16: El Naso Insigne

16

El Naso Insigne

FLOTANDO EN LA PISCINA

La soga, el nudo, la cola, la carretera

He aquí el lugar entre las montañas

Donde el cielo se congela

Oráculos de Osario

Collum Dyer había estado de buen humor durante todo el día de cabalgada, haciendo observaciones burlonas y comentarios irónicos sobre la vida en Marca Sur, y había logrado arrancar algunas sonrisas renuentes al mercader Raemon Beck, pero hasta Collum guardó un huraño silencio cuando se aproximaron a la encrucijada. Dyer era oriundo de las fronteras brenianas del este y nunca había visto la vieja carretera de Marca Norte. Ferras Vansen había cruzado esta encrucijada muchas veces, pero el lugar aún le resultaba perturbador.

—Por los dioses —dijo Collum—. Es enorme. Podrían pasar tres carretas al mismo tiempo.

—No es mucho más ancha que la carretera de Setia —dijo Ferras, sintiéndose obligado a defender el pedestre camino que lo había cautivado en su juventud, que lo había llevado a Marca Sur y su vida actual.

—Mire, capitán —dijo un soldado de a pie, señalando el último tramo despejado de la desierta carretera de Marca Norte, que luego desaparecía en la bruma—. El terreno desciende en ambos flancos, pero la carretera conserva su altura.

—La construyeron así —explicó Vansen—, porque al norte de aquí las lluvias arrecian durante los meses de invierno. Construyeron el firme con piedras y troncos para mantenerla encima del lodo. En aquel entonces hacían las cosas bien. Antaño circulaban carretas y jinetes entre Marca Norte y Marca Sur todos los días, y la carretera de Marca Oeste la cruzaba al otro lado de aquellas colinas. —Señaló, pero las colinas sólo se veían en su memoria; hoy la niebla estaba tan espesa como si hubieran echado una gran colcha blanca sobre las tierras boscosas. Era extraño pensar que este lugar tan desolado había bullido de actividad cuando era recorrido por mercaderes y príncipes con su comitiva, viajeros de todas clases.

Un pensamiento lo sobresaltó, rápido como un murciélago. Por el martillo de Perin, ¿y si tenemos que internamos en la niebla? ¿Y si debemos seguir a la caravana más allá de la Línea de Sombra? En su vida había oído a varias personas que afirmaban haber cruzado ese límite, pero no les había creído. El único hombre de su aldea que había cruzado la Línea de Sombra y regresado nunca había afirmado nada. No había hablado desde su regreso, sino que rondó los aledaños de la aldea como un perro carroñero hasta que lo mató el invierno. Cuando era niño, Ferras había visto la expresión de atónito horror de ese hombre, y esa expresión sugería que lo que le había sucedido allende la Línea de Sombra aún le sucedía y continuaría sucediendo cada momento de cada día. Aunque en la aldea nadie decía nada salvo las frases de obligada piedad, todos sintieron alivio cuando falleció ese viejo desquiciado.

La pregunta de Collum lo devolvió al aquí y ahora.

—¿Cuán lejos llega la carretera?

Ferras meneó la cabeza.

—El castillo de Marca Norte estaba a cuatro o cinco días de cabalgada de aquí. Eso decían los vejetes de mi aldea, aunque hacía más de un siglo que nadie iba hasta allá. Y creo que sus tierras y poblados se extendían un buen trecho hacia el norte.

Collum Dyer chasqueó la lengua.

—¡Por las tetas de Mesiya! Pensar que ahora está todo desierto.

Vansen estudió la ancha carretera que se internaba en el accidentado terreno hasta perderse en la niebla.

—Eso dices, y eso esperamos. Pero prefiero no pensar en ello ahora. No me agrada este lugar.

Collum señaló con la cabeza a Raemon Beck, que estaba sentado en su caballo al otro lado del destacamento de guardias, mirando al sur con una cara pálida como el vientre de un pez.

—A él tampoco.

* * *

Ferras Vansen sentía añoranza mientras cabalgaban por la carretera de Setia y dejaban atrás los poblados de Esponsales: Pequeña Stell, Candelar y Casa del Valle, la sede del conde Rorick Longarren, que iba a casarse con la joven que habían secuestrado con la caravana de Raemon Beck. Vansen no había regresado a su terruño desde que era un soldado joven e inexperto, y no podía dejar de pensar en cómo lo mirarían algunos hombres de la taberna de Creedy en Gran Stell, al verlo al frente de un contingente de tropas, cumpliendo una misión por orden directa de la princesa regente.

Sí, una misión que es casi un destierro, se recordó.

En todo caso, no lo conmovía mucho la idea de pavonearse. La muerte de su madre un año antes no le había dejado muchos lazos con la tierra de su infancia. Sus hermanas y sus esposos lo habían seguido a la ciudad de Marca Sur. La gente que él recordaba apenas lo recordaría a él, y en todo caso, ¿cuál era el placer de hacerlos sentir peor por sus penosas vidas? Sólo habría querido humillar a los hijos de los granjeros ricos, los que se habían burlado de él por su desaliño, por el extraño modo de hablar de su padre vutiano, y si habían heredado las propiedades de sus padres sin duda eran más ricos que un mero capitán de la guardia, aunque fuera la guardia de la familia real.

Aquí no me queda nada, comprendió con cierta sorpresa. Sólo las tumbas de mis padres, y están a media jornada de la carretera.

Había empezado a caer una llovizna; tardó un rato en distinguir a Raemon Beck en el grupo de jinetes encapuchados. Vansen dirigió su caballo hacia el mercader.

—¿Dijiste que tenías esposa e hijos en casa?

Back asintió con hosquedad, pero era la hosquedad de un niño que estaba a punto de llorar.

—¿Cómo se llaman?

El joven mercader lo miró con recelo. No todas las groseras bromas de Collum Dyer habían sido amables, y evidentemente temía que Vansen también se burlara de él.

—Derla. Mi esposa se llama Derla. Y tengo dos hijos varones. —Aspiró profundamente, soltó el aire en un resuello entrecortado—. El mayor es el pequeño Raemon. Y Finton todavía está en pañales… —Beck desvió la cara.

—Te envidio.

—¿Me envidias? ¡Hace dos meses que no los veo! Y ahora…

—Y ahora deberás esperar unas semanas más. Lo sé. Pero les hemos mandado avisar que te encuentras bien, y que estás trabajando para la corona…

Beck rio con amargura.

—¿Semanas? Eres un necio, capitán. Tú no viste lo que vi. Os llevarán a todos, y a mí con vosotros. Nunca volveré a ver a mi familia.

—Quizá. Quizá los dioses se propongan liquidarnos. Tienen sus propios planes, sus propios modos. —Ferras se encogió de hombros—. Quizá tendría más miedo si tuviera más que perder. Espero francamente que vuelvas a tu hogar sano y salvo, Beck. Haré lo posible para que así sea.

El joven mercader clavó la vista en el pescuezo del caballo. Beck tenía un buen rostro, pensó Vansen, con una nariz fuerte y ojos claros, pero no demasiada barbilla. Se preguntó cómo sería la esposa. Pero todo dependerá de las perspectivas de Beck con la empresa familiar, decidió: un hombre podía ser más alto y más guapo con la mera adición de unos parientes ricos.

—¿Estás… casado? —le preguntó Beck.

—¡Con la guardia real! —gritó Collum Dyer a poca distancia—. Y es un romance apasionado: la guardia nos jode cada día de pago.

Ferras rio entre dientes.

—Soy soltero —dijo—. Y creo que seguiré así. Dyer tiene razón en una cosa: estoy casado con la guardia.

A través de los años lo habían atraído algunas mujeres, sobre todo la hija de un mercader que había conocido en la plaza. Habían simpatizado, y se habían visto varias veces, pero ella ya estaba comprometida y con el tiempo se casó con el hijo de un peletero de Marrinswalk que tenía lucrativos contactos en Brenia. Aparte de eso, sus andanzas habían apuntado demasiado bajo o demasiado alto: la hija del tabernero en la Fortuna del Escriba, amigable pero dos veces viuda y cinco años mayor, y al ingresar en la guardia, una mujer de la nobleza menor cuyo esposo no la atendía.

¿Demasiado alto? No, eso no era demasiado alto, en comparación con la locura que últimamente me consume el corazón. Evocó el rostro de la princesa Briony, la extrañeza de sus palabras de despedida, como si no lo odiara del todo. Hace un año que sufro este dolor terrible y desesperanzado. No podría aspirar a nada más alto, ni nada más tonto. ¿Cómo podría casarme con otra persona, salvo para tener compañía? ¿Pero cómo podría conformarme con otra mujer cuando sólo pensaría en ella?

Bien, quizá el deseo de ella se cumpla. Quizá este viaje me brinde la oportunidad de morir con honor, y así todos quedarán satisfechos.

No, no todos, comprendió. Lo que Ferras Vansen quería era vivir con honor, incluso con felicidad. Y casarse con una princesa, aunque eso no sucedería en este mundo ni en ningún otro que él pudiera imaginar.

Iban a reunirse cerca de los aposentos de Merolanna, en aquel lugar de la residencia principal conocido como Sala del Lobo, por el desleído tapiz del escudo familiar que ocupaba gran parte de la pared sur. Tenía muchas estrellas y una misteriosa medialuna colgaba encima de la cabeza del lobo, indicando que era una reliquia de una vieja generación de los Eddon. Nadie recordaba ni podía adivinar cuánto tiempo hacía que estaba colgado allí.

Al igual que Briony, Barrick le había prometido a Merolanna que iría solo, sin guardias ni pajes. Ella había tenido que mostrarse firme con Rose y Moina para persuadirlas de que la dejaran en paz. Sus damas temían que tuviera una cita con Dawet, y ella se contrarió tanto que no se molestó en negarlo.

Observó cómo su hermano se aproximaba por el corredor a través de las oblicuas columnas de luz otoñal que bajaban de las ventanas, una luz despareja que creaba una impresión de paisaje submarino, y que transformaba el cubo y el estropajo que habían quedado inexplicablemente en el suelo en objetos relucientes que parecían caídos del vientre de un barco hundido. Briony notó que a su mellizo le dolía el brazo, por el modo en que lo sostenía, y por un instante parecieron haber vuelto a la infancia, como si hubieran escapado de sus tutores una mañana para hacer travesuras en el castillo.

Pero algo había cambiado. Él parecía estar mejor (Barrick ya no se movía como un moribundo, desganado y lento), pero en vez de volver a ser el desdeñoso y desdichado Barrick Eddon que ella conocía tan bien, tenía una energía en el andar que parecía igualmente extraña, y sus ojos ardían con un vigor malévolo.

—Conque alguien de nuestra familia al fin accede a hablarnos. —Barrick no se detuvo para besarla, sino que pasó de largo, hablando deprisa, llevándola hacia la puerta de Merolanna como si él hubiera estado esperando a Briony, no al revés—. Después de lo que pasó con nuestra madrastra, empiezo a pensar que temen que yo les contagie la peste.

—Anissa dijo que no se sentía bien. Está encinta, después de todo.

—¿Y le sucedió una hora antes de que cenáramos con ella? Permíteme que lo dude.

—No te dejes preocupar por meras sombras.

Él la encaró, y Briony se preguntó si realmente había superado la fiebre. Sus ojos brillaban como los de un pájaro, y tenía un aire extraño, como si en cualquier momento pudiera volar en pedazos.

—¿Sombras? Qué palabra más curiosa has usado. —Recobró un poco la compostura—. Sólo me pregunto por qué nuestra madrastra se niega a hablar con nosotros.

—Le daremos unos días más. Luego podemos impartir la orden.

Barrick enarcó las cejas.

—¿Podemos hacer eso?

—Lo averiguaremos. —Briony llamó a la puerta de Merolanna. Eilis, la criada de la duquesa, abrió y se quedó parpadeando como un ratón pillado sobre una mesa. Al fin hizo una reverencia, habló.

—Está acostada, altezas. Acompañadme.

En el interior, varias mujeres mayores y algunas jóvenes que estaban bordando se levantaron para saludarlos. Briony dijo unas palabras a cada una. Barrick cabeceó, pero sólo les sonrió a las que eran jóvenes y bonitas. Ardía de impaciencia, como si ya se arrepintiera de haber ido.

Merolanna se incorporó en la cama cuando la criada corrió la cortina.

—Eilis, di a las demás que se vayan, por favor. Tú también. Quiero estar a solas con Barrick y Briony. —La tía abuela no parecía enferma, pensó Briony con cierto alivio, pero sí se veía vieja y cansada. Briony no estaba habituada a ver a Merolanna sin maquillaje, así que costaba discernir si eran cambios reales o sólo los castigos del tiempo puestos al desnudo, pero los ojos hinchados eran innegables. La duquesa había estado llorando—. Así está bien —dijo la anciana cuando las mujeres se fueron—. No puedo permitir que me escuchen. —Se abanicó—. Hay cosas que los demás no deben saber.

—¿Cómo estás, tía? Nos preocupábamos por ti.

Ella sonrió forzadamente.

—Tan bien como cabe esperar, querida. Eres amable al preguntar. —Se volvió hacia Barrick—. ¿Y tú, muchacho? ¿Cómo te sientes?

La sonrisa de Barrick parecía una mueca.

—Parece que el apretón de Kernios es más resbaladizo de lo que todos creen.

Merolanna palideció. Se llevó la mano al pecho como para impedir que le saltara el corazón.

—¡No digas esas cosas! Por Zoria misericordiosa, Barrick, no tientes a los dioses. Y menos cuando ya nos han causado tanto daño.

Briony se irritó con su hermano, pues semejante bravata le parecía una necedad, pero también la intrigó la reacción de Merolanna, sus ojos asustados y sus manos trémulas. Antes del funeral de Kendrick, su tía abuela había sido el pilar más fuerte de la familia y del castillo. ¿Acaso su fuerza se había agotado?

—Lo diré de nuevo, tía. —Briony le cogió la mano—. Nos preocupábamos por ti. ¿Estás enferma?

Una sonrisa triste.

—No en el sentido que tú dices, querida. No, no como nuestro pobre Barrick.

—Ahora estoy bien, tía.

—Ya lo veo. —Pero lo miraba como si no le creyera del todo—. No, sólo he tenido… un revés, supongo. Un mal momento. Pero me asustó y me hizo pensar que no he actuado bien. Últimamente he pasado mucho tiempo hablando de ello con el jerarca Sisel. Es un hombre muy bondadoso. Sabe escuchar.

—¿Y no con el padre Timoid? —Parecía extraño. Habitualmente Merolanna y el sacerdote de la familia Eddon eran una conspiración de dos.

—Es muy chismoso.

—Antes no te molestaba.

Merolanna la miró con gravedad, como si hablara a una desconocida.

—Antes no tenía que preocuparme por ello.

Barrick rio ásperamente.

—¿Qué pasa, tía? ¿Has iniciado un romance con alguien? ¿O planeas adueñarte de la corona?

—¡Barrick! —Briony estaba a punto de abofetearlo—. ¿Cómo puedes decir semejante cosa?

Merolanna lo miró y sacudió la cabeza, pero Briony la notó extrañamente distante.

—Hace unas semanas, te habría perseguido a bastonazos, muchacho. ¿Cómo puedes hablarme de ese modo, cuando yo te crié como una madre?

—¡Era una broma! —Barrick se cruzó de brazos y se apoyó contra el poste de la cama, poniendo mala cara—. Una broma.

—¿Qué pasa, entonces? —preguntó Briony—. Algo ocurre, tía. ¿Qué es?

Merolanna se abanicó.

—Me estoy volviendo loca, nada más.

—¿De qué estás hablando? No te estás volviendo loca. —Pero Briony vio que Barrick se inclinaba hacia delante, sin hosquedad—. ¿Tía?

—Tráeme una copa de vino. Allá está la jarra. Y no le pongas demasiada agua. —Cuando tuvo la copa en la mano, Merolanna bebió, se incorporó—. Sentaos en la cama, ambos. No soporto que estéis de pie, mirándome así. —Palmeó la cama, casi suplicando—. Por favor. Eso es. Ahora escuchad. Y por favor, no me hagáis preguntas antes de que termine. Si me interrumpís, romperé a llorar y no pararé nunca.

* * *

Al fin era divinal, y el día siguiente sería final, el último de la decena; Sílex agradecía los días de descanso. Le dolían los huesos y tenía una persistente palpitación en la espalda. También le alegraba despedirse de esa decena por otros motivos. Había comenzado con el funeral del príncipe, y la carga de trabajo y tristeza lo había agotado, aparte del susto que se había llevado con la desaparición del niño.

¿Qué es él?, se preguntaba Sílex. No sólo por su extrañeza. ¿Qué es para nosotros? ¿Es un hijo? ¿Vendrá alguien, sus verdaderos padres, a llevárselo? Miró a Ópalo, que olfateaba una hilera de tarros que había instalado al otro lado de la mesa. Si el niño nos abandona, para mi mujer será una puñalada en el corazón.

Y también para mí, comprendió. El niño había llevado vida a la casa, una vida en cuya ausencia Sílex no había reparado hasta ahora.

—No creo que esta mermelada de mirtilo sea muy buena —dijo Ópalo—, aunque me costó tres fichas. Toma, pruébala.

Sílex frunció el ceño.

—¿Acaso soy un perro? «Mira, esto se ha puesto malo. ¿Por qué no lo pruebas?».

Ópalo también frunció el ceño. Lo hacía mejor que él.

—Viejo tonto, no dije que se había puesto mala, dije que no creo que sea muy buena. Te estoy pidiendo tu opinión. Siempre estás muy dispuesto a darla.

—Bien, pásamela. —Cogió el tarro, sumergió un trozo de pan, se lo llevó a la nariz. Olía como mermelada de mirtilo, pero le suscitó un pensamiento extraño: si las viejas historias eran ciertas, y había caverneros antes de que hubiera gente alta, ¿quién cultivaba las frutas y verduras al sol? ¿Acaso el Señor de la Piedra Caliente y Húmeda nos creó para comer topos y grillos sin un trozo de fruta, y mucho menos mermelada de mirtilo? En caso contrario, ¿de dónde venían esas cosas? ¿Los caverneros de antaño tenían granjas bajo el sol? Parecía extraño pensar en ello, pero aún más extraño pensar en un mundo sin…

—La mermelada, viejo. ¿Qué piensas de la mermelada?

Sílex meneó la cabeza.

—¿Qué?

—Retiro lo dicho: ni siquiera tienes el seso para ser un viejo tonto. No prestas atención. ¡La mermelada!

—Ah, sabe como mermelada, ni más ni menos. —Sílex miró en torno—. ¿Dónde está el niño?

—Jugando en la puerta, aunque si fuera por ti podría estar ahogándose en la Salada.

—No te ofusques, Ópalo. Estoy cansado. Esa tumba fue un trabajo engorroso.

Ella cogió el tarro de mermelada.

—Lo lamento, viejo. Sé que trabajas mucho.

—Dame un beso, entonces, y no riñamos.

* * *

Ópalo se había ido a visitar a su amiga Ágata, esposa de un primo de Sílex, y tras confirmar que Pedernal aún estaba construyendo sus complejas fortificaciones de tierra húmeda y guijarros frente a la puerta, Sílex se sirvió un pichel de mosto de musgo y extrajo la misteriosa piedra que había hallado Pedernal. El transcurso de una semana no la había vuelto más familiar: el cristal nublado y redondeado aún no se parecía a nada que hubiera visto u oído nombrar. Chaven estaba de viaje, visitando los poblados circundantes con un colega para evaluar la propagación de la enfermedad que había estado a punto de matar al príncipe Barrick, y Sílex lamentaba no haber hablado con el médico antes de su partida. La piedra lo preocupaba, aunque no sabía por qué, pero parecía algo que podría haber venido de más allá de la Línea de Sombra. Tenía media docena de piedras de la Línea de Sombra en la casa (las que nadie quería comprar pero que Sílex consideraba demasiado interesantes para descartar) y nunca lo habían inquietado. Pero ésta…

Podría llevarla al gremio, pensó. Pero tenía la extraña certeza de que allí tampoco la reconocerían. Quizá Alto Feldespato la habría reconocido, pues ese hombre sabía más sobre las piedras y sus tradiciones que todo el resto de Cavernal, pero las cenizas de Feldespato habían vuelto a la tierra tres años atrás y Sílex no creía que ahora hubiera muchos en el gremio que supieran más que él. Y menos sobre piedras de la Línea de Sombra…

—¿Cuándo irás al lugar que habla y canta? —dijo una voz a sus espaldas, y Sílex se sobresaltó y volcó el pichel. Pedernal estaba en la puerta, con las manos tan sucias que parecía llevar guantes oscuros. Como si lo hubieran pillado haciendo algo malo, Sílex guardó la extraña piedra y cerró la bolsa.

—¿El lugar que habla y canta? —Recordó la reacción del niño su primer día en la tumba—. Ah, hoy no voy a trabajar, niño, pero si no quieres ir otros días, puedes quedarte en casa con Ópalo. A ella le encantaría…

—Quiero ir allá. Ahora.

Sílex sacudió la cabeza.

—Hoy es día de descanso, niño. Todos tienen su día de descanso en cada decena, y éste es uno de los míos.

—Pero tengo que ir allá —insistió el niño con terquedad, aunque sin enfado—. Quiero ir adonde trabajas.

Pedernal no sabía o no quería explicar este interés repentino, pero tampoco era posible disuadirlo. Sílex se preguntó si tendría algo que ver con la piedra. El niño afirmaba que la había encontrado en el patio del templo, cerca de la tumba.

—Pero no puedo trabajar —explicó Sílex—. Hoy es divinal: no vendrá ninguno de los demás. Y en todo caso, andar trajinando con picos y cinceles sería ofensivo para los otros que descansan. —Tanto en la superficie como bajo tierra, pensó. Le causaba aprensión trabajar en la tumba, aunque se consideraba inmune a las supersticiones de la gente alta. Aun así, no lo lamentaría cuando el trabajo estuviera terminado y pudiera asumir otras tareas en otros lugares.

—¿Por qué no vienes conmigo? —dijo Pedernal—. ¿No me llevarías?

Sílex no pudo contener su asombro. Normalmente el niño se portaba bien, aunque fuera un poco extraño, pero nunca había hablado tanto en varios días, y era la única vez que había pedido algo, y para colmo lo pedía con la obstinación de un ejército en un asedio.

—¿Quieres que te lleve a la tumba?

El niño negó con la cabeza.

—Al patio del templo. Así se llama, ¿verdad? Bien, cerca de allí. —Frunció el ceño, tratando de pensar en algo—. Tan sólo ven. —Tendió la mano.

Con la sensación de haber traspuesto su umbral para encontrarse en la casa de otro, Sílex se levantó y siguió al niño a la calle.

—No iremos por los caminos caverneros —declaró el niño—. No quiero ir cerca del lugar que habla y canta.

—Si te refieres a la cripta de la familia Eddon, aquí no hay muchos túneles que vayan allá, o se acerquen.

Pedernal lo miró casi con lástima.

—No importa. Iremos por la superficie.

* * *

—Niño, ¿no entiendes que me duelen la espalda y los pies y quiero sentarme? —Sílex apenas había logrado seguir el paso del niño, que en vez de caminar brincaba y daba vueltas a su alrededor como un perro persiguiendo una presa. Sílex sólo había podido recobrar el aliento en la Puerta del Cuervo. Los guardias ya estaban habituados al cavernero y su hijo adoptivo, pero la situación aún les resultaba divertida. Esta vez Sílex agradeció que los hubieran hecho esperar mientras pensaban comentarios socarrones.

Al fin, mientras recorrían los senderos sinuosos de la fortaleza interior, dirigiéndose al patio del templo y la cripta familiar, aferró la camisa del niño para retenerlo. Sabía muy bien cuán rápido podía desaparecer.

—¿Adónde vamos?

—Allá. —Pedernal señaló el techo de una residencia—. Me esperan.

—¿Esperan? ¿Quiénes? —Tardó un instante en asimilarlo—. Aguarda… ¿Allá arriba? ¿En el techo? No treparé allí, niño, y tú tampoco. No tenemos nada que hacer allá arriba.

—Me esperan —insistió Pedernal.

—¿Quiénes?

—El Antiguo Pueblo.

—No, no, y definitivamente no. No sé por qué crees… —Sílex no pudo terminar la frase. Había cometido el error de soltar el cuello de Pedernal y el niño ya corría por el patio del templo—. ¡Regresa! —gritó Sílex. Fue una de las frases más inútiles que jamás dijo.

—Nunca le he pegado a un niño con la correa… —gruñó Sílex, y tuvo que cerrar la boca cuando el polvo y la argamasa y trozos de musgo seco llovieron sobre él desde su agarradera. No tenías un niño a quien pegarle con la correa, se dijo con amargura. La espalda le dolía más que nunca, como si se hubiera pasado toda la mañana empuñando una pica, algo que no hacía desde su juventud. Y nunca le pegarás a nadie con la correa si te caes y te rompes los huesos, así que presta atención a lo que estás haciendo. Estaba furioso y desconcertado. No sabía que un niño podía desobedecer con tanto desparpajo. Pedernal había sido un niño independiente, con sus propios secretos, desde que había ido a vivir con ellos, pero nunca había causado estos problemas.

Sílex miró hacia abajo y se arrepintió de hacerlo. Hacía años que no trabajaba en un andamio, y además no era lo mismo mirar hacia abajo cuando tenías encima el techo de roca de Cavernal. Trepar por un edificio bajo el cielo desnudo, aun en esta pared con sus puntos de apoyo relativamente fáciles, era diferente y lo mareaba.

Temblando, alzó la vista y miró en torno, seguro de que en ese preciso instante un guardia había visto al intruso que subía por la pared de la residencia y preparaba una flecha para ensartarlo como una ardilla. No había visto a nadie, pero ¿cuánto podía durar?

—Nunca le he pegado a un niño con la correa, pero esta vez…

Cuando llegó arriba, apenas logró encaramarse al techo, respirando con dificultad. Le temblaban los brazos y las piernas. Cuando logró acuclillarse y echar una ojeada, vio a Pedernal a poca distancia, sentado bajo la cumbrera con la espalda contra una de las grandes chimeneas, esperando con calma y expectación, pero no a su padre adoptivo, al parecer, pues ni siquiera lo miraba. Sílex se enjugó el sudor de la cara y trepó cautamente la cuesta musgosa, maldiciendo con cada aliento. Alturas. No le gustaban las alturas. Y tampoco le gustaban los niños. En nombre de los Ancianos de la Tierra, ¿qué hacía en el techo del castillo de Marca Sur, persiguiendo a aquel chico desquiciado?

Cuando llegó a la chimenea, le temblaban tanto las piernas que tuvo que aferrarse a los ladrillos mientras se estiraba para combatir los calambres. Pedernal le dirigió esa mirada imperturbable que usaba en todo lugar y circunstancia.

—Estoy furioso, niño —gruñó Sílex. Se fijó si alguien podía verlos desde una ventana, pero el niño había escogido un lugar donde el techo estaba rodeado por paredes sin ventanas que transformaban ese tramo en una especie de hondonada con tejas que no se veía desde las torres cercanas. Ni siquiera se veía la cima de la imponente torre Diente de Lobo, bloqueada por el arco de un techo cercano. Pero Sílex aún sentía la necesidad de hablar en susurros—. ¿Me has oído? Dije que estoy furioso…

Pedernal se puso un dedo en los labios para hacerlo callar.

Antes de perder los estribos, Sílex fue distraído por un veloz movimiento en la cumbrera. Se quedó azorado al ver una diminuta forma humana. Al principio pensó que debía ser alguien que se hallaba en la punta de una torre lejana, una torre que el techo donde estaba le impedía ver. ¿De qué otro modo explicar lo que veía? Pero cuando la silueta comenzó a bajar por el techo hacia ellos, moviéndose con gracia y celeridad por el musgo que había entre las tejas, Sílex tuvo que aceptar que el recién llegado era un hombre de la altura de un dedo. Aspiró el aire con un jadeo estrangulado y el hombrecillo se detuvo.

—Ése es Sílex —le explicó Pedernal al hombre diminuto—. Vino conmigo. Vivo en su casa.

El minúsculo sujeto continuó su descenso a mayor velocidad, meciéndose de un asidero al otro hasta llegar a Pedernal. Se detuvo junto al niño y miró a Sílex. Por lo que Sílex podía interpretar en una cara del tamaño de un botón, parecía suspicaz.

—Si dices que es bueno, te creeré. —La voz del hombrecillo era chillona como el trino de un ave canora, pero Sílex distinguía cada palabra.

—Un techero… —jadeó. Era increíble ver una vieja fábula frente a él, viviendo y respirando y del tamaño de un grillo. Había pensado que los techeros eran un invento de generaciones de madres y abuelas caverneras, o que estaban tan perdidos en la historia que daba lo mismo—. ¡Fisura y fractura, niño! ¿Dónde lo encontraste?

—¿Encontrarme? —La criaturilla se le acercó con los brazos en jarras—. ¿Qué? ¿Escarabajel el arquero es sólo un juguete que se encuentra y se pierde? Me venció en una pelea justa.

Sílex sacudió la cabeza, confundido, pero a Escarabajel no pareció importarle. Sacó un diminuto objeto de plata del interior del chaquetón y se lo llevó a los labios. Si hacía ruido, era demasiado quedo o agudo para los viejos oídos de Sílex, pero poco después una multitud de hombres diminutos apareció sobre la cumbrera, moviéndose tan rápida y silenciosamente que parecía que una alfombra se deslizara por las tejas.

Había una treintena de techeros en esa comitiva o delegación o lo que fuera. Los de adelante iban montados en ratones grises y empuñaban lanzas. Su armadura parecía hecha de cáscaras de nuez y usaban cráneos pintados de pájaros como yelmos; al frenar sus monturas de pelaje aterciopelado, miraron a Sílex seriamente por los orificios que había encima de los largos picos.

Los demás los seguían a pie, pero también eran impresionantes. Aunque casi todos llevaban ropa de color oscuro, y de tela demasiado gruesa y rígida para caer en pliegues como la ropa de los caverneros y la gente alta, habían dedicado mucho tiempo a esa indumentaria: los trajes tenían adornos intrincados, y tanto hombres como mujeres actuaban con la gravedad de quienes lucen su mejor vestimenta.

¿Todo esto para recibir a Pedernal?, se preguntó alelado.

Pero mientras los diminutos hombres y mujeres se detenían en un respetuoso semicírculo detrás de los ratones y sus jinetes, fue evidente que las sorpresas del día no habían terminado. El hombrecillo llamado Escarabajel volvió a soplar el silbato de plata. Poco después un espectáculo aún más exótico apareció en el techo: un hombrecillo gordo, poco mayor que el pulgar de Sílex, cabalgando a lomos de un tordo saltarín. Mientras el pájaro bajaba torpemente por el techo hacia el resto de la congregación, Sílex vio que las alas del ave estaban sujetas contra el cuerpo por las correas de una alta silla de montar cubierta y con forma de caja. El hombre gordo que iba bajo el palio tiró agresivamente de las riendas, tratando de conducir al pájaro por las tejas, pero no surtía mayor efecto: el pájaro iba adonde quería.

Trataré de recordarlo si alguien me invita a montar en tordo, pensó Sílex, y no sólo le gustó su propio chiste sino que le sorprendió que pudiera hacerlo en esas circunstancias. Todo parecía un sueño.

Cuando el tordo se detuvo detrás de los ratones, el jinete estaba a punto de caerse de la silla, pero ahuyentó a dos jinetes que quisieron ayudarlo. Se enderezó, y bajó del asiento cubierto con asombrosa agilidad para su corpulencia. La ropa le entorpeció el descenso: llevaba una túnica con cuello de piel y una cadena lustrosa en el pecho. Cuando llegó a las tejas, aceptó con naturalidad las reverencias de los demás techeros, y miró a Sílex y Pedernal con ojos entornados mientras se les acercaba, aunque sin apartarse demasiado de la línea protectora de los ratones y sus jinetes.

—¿Es el rey? —preguntó Sílex, pero Pedernal no respondió. Los techeros miraban al hombrecillo gordo con ojos desorbitados mientras él inclinaba la cabeza y olfateaba.

Se enderezó, frunciendo el ceño, y olfateó de nuevo, aspirando tanto aire que Sílex pudo oír un agudo silbido. El hombrecillo puso mala cara, y dijo frases rápidas y chillonas que Sílex no pudo entender, pero los otros techeros jadearon y retrocedieron unos pasos, mirando amilanados a Sílex y Pedernal como si les hubieran crecido colmillos y zarpas.

—¿Qué dijo? —preguntó Sílex, cautivado.

Escarabajel se adelantó con rostro pálido pero resuelto. Se inclinó.

—Lo lamento, pero el Naso Insigne no habla la lengua de los gigantes tan bien como los exploradores de canalones. —Sacudió la cabeza gravemente—. Lo lamento doblemente, pero dice que hoy no podéis conocer a la reina, porque uno de vosotros dos huele mal, pero muy mal.

* * *

—Fue hace mucho tiempo —dijo Merolanna—, cuando llegué de Fael para casarme con vuestro tío abuelo, Daman. No lo recordáis, desde luego, pues murió mucho antes de que vosotros nacierais.

—Su retrato está en la galería —dijo Briony—. Tiene aspecto muy serio.

—Te pedí que no me interrumpieras, querida. Esto ya es bastante difícil. Pero sí, tenía ese aspecto. Era serio y honorable, pero no era afable. No como tu padre, o como el viejo rey, el hermano de Daman, cuando estaba de copas y de buen humor. —Suspiró—. No interpretéis mal mis palabras, niños. Vuestro tío abuelo no era cruel, y a mi modo llegué a amarlo. Pero ese primer año, separada de mi familia y en un país cuya lengua apenas hablaba, casada con un hombre del doble de mi edad, me sentía muy triste, asustada y sola. Luego Daman se fue a la guerra.

A Barrick le costaba quedarse quieto. Hoy estaba rebosante de ideas, lleno de energía. Quería hacer cosas, compensar el tiempo perdido durante su enfermedad, no pasarse el día escuchando las historias de la tía abuela. Cuando Merolanna había hablado de locura, le había llamado la atención, pensando que iba a confesar que recibía las mismas visitas nocturnas que lo hostigaban a él, pero en cambio parecía dispuesta a divagar sobre acontecimientos tan antiguos como si hubieran ocurrido en otro mundo. Quería levantarse de la cama, largarse, pero por el rabillo del ojo vio que Briony se ponía rígida y decidió calmarse. Últimamente todo resultaba difícil: no soportaba la idea de tener que reñir con su terca hermana.

—Fue un conflicto pequeño, en realidad, no una verdadera guerra —explicaba Merolanna—. Un barón de Perikal, un hombre espantoso cuyo nombre no recuerdo, hostigaba a los barcos en la costa occidental, y Ustin envió a su hermano para ayudar al rey de Setia. Daman se marchó y yo me quedé más sola que nunca, día tras día a solas en este lugar nublado y desconocido, entre estas piedras oscuras, bajo esos retratos antiguos y ceñudos.

»No hay excusa, como le dije al jerarca Sisel, pero al cabo de unos meses me encontré en compañía de uno de los jóvenes de la corte. Era el único que se molestaba en visitarme, el único que no me trataba como una forastera tan torpe con su nueva lengua que no podía hablar con ingenio, tan alejada de la vida cortesana que no tenía ningún chisme para compartir. Sólo él parecía admirarme por lo que yo era, y me enamoré. —La anciana se irguió, pero fijaba los ojos en el techo. Había dejado de abanicarse—. Más aún, me entregué a él. Traicioné a mi esposo.

Barrick tardó un instante en comprender lo que decía, y sintió asombro y repulsión. Una cosa era entender que la gente mayor había sentido las apetencias del cuerpo tiempo atrás, y otra que le hablaran de ello y tuviera que imaginarlo. Pero Briony le apretó el brazo antes de que pudiera decir nada.

—Estabas sola en un lugar extraño, tía —dijo su hermana—. Y fue hace mucho tiempo. —Pero Briony también parecía azorada, pensó Barrick.

—No, de eso se trata —dijo Merolanna—. A ti te parecerá que para una persona de mi edad es algo tan lejano que apenas puede recordarse. Pero un día verás, querida, un día verás. Parece que hubiera sido ayer. —Miró a Barrick, luego a Briony, y en su semblante asomó un aire de pérdida, tristeza y desafío que hizo que Barrick dejara de sentir disgusto por sus palabras—. Más aún, parece que fuera hoy.

—No lo entiendo —dijo Briony—. ¿Cómo se llamaba ese hombre, tía? Tu amante.

—No importa. Murió hace más tiempo que Daman. Todos se han ido, todos. —Merolanna meneó la cabeza—. En todo caso, cuando Daman regresó de sus combates en el oeste, todo había terminado. Salvo mi vergüenza. Y el niño.

—¿El niño…?

—Sí. No creerás que tuve tanta suerte, ¿verdad? Mi transgresión no tuvo un final tan fácil… ni inocuo. —Merolanna rio un poco, se enjugó los ojos—. No, hubo un niño, y aunque yo pensaba que podría hacerlo pasar como de mi esposo, pues se lo esperaba pronto en casa, lo demoraron tormentas y reyertas entre los capitanes victoriosos, y tardó casi un año en regresar. Las Hermanas de Zoria me ayudaron, que los dioses las bendigan. Me salvaron. Me llevaron a su templo de Mar del Timón para pasar los últimos meses, mientras en el castillo todos creían que había vuelto a Fael para aguardar el regreso de mi esposo con mi familia. Tal como lo oyes, querida. Un engaño tras otro. ¿Alguna vez pensaste que tu tía abuela era tan malvada? —Se rio de nuevo. A Barrick le pareció el ruido de algo cascado y áspero—. Y luego… llegó mi bebé.

Merolanna se tomó un momento para recobrar el aliento y la compostura.

—No podía conservarlo, desde luego. Las Hermanas de Zoria encontraron a una mujer que lo criaría, y a cambio llevé a la mujer a Marca Sur conmigo, para vivir en una granja de las colinas, en las afueras de la ciudad. Ya ha muerto, pero durante años vendí discretamente algunos regalos de mi esposo para mantenerla. Incluso después de que se llevaron al niño.

—¿Se lo llevaron? —preguntó Barrick con nuevo interés—. ¿Quién se lo llevó?

—Nunca lo supe. —La anciana se enjugó los ojos—. Antes lo visitaba, a veces. ¡Ah, era hermoso, encantador! Pero no podía ir a menudo.

Llamaría la atención, despertaría curiosidad. A fin de cuentas, mi esposo era el hermano del rey. Cuando la mujer me dijo que lo habían robado, al principio no la creí. Pensé que su simple codicia se había transformado en algo peor, que había escondido al niño y amenazaría con contárselo a mi esposo si yo no le pagaba más, pero pronto vi que estaba realmente desconsolada. Era una mujer pobre, y culpó al Pueblo del Crepúsculo. Decía que se lo habían llevado las hadas. El niño tenía menos de dos años. —La duquesa hizo una pausa para sonarse la nariz—. ¡Dioses, miradme! ¡Fue hace cincuenta años y pudo haber sido ayer!

—Tía, ¿por qué te duele tanto ahora al cabo de los años? —preguntó Briony—. Es terrible y triste, pero ¿por qué te ha postrado así?

—Ese dolor nunca se va de veras, querida. Hay un motivo para que mi corazón esté tan dolorido. Zoria misericordiosa, es porque lo vi. En el funeral de Kendrick, vi a mi hijo.

Barrick miró a Briony. Se sentía convulsionado y extraño. Ya nada tenía sentido, y la confesión de la duquesa era sólo otro derrumbe de lo que era común y seguro.

—Una sombra —dijo, y se volvió a preguntar cómo serían los sueños de Merolanna—. Últimamente el castillo está lleno de ellas.

—¿Quieres decir que viste a tu hijo crecido? Quizá sea cierto, tía. Nadie te dijo que hubiera muerto…

—No, Briony, lo vi como niño. Pero ni siquiera el niño que era cuando lo vi por última vez. Había crecido, pero sólo un poco. Sólo… unos años… —Rompió a llorar de nuevo.

Barrick gruñó y miró a su hermana, pidiéndole ayuda para entender esto, pero ella se había echado sobre la cama para abrazar a la anciana.

—Pero, tía…

—No. —Merolanna procuró contener las lágrimas—. No, estaré vieja, y quizá esté loca, pero no soy tonta. Lo que vi, fantasma o quimera o pesadilla ambulante, era mi hijo. Era mi niño… mi niño. ¡El niño que yo entregué!

—Oh, tía.

De pronto, para gran incomodidad de Barrick, Briony también rompió a llorar. El príncipe sólo atinó a levantarse para servir a Merolanna otra copa de vino y quedarse junto a la cama, esperando a que pasara la tormenta de lágrimas.