14
Fuego Blanco
LA MÚSICA DE LA TORMENTA
Esta historia se cuenta en los promontorios
El grande sube de las profundidades
Su ojo es una perla amortajada; su voz, el viento del mar
Oráculos de Osario
Barrick pensó que el hombre parecía una bestia encadenada, temible pero digna de lástima, como el oso que habían llevado al castillo en el último festival de Perin para obligarlo a bailar en la sala del trono. Todos los cortesanos se habían reído, y también él, al ver sus torpes piruetas y oír sus bufidos de irritación, tan humanos, cada vez que el entrenador le rozaba las patas zambas con un látigo. Sólo Briony se había enfurecido.
Pero ella siempre se preocupa más por los animales que por la gente. Si yo hubiera sido uno de sus perros, no me habría dejado solo cuando estaba enfermo.
Su padre tampoco se había reído, recordó. Pues en ese festival de Perin todos estaban juntos todavía, Olin en Marca Sur, Kendrick con vida, tal como debía ser. Ahora todo había cambiado, y desde la fiebre no confiaba ni siquiera en sus propios pensamientos.
Se obligó a concentrarse, procurando adoptar la expresión de un príncipe regente ante un vasallo traidor. A pesar de la cadena que sujetaba el tobillo de Shaso, medio oculta por la paja del suelo, con un extremo empotrado en la pared de piedra, el tuaní no parecía un oso sino un león capturado.
Nunca podrías obligar a un león encadenado a bailar.
—Deberíamos tener guardias —dijo Avin Brone—. Esto no es seguro…
—Vos estáis aquí —respondió Briony dulcemente—. Sois un guerrero famoso, condestable.
—Con todo respeto, también lo es lord Shaso.
—Pero él está encadenado y vos no. Y él no está armado.
Shaso se movió. Barrick siempre había pensado que ese hombre no tenía edad, pero ahora se le notaban los años en la piel floja y las patillas grises. Le habían dado ropa limpia, pero humilde y harapienta. Salvo por la ondulante musculatura de los antebrazos y la espalda que aún no había aprendido a encorvarse, ese viejo podría haber sido un mendigo en las calles de Hierosol o cualquier otra ciudad del sur.
—No os haré daño —gruñó—. No he caído tan bajo.
Barrick reprimió un arranque de furia.
—¿Eso le dijiste a nuestro hermano antes de matarlo?
El prisionero se quedó boquiabierto. Su rostro moreno parecía más claro, como si una capa de polvo fino hubiera caído de las piedras circundantes, o como si el tiempo que había pasado a la sombra lo hubiera desteñido.
—Yo no maté a vuestro hermano, príncipe Barrick.
—¿Qué sucedió, entonces? —Briony avanzó un paso, deteniéndose antes de que Brone se viera obligado a aterrarle el brazo—. Quiero creerte. ¿Qué sucedió?
—Ya se lo he dicho a Brone. Cuando me despedí de Kendrick, estaba con vida.
—Pero tu daga estaba ensangrentada, Shaso. La encontramos en tu habitación.
El viejo guerrero tuaní se encogió de hombros.
—No era la sangre del príncipe.
—¿De quién era? —Briony avanzó otro paso, y Barrick se sintió incómodo. Ella estaba al alcance de la cadena del viejo, y los tres conocían su agilidad gatuna—. Sólo dime eso.
Shaso la miró un instante y curvó la boca en algo parecido a una sonrisa, aunque no reflejaba alegría ni felicidad.
—Era mía. Era mi propia sangre.
Barrick volvió a enfurecerse.
—Está inventando, Briony. Sé que quieres creerle, pero no te dejes engañar. Él estaba con Kendrick. Nuestro hermano y los otros dos hombres fueron asesinados, y las heridas eran curvas como su daga, y encontramos la daga cubierta de sangre. Ni siquiera sabe mentir.
Briony guardó silencio un instante.
—Barrick tiene razón —dijo al fin—. Nos pides que creamos lo increíble.
—No pido nada. A mí no me importa. —Pero las manos de Shaso lo traicionaban, pensó Barrick. Descansaban sobre sus rodillas como criaturas inofensivas, pero los oscuros dedos no dejaban de abrirse y cerrarse.
—¿No te importa que mi hermano haya muerto? —exclamó Briony, perdiendo la paciencia—. ¿Que hayan asesinado a Kendrick? Él fue bondadoso contigo, Shaso. Todos fuimos bondadosos contigo.
—Ah, sí, los Eddon fueron bondadosos conmigo. —Shaso se movió, haciendo tintinear la cadena. Avin Brone se acercó a Briony—. Vuestro padre me derrotó en el campo de batalla y me perdonó la vida. Es un buen hombre. Y luego me trajo aquí como un perro que hubiera encontrado en la carretera y me hizo su sirviente. Muy buen hombre.
—¡Eres peor que un perro, so ingrato! —gritó Barrick. Éste era un Shaso diferente, huraño y abatido, pero aún era su torturador, el hombre que tantas veces lo había humillado—. ¡Nunca te tratamos como un sirviente! ¡Él te dio un título! ¡Te dio tierras, una casa, un puesto honorable!
—Y eso fue lo más cruel. —Shaso volvió a poner esa sonrisa vacía y escalofriante, un tajo pálido en la cara oscura—. Mientras mi vieja vida se alejaba como un bote apartándose de la orilla, me dio una nueva vida, llena de riquezas y honores. Ni siquiera podía odiarlo. Y más tarde, es verdad, yo mismo me esclavicé, vendí mi libertad. Pero el hecho de que yo fuera el peor traidor de los dos no significa que lo haya perdonado.
—¡Confiesa que es un traidor! —Barrick tiró del brazo de Briony, pero ella se resistió—. ¡Ven! ¡Él confiesa que odia a nuestra familia! Ya hemos oído suficiente. —No quería estar más en la sombría fortaleza, separado del aire y del sol por paredes de piedra, atrapado en ese lugar que apestaba a desventura. Temía que Shaso ocultara secretos más afilados que un cuchillo, más devastadores que el asesinato. Quería que el viejo dejara de hablar.
Briony aguardó un momento.
—No entiendo todo lo que dices —dijo al fin—, pero si profesas alguna lealtad hacia nuestra familia, aunque sea una lealtad impura, debes contarnos la verdad. Si es tu sangre, ¿cómo llegó allí?
Shaso alzó lentamente los brazos. Los oblicuos tajos casi habían sanado.
—Me corté.
—¿Por qué?
Él sólo meneó la cabeza.
—Lo más probable es que fuera herido por los guardias de Kendrick —observó Barrick—. Mientras defendían su vida.
—¿Había sangre en sus armas? —preguntó su hermana—. No lo recuerdo.
Briony se había puesto pálida de tanto oír hablar de sangre. El Barrick de medio año atrás, pensó él, habría hecho algo para distraerla, para que le resultara más fácil hablar de estas cosas horrendas, pero ahora se sentía hueco, con una llama negra en las entrañas.
—Vuestro hermano no estaba armado —respondió Avin Brone—, con lo cual su asesinato resulta aún más cobarde. Los guardias estaban cubiertos con la sangre de sus propias heridas, así que era imposible saber si sus armas se habían ensangrentado antes de que murieran.
—Aún no has explicado nada —le dijo Briony al viejo—. Si quieres que te creamos, dinos por qué te cortaste. ¿De qué hablaste con Kendrick, para llegar a una situación tan extraña?
El maestro de armas sacudió la cabeza.
—Eso es entre él y yo. Morirá conmigo.
—Esas palabras pueden cumplirse, lord Shaso —dijo Avin Brone—. Como sabéis, el verdugo no ha estado tan ocupado en tiempos del rey Olin como en tiempos de su padre, pero el hacha aún está bien afilada.
El maestro de armas miró Barrick y a Briony con sus ojos inflamados.
—Si queréis mi cabeza, tomadla. Estoy cansado de vivir.
—¡Los dioses maldigan tu terquedad! —exclamó Briony—. ¿Prefieres morir en vez de contarnos lo que pasó? ¡Qué exótico sentido del honor, Shaso! ¡Si hay algo que te pueda salvar la vida, cuéntamelo, por todos los dioses!
—Os he dicho la verdad. No asesiné a vuestro hermano. No le habría hecho daño aunque me hubiera puesto mi propia daga en el gaznate, porque juré proteger a vuestro padre y su familia.
—¿No le habrías hecho daño? —Barrick volvía a sentirse cansado y enfermo. Hasta su furia era una tormenta lejana—. Extrañas palabras. Me has derribado y aporreado con frecuencia. Aún no han sanado las magulladuras de la última vez.
—No quería dañaros, príncipe Barrick —dijo el viejo con voz incisiva—. Quería haceros un hombre.
Esta vez fue Barrick quien avanzó hacia el maestro de armas, alzando la mano. Shaso no se movió, pero antes de que Avin Brone se interpusiera, Barrick se había detenido. Había recordado a los cortesanos que acosaban al oso bailarín con huesos de cereza y costras de pan, y cómo se había reído al ver que el animal encadenado intentaba coger los proyectiles a mordiscos.
—Si eres el asesino de nuestro hermano —dijo—, y creo que lo eres, pronto recibirás tu castigo. El condestable tiene razón: Marca Sur aún tiene un verdugo.
Shaso agitó la mano con desdén. Bajó la barbilla, como si estuviera demasiado cansado para mantener la cabeza erguida.
—¿Es tu última palabra? —preguntó Briony—. ¿Que no le hiciste daño a Kendrick, que la sangre de tu cuchillo era tuya, pero que te niegas a contarnos lo que pasó?
—Es mi última palabra —dijo el viejo sin alzar la cabeza.
Mientras salía con Briony, Barrick se preguntó si esa historia descabellada podía ser cierta. Pero si lo era, ni siquiera la verdad era de fiar, pues no había otra explicación para la muerte de Kendrick, ningún sospechoso salvo Shaso. Si eliminaban eso, sólo quedaban sombras, tan traicioneras e inconstantes como sus peores pesadillas.
Tiene que ser el asesino, se dijo Barrick. De lo contrario, la razón misma se tambaleaba.
* * *
Ferras Vansen estudió la hilera de hombres como si de pronto hubiera descubierto a su familia, y en cierto modo así era. Vivirían juntos durante semanas o meses, internándose en lugares agrestes, y ni siquiera la familia creaba mayor cercanía (y a veces mayor desdén) que un grupo de soldados. En total sumaban sólo medio penteconto —un número mayor habría llamado la atención— y su pequeño destacamento no sólo era empequeñecido por la cercana torre Diente de Lobo, sino por la extensión de la plaza de armas del cuartel. Vansen había optado por llevar a siete hombres a caballo, él incluido, y una veintena de soldados a pie, un par de ellos reclutas recién llegados de la campiña, para cuidar la carreta. Para facilitar las cosas a su lugarteniente Jem Tallow, que comandaría la guardia del castillo en su ausencia y necesitaba gente apta y sensata, Vansen había escogido deliberadamente a una mitad de hombres jóvenes e inexpertos. Podía contar con los dedos de la mano a los hombres en quienes confiaría en combate, y esperaba que fueran suficientes.
Raemon Beck había recibido un caballo y una espada, y los manejaba como lo que era, el sobrino de un mercader. Vansen había pensado en darle también una armadura, pero tres años atrás su experiencia en la campaña contra los salteadores le había enseñado que alguien que no estaba habituado a un equipo pesado entorpecía la marcha de los demás. Permanecería cerca del joven, y él y el veterano Collum Dyer se encargarían de vigilarlo; sería la mejor armadura.
—No pongas esa cara —le dijo a Beck—. Tu caravana fue atacada por sorpresa, y sólo los dioses conocen la calidad de los combatientes que te acompañaban. Ahora estás con medio penteconto de curtidos guardias de Marca Sur, y muchos de ellos lucharon en Kracia y contra las últimas Compañías Grises. No huirán de las sombras.
—Entonces son necios. —Beck estaba pálido y le temblaba la boca, pero había ganado cierta compostura desde su audiencia con el príncipe y la princesa—. No han visto estas sombras. No han visto los demonios que viven en ellas.
Vansen se encogió de hombros. Por su parte, no estaba del todo conforme con su misión; sólo había hablado para alegrar al mercader. Ferras Vansen era hijo de Esponsales, y se había criado a poca distancia de las ruinas encantadas de la vieja Marca Oeste. En los días en que el viento sur disipaba la bruma, se vislumbraba la derruida fortaleza desde los cerros más altos. A diferencia del duque de Estío, él y su gente no hablaban con desdén de la Línea de Sombra y lo que había más allá de esa frontera brumosa. Al igual que su gente, una cerril comunidad de granjeros y pastores, tenía presente que la tierra de su familia era una finca que sólo había estado en manos de los mortales por pocas generaciones. Los habitantes del valle sabían que detrás de la Línea de Sombra aguardaban fuerzas para recobrar esas tierras, y estaban dispuestos a impedirlo.
Un mensajero de lord Brone entró al trote en la plaza de armas. Vansen pidió orden a la tropa. Los inquietos caballos corcoveaban, y el asno que llevaba la carreta arrancaba pasto seco entre los adoquines. Ya era media mañana, pero tenían que esperar. La larga sombra de Diente de Lobo empezaba a encogerse.
Al fin llegó ella, una forma esbelta vestida de luto, acompañada por dos damas de honor y el voluminoso condestable. Si no se estaba convirtiendo en rey, Avin Brone se estaba transformando en el padre del príncipe y la princesa, haciéndose cargo de los asuntos de la familia Eddon a pesar de su título relativamente bajo. Era rico, sin embargo, y poseía vastas propiedades, y por su capacidad había gozado del favor de la familia real más que sus parientes. Vansen se preguntaba si éste era el motivo por el que Gailon de Estío había vuelto al ducado de su familia: Brone había clausurado los caminos que conducían a los mellizos, cerrándole el acceso a pesar de su linaje superior.
Al acercarse la princesa, Ferras Vansen dejó de pensar en esos asuntos triviales. Las últimas semanas no habían sido amables con ella. No se había pintado la cara desde el funeral, y por sus ojeras azules se notaba que no había dormido bien. A pesar de ello, y de la fría mirada que le dirigía, no podía imaginar otro rostro que lo hiciera sentir como se sentía.
Tal vez sea como dicen los antiguos, pensó. Tal vez un corazón fuera como un trozo de abedul seco, y sólo pudiera encenderse y arder con brillo una vez, y todo fuego que viniera después sería apenas un rescoldo. Quiso mi traicionera suerte que yo ardiera por ella, por alguien que nunca podré tener, con honra o sin ella, y que en todo caso me odia.
—Capitán Vansen —dijo ella con voz seca y firme—, mi hermano está descansando, pero desea que los dioses le sean propicios. —Vansen se sorprendió un poco al verle una expresión que no era despectiva, la primera vez que otra emoción le iluminaba los rasgos desde la muerte de Kendrick Eddon. El problema era que no sabía cómo interpretar esa mirada, que quizá sólo fuera de fatiga y desinterés—. Veo que sus hombres están preparados.
—Sí, alteza. Excusadme, pero ¿estáis segura de que queréis que marchemos a plena luz del día? Todos lo comentarán.
—Ya lo están comentando. ¿Con cuánta gente habló este hombre, Beck, antes de que lo trajeran al castillo? ¿Cree usted que hay alguien en Embarcadero o en los Tres Dioses que no haya oído su historia? Usted y sus hombres irán por la avenida del Mercado, cruzarán el terraplén y atravesarán la ciudad de Marca Sur. Todos sabrán que los Eddon no están paralizados por la pesadumbre y el miedo y pueden lidiar con el saqueo de caravanas y el rapto de princesas. —Miró a Brone, que asintió con aprobación—. Pero no se trata sólo de cuidar las apariencias, Vansen. Mi hermano y yo no tomamos este asunto a la ligera. Confío en que usted recurrirá a todo viajero digno de confianza que encuentre para mandarnos noticias sobre su avance.
—Sí, alteza. Los monjes de la universidad tienen un servicio postal que recorre la carretera de Setia cada quince días, y aún falta tiempo para que los detenga el invierno. Os mantendré informados a vos y al condestable, pero francamente espero no ausentarme tanto tiempo.
—Regresará sólo cuando haya encontrado respuestas —declaró ella; la súbita furia era como un latigazo en su voz.
—Desde luego, alteza. —Se sintió dolido, pero en ese momento vio que no sólo estaba furiosa, sino que había algo más profundo y extraño en su expresión, como si un prisionero asustado mirase desde detrás de su rostro. ¡Tiene miedo! Lo llenó de pensamientos ridículos, como el afán de besarle la mano, de declararle su lacerante amor. Desviado de su dirección natural y obligado a hallar otra escapatoria, como el vapor que bulle bajo la tapa de un recipiente, el súbito destello de locura lo instó a hincarse de rodillas—. No os fallaré de nuevo, princesa Briony. Haré lo que me ordenáis o pereceré en el intento.
Aun con la cabeza gacha, reparó en la sorpresa de los otros guardias, y oyó que Avin Brone contenía el aliento.
—Arriba, Vansen —dijo ella con voz extraña. Cuando estuvo de pie, vio que la furia había vuelto a sus ojos, junto con un brillo que quizá fueran lágrimas—. Estoy harta de muertes, juramentos y la cháchara de los hombres sobre el honor y las deudas… Estoy tan harta que siento ganas de gritar.
»Quizá crea que lo culpo por la muerte de mi hermano. En parte es así, y no sólo a usted, pero no soy tan necia como para creer que otro capitán de la guardia lo habría salvado. Quizá crea que le encomiendo esta misión como castigo. Puede haber cierta verdad en ello, pero también sé que usted es un hombre que ha hecho bien otras cosas, y que goza de la confianza de sus soldados. Además, me han dicho que tiene la cabeza bien puesta. —Avanzó un paso, hasta que sólo los separó la amplitud de sus faldas. Vansen contuvo el aliento—. Si usted perece sin resolver este misterio, no habrá conseguido nada. Si sobrevive, aunque fracase en su misión, aún podrá hacer algún bien a este país en otra oportunidad.
Hizo una pausa, y por un tenso momento Vansen pensó que no diría nada más.
—Pero si la seguridad de mi familia vuelve a estar en sus manos —sugirió al fin, con una sonrisa tan fatigada que no llegaba a ser cruel—, entonces tiene mi venia para perecer en el intento, capitán Vansen. —Se volvió hacia los soldados y declaró—: Que todos los dioses os amparen. Que el mismo Perin os allane el camino.
Poco después se alejó por el patio con Brone y las dos damas, que apuraban el paso para no rezagarse.
—Parece que usted no es el favorito de la corte, ¿eh, capitán? —se burló Collum Dyer.
—Montad —ordenó Ferras Vansen.
No entendía lo que acababa de ocurrir, pero le esperaba un largo trayecto, varias jornadas de cabalgada, y tendría tiempo de sobra para pensar en ello.
* * *
La que era conocida como el Flagelo del Llano Tembloroso salió de Shehen en su gran caballo negro, sin tirar de las riendas mientras el animal avanzaba por los angostos caminos de montaña, aunque en ciertos lugares el barranco era tan profundo que le costaba ver los pájaros que volaban por debajo de ella. Yasammez no tenía necesidad de apresurarse. Sus pensamientos la precedían, mensajeros alados más rápidos que cualquier ave, más veloces que el viento.
Bajó de las alturas y se dirigió hacia las tierras más antiguas y la ciudad más imponente, que se erguía a orillas del negro mar en la linde del gran círculo boreal de escarcha y hielo. Algunos qar vivían en las tierras más septentrionales que había allende Qul-na-Qar, gente extraña que deambulaba en esa oscuridad permanente y hacía canciones con los dedos y su piel helada, pero habían permanecido apartados tanto tiempo que la mayoría ya no tenía nada que ver con el resto de su raza. Apenas pensaban en las perdidas tierras del sur, pues nunca habían vivido allá, y eran los crepusculares que menos habían sufrido a manos de los mortales. La gente del frío no serviría a la dama Puerco Espín: tendría que reclutar a sus ejércitos en Qul-na-Qar y en las tierras que se extendían hacia el sur, hasta la frontera tres veces bendita que los mortales llamaban Línea de Sombra, y que los qar llamaban A’sish-Yarrit Sa, que significaba «Tormenta de Silencio» o, cambiando la entonación o haciendo un ademán, «Pensamientos Blancos».
Los norteños no se interesaban por los usurpadores mortales, pero los que vivían bajo sus tierras heladas sí. Mientras Yasammez avanzaba, salían de las ciudades cavernosas de Qirush-a-Ghat, «Primer Abismo», y de las aldeas de los grandes bosques oscuros para ver su peregrinaje. Los bailarines que danzaban a la luz de las estrellas se detenían y guardaban silencio en los cerros mientras pasaba. Aquéllos que no la conocían (pues hacía tiempo que Yasammez no había salido de su casa de Shehen) sólo sabían que pasaba una de las grandes potestades, terrible y bella como un cometa, y aunque temían y respetaban su poderío, no la ovacionaban, sino que la miraban en atribulado silencio. Los qar que la conocían de antaño estaban divididos, pues todos sabían que vientos de guerra y sangre impulsaban a la dama Puerco Espín. Algunos regresaban a sus aldeas para decir a sus familias que se aproximaba el mal tiempo, que era momento de almacenar víveres y reforzar puertas y murallas. Otros la seguían en una multitud silenciosa pero creciente que se extendía detrás de ella como la cola de un vestido de novia. Todos sabían que el prometido que la esperaba era la muerte, y que su esposo y señor no tendría miramientos con nadie, pero aun así la seguían. Siglos de furia y miedo los unían como un puño.
En el pasado ese puño había enarbolado una espada llamada Yasammez. Ahora la enarbolaría de nuevo.
* * *
Su llegada sembró confusión en Qul-na-Qar. Cuando atravesó las grandes puertas a la cabeza de un silencioso rebaño de qar, la antigua ciudadela ya se había dividido en bandos de admiradores fanáticos y oponentes igualmente fanáticos, y un bando más numeroso que los otros dos sumados, que sólo tenían en común la resistencia a ambos extremos, el deseo de esperar para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Pero nada de esto era obvio y para el observador superficial (si hubiera existido semejante cosa en ese lugar) la gran capital parecía moverse con su engañosa calma habitual, su inmemorial desorden ordenado.
Los servidores de Yasammez que la esperaban en Qul-na-Qar, casi todos nacidos a su servicio desde la última vez que había visitado la ciudad, se habían apresurado a orear sus aposentos en el lado este del vasto castillo, destrabando los postigos por primera vez en decenios, abriendo las ventanas. Los helados vientos marinos y el incesante ruido del oleaje, como la respiración de un vasto animal, llenaban las habitaciones mientras se apresuraban a preparar las cosas para su ama. Todos sabían que alguna vez este día tendría su propio capítulo en el Libro de la Lamentación.
Pero mientras atravesaba el Palacio de la Puerta, pasando bajo sus esculturas vivientes sin mirar hacia arriba, Yasammez fue rodeada no sólo por sus sicarios sino también por los curiosos de la oscura ciudad, esos seres de ojos brillantes que eran aprendices de las magias más ostentosas, otros que pasaban el tiempo refinando las artes de la guerra y las artes de la seducción, hasta que apenas se podían distinguir una de otra, todos los que planeaban campañas secretas y los que hurgaban en misterios olvidados. También estaba rodeada por creyentes, los que añoraban una voz que fuera eco de sus invocaciones a la catástrofe, que aplacara su anhelo de una calamidad apocalíptica. Todos llegaban cantando y haciendo preguntas, algunos en idiomas que ni siquiera Yasammez hablaba. No prestó atención a nadie, y pasó del Palacio de la Puerta al Palacio de los Árboles Negros, luego a través de muchos más, el Palacio de los Huesos de Plata, el Palacio de los Niños Plañideros, el Palacio de las Gemas y el Polvo. Se detuvo frente al Palacio de los Espejos pero no entró, aunque el rey ciego y la reina silente aguardaban detrás de las puertas, conociendo su llegada desde antes de que ella abandonara su alta casa.
En cambio le habló al servidor que custodiaba la entrada, un Hijo del Fuego Esmeralda que mostraba el fulgor tenue de su especie a pesar de su túnica y su máscara:
—A las puertas hay miles de los nuestros que me han seguido desde la campiña. Procura que los traten bien. Pronto hablaré con ellos.
El enmascarado no respondió, sino que hizo una reverencia. Yasammez se alejó del Palacio de los Espejos (aún no era momento para sellar el Pacto del Cristal, aunque llegaría antes de que ella se marchara de Qul-na-Qar) y se dirigió a sus viejos aposentos, que daban al mar y el oscuro cielo crepuscular. La multitud que se había congregado en el interior del castillo y la seguía como hormigas a través de un árbol podrido se quedó esperando, con miradas de júbilo, vergüenza o locura, y al final se dispersó.
No importaba. Yasammez sabía que habría un tiempo para todos ellos.
* * *
Se había puesto su armadura, forjada en Gran Abismo en los días previos al Libro, templada durante siglos en una anónima montaña de hielo. Los pinchos negros la recubrían como las púas del animal al que debía su nombre, y su capa etérea oscurecía esas protuberancias sin ocultarlas. Tenía la cabeza al descubierto: había dejado el yelmo liso en la mesa, como si fuera una mascota y ella quisiera que presenciara la reunión.
Había otras siete figuras sentadas a la mesa redonda de la cámara de la dama Puerco Espín. Estaban a oscuras, pues sólo ardía una vela, y su llama temblaba frente a las ventanas abiertas, pero Yasammez y sus aliados no necesitaban verse.
En parte se comunicaban con palabras, en parte con pensamientos compartidos.
—Comeluna, ¿qué dice la tribu de los Cambiantes?
—Muchos nos acompañan. Huelo furia. Huelo preparación. Con frecuencia los nuestros fueron los primeros del Pueblo que se toparon con los simios de piedra, en el mundo anterior a la derrota, y también los primeros en sufrir. No sólo hay combatientes, sino otros dispuestos a ser ojos y oídos del resto, que volarán con rapidez y reptarán en silencio.
—¿Muchos? ¿Cuánto es eso?
—Muchos —gruñó el otro—. Más de los que puedo contar.
—Grajo Verde, ¿qué hay de los Timadores?
—Cautos pero dispuestos a escuchar, era de esperarse. Nuestra tribu siempre evalúa qué bando ganará, y se une a ese bando en el momento oportuno: no demasiado tarde, pero tampoco prematuramente.
—Tu franqueza es encomiable.
—¿Se puede enseñar a una rana a volar? Yo sólo digo la verdad.
—No habrá vencedor en esta lucha, aunque triunfemos. Éste es sólo un momento en la gran derrota. Pero los mortales sufrirán, y nuestro sufrimiento se atenuará. Aquello que hereden los simios de piedra cuando nos vayamos ya no sabrá dulce, nunca más. Que te quede bien claro. Ha llegado el momento de que tus Timadores, y todos los demás, decidáis el modo en que pereceréis… no como individuos, sino como familias del Pueblo.
—¿Por qué, señora mía? ¿Por qué debemos conceder la derrota? Todavía somos fuertes, y también son fuertes nuestras tradiciones. Sólo nuestra determinación ha sido débil.
—Aún no he llegado a ti, Piedra de los Renuentes. Pronto te preguntaré qué piensa la Guardia de los Elementales…
—Pregúntame ahora.
Una pausa.
—Habla.
—Piensan lo mismo que yo: que no podemos replegamos más, y que ya no podemos vivir en el exilio y la derrota. Debemos expulsarlos de nuestras tierras. Debemos incendiar sus casas y llevar la enfermedad a sus lechos. Debemos derribar sus templos y sepultar su cruel hierro en el suelo, para que pueda purificarse. Debemos traer la Antigua Noche.
—Te he oído. Pero al margen de sus deseos, ¿tu tribu me seguirá adonde la lleve, sin importar el camino que escoja? Porque sólo uno puede tener el mando.
—¿Puedes ejercer el mando, señora mía? ¿Qué hay del Pacto?
—El Pacto del Cristal es sólo una promesa hueca. Pero no podemos pasar por alto las viejas reglas, y así lo he convenido. Está hecho. Hace sólo una hora, lo firmé con mi sangre.
—¿Firmaste el Pacto? ¿Entonces te han dado el Sello de la Guerra?
Por toda respuesta ella levantó el yelmo de la mesa. En la habitación oscura, la cosa que estaba escondida debajo relució como piedra derretida. Ella alzó la gema roja con su gruesa cadena negra y se la puso, dejó que la piedra le cayera sobre el busto con un ruido metálico.
—Helo aquí.
Por un instante sólo se oyó el retumbo del mar, las olas chocando contra las rocas.
—La Guardia de los Elementales te seguirá, señora Puerco Espín.
Los otros hablaron uno por uno, describiendo el grado de preparación de sus tribus, pero todos convenían en que el número era adecuado. Había suficientes para cruzar la línea y librar la guerra.
—Entonces debo mostraros una cosa más.
Yasammez metió la mano en su gran capa. Con un chasquido de hebillas, alzó la vaina de su espada, la apoyó en la mesa, cerró la mano sobre la empuñadura de la espada y desenvainó el arma. De la punta al pomo era blanca como nieve maciza, como hueso lamido. La llama de la vela tembló y murió, presa de una brisa glacial. Ahora la única lumbre de la habitación era el fulgor húmedo de la espada.
—Fuego Blanco ha salido de su vaina. —La voz de Yasammez, el Fuego de la Venganza del Pueblo, era contundente, tanto en el habla como en el alado pensamiento. Sus palabras tenían el peso de lo que ella era y de lo que ella decía—. No será envainada hasta que yo haya muerto, o hasta que recobremos lo que nos arrebataron y la reina vuelva a vivir.
* * *
Briony lo encontró fuera, para su sorpresa y fastidio, paseando por el tranquilo y sombrío jardín oeste de la residencia. Pero en realidad él no estaba paseando: miraba los tejados donde las chimeneas se apiñaban como setas después de la lluvia.
—¿Viste eso? —Barrick se frotó los ojos.
—¿Qué?
—Creí ver… —Él meneó la cabeza—. Creí ver a un niño en el techo. ¿Será la fiebre? Vi muchas cosas cuando tenía fiebre…
Ella entornó los ojos, meneó la cabeza.
—Nadie subiría tan alto, y menos un niño. ¿Por qué no estás en cama? Fui a verte y me dijeron que te habías negado a quedarte en tu cámara.
—¿Por qué? Porque quería ver el sol. Pero casi se ha ido. Me siento como un cadáver, tendido en esa habitación oscura. —Endureció el rostro, abandonando su momentánea fragilidad—. En todo caso, parece que no me necesitas.
Briony se sobresaltó.
—¿A qué te refieres? Zoria misericordiosa, Barrick, ¿cómo puedes decir eso? ¡Eres todo lo que me queda! Gailon acaba de marcharse del castillo y de Marca Sur. En pocos días estará de vuelta en Estío, lleno de descontento, hablando con todos los que quieran escuchar… y muchos escucharán al duque de Estío.
Su hermano se encogió de hombros.
—¿Qué podemos hacer? A menos que hable como un traidor, no podemos impedir que diga lo que quiere. Ni siquiera sería fácil aunque hablara como un traidor. La corte de Estío tiene paredes tan gruesas como Marca Sur y los Tolly poseen un pequeño ejército.
—Es prematuro preocuparse por esas cosas, y si los dioses son bondadosos o Gailon tiene un mínimo de honor, no hará falta. Pero ya tenemos suficientes problemas, Barrick, así que termina con estas tonterías. Necesito que estés bien. Es mejor que pases unos días aburrido e inquieto en la cama y no que estés postrado todo el invierno. Deja que Chaven te atienda.
—¿De qué tonterías hablas? —Le clavó otra de sus miradas suspicaces—. ¿Estás segura de que no quieres apartarme del camino para que puedas cometer alguna necedad? ¿Indultar a Shaso, quizá?
A Briony le pesaba el corazón. ¿Cómo era posible que su mellizo, su amada otra mitad, pensara tales cosas? ¿Acaso la fiebre lo había cambiado tanto?
—¡No! No, Barrick, jamás haría semejante cosa sin tu aprobación. —Él la miró como si fuera una extraña—. Por favor, no es momento para discutir. ¡Somos todo lo que queda de la familia!
—Todavía está Merolanna. Y el Ratón Gritón.
Briony hizo una mueca.
—Es extraño, ahora que lo mencionas. Nunca he visto a la tía Merolanna tan perturbada… Quizá sea por Kendrick, pero parece raro. Antes del funeral era fuerte como piedra, pero desde entonces ha llorado como una demente, sin dejar sus aposentos. Fui a visitarla dos veces y apenas me dirigió la palabra, como si no viera el momento de que yo me fuera. Parece que toda la familia que nos queda está trastornada. Y otra sorpresa… Ya que la mencionas, te informo de que nuestra madrastra nos ha invitado a cenar con ella mañana por la noche.
—¿A qué viene eso?
—No lo sé. Pero seamos generosos y creamos que desea acercarse a sus hijastros ahora que Kendrick se ha ido.
Barrick expresó su opinión con un bufido.
—Otra cosa. ¿Has visto la carta que envió nuestro padre? La que Kendrick recibió de Hierosol el día antes de… antes de…
Barrick meneó la cabeza. Parecía molesto. No, era algo más. Parecía asustado. ¿Por qué?
—No. ¿Qué dice?
—De eso se trata. No sé adónde fue a parar. No puedo encontrarla.
—¡Yo no la tengo! —rezongó Barrick, y agitó la mano para disculparse—. Lo siento, creo que estoy realmente cansado. No sé nada sobre ella.
—Pero es importante que la encontremos. —Ella notó que de nada servía apremiarlo; estaba agotado—. Sea como fuere, no olvides que te necesito, Barrick. Te necesito. Desesperadamente. Ahora ve a acostarte. Descansa, y déjame hacer lo que hay que hacer mañana, y te hablaré de ello cuando vayamos a cenar con Anissa.
Él miró a Briony, miró en torno. El sol se había hundido detrás del ala oeste de la residencia y los techos se convertían en contornos oscuros; allí podía ocultarse todo un ejército de hijos de la fiebre.
—Muy bien, mañana me quedaré en cama —dijo—. Pero no más.
—Bien, ahora regresaré contigo.
—No me gusta dormir —dijo Barrick mientras recorrían el sendero. Casi sin que ella lo notara, él le había cogido la mano, como cuando eran niños—. No me gusta en absoluto. Tengo pesadillas espantosas, en que toda nuestra familia está maldita, embrujada…
—Sólo son pesadillas, querido Barrick, sueños inducidos por la fiebre. —Pero sus palabras le habían provocado un escalofrío, mientras las primeras brisas del anochecer se arremolinaban en el jardín y hacían susurrar las hojas de los setos y los árboles ornamentales.
—Sueño que la oscuridad desciende como una tormenta —susurró él—. Briony, en mis sueños veo el fin del mundo.