12
Durmiendo en piedra
EN LA LARGA TARDE
¿Qué son estas cosas que han caído?
Brillan a la vera del camino como gemas, como lágrimas
¿Acaso son estrellas?
Oráculos de Osario
Sílex observaba mientras Mica y Talco alisaban la piedra de la pared encima de la tumba. Los Esquisto podían ser un clan cerrado, y como eran sobrinos de Hornablenda, había temido que se opusieran al sustituto de su tío, pero en cambio habían sido sumamente serviciales. Toda su cuadrilla había sido ejemplar. Hasta Pómez hacía su trabajo sin quejarse demasiado: si habían tenido algún reparo, se lo habían tragado con tal de tener preparada la tumba del príncipe regente. La única luz que había allí eran las antorchas de la pared (cuatro de los soportes estaban recién tallados), pero sin duda el sol de la mañana ya debía estar ascendiendo sobre las almenas del este, y quedaban pocas horas para el funeral.
No había sido una tarea fácil, y Sílex agradecía a sus antepasados Cuarzo Azul que hubiera sido una labor relativamente menor, la construcción de una habitación nueva, y que estuvieran trabajando principalmente con piedra caliza. Aun así, habían tenido que pasar ciertos detalles por alto: la nueva cámara tenía una forma extraña y aún estaba inconclusa en el extremo donde un túnel bajo conducía a otras cavernas, y habían revestido sólo la pared donde habían cavado la tumba del príncipe regente. Trozos de pedernal aún sobresalían como islas en las paredes terminadas, y la mayoría de las tallas se deberían completar más tarde. Apenas habían tenido tiempo para que Carboncillo decorase la tumba y la pared circundante, pero el artesano había trabajado bien a pesar de la prisa, transformando ese boquete en los huesos del Midlan en una especie de pérgola. El plinto de piedra donde reposaría el féretro del príncipe regente parecía un lecho de hierba; los troncos de los árboles y las pobladas ramas esculpidas en las paredes de la cripta estaban talladas con tal delicadeza que parecían empequeñecerse con la distancia, fila tras fila. Era como si esa talla condujera al corazón de un bosque.
—Espléndido —le dijo a Carboncillo, que estaba terminando los detalles de un grupo de flores en el plinto—. Nadie podrá decir que los caverneros no han cumplido de sobra con su parte.
Carboncillo se limpió la cara sudorosa. Parecía mayor de lo que era: se había casado hacía pocos años, pero ya tenía los rasgos consumidos de un abuelo y el blanco de la barba no venía del polvo de piedra caliza.
—Pero es un trabajo triste. Es algo que tendría que haber hecho mi hijo, o incluso mi nieto, no yo. El pobre príncipe murió muy joven. ¿Y quién habría creído que ese sureño lo haría? Después de tantos años, parecía casi civilizado.
Sílex ordenó a los demás que se apresuraran a desmontar el andamiaje. Mica y Talco ya estaban en el suelo y prácticamente habían terminado, pero la cuadrilla aún tenía que cubrir de yeso los agujeros que las vigas de los andamios habían dejado en las paredes, y era preciso hacerlo pronto: Nynor el castellano tenía una docena de hombres y mujeres esperando para llenar la cripta familiar de los Eddon con flores y velas.
Carboncillo examinó un capullo de piedra, le dio un par de golpes de cincel y comenzó a pulirlo con una barra.
—Hablando de hijos, ¿dónde está el tuyo?
Sílex sintió una rara mezcla de orgullo e irritación al pensar en el niño como hijo suyo.
—¿Pedernal? Le ordené salir antes de que llegaras. Estará jugando en la superficie. Sus chiquilladas estaban a punto de enloquecerme.
Era sólo parte de la verdad. El niño estaba actuando en forma tan extraña que lo había asustado un poco. Pedernal estaba tan inquieto que Sílex temió que fuera un aire malo que se filtraba desde la caverna contigua a la tumba. El «hálito del abismo negro», lo llamaba su gente, y había matado a muchos caverneros a lo largo de los años, pero ninguno de los demás estaba afectado. Pronto fue evidente que la conducta del niño era tan rara que un bolsón de aire malo no podía explicarla: parecía atraído, y también amedrentado, por la oscura abertura del extremo de la tumba, y gruñía para sus adentros mientras la escrutaba como un niño mucho más pequeño (incluso como un animal, había pensado Sílex temerosamente) y cantaba canciones irreconocibles. Pero cuando le llamó la atención, Pedernal respondió las preguntas con su renuencia de costumbre, diciendo que el sonido de la caverna lo asustaba, que podía oír voces y oler cosas.
—Cosas que no entiendo —fue su única explicación—, que no quiero entender.
Pero cuando Sílex cogió un trozo de coral reluciente y se arrodilló para examinar la piedra en bruto de la caverna, no encontró nada inusitado.
Con un trabajo urgente y el recuerdo de lo que Cinabrio había dicho sobre la inquietud de los hombres, Sílex tomó una decisión. No quería que el niño armara un alboroto o distrajera a la cuadrilla, así que lo llevó arriba y le dijo que se quedara dentro de los límites del cementerio, pero que no se alejara de la escalera. Como los hombres se pasaban el día subiendo trozos de piedra caliza en carretillas, pensaba que el niño no podía meterse en problemas sin que nadie lo notara.
Al pensar en ello ahora, mientras Carboncillo usaba un trapo húmedo sumergido en arena para pulir las últimas imperfecciones, Sílex comprendió que hacía rato que no tenía noticias del niño. Ni siquiera había bajado a buscar su comida de la mañana. Hizo unas últimas sugerencias a los hombres que desmantelaban el andamiaje, palmeó a Carboncillo en el hombro y fue a ver en qué andaba el pequeño.
Algunos hombres de Nynor trabajaban en las cámaras externas de la tumba, limpiándola y preparándola para la procesión fúnebre, fregando el hollín que habían dejado las antorchas en las paredes, esparciendo juncos y capullos de siemprealbas en el suelo. Estas cosas vivientes llenaban los pasadizos de roca con un olor que le recordaba los días en que cortejaba a Ópalo y la llevaba a la superficie para caminar por la costa de Finisterra. Ella le había dicho que para una muchacha que casi nunca había salido de Cavernal era emocionante y escalofriante mirar el mar y esa inmensidad de cielo abierto. Él había sentido orgullo, como si lo hubiera creado todo para ella.
Pero el aroma de las flores y unos recuerdos felices de su juventud no podían cambiar la naturaleza del lugar. En esos nichos yacían los restos de los Eddon que habían gobernado Marca Sur, de vidas que en un tiempo podían haber sido grandiosas o insignificantes, pero que ahora eran todas iguales. Pero alguien los amó cuando vivían, pensó. Deudos sollozantes habían traído los cuerpos a este lugar, tal como hoy otros traerían al príncipe asesinado, y los habían dejado dormir en la piedra hasta que las maquinarias del tiempo los redujeran a polvo seco y nudos de hueso.
No le despertaba temor, aunque los caverneros no sepultaban a sus muertos, pero no podía pasar por alto la presencia de tantas vidas extintas. Algunos féretros más suntuosos, hechos de piedra o metal para durar siglos, no tenían la efigie del ocupante tal como se veía en vida, aunque había muchas de ellas, sino del ocupante en su muerte, mustio y decadente, un estilo de arte funerario de tres siglos atrás. Durante esos años posteriores a la peste, parecía que muchos moribundos deseaban recordar a los vivos que su buena suerte sería transitoria.
Sílex se preguntó por qué tanto misterio. Nuestros cuerpos proceden de la tierra, de todo lo que comemos y bebemos y respiramos, y al cabo vuelven a la tierra, al margen de lo que hagan los dioses con la chispa que arde en nuestro interior. Pero no podía ser tan indiferente como deseaba, y aunque había gente alta trabajando en las catacumbas circundantes, se dio prisa. Últimamente, aun antes de la muerte del príncipe regente, todo aquello que lo rodeaba parecía teñido con el hálito glacial de la mortalidad, un atisbo del final de las cosas.
Por una vez un hijo de la piedra se alegraba de ver la cruda luz del día, pero su buen ánimo no duró demasiado. Pedernal no estaba a la vista. Sílex recorrió todo el cementerio y los jardines, llamándolo, pero no pudo encontrarlo.
* * *
Briony, desnuda y fría después del baño, se miraba el cuerpo pálido detestando la debilidad de su condición de mujer.
Si fuera hombre, pensó, Estío y Brone y los demás no vigilarían cada una de mis palabras. No me considerarían débil. Aunque tuviera un brazo atrofiado como Barrick, temerían mi furia. Pero a causa de un accidente de nacimiento, de mi sexo, soy sospechosa.
La habitación estaba helada y ella estaba temblando. Oh, padre, ¿cómo pudiste abandonamos? Cerró los ojos y por un momento volvió a ser una niña, tiritando mientras las niñeras la atendían, secando su cuerpecito con franelas en la gran casa llena de sonidos familiares. ¿Adónde va al tiempo cuando se agota?, se preguntó. ¿Es como el sonido de las voces que retumban en un pasillo largo, cada vez más quedas hasta que dejas de oírlas? ¿Existe un eco de aquella época en que todos estábamos juntos… Kendrick vivo, nuestro padre aquí, Barrick feliz?
Pero aunque lo hubiera, sólo sería un eco moribundo, poblado por fantasmas.
Alzó los brazos.
—Vestidme —les dijo a Moina y Rose.
La evocación de su padre, el súbito afán de verlo, de oír su voz, le había recordado algo. ¿Dónde estaba la carta que Dawet dan-Faar había traído de Hierosol? Quizá estuviera con otras pertenencias de Kendrick. No había podido examinarlas todas. Pero la carta de su padre no era como otros papeles: no sólo necesitaba verla, sino que deseaba hacerlo, desesperadamente. La buscaría después del funeral. El funeral de Kendrick.
El horror que la aguardaba le aflojó las rodillas, pero se enderezó, se sostuvo con firmeza. No mostraría a sus damas su temor, su indefensión, su angustia.
Rose y Moina estaban extrañamente calladas. Briony se preguntó si estarían tan agobiadas como ella, o si sólo respetaban su estado de ánimo y el espantoso peso de ese día. ¿Qué importaba? La muerte imponía su propio respeto, de un modo u otro.
Le pusieron la camisa, procurando ajustarla sobre su piel húmeda. La enagua se sujetaba a la espalda; formaba un charco a sus pies, porque aún estaba descalza. Rose ciñó demasiado los lazos al sujetar el corsé y Briony gruñó pero no le pidió que los aflojara. Había aprendido que esta ropa formal cumplía un propósito: como la armadura de un soldado, daba una semblanza de fuerza cuando el cuerpo estaba débil.
¡No quiero ser débil! Quiero ser fuerte como un hombre, por la familia y por nuestro pueblo. ¿Qué significaba eso? Había muchas clases de fuerza, el vigor osuno de un Avin Brone o la fuerza más sutil que había poseído Kendrick: su hermano mayor una vez había derribado a un guardia corpulento con tal dureza en un torneo de lucha que tuvieron que llevarse al hombre en andas. Contuvo el aliento al pensar en él. Estaba tan vivo… No puede haberse ido. ¿Cómo puede una sola noche cambiar el mundo?
Pero también había otras clases de fuerza, pensó mientras Moina y Rose le ayudaban a ponerse el rígido vestido de seda negra, con brocado negro y filigrana de plata y oro. Nuestro padre casi nunca alza la voz, y nunca le he visto asestar un golpe con furia, pero sólo los necios lo consideraban débil. ¿Y por qué sólo los hombres se consideran fuertes? ¿Quién ha mantenido unida a esta familia en los últimos días? No yo, que Zoria me perdone. Tampoco había sido Barrick, ni el condestable. No, la tía abuela Merolanna, severa y firme como el monte Midlan, había puesto orden en la vida y había dado cierto sentido a la muerte.
Rose y Moina revoloteaban como abejas en torno a una flor oscura, alisando y extendiendo los puños de encaje del vestido de Briony, cortando un hilo suelto del dobladillo y poniéndole los zapatos, y una de ellas la sostuvo para que pudiera alzar el pie mientras la otra calzaba la sandalia negra. Por un momento sintió amor por esas muchachas. A fin de cuentas, también ellas actuaban con valentía. Las guerras de los hombres sucedían a lo lejos y ellos demostraban su coraje frente a ejércitos de otros hombres. Las guerras de las mujeres eran más sutiles y eran presenciadas principalmente por otras de su sexo. Sus damas de honor y las demás mujeres del castillo libraban una batalla contra el caos, procurando dar sentido a un mundo que parecía haberlo perdido.
No le gustaba lo que el mundo le había impuesto, pero hoy, decidió Briony, todavía sentía orgullo de ser lo que era.
Cuando terminaron con el calzado, las damas la envolvieron en una capa de grueso terciopelo negro, un regalo de su padre que nunca había usado. Se sentó en un taburete alto, o mejor dicho se inclinó, medio de pie, para que Rose le trajera las joyas y Moina y una doncella más joven empezaran a arreglarle el cabello.
—No te molestes con eso —le dijo a Moina, pero con suavidad. La joven se detuvo, con el rizador en la mano—. Usaré una toca: la que tiene costuras de plata.
Con tanta ceremonia como un mantis alzando un objeto sagrado del altar, Rose puso el alhajero en un cojín y abrió la tapa. Sacó el collar más grande, una pesada cadena de oro con un colgante de rubí, un regalo del padre de Briony a la madre que ella apenas había conocido.
—Ése no —dijo Briony—. No el día de hoy. Ése… El ciervo y nada más.
Rose alzó el collar de plata, desconcertada. El colgante del ciervo saltarín era una pieza pequeña e insignificante y no concordaba con la grave majestad del resto de su indumentaria.
—Me lo dio Kendrick. Un regalo de cumpleaños.
Rose sollozó mientras lo sujetaba al cuello de su ama. Briony trató de enjugar las lágrimas de la muchacha, pero las mangas de su vestido eran demasiado rígidas, la capa demasiado grande.
—Maldición, no empieces con eso. Me harás llorar a mí también.
—Llorad si queréis, alteza —dijo Moina, moqueando—. Aún no hemos empezado con vuestro rostro.
Briony se rio contra su voluntad. Esas malditas mangas tampoco le dejaban secarse los ojos, así que tuvo que resignarse a esperar a que Rose le llevara un pañuelo.
Con el pelo estirado y anudado sobre la nuca, trató de ser paciente mientras las dos damas le frotaban cosas en las mejillas y los párpados. Odiaba el maquillaje, pero hoy no era un día común. El pueblo —su pueblo— ya le había visto llorar. Hoy tenía que verla fuerte y compuesta, su rostro debía ser una máscara. Y esta inusitada libertad era una distracción para Rose y Moina: volvían a reírse mientras le pasaban colorete por las mejillas, a pesar de los ojos húmedos.
Cuando terminaron, le pusieron la toca triangular en la cabeza y la sujetaron con alfileres, luego extendieron el velo de terciopelo negro sobre los hombros y la espalda. Briony se sentía sólida y firme.
—Los guardias tendrán que venir a llevarme. Juro que no puedo moverme. Traedme un espejo.
Moina se sonó la nariz mientras Rose corría en busca del espejo. Las otras doncellas formaron un respetuoso semicírculo en torno a ella, susurrando, impresionadas. Briony se miró: de negro de la cabeza a los pies, con un destello de plata en la frente y el busto.
—Parezco Siveda, la doncella de la luna. La diosa de la noche.
—Os veis espléndida, alteza —dijo Rose, súbitamente formal.
—Parezco un barco a toda vela. Grande como el mundo. —Briony suspiró y se atragantó—. Oh, dioses, ayudadme a levantarme. Tengo que sepultar a mi hermano.
* * *
Un niño se aferraba a la pared externa de la capilla, pero aun en estos tiempos de temor, cuando enemigos despiadados podían andar sueltos, nadie reparó en él. Por el momento estaba acuclillado en el rincón de una vasta vidriera, y el cristal de color lo rodeaba como el trasfondo de una pintura. Aunque la capilla estaba llena de gente, si alguien había reparado en la sombra que estaba en el fondo de la gran ventana, había decidido que era sólo roña u hojarasca.
Un grupo de sirvientes se dirigió por el sendero del cementerio hacia la puerta que conducía a la fortaleza interior, trayendo los cestos que había llevado una hora antes, pero con sólo unos pétalos en el fondo; habían esparcido el resto dentro de la tumba y en el sinuoso sendero. El niño no los miró, y ellos estaban demasiado concentrados en su tarea y sus cuchicheos para mirar arriba.
Algo llamó la atención del niño. Una gran mariposa amarilla y negra se posó en el borde del techo y se quedó batiendo las alas con la lentitud de un corazón sereno. No era época de mariposas.
Encontró el borde de la vidriera con sus dedos regordetes y sucios y trepó hasta plantarse junto a la ventana de vidrio emplomado. Alguien que mirase desde dentro habría visto que la hojarasca se había convertido en una columna vertical, pero él no oía ningún sonido salvo el grave canto de un coro que cantaba el lay de Kernios, la más larga de las canciones fúnebres. Un momento después la columna desapareció y no hubo más sombras en la vidriera.
Pedernal se encaramó a una de las esculturas que decoraban la pared externa de la capilla, se movió como una araña hacia otra, trepó a una tercera. En pocos instantes, mientras al otro lado del cementerio los sirvientes cerraban un portón y sus voces se alejaban, estaba en el techo.
El tejado de la capilla era un anguloso campo de pizarra con chimeneas en espiral que sobresalían cada tanto como árboles. En medio de la pizarra había musgo e incluso matas de pasto, y el viento otoñal había acumulado grandes pilas de hojas contra las chimeneas, como nieve roja y parda. Muchos otros techos eran visibles desde ese lugar, mesetas que casi se tocaban en apiñada profusión, pero la mayor parte de la fortaleza interior con sus torres aún se erguía sobre su cabeza por doquier, el bosque de chimeneas proyectado en tamaño gigante.
A Pedernal no le importaban estas cosas. Al principio se quedó de bruces y miró el sitio donde la mariposa se había posado cerca de la parte superior del techo, aleteando con indolencia. Luego el niño empezó a arrastrarse hacia arriba, hundiendo los pies en las erupciones de musgo y las lajas levantadas, hasta que estuvo cerca del insecto. Estiró la mano y la mariposa reparó en él, se acercó al borde y desapareció, pero el niño no se detuvo. Cerró los dedos sobre algo muy diferente y lo extrajo de la hierba y se lo acercó a la cara.
Era una flecha, pequeña como una aguja. Entornó los ojos. Estaba adornada con penachos diminutos, amarillos y negros como las alas de la mariposa.
El niño se quedó mirando la flecha, inmóvil y en silencio. Alguien que lo observara habría creído que se había dormido con los ojos abiertos, tal era su quietud, pero el observador se habría equivocado. De pronto rodó y gateó por el tejado hasta la chimenea más próxima, rápido como una serpiente al ataque, persiguiendo algo que huía en el pequeño bosque de hierba que rodeaba la base de ladrillo.
Cerró la mano y volvió a quedarse quieto. Echó el puño hacia atrás, acercándolo al cuerpo mientras se sentaba con la espalda contra la chimenea. Cuando abrió la mano, la criatura que se acurrucaba allí no se movió hasta que él la tocó con el dedo.
El hombrecillo que rodaba y se acuclillaba en la palma de Pedernal no era mucho más alto que ese dedo. Su piel era oscura como el hollín, aunque costaba diferenciar la piel de la suciedad. Tenía ojos anchos, destellos blancos en la sombra de la mano del niño. Trató de liberarse de un brinco, pero Pedernal cerró los dedos y el hombrecillo volvió a acuclillarse, derrotado. Estaba vestido con harapos y trozos de pelambre gris. Llevaba botas blandas y tenía un rollo de hilo tosco sobre el hombro, una aljaba en la espalda.
Pedernal se agachó y recogió algo de la hierba. Era un arco, tan bien tensado que la cuerda apenas se veía. Pedernal lo miró un instante y se lo puso en la palma, junto al hombrecillo. El cautivo miró el arco y miró a su captor, lo recogió. Se pasó el arco de mano en mano, como maravillado, como si se hubiera convertido en algo totalmente distinto desde que lo había tocado. Pedernal lo miró sin sonreír, frunciendo el ceño.
El hombrecillo tragó aire.
—No me lastimes, señoría, te lo ruego —chilló, y ahora parecía haber esperanza en sus ojos, en vez de terror—. Me has atrapado, y estoy desguarnecido. Cumpliré tus deseos. Todos saben que un techero cumple su palabra.
Pedernal frunció el ceño, dejó al hombrecillo sobre la pizarra. El prisionero se puso de pie, titubeó, dio unos pasos, se detuvo de nuevo.
Pedernal no se movió. Su pequeño rostro se contrajo de confusión, y el hombrecillo dio media vuelta y empezó a trepar por las sendas de musgo entre las tejas, dirigiéndose a la cumbrera con el arco en la mano. Cada pocos pasos miraba por encima del hombro, como si temiera que su libertad fuera sólo un juego cruel, pero cuando llegó a la cima, el niño no se había movido.
—Ah, eres bondadoso, señoría —exclamó el hombrecillo, con voz casi inaudible—. Escarabajel y sus sucesores te recordarán. ¡Lo prometo! —Desapareció en la cumbrera.
Pedernal se quedó sentado contra la chimenea hasta que el sol se elevó y el coro concluyó con su sordo gemido, y luego inició el descenso.
* * *
Estaba agradecida de que Rose estuviera allí con el pañuelo, y enfadada consigo mismo por necesitarlo. Le costaba creer que una caja de madera barnizada pudiera causar tanta aflicción. Las canciones fúnebres continuaban, pero también estaba agradecida por eso; le permitía recobrar la compostura.
Parecía vergonzoso sepultar a Kendrick en un féretro cualquiera, pero no habían tenido tiempo de preparar uno adecuado. Nynor le había asegurado que los artesanos caverneros habían hecho un buen trabajo con la tumba. El verdadero ataúd con la efigie tallada no debía apresurarse. ¿Acaso la princesa deseaba que una semblanza imperfecta de su hermano escrutara la eternidad, como si estuviera obligado a esconderse detrás de una tosca máscara? Podrían trasladar a Kendrick al féretro de piedra cuando estuviera terminado.
Aun así, parecía vergonzoso.
A pesar de la presencia de miembros de la corte como Rose y Moina, el taciturno Chaven e incluso el viejo Acertijo, sin sombrero y vestido con un traje negro y gris, el pelo estirado sobre la cabeza en mechones delgados, el banco de la familia real en el frente de la capilla estaba ocupado sólo a medias. Anissa, la madrastra de Briony, estaba a poca distancia, junto a Merolanna, con los brazos sobre el vientre en un gesto protector. Un velo negro le ocultaba la cara, pero sollozaba y moqueaba. Al menos logramos sacarla de la cama, pensó Briony con amargura. Últimamente no veía mucho a la reina. Anissa había transformado la Torre de la Primavera en una fortaleza, cubriendo las ventanas con paños gruesos y rodeándose de mujeres como un monarca asediado se rodearía de soldados. Briony nunca había sentido gran afecto por su madrastra, pero por primera vez empezaba a detestarla de veras. Tu esposo está prisionero, mujer, y han asesinado a uno de sus hijos. Aun con un bebé en el vientre, tendrías que pensar en tus obligaciones en vez de ocultarte en tu nido como una hembra de cuervo protegiendo los huevos.
El coro concluyó y el jerarca Sisel, con su mejor atuendo rojo y plata, se levantó y se puso frente al ataúd para iniciar la oración fúnebre. Eran las cosas en que Sisel destacaba, mostrando por qué el rey Olin lo había escogido para ocupar un puesto tan importante a pesar de las objeciones de los superiores de Sisel en Sian (que lo consideraban demasiado tibio en su respaldo a las medidas del actual trigonarca), y dijo las conocidas palabras con aparente compasión y sinceridad. Mientras la tranquilizadora letanía hierosolana llenaba la capilla de Erivor, Briony casi llegó a creer que había hallado uno de esos ecos del pasado, un resabio de los días en que cuchicheaba con sus hermanos durante las ceremonias, irritando a Merolanna y frustrando al viejo mantis, el padre Timoid, que sabía que Olin no permitiría que regañaran a los niños por una falta que consideraba insignificante.
Pero ya no soy una niña. No puedo escapar de este momento.
Mientras Sisel decía las palabras del epitafio, y los nobles repetían las frases pertinentes, Briony oyó unos susurros. Moina hablaba en voz baja con un paje.
—¿Qué quiere? —preguntó Briony.
—Me manda vuestro hermano, alteza —dijo el niño.
Briony trató de inclinarse hacia el niño, pero su ceñida indumentaria le cortó el aliento.
—¿Barrick? —Claro que tenía que ser Barrick. Si su otro hermano le hubiera enviado un mensaje, no lo traería un niño que moqueaba—. ¿Se encuentra bien?
—Se encuentra mejor. Me manda decir que no tendríais que ir a la cr… la cr… —El niño estaba nervioso y no recordaba la palabra.
Este chiquillo está frente a la diosa de la noche, pensó. ¿Estáis contento, Brone? Ya no soy una niña plañidera. Me he transformado en una mujer que asusta a los críos.
—¿La cripta?
—Sí, alteza. —El niño asintió, pero no se animaba a mirarla a los ojos—. Dice que no debéis bajar a la cripta sin ver lo que él os envía.
—¿Qué me envía? —Briony miró a Rose, que sollozaba mirando el ataúd apoyado en el altar. Estaba envuelto en un estandarte blasonado con el lobo y las estrellas de los Eddon, pero no era menos espantoso a pesar de su orgulloso envoltorio. A sus espaldas, los cortesanos susurraban y se enfadó ante esa falta de respeto—. ¿Por qué hablan esos necios? Rose, ¿oíste lo que dijo el niño? ¿Qué me envía Barrick?
—A mí mismo.
Se volvió y su corazón palpitó dolorosamente. Con una larga capa negra que apenas cubría su ropa de noche blanca, y un semblante aún más pálido que de costumbre, Barrick podría haber sido Kendrick en su mortaja. Su mellizo estaba en el pasillo de la capilla, flanqueado por guardias que lo ayudaban a mantenerse erguido. Tan sólo llegar allí había sido un evidente esfuerzo; tenía el rostro empapado de sudor y no lograba enfocar la vista.
Briony se levantó y pasó junto a Moina, agradeciendo estar en el frente de la capilla y no apresada entre dos filas de bancos, como una carabela en un fondeadero angosto. Rodeó a Barrick con los brazos a pesar de su pesada ropa y su apretado corsé, luego comprendió que todos debían de estar mirándolos. Se apartó un poco y le besó la mejilla, que aún estaba caliente por la fiebre o el esfuerzo.
—Grandísimo tonto —murmuró—, ¿qué haces aquí? Tendrías que estar en cama.
Él se había quedado rígido mientras lo abrazaba; dio un paso atrás, zafándose de los guardias que intentaban ayudarlo.
—¿Qué hago aquí? —preguntó en voz alta—. Soy un príncipe de la casa de Eddon. ¿Creías que enterrarías a nuestro hermano sin mí?
Briony se llevó la mano a la boca, sorprendida por el tono pero alarmada por su expresión de fría rabia. Este gesto pareció conmoverlo tal como no lo habían conmovido el abrazo y el beso: ablandó el rostro y aflojó el cuerpo. Un guardia le cogió el codo.
—Lo lamento, Briony. He estado muy enfermo. Me costó mucho llegar aquí. Tenía que recobrar el aliento cada pocos pasos, pero era preciso… por Kendrick. No me hagas caso. He pensado muchas tonterías…
—Desde luego… Oh, Barrick, desde luego. Siéntate. —Lo ayudó a sentarse junto a ella. Él no le soltó la mano, aterrándola con su apretón húmedo y caliente.
El jerarca Sisel, tras esperar a que los cortesanos volvieran a sentarse, y con una mínima y discreta mirada de asombro, reanudó el encomio.
* * *
—«Ora hayamos nacido en tiempos de alegría o tiempos de aflicción, ora hagamos de nuestra vida una maravilla a ojos de todos o una vergüenza a la vista del cielo, los dioses sólo nos conceden el tiempo permitido», decía el oráculo Iaris en tiempos del esplendor de Hierosol, y decía la verdad. A ningún hombre se le otorga más certidumbre que la muerte, por encumbrado que sea. Pero aunque sea de la más baja condición, su espíritu puede sentarse con los inmortales en el cielo.
»A Kernios de la negra y fecunda tierra encomendamos los restos mortales de nuestro amado Kendrick Eddon. A Erivor de las aguas devolvemos la sangre que corría por sus venas. Pero a Perin de los cielos ofrecemos su espíritu, para que vuele a los altos palacios de los dioses tal como un ave es llevada por los vientos hasta el refugio de su nido.
»Que las bendiciones de los Tres caigan sobre nuestro hermano. Que las bendiciones de los Tres caigan también sobre los que debemos permanecer aquí. El mundo será un sitio más oscuro sin esta luz que acaba de extinguirse, pero que brillará radiante en los palacios de los dioses y será un astro en el firmamento…
* * *
Cuando terminó, el jerarca esparció un puñado de tierra sobre el ataúd, luego unas gotas de agua de una jarra ceremonial; por último, puso una pluma blanca encima de ellos. Mientras los nobles entonaban la respuesta a las palabras de Sisel, cuatro guardias se adelantaron e insertaron dos varas largas en las manijas del ataúd, agitando la cabeza bordada del lobo del paño de tal modo que su expresión feroz pareció transformarse en una mueca de confusión, luego alzaron el ataúd y lo llevaron a la puerta de la capilla.
Briony, andando despacio para que Barrick no se rezagara, ocupó su sitio detrás del ataúd. Estiró una mano y alzó el estandarte de la familia para tocar la madera bruñida. Quería decir algo, pero no se resignaba a creer que el Kendrick que ella conocía estuviera en esa caja.
Sería demasiado cruel ponerlo bajo esa piedra. Él amaba cabalgar, correr…
Lloraba de nuevo cuando sacaron el ataúd de la capilla tras una guardia ceremonial, con la comitiva de nobles detrás de los mellizos.
Los otros residentes del palacio habían aguardado junto al sendero cubierto de flores, los sirvientes y nobles menores que ahora tenían su única oportunidad de ver el féretro que contenía los restos del príncipe. Muchos lloraban y gemían como si la muerte de Kendrick acabara de ocurrir, y Briony se sintió conmovida, pero también irritada. Tuvo que dominarse para no dar media vuelta y regresar corriendo a la capilla. En cambio se volvió hacia Barrick y vio que él ni reparaba en la multitud. Miraba el suelo apretando los dientes, usando todas sus fuerzas para seguir avanzando detrás del ataúd. Causaba dolor mirarlo, hasta miedo: parecía que aún estaba encerrado en un sueño febril, como si sólo su cuerpo hubiera regresado al mundo de los vivos.
Desvió los ojos y escrutó la muchedumbre, y entrevió un rostro pequeño que la miraba atentamente desde el muro, un niño rubio que al parecer había trepado para tener un panorama mejor. Por un instante sintió miedo por el niño, que estaba a gran altura, pero él parecía tan despreocupado como una ardilla.
Barrick la alcanzó y le susurró al oído.
—Están por doquier.
Por un instante ella pensó que hablaba de niños como el que estaba subido al muro.
—¿Quiénes?
Él se llevó el dedo a los labios.
—Baja la voz. Ellos creen que no lo sé, pero lo sé. Y cuando sea dueño de mi heredad, les haré pagar por lo que han hecho. —Se rezagó y clavó los ojos en el suelo, tensando la boca en una sonrisa dolorida.
Que esto termine pronto, rezó Briony. Misericordiosa Zoria, déjanos sepultar a nuestro hermano y que este día termine.
Cuando llegaron al cementerio, la procesión serpenteó entre las sombras oblicuas de antiguas piedras hasta llegar a la entrada de la cripta familiar. Briony, Barrick, Anissa, Merolanna y algunos más siguieron a los guardias y su carga, mientras los demás nobles se quedaban a las puertas de la tumba, como abandonados.
* * *
El cementerio estaba lleno de gente alta vestida de luto. Sílex se sentía perdido en un bosquecillo de árboles negros. No había rastro del niño por ninguna parte.
Sólo le quedaba esperar. El funeral estaba a punto de concluir. En pocos instantes la familia real saldría y la multitud se dispersaría. Quizá pudiera averiguar adonde había ido el niño.
Ópalo nunca me perdonará, pensó. ¿Qué pudo haberle sucedido? Con tanta gente aquí, ¿se habrá encontrado con su verdadera familia? Sílex pensó que hasta Ópalo soportaría eso, siempre que lo supieran con certeza.
Pero no es sólo Ópalo, admitió. Yo también lo echaré de menos, lamentaré su pérdida. ¡Fisura y fractura, escúchate! Hablas como si sepultaran a Pedernal, no al príncipe. Sólo se ha metido en alguna parte, nada más…
Una mano le tocó la espalda. Al volverse, vio al niño junto a él.
—¡Tú! ¿Dónde has estado? —Con inesperada alegría y alivio, Sílex aferró al niño y lo estrechó. Era como abrazar a un gato escurridizo. Sílex lo soltó y le echó un vistazo. El niño parecía tranquilo. También parecía ocultar algo, pero eso no era nada nuevo—. ¿Dónde has estado? —insistió Sílex.
—Encontré a uno de los viejos habitantes.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
Pedernal no respondió. En cambio fijó la vista en el lugar donde la familia real había descendido a la tumba. Al volverse, Sílex vio que algunos de ellos ya habían salido: el funeral había concluido.
—Aún no me has dicho dónde estabas, niño…
—¿Por qué me mira esa mujer?
Sílex se giró y vio a una anciana corpulenta en brocado negro y dorado, parte de la comitiva fúnebre. Creyó reconocerla, y sospechó que era la tía abuela del príncipe asesinado, Merolanna. En efecto, miraba al niño, pero se meció un poco, como si fuera a desmayarse. Pedernal se puso detrás de Sílex, pero no parecía atemorizado, sólo cauteloso. Sílex vio que las doncellas de la anciana la sostenían y la conducían a la fortaleza interior, pero la mujer seguía mirando en torno como si buscara al niño, con una extraña mezcla de terror y anhelo, hasta que se perdió de vista en la multitud.
Antes de que Sílex lograra entender lo que había visto, una onda recorrió la muchedumbre, un suave murmullo. Cogió la manga del niño para que no volviera a escabullirse. El príncipe y la princesa salían de la cripta. Ambos parecían conmocionados, y el príncipe estaba tan pálido y ojeroso que parecía un morador de la tumba que hubiera escapado al aire libre.
Pobre familia Eddon, pensó Sílex mientras los mellizos se alejaban, rodeados por cortesanos y sirvientes pero en cierto modo solos, como si no formaran parte del mundo del resto de la gente del castillo. Costaba creer que fueran los mismos que había visto cabalgando en las colinas pocos días atrás.
Ahora sobrellevan el peso del mundo, pensó. Por primera vez, entendió de veras el sentido de esa vieja frase que aludía a la torva solidez de la tierra y la fría piedra. Le hizo estremecerse.