esa carta. Tenemos que encontrarla.

* * *

Se le acercó en medio de la noche, se metió bajo la gruesa capa y se apretó contra él. Al principio él lo tomó como parte del sueño y la estrechó, llamándola por un nombre que no debía pronunciar ni siquiera dormido, pero luego sintió su temblor y olió el humo y la humedad en su ropa y se despertó.

—¿Qué estás haciendo? —Vansen trató de incorporarse, pero ella lo retuvo—. Muchacha, ¿qué estás haciendo?

Ella le apoyó la cabeza en el pecho.

—Frío —gimió—. Abrázame.

El fuego se había reducido a brasas. Algunos caballos tironeaban de sus ataduras, pero los demás hombres no se movían. La muchacha deslizó su cuerpo delgado y duro contra él, buscando confortación, y por un instante la soledad y el temor acrecentaron la tentación. Pero Vansen recordó su cara de niña asustada, el terror que había visto en esos ojos, un animal herido buscando refugio en un arbusto. Se zafó y se incorporó, la envolvió con la capa y la estrechó, usando la gruesa lana para sujetarle los brazos. Si no, esa fricción ciega y desesperada terminaría por derrumbar su determinación como una pared de arena.

—Estás a salvo —le dijo—. No temas. Estás a salvo. Somos soldados del rey.

—¿Padre? —preguntó ella con voz ronca y confusa.

—No soy tu padre. Me llamo Ferras Vansen. Te encontramos perdida en el bosque. ¿Lo recuerdas?

Tenía lágrimas en las mejillas. Vansen las sintió cuando ella le frotó la cara contra el cuello.

—¿Dónde está él? ¿Dónde está mi padre? ¿Y dónde está Collum?

Por un momento él pensó que se refería a Collum Dyer, pero era un nombre bastante común en los reinos, y quizá fuera un hermano o un novio.

—No lo sé. ¿Cómo te llamas? ¿Recuerdas cómo llegaste al bosque?

—¡Baja la voz! Te oirán. De noche, cuando la luna está alta, sólo debes susurrar.

—¿Quiénes? ¿Quiénes me oirán?

—Las ovejas se han ido, Sauce. Eso fue lo que dijo. Salí y el claro de luna brillaba. Como ojos.

—¿Sauce? ¿Ése es tu nombre?

Ella se acurrucó contra su pecho, forcejeando bajo la ceñida manta. Su necesidad era tan patética que ahuyentó toda idea de hacer el amor. Era como un cachorro junto a su madre muerta, olfateando un cuerpo frío.

¿Qué le habrá pasado al padre…? ¿Y al tal Collum?

—¿Cómo llegaste al bosque, Sauce? Así te llamas, ¿verdad? Dime cómo llegaste al bosque.

Ella dejó de tantearlo a ciegas, pero no porque su temor hubiera disminuido, pensó Vansen, sino porque se había cansado de forcejear contra los pliegues de la gruesa capa.

—Yo no fui al bosque —dijo lentamente, y alzó la cara. En el claro de luna el negro de los ojos parecía haberse encogido, meros puntos aureolados de blanco—. ¿No lo sabías? El bosque vino a mí. El bosque… me tragó.

Ferras Vansen había visto una mirada parecida anteriormente, y fue como una puñalada. El viejo loco de la aldea donde se había criado tenía una mirada similar, el viejo que había cruzado la Línea de Sombra y había regresado.

Pero aún estamos a gran distancia del lugar donde capturaron la caravana, comprendió. Las flores negras que oscilaban, la aldea abandonada… Por los dioses, se está propagando deprisa.