15
La Reclusión
LA HIJA VIRGEN DEL HERMANO
Desaparece cuando todos estamos levantados
Aparece cuando nos acostamos
¡Mirad! Su corona es de oro y flores de brezo
Oráculos de Osario
Qinnitan pronto descubrió que la Reclusión no era un edificio, ni siquiera un grupo de edificios, sino algo mucho más vasto, una ciudad amurallada dentro del inmenso palacio del autarca, construcciones de ladrillo de piedra arenisca en terrenos bien aprovechados, la mayoría con altares y jardines perfumados en el centro, todos unidos por cientos de veredas cubiertas que brindaban la sombra imprescindible para que una residente de la Reclusión caminara de un extremo al otro, un trayecto que podía llevar una hora, sin sentir el áspero sol xandiano en la piel. Era una ciudad autónoma que no sólo albergaba a los cientos de esposas del autarca, sino a la hueste de personas que se necesitaba para atenderlas, miles de criadas, cocineras, jardineras y burócratas, sin un solo varón.
No había ningún hombre en el sentido convencional, pero dentro de las altas murallas de la Reclusión había cientos de personas que habían nacido con los elementos básicos de la virilidad, aunque no los habían conservado.
La Reclusión ocupaba gran parte del gigantesco Palacio del Huerto, tal como el palacio ocupaba gran parte de Gran Xis, Madre de las Ciudades. El tamaño de la Reclusión era proporcionalmente más grande que otros sectores del antiguo y monstruoso conglomerado de edificios conocido formalmente como Palacio del Huerto de la Primavera Floreciente, porque los que vivían y trabajaban en otras partes del gran palacio podían compartir jardines y comedores y cocinas, pero la Reclusión debía mantenerse aparte y protegida, y así había que reproducir cada función dentro de sus murallas y el personal sólo podía consistir en mujeres o Favorecidos.
Si la Reclusión era una ciudad en miniatura, los Favorecidos eran sus sacerdotes y gobernantes. A causa del famoso sacrificio de Habbili, hijo de Nushash, Xis era un reino en que los castrados gozaban de cierta estima. La castración, al igual que el sacerdocio, podía dar acceso a los corredores del poder. Los Favorecidos no sólo mandaban en la Reclusión, sino en muchos organismos burocráticos del Palacio del Huerto, así que los soldados más atrevidos del ejército del autarca a veces hacían la amarga broma (en privado, desde luego) de que no se requerían verdaderos hombres en la mayor parte del palacio, y sólo serían bienvenidos en el único lugar donde estaban absolutamente prohibidos, la Reclusión. La verdad era que muchos hombres que aún poseían sus atributos viriles ocupaban posiciones de influencia en la corte, como Pinimmon Vash, el ministro supremo. Los Favorecidos se contaban entre los subalternos más poderosos del autarca, pero no eran omnipotentes. Tenían que luchar, como todos en el Palacio del Huerto, por cada pizca de atención del rey dios Sulepis, que irradiaba poder y gloria tal como el sol irradiaba luz. Pero en la oscuridad metafórica de la Reclusión, ese país de mujeres donde las mujeres no poseían ningún poder formal (aunque las más importantes esposas del autarca eran poderes en sí mismas), los Favorecidos no tenían rivales en el ejercicio de la autoridad.
Los Favorecidos de la Reclusión (quizá por respeto a una tradición que nadie recordaba, quizá por motivos menos elevados) se consideraban mujeres, no muy diferentes de aquéllas a quienes vigilaban, y hacían suyos los atributos tradicionales de la feminidad, aunque exagerados hasta la parodia: casi todos eran sumamente excitables, románticos, vengativos e inconstantes. Y las esposas y sus criadas tenían sus propias y complejas redes de influencia e intriga. Entrar en la Reclusión era como ingresar en una caverna mágica salida de un cuento, un lugar plagado de corrientes y celadas invisibles, lleno de objetos bellos custodiados por trampas mortíferas.
El papel de Qinnitan en ese lugar resultó confuso desde el principio, y al cabo de varios días comenzó a extrañar la certidumbre de su vida anterior, su sencillo papel de hermana subalterna en la Colmena. Las esposas y prometidas del autarca (a veces costaba distinguir en qué consistía la diferencia, pues él rara vez las visitaba) eran de importancia infinitamente mayor que las criadas, pero la centésima esposa, por no mencionar a la novata Qinnitan, que debía ser la milésima, tenía que esperar semanas para obtener una audiencia con Cusy, el gordísimo jefe de los Favorecidos de la Reclusión, la reina de los eunucos, como lo llamaban burlonamente en el Palacio del Huerto. Pero en la Reclusión nadie se habría reído de Cusy en la cara. De todos los habitantes de ese lugar, sólo Arimone, la esposa suprema del autarca —una pétrea y bella mujer conocida como Estrella Vespertina, que era prima del autarca y había sido esposa del último hermano mayor que Sulepis había asesinado en su ascenso al trono—, habría osado ser insolente con Cusy. Como Arimone vivía casi tan apartada de la Reclusión como el autarca (tenía su propio palacio en un extremo del vasto complejo, como la cámara interior de un nautilo, y nadie iba allí sin invitación, ni siquiera las otras esposas de alto rango), nadie cuestionaba la autoridad de la reina de los eunucos.
Qinnitan tuvo la increíble suerte —o eso creyó al principio— de contar con la protección de Luian, uno de los delegados de Cusy, un Favorecido maternal (al menos en tamaño y conducta, pues no era demasiado viejo) que se interesó por la nueva esposa y pocos días después de su llegada la invitó a su cámara para beber té.
Le sirvieron el té prometido, junto con higos de Sania triturados y varias clases de panes endulzados, en una habitación sombreada y llena de cojines en los aposentos de Luian. La comida fue acompañada por un vendaval de chismes y otras informaciones útiles sobre la Reclusión, pero sólo al final Luian explicó por qué se había interesado por Qinnitan.
—No me reconoces, ¿verdad? —dijo cuando Qinnitan se inclinaba para besarle la mano en señal de despedida. Qinnitan estaba observando las grandes manos de Luian, una de las pocas cosas que delataban su origen masculino, así que por un instante no entendió.
—¿Reconocerte? —preguntó Qinnitan cuando asimiló la pregunta.
—Sí, querida niña. No creerás que dedico mi tiempo a cada pequeña reina que ingresa en la Reclusión, ¿verdad? —Luian se palmeó el pecho, como si la idea le cortara la respiración; sus joyas tintinearon—. Caramba, tan sólo este mes ya hemos recibido dos de Kracia, que está tan lejos como la luna. Me asombró enterarme de que hablaban una lengua humana. No, primor, quise verte porque nos criamos en el mismo vecindario.
—¿Detrás de la calle Ojo de Gato?
—¡Sí, querida! Recuerdo cuando apenas podías caminar, pero veo que tú no te acuerdas de mí.
Qinnitan sacudió la cabeza.
—Confieso que no, Favorecida Luian.
—Sólo Luian, querida, por favor. Claro que entonces yo era diferente. Grande y torpe, y estudiaba para ser sacerdote. Eso creía hasta que fui Favorecida, y entonces perdí el interés. Incluso una vez consulté a tu padre para pedirle consejo. Recorría los callejones entre Ojo de Gato y Capa de Plumas, recitando las cuatrocientas oraciones a Nushash, o tratando…
Qinnitan soltó la mano de Luian y se levantó.
—¡Dudon! ¡Eres Dudon! ¡Te recuerdo!
La Favorecida agitó los dedos lánguidamente.
—¡No digas ese nombre! Eso fue años atrás. Hoy día odio ese nombre: una criatura desmañada y desdichada. Soy mucho más bella ahora, ¿verdad?
Sonrió como burlándose de sí misma, pero había algo más que burla en la pregunta. Qinnitan miró a la persona que tenía delante (le costaba pensar en Luian como mujer, después de recordarla como era antes), examinó discretamente los anchos rasgos, el grueso maquillaje, las grandes manos cubiertas de anillos.
—Ahora eres muy bella, desde luego —dijo.
—Desde luego —rio Luian, complacida—. Sí, y tú has aprendido tu primera lección. En la Reclusión todas son bellas, tanto esposas como Favorecidas. Aunque una de nosotras te apoye un cuchillo en la garganta y te exija que le digas que hoy tiene mal aspecto, con algunas arrugas alrededor de los ojos, o la tez menos rosada de lo que corresponde, sólo dirás que nunca la has visto más bella. —Una expresión dura y taimada alumbró los ojos maquillados de kohl—. ¿Comprendes?
—Pero yo lo dije con sinceridad.
—Y ésa es la segunda lección. Di todo con sinceridad. Caramba, eres una muchacha inteligente. Es una pena que yo no pueda inmiscuirme en tu formación.
—¿Por qué, Luian?
—Porque el Dorado ha ordenado que seas educada por los sacerdotes de Panhyssir. Pero estaré atenta a lo que hagas y vendrás a tomar el té con frecuencia, si gustas.
—Oh, sí, Luian. —Qinnitan no sabía qué había hecho para merecer tanta atención, pero no le daría la espalda. Tener un vínculo con una Favorecida, y tan importante como Luian, podía representar un mundo de diferencia en la calidad de los aposentos, en la destreza y el tacto de las criadas, en muchos detalles que incluían la buena predisposición del autarca mismo—. Sí, me gustaría mucho. —Se detuvo en la puerta—. ¿Cómo supiste quién era yo? Yo era apenas una niña cuando te fuiste del vecindario… ¿Cómo pudiste reconocerme?
Luian sonrió, reclinándose en los cojines.
—Yo no te reconocí. Fue mi primo.
—¿Tu primo?
—El jefe de los Leopardos. El guapísimo Jeddin. —La Favorecida Luian suspiró de un modo que sugería que tenía sentimientos complejos por su guapísimo primo—. Fue él quien te reconoció.
Qinnitan recordó a ese guerrero de rostro solemne.
—¿Él me reconoció?
—Y tú tampoco lo reconociste a él, por lo que veo. No me sorprende. Ha cambiado casi tanto como yo. ¿Lo recordarías si lo llamara Jin en vez de Jeddin? ¿El pequeño Jin?
Qinnitan se llevó la mano a la boca.
—¿Jin? Me acuerdo de él: un poco mayor que yo. Andaba detrás de mi hermano y sus amigos. ¡Pero era tan pequeño!
Luian rio entre dientes.
—Creció. Vaya si creció.
—¿Y él me reconoció?
—Así le parecía, pero no estuvo seguro hasta que vio a tus padres. Por cierto, haz el favor de escribirle a tu madre que será invitada a visitarte cuando sea el momento oportuno, y que deje de importunarnos con mensajes de súplica.
Qinnitan se sintió avergonzada.
—Lo haré, Favorecida Lu… es decir, Luian. Lo prometo. —Aún le asombraba que ese musculoso capitán de Leopardos pudiera ser el pequeño Jin, un niño que moqueaba constantemente y al que sus hermanos más de una vez habían mandado a casa llorando tras darle unos sopapos en la cara. Parecía que Jin, o Jeddin, ahora podría despedazar a cualquiera de los hermanos de Qinnitan con una sola mano—. Te he ocupado demasiado tiempo, Luian. Muchas gracias por tu amabilidad.
—De nada, querida. Las muchachas de Ojo de Gato tenemos que permanecer unidas.
* * *
—¡Los jardines son hermosos! —dijo Duny—. Y el olor de las flores es exquisito. ¡Oh, Qinnitan, vives en un lugar tan bello!
Qinnitan alejó a su amiga de las rosas para conducirla a un banco en medio del patio. El Jardín de la Reina Sodan era el más grande de la Reclusión y sus setos eran bajos, por eso lo había escogido.
—Vivo en un lugar muy peligroso —dijo en voz baja cuando se sentaron en el banco—. Hace dos meses que estoy aquí y ésta es la primera conversación en que no debo temer si la persona con la que hablo decidirá hacerme envenenar si digo lo que no corresponde.
Duny quedó boquiabierta.
—¡No!
Qinnitan rio a su pesar.
—Sí, mi querida Dunyaza. No tienes idea. La maldad de las hermanas mayores de la Colmena, el modo en que se ensañaban con las más jóvenes o las más bonitas… eso no era nada. Aquí, si eres demasiado bonita, no sólo te empujan en los corredores o te echan tierra en la sopa. Si alguien tiene celos de ti y no cuentas con un protector poderoso, terminas muerta. Han muerto cinco personas desde que llegué. Siempre dicen que enfermaron, pero todos saben la verdad.
Duny la miró con severidad.
—Bromeas, Qin-ya. No puedo creerte. ¡Estas mujeres fueron escogidas por el autarca! Él no permitiría que nada les sucediera, loado sea su nombre.
—Él casi nunca viene, y somos centenares. A lo sumo recordará a unas pocas. La mayoría de las prometidas son escogidas por conveniencia política, pues pertenecen a familias importantes de otros países, pero algunas son como yo. Nadie sabe por qué las han elegido.
—¡Nosotras sabemos por qué! Porque se enamoró de ti.
Qinnitan resopló.
—Te pedí que no inventaras historias sobre mí, Duny. ¿Enamorarse? Apenas reparó en mí, aun mientras pedía la autorización de mis padres… por llamarla de algún modo. —Puso cara agria—. Claro que ellos no podían negarse, pero me vendieron.
—¡Al autarca! ¡Eso no es venderte, es un gran honor! —Duny se alarmó y añadió en un susurro—: ¿No tendrás problemas por decir estas cosas?
—Ahora sabes por qué te traje aquí, donde no hay paredes ni setos altos para que se oculten los espías. —Qinnitan tenía la sensación de haber envejecido diez años desde que había dejado la Colmena, se sentía como una hermana mayor—. ¿Ves a esa persona que está cerca de aquel pabellón?
—¿El jardinero de las ropas abolsadas?
—Sí, pero es «jardinera» y no «jardinero», y los dioses te guarden si dices eso frente a ella. Es Tanyssa, una Favorecida. La mayoría tienen nombres de mujer. Su trabajo es observarme, aunque no sé por encargo de quién. Dondequiera que voy, allí está ella. Por ser jardinera, va de un lado a otro de la Reclusión sin impedimentos. Ayer por la mañana estaba en los baños, fingiendo que hacía un recado para la joven Favorecida que calienta el agua. —Qinnitan miró a la musculosa jardinera con disgusto mientras Tanyssa fingía examinar las hojas de un árbol—. Dicen que mató a esa joven princesa akarisiana que murió el mes pasado. La arrojó por la ventana, pero cuentan que se cayó.
—¡Qin, eso es terrible!
Qinnitan se encogió de hombros.
—Así son las cosas aquí. También tengo algunas amigas, aunque por ahora no son amistades como la nuestra. Son la clase de amigas que necesitas si quieres conservar el pellejo, si no quieres caer redonda después de beber el té.
Duny la miró en silencio. Fue un silencio largo, tratándose de Duny.
—Estás cambiada, Qinnitan. Estás más dura, como una de esas muchachas viajeras que bailan en la plaza de la Marcha del Sol.
La risa de Qinnitan fue un poco áspera, pero la inocencia de Duny la irritaba. Sobre todo, el hecho de que Duny aún pudiera darse el lujo de ser inocente.
—Bien, quizá lo sea. Aquí todos hablan bonito; claro que hablan bonito. Y salvo una que otra riña, todo es muy apacible y confortable. ¿Te gusta mi vestido? —Alzó el brazo y dejó caer la manga plisada, grácil y traslúcida como un ala de libélula.
—Es adorable.
—Sí, lo es. Como decía, todo es apacible y confortable… en la superficie. Pero por debajo, es un pozo lleno de escorpiones.
—No hables así, Qin. Me estás asustando. —Duny le cogió la mano—. ¡Eres una reina! Eso debe ser maravilloso, aunque la gente de aquí sea latosa. ¿Cómo es el autarca…? ¿Has… alguna vez…? —Se ruborizó.
Qinnitan no pudo contener un gesto de fastidio. Era un gusto que rara vez podía permitirse.
—¡Duny! ¿No me escuchas? Ya te dije que el autarca casi nunca viene aquí. Cuando quiere ver a una de sus esposas, la hace llevar a su palacio. Bien, todo esto es su palacio, pero ya me entiendes. Nunca me ha hablado desde que me compró, y desde luego no me ha hecho el amor. Por si te interesa, sí, todavía soy virgen. Como recordarás por las charlas de las chicas más mayores, en la mayoría de los casos una desfloración requiere que el hombre y la mujer estén en la misma habitación.
—¡Qin-ya, no hables así! —dijo Duny, pero no quedaba claro si era por recato o porque no quería que terminaran de disipar sus floridas ilusiones. Al cabo de un momento, preguntó—: Pero si él no se enamoró de ti, y no eres princesa de ninguna parte… Pues no lo eres, ¿verdad…? ¿Entonces por qué se casó contigo?
* * *
—Ante todo, aún no se ha casado conmigo. No lo creo, al menos. Los sacerdotes me han dado cierta instrucción religiosa, con ritos muy extraños, quizá para prepararme para la ceremonia nupcial. Algunas mujeres de aquí pasaron por las ceremonias, pero otras… bien, sólo fueron poseídas. En cuanto a por qué me eligió… pues no lo sé. Y en este lugar venenoso nadie más parece saberlo.
—Tengo una grata sorpresa para ti, querida —anunció Luian cuando la agitada Qinnitan llegó a los aposentos de la Favorecida—. Ambas debemos acicalamos y preparamos. No tenemos mucho tiempo. —Chasqueó los dedos y sus dos silenciosas esclavas tuaníes entraron en la habitación como sombras.
—Pero… Luian. Gracias. ¿Qué…?
—Iremos al palacio, primor. ¡Saldremos de la Reclusión, sí! Alguien muy especial desea verte.
Se le cortó la respiración.
—¿El… el autarca?
—¡Oh, no! —Luian rio alzando las manos. La criada tuaní palideció, pues había estado a punto de quemar el brazo de su ama con el rizador—. No, si fuera el autarca, te habrían preparado durante días. Vamos a ver a mi primo.
Qinnitan tardó un momento en comprender.
—¿Jeddin? ¿De los Leopardos?
—Sí, querida, estamos invitadas para ver al guapo Jeddin. Él desea hablar contigo, oír historias sobre el viejo vecindario. Yo voy como tu acompañante, afortunada de mí. ¡Admiro tanto a ese joven!
—Pero… ¿se me permite reunirme con cualquier hombre?
Un gesto de fastidio arrugó la frente empolvada de Luian.
—No es cualquier hombre, es el jefe de los Leopardos, escogido por el autarca en persona, loado sea su nombre. Además, yo estaré contigo, niña, ya te lo he dicho. Nada podría ser más respetable. —Pero la Favorecida miró de soslayo a la esclava tuaní, y Qinnitan se preguntó si de veras era tan obvio y normal como Luian pretendía.
Cuando ambas estuvieron preparadas, la Favorecida Luian, engalanada como un barco festivo con su túnica con orlas y abalorios, y Qinnitan, con una túnica blanca con capucha, menos ostentosa y más recatada, diferente sólo en calidad de algo que hubiera usado en una procesión de la Colmena, se pusieron en marcha. A pesar de sus aprensiones, Qinnitan estaba entusiasmada: era la primera vez en tres meses que salía de la Reclusión, aunque fuera para ir a otra parte del Palacio del Huerto. Sería su primera oportunidad de ver a alguien del exterior, aparte de Duny y de su madre (que se había pasado la visita llorando por la buena fortuna de la familia). Y Jeddin sería el primer hombre natural que veía desde que él y sus soldados la habían llevado allí, a esa inexpugnable prisión de hermosos capullos, fuentes cantarinas y frescas arcadas de piedra.
Los Favorecidos que custodiaban la puerta externa de la Reclusión no estaban vestidos de mujer. Eran las personas más corpulentas que Qinnitan había visto, media docena de criaturas fortachonas con espadas ceremoniales cuyas hojas chatas y curvas eran tan anchas que se podían usar como bandejas de té. Se trabaron en una larga deliberación antes de permitir que Luian, Qinnitan y las dos silenciosas criadas tuaníes pudieran salir de la Reclusión para ingresar en el palacio, y uno de ellos siguió a la pequeña procesión como un perro arreando un rebaño. Caminaron una hora por jardines exuberantes pero desiertos y por corredores y patios vacíos y tan opulentos que parecían preparados para un príncipe que aún no se había mudado.
Al fin llegaron a un patio pequeño pero bonitamente decorado donde cantaba una fuente. En un borde del patio, donde las baldosas cedían el paso a un pequeño jardín con senderos de arena, un joven musculoso y bronceado estaba sentado sobre montículos de cojines bajo un toldo rayado con tamaño suficiente para una docena de invitados. Como si Qinnitan y él fueran prometidos, también llevaba una túnica ondeante y blanca. Se levantó cuando se acercaron, titubeó un instante entre Qinnitan y Luian, entre el rango formal y el poder real, y luego hincó una rodilla ante la muchacha.
—Señora mía, sois amable al venir. —Se levantó y saludó a Luian—. Respetada prima, me honras.
Luian sacó un abanico de la manga y lo abrió con un chasquido de águila emprendiendo el vuelo.
—Siempre un placer, capitán.
Jeddin las invitó a sentarse bajo el toldo y envió a su sirviente a buscar refrigerios. Tras un rato de charla cortés con Luian, sobre su salud y la salud de otras importantes residentes de la Reclusión, se volvió hacia Qinnitan.
—Luian dice que ahora me recordáis.
Ella se sonrojó, pues sus principales recuerdos eran sobre las humillaciones que le infligían los niños más grandes. Le costaba conciliar eso con el presente, ahora que lo veía de nuevo. Los músculos del capitán se movían bajo la piel oscura como los de un auténtico leopardo que una vez había visto en una jaula en la plaza de la Marcha del Sol, el animal más formidable que había conocido. No obstante, a pesar de su fuerza, a pesar de sus temibles dientes y zarpas, el felino le había parecido triste y ausente, como si no viera las muchedumbres que lo rodeaban sino los bosques sombreados donde había merodeado: veía esos lugares, pero sabía que eran inalcanzables.
Curiosamente, le pareció ver algo similar en los ojos de Jeddin, pero sabía que debía de ser su imaginación romántica, que confundía a este joven guapo con la fiera enjaulada.
—Sí, sí, capitán, os recuerdo. Conocisteis a mis hermanos.
—En efecto. —Como un hombre eminente que evoca los momentos decisivos de su carrera, Jeddin se puso a rememorar los días de la calle Ojo de Gato, describiendo las aventuras de un grupo de jóvenes malandrines, entre quienes, debía confesar, no había sido el menos pícaro. Tal como lo contaba, había sido uno entre iguales, y ninguna de las humillaciones que ella recordaba había sucedido. Era extraño, como si hubiera vivido su infancia tras un biombo ornamental, decidiendo qué significaban las cosas, viendo sólo lo que quería ver. Varias veces Qinnitan tuvo que morderse la lengua para contener el impulso de corregirlo. Había algo en Jeddin, en su modo de hablar, que le sugería que la revelación de que sus recuerdos eran erróneos sería igual que los brutales empellones que le daban sus hermanos.
Llegaron los refrigerios, y los sirvientes sirvieron té y golosinas en bandejas, y Qinnitan observó a Luian observando a Jeddin, algo que la Favorecida hacía con la avidez que habitualmente reservaba para cosas como la gelatina de agua de rosas que le servían en el tazón. No era insólito que Luian encontrara atractivo a Jeddin, con su cuerpo macizo y escultural, su semblante serio y noble, su nariz recta y fuerte y esos ojos verdes y brillantes bajo las tupidas cejas. Era extraño que alguien como Luian, que en todo lo demás parecía haber alcanzado una vejez prematura de matrona, y que había entregado sus órganos originales años atrás, aún abrigara esos sentimientos.
—Bien —dijo Luian abruptamente, interrumpiendo un silencio—. ¡Pensar que después de tantos años los amigos del viejo vecindario nos hemos reunido aquí!
Los ojos esmeralda del capitán se posaron en Qinnitan.
—Debéis ser muy feliz, señora mía. Aunque a todos nos ha ido bien, vos habéis ascendido más que nadie. Una esposa del mismísimo Dorado. —Bajó la mirada—. Un honor incomparable.
—Sí, desde luego. —Aunque daría lo mismo estar casada con una sotana o una sandalia, a juzgar por el resultado, pensó Qinnitan sin decirlo. Jeddin tenía aire de hombre religioso, y al menos debía de ser devoto en lo concerniente al autarca—. Es una bendición que él haya reparado en mí.
—Y para él es una bendición que… —Se interrumpió, y para asombro de Qinnitan se sonrojó.
—Y él, nuestro autarca, goza de la bendición de todos los cielos, y sobre todo de su padre celestial Nushash —exclamó Luian.
—Sí, naturalmente. Loado sea el Dorado —dijo Jeddin. Qinnitan repitió la alabanza, pero no pudo evitar la sensación de que acababa de ocurrir algo importante que ella había pasado por alto.
—Ahora debemos irnos, primo. —Luian pidió a las esclavas tuaníes que la ayudaran a levantarse, y así lo hicieron, luchando contra el gran peso de la Favorecida como nómadas que intentan armar una tienda en medio de un vendaval—. Gracias por los refrigerios y tu cortés compañía. —Había un nuevo tono en la voz de Luian, levemente frío.
Jeddin se incorporó.
—De nada, respetada prima. Nos halagas con tu presencia. —Se inclinó ante Luian y luego ante su otra invitada. Lo hizo con cierta gracia, pero eso no sorprendió a Qinnitan; se imaginaba que, aun para un soldado, en la corte del autarca una buena reverencia sería tan importante como manejar una espada o un arma de fuego—. Ojalá pudierais quedaros más tiempo.
—El decoro lo prohíbe —señaló Luian, zarpando hacia la puerta mientras Qinnitan y sus criadas seguían su estela como gaviotas—. El corpulento guardia favorecido las siguió por el corredor, mudo y soñoliento.
—¿Hice algo mal, Luian? —preguntó Qinnitan tras caminar un rato en silencio, cuando se aproximaban a la puerta de la Reclusión. Luian sólo agitó la mano, un gesto de discreción o de irritación.
Cuando dejaron atrás al robusto guardia y traspusieron los muros, Luian se inclinó hacia ella.
—Debes tener cuidado —le dijo en un susurro áspero, que pudo llegar o no al oído de las criadas tuaníes—. Y Jeddin no debe ser tonto.
—¿A qué te refieres? ¿Por qué estás enfadada conmigo?
Luian frunció el ceño. La pintura de sus labios había comenzado a mezclarse con el maquillaje facial, y por primera vez Qinnitan la encontró grotesca y un poco intimidatoria.
—No estoy enfadada contigo, aunque debo recordarte que ya no eres una muchacha de casta inferior de los callejones que están detrás de Capa de Plumas. Te han dado grandes honores, pero vives en un mundo peligroso.
—No entiendo.
—¿No? ¿No pudiste ver lo que yo vi con tanta claridad como mi mano en el extremo de mi brazo? Ese hombre está enamorado de ti.
A pesar de su asombro, Qinnitan notó que la angustia de Luian parecía menos la de una protectora no escuchada que la de una amante despechada.