11: Novia de dios

11

Novia de dios

LAS BAYAS

Blancas como huesos, rojas como sangre

Rojas como carbones, blancas como arcilla

¿Ninguna de ellas es dulce?

Oráculos de Osario

Si Qinnitan había pensado que la sala del trono del autarca sería un recinto más íntimo que el cavernoso templo de la Colmena, se había equivocado: el séquito del Dorado era aún más majestuoso en esa sala de mosaicos blancos y negros abarrotada de soldados y criados y los representantes de muchas familias nobles e intereses comerciales y burocráticos, todos reunidos bajo la mirada de los vigilantes dioses de grandes ojos pintados del techo. En el centro, el autarca ocupaba el gran Trono del Halcón, una inmensa cabeza de pájaro con plumas de topacio y ojos de jaspe rojo; Sulepis Bishakh am-Xis III estaba sentado a la sombra de la parte superior del áureo pico de la gigantesca ave de rapiña. El autarca estaba rodeado por sus legendarios mosqueteros, los Leopardos, y los Leopardos estaban rodeados por un contingente igualmente famoso de mercenarios perikaleses, los Sabuesos Blancos. Estos Sabuesos eran ya de segunda o tercera generación, pues sus antepasados habían sido capturados por el abuelo del actual autarca en una famosa batalla naval. Pocos de ellos recordaban la lengua de Perikal, pero el amo de gran parte del continente de Xand disponía de muchas mujeres pálidas para mantener la actual generación de Sabuesos tan blanca como sus predecesores. Esos norteños eran hombres de aspecto extraño, aun para los ojos asustados y confundidos de Qinnitan; más que sabuesos, parecían esos osos que había visto en pinturas, velludos y barbados y corpulentos.

Desde detrás de los mercenarios perikaleses, un Leopardo la observaba, un soldado importante, a juzgar por la larga cola negra del yelmo. Tenía el ceño fruncido, y su compleja armadura enfatizaba sus anchos hombros. Temiendo haber cometido un error, Qinnitan bajó los ojos.

Cuando volvió a alzar la vista, el nudo de cortesanos se alejaba del Trono del Halcón, retrocediendo con reverencias y aleteos de manos, y de nuevo pudo ver al autarca. El joven dios en la tierra estaba reclinado y miraba el pico que se estiraba sobre su cabeza como si sólo él estuviera en la sala, y se rascó la larga nariz. Sus dediles de oro relucieron, diminutos guardianes de la seguridad de toda la creación: una verdad tan poderosa como el azul del cielo rezaba que el autarca no debía tocar nada impuro.

La madre de Qinnitan lloraba de nuevo. Qinnitan estaba asustada también, pero no lograba entender esa conducta. Le dio un codazo a su madre, una impertinencia que habría sido impensable en la mayoría de las familias.

—¡Silencio! —susurró, algo que habría sido aún más impensable.

—¡Somos tan afortunadas! —dijo su madre, moqueando.

¿Somos? A pesar del terror de haber sido seleccionada, la abrumadora extrañeza de todo ello, y hasta cierto inevitable cosquilleo de orgullo por haber llamado la atención del hombre más poderoso del mundo, Qinnitan sabía una cosa: no quería casarse con el autarca. Había en él algo que la asustaba, y no era sólo su incomparable poder ni las cosas que había oído sobre sus crueles caprichos. Había algo en sus ojos, algo que nunca había visto en otra persona, pero que había visto en un caballo que había derribado a su jinete y luego, cuando el pie del hombre quedó atrapado en el estribo, lo arrastró por la plaza atestada, partiéndole la cabeza contra los adoquines hasta que un soldado abatió a la bestia de un flechazo. Mientras el caballo jadeaba en sus últimos estertores, había visto que sus ojos rodaban, y esos ojos no veían lo que tenían delante.

Aunque el sereno autarca parecía disfrutar del espectáculo que lo rodeaba, tenía esos ojos. Qinnitan no quería que la entregaran a ese hombre, ir a su cama, desvestirse para él y ser tocada y penetrada por él, aunque fuera un dios en la tierra. La sola idea la hacía temblar como si tuviera fiebre.

Claro que no tenía opción. Si lo rechazaba moriría, no sin antes ser testigo de la muerte de sus padres y hermanos. Y ninguna de esas muertes sería rápida.

—¿Dónde están los padres de la muchacha abeja? —preguntó el autarca. Se hizo el silencio. Alguien tosió nerviosamente.

—Están allí, Dorado —dijo un hombre mayor que llevaba una armadura ceremonial hecha de tela de plata, señalando el lugar donde la madre y el padre de Qinnitan estaban de bruces en el suelo de piedra. Qinnitan cayó en la cuenta de que no se había prosternado, y agachó la cabeza. Supuso que el hombre de la armadura plateada era Pinimmon Vash, el ministro supremo.

—Traedlos —ordenó el autarca con su voz fuerte y aguda. Alguien volvió a toser. El sonido resaltó en el silencio que siguió a las palabras del autarca, y Qinnitan se alegró de que no hubiera sido uno de sus padres.

—¿La entregáis para que sea la prometida del dios? —preguntó el ministro a los padres de Qinnitan, que aún estaban postrados, sin mirar al autarca. Aun en medio de su desdicha, Qinnitan se avergonzó de su padre. Cheshret era sacerdote, y podía permanecer de pie ante el altar del mismísimo Nushash. ¿Por qué no podía mirar al autarca?

—Desde luego —dijo su padre—. Es un honor… Así… lo consideramos…

—En efecto. —El autarca señaló un cofre de madera con su dedo reluciente—. Dadles el dinero. Jeddin, designa a algunos de tus hombres para que les ayuden a llevarlo a casa. —El Leopardo que antes la miraba murmuró unas palabras y dos mosqueteros del autarca se adelantaron para alzar el cofre. Obviamente era pesado—. El valor de diez caballos en plata. Un pago generoso por el honor de traer a vuestra hija a mi casa, ¿verdad?

Los hombres que llevaban el cofre ya cruzaban la sala del trono. Los padres de Qinnitan los siguieron torpemente, tratando de mantenerlo a la vista pero sin atreverse a dar la espalda al autarca.

—Sois demasiado generoso, Señor de la Gran Tienda —dijo su padre, inclinándose una y otra vez—. Traéis gran honor a nuestra casa. —La madre de Qinnitan volvió a llorar. Poco después se habían ido.

—Y ahora… —dijo el autarca, y alguien volvió a toser. El autarca arrugó el rostro delgado—. ¿Quién es ése? Traedlo aquí.

Tres Leopardos saltaron de la tarima y se internaron en la sala enarbolando sus armas bruñidas y decoradas. La multitud les abrió paso. Poco después regresaron a la tarima arrastrando a un hombre joven y frágil. La multitud se replegó aún más, como si portara una enfermedad fatal, cosa que era probable, pues había llamado la colérica atención del dios en la tierra.

—¿Tanto me odias que debes interrumpirme con tus ladridos? —inquirió el autarca. El joven, que había caído de rodillas cuando los soldados lo soltaron, meneó la cabeza, sollozando de terror. Estaba tan despavorido que su rostro tenía el color del azafrán—. ¿Quién eres?

El joven estaba demasiado asustado para responder. El ministro supremo carraspeó.

—Es un escribiente de mi ministerio del Tesoro. Es bueno con las sumas.

—También lo son mil mercaderes del mercado Trampa Para Aves. ¿Hay algún motivo para que no lo haga ajusticiar, Vash? Ya me ha hecho perder demasiado tiempo.

—Sin duda, Dorado —dijo el ministro supremo con un gesto de infinita aflicción—. Sólo puedo alegar a su favor que tiene fama de ser muy industrioso y goza de simpatía entre los demás escribas.

—¿Conque sí? —El autarca miró un instante los famosos mosaicos del techo, se rascó la larga nariz con un largo dedo. Ya parecía aburrido del asunto—. Muy bien, he aquí mi sentencia. Leopardos, lleváoslo. Descoyuntadlo con la barra de hierro. Luego, si sobrevive, esos amigos suyos del Tesoro pueden cuidarlo, alimentarlo y demás. Veremos hasta dónde llega su amistad.

La gran multitud aprobó con un murmullo la sabiduría de la sentencia del autarca, mientras Qinnitan reprimía un alarido de horrorizada furia. Se llevaron al joven, que arrastraba los pies, dejando un rastro húmedo como un caracol. Se había desmayado, pero antes había vaciado la vejiga. Un trío de sirvientes se apresuró a limpiar las baldosas.

—En cuanto a ti, muchacha —dijo el autarca, todavía furioso, y el corazón de Qinnitan se aceleró aún más. ¿Ya se había cansado de ella? ¿La haría matar? La había comprado a sus padres como una gallina en el mercado, y nadie alzaría un dedo para salvarla—. Ven ante mí.

Logró que le funcionaran las piernas para subir la escalinata. Logró llegar ante el Trono del Halcón y prosternarse sin que le temblaran las rodillas. Apoyó la frente en la fría piedra y deseó que el tiempo se detuviera, que nunca tuviera que abandonar ese lugar y averiguar qué más le deparaba el destino. Un aroma potente y dulce le llenó las fosas nasales, amenazando con hacerla estornudar. Atisbo por los ojos entornados. La había rodeado un enjambre de sacerdotes que esparcía incienso con recipientes de bronce, perfumándola para la presencia del autarca.

—Eres muy afortunada, hija —dijo Pinimmon Vash—. Eres favorecida por encima de casi todas las mujeres de la tierra. ¿Lo sabes?

—Sí, mi señor. Por supuesto, mi señor. —Apretó la frente contra la piedra, sintió que el frío se le propagaba por la piel. Sus padres la habían vendido al autarca sin siquiera averiguar qué sería de ella. Se preguntó si podría chocar la cabeza contra las baldosas con fuerza suficiente para matarse antes de que alguien la detuviera. No quería casarse con el señor del mundo. Con sólo mirar ese rostro largo y esos extraños ojos de pájaro se le paraba el corazón. A esta distancia, casi sentía el calor que despedía su cuerpo, como si fuera una estatua de metal que hubiera estado todo el día al sol. La idea de que la tocaran esas manos de dedos delgados, que esos dediles le rozaran la piel mientras ese rostro se acercaba al suyo…

—Ponte de pie —ordenó el autarca. Obedeció, tambaleándose tanto que el ministro supremo tuvo que sostenerle el codo con su mano apergaminada. Los claros ojos del dios viviente recorrieron su cuerpo hasta llegar al rostro, bajaron de nuevo hacia su cuerpo. No había lascivia en ellos, nada realmente humano: era como estar colgada del garfio de un carnicero—. Es delgada pero no es fea. Debe ir a la Reclusión, naturalmente. Entregadla a la vieja Cusy y decirle que ésta debe recibir un tratamiento especial y muy cuidadoso. Panhyssir le dirá lo que se espera de ella.

Para su asombro, Qinnitan alzó los ojos.

—Mi señor, mi amo —le dijo al autarca—, no sé por qué me habéis escogido, pero haré lo posible para serviros.

—Me servirás bien —dijo él, con una risa extraña e infantil.

—¿Puedo pedir un favor, gran amo?

—Interpelarás al autarca Sulepis como «Dios Viviente en la Tierra» o Dorado —dijo el ministro supremo con severidad, mientras la multitud reprobaba su atrevimiento con murmuraciones.

—Dorado, ¿puedo pedir un favor?

—Puedes.

—¿Puedo despedirme de mis hermanas de la Colmena, mis amigas? Fueron muy bondadosas conmigo.

Él la miró un instante, asintió.

—Jeddin, que algunos de tus Leopardos la lleven de vuelta para que se despida y para que traiga cualquier cosa que necesite de su vida anterior. Luego entrará en la Reclusión. —Entornó los ojos claros—. No pareces feliz con el honor que te he otorgado, muchacha.

—Estoy… avasallada, Dorado. —Fue presa del temor. Apenas podía elevar la voz para que él la oyera; sabía que los demás ni siquiera oirían un murmullo en esa inmensa sala—. Creedme, por favor, no tengo palabras para describir mi felicidad.

* * *

El contingente de Leopardos la condujo por los largos pasajes del Palacio del Huerto, un laberinto que sólo conocía de nombre pero que ahora, al parecer, sería su hogar durante el resto de su vida. Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza como incienso asfixiante.

¿Para qué me quiere? Hasta hoy, apenas había reparado en mí. «No es fea», dijo. Es lo que se dice en un matrimonio de conveniencia. Pero yo no aporto nada. Mis padres no son nadie. ¿Por qué escogerme a mí, aun como nueva esposa entre cientos…?

El capitán Leopardo, el soldado musculoso de cara seria llamado Jeddin, volvía a observarla. Parecía que hacía un rato que la miraba, pero ella no lo había notado.

—Os pido disculpas —dijo—, pero no puedo daros mucho tiempo para vuestras despedidas. Nos esperan en breve en la Reclusión.

Ella asintió. Él tenía ojos intensos, pero su destello era mucho más humano que la fuerza que animaba la mirada sin fondo del autarca.

En la Colmena, todas las muchachas parecían saber que llegaba Qinnitan. Tal vez el oráculo lo predijo, pensó con amargura. Iba a quedar fuera del alcance de las abejas doradas, y ese pensamiento la intimidaba. De las honduras femeninas de la Colmena a la cárcel femenina de la Reclusión. No parecía un buen cambio, por asombroso que fuera el honor de haber sido escogida.

La suma sacerdotisa Rugan la despidió con orgullo pero con poco afecto.

—Nos has traído un gran honor —declaró, y besó a Qinnitan en cada mejilla antes de regresar a sus aposentos y sus cuentas. La acolita superiora Chiyssa, en cambio, parecía francamente apenada de que se fuera, aunque también había orgullo en su semblante.

—Nadie ha pasado jamás de la Colmena a la Reclusión —dijo, rebosante de religiosidad, como cuando hablaban las abejas. Qinnitan sospechó que Chiyssa soñaba con lo maravilloso que habría sido que la eligieran a ella.

Qinnitan soñaba con lo mismo.

—¿De veras tienes que irte? —Duny lloraba, pero parecía tan emocionada y complacida como Chryssa—. ¿Por qué no puedes quedarte aquí hasta que se haga?

—No seas tonta, Dunyaza —le dijo la acolita superiora—. La futura esposa del autarca no puede vivir en la Colmena. ¿Y si alguien…? ¿Y si ella…? —Chryssa frunció el ceño—. No sería correcto. ¡Él es el Dios Viviente en la Tierra!

Cuando la acolita superiora se marchó, Qinnitan guardó sus escasas pertenencias en un saco: el peine de hueso tallado que su madre le había dado cuando la habían llamado para ingresar en las Abejas Sagradas, un collar de piedras pulidas de sus hermanas, un espejo de metal de sus hermanos, el vestido festivo que nunca había usado desde que ingresara en la orden. Mientras empacaba estas cosas, tratando de responder a las alborotadas preguntas de Duny (¿cuánto podía contarle si ella ignoraba qué le sucedería, por qué la habían escogido o cómo habían reparado en ella?), comprendió que a partir de ahora ya no sería una persona, al menos para las hermanas de la Colmena, sino una historia.

Seré Qinnitan, la muchacha que el autarca escogió. Hablarán de mí por la noche. Se preguntarán si alguna vez le sucederá a una de ellas.

Pensarán que es una historia maravillosa y romántica, como la de Dasmet y la muchacha sin sombra.

—No os olvidéis de mí —dijo.

Duny la miró asombrada.

—¿Olvidarnos de ti? Qin-ya, ¿cómo podríamos…?

—No os olvidéis de la verdadera Qinnitan. No inventéis historias tontas sobre mí. —Se quedó mirando a su amiga, que por una vez enmudeció—. Tengo miedo, Duny.

—Casarse no es tan malo. Mi hermana mayor me contó… —Se interrumpió, abriendo los ojos—. Me pregunto si los dioses lo harán del mismo modo que la gente…

Qinnitan meneó la cabeza. Duny nunca lo entendería.

—¿Podrás venir a visitarme?

—¿Qué? ¿En la Reclusión?

—Desde luego. Sólo se prohíbe la entrada de los hombres. Por favor, dime que lo harás.

—Qin, claro que sí. Sí, iré a visitarte, en cuanto las hermanas me lo permitan.

Echó los brazos alrededor de Duny. Chryssa se había plantado en la puerta, dando a entender que los soldados se estaban impacientando.

—No te olvides de mí —susurró Qinnitan al oído de su amiga—. No te creas que soy… una princesa.

Duny meneó la cabeza confundida mientras Qinnitan cogía el saco con sus escasas pertenencias y seguía a la acolita superiora.

—Algo más —dijo Chryssa—. La madre Mudry quiere hablar contigo antes de que te vayas.

—¿El… oráculo…? ¿Conmigo? —Mudry ni siquiera conocía a Qinnitan. Nunca habían estado cerca desde que Qinnitan había ingresado en la Colmena. ¿Acaso esa augusta anciana deseaba pedir un pequeño favor al autarca? Sin duda era eso. Pero lo más agradable que dijo de mí fue que yo no era fea. Eso no me da mucho poder para obtener favores.

Atravesaron la parte más oscura de la Colmena. El murmullo soñoliento de las abejas impregnaba los conductos de aire de las paredes. Su canción se oía por doquier. Si las abejas reparaban en la partida de una acolita joven, no parecía molestarlas.

La habitación del oráculo olía a agua de lavanda e incienso de sándalo. Mudry estaba sentada en su silla de respaldo alto, el rostro hacia la puerta, moviendo ojos ciegos detrás de los párpados. Estiró las manos. Qinnitan vaciló; parecían garras.

—¿Ésta es la niña? ¿La muchacha?

Qinnitan miró en torno, pero Chryssa se había quedado en la puerta.

—Soy yo, madre Mudry —dijo.

—Cógeme las manos.

—Es muy amable por tu parte…

—¡Silencio! —interrumpió Mudry, pero no con enfado, sino como advirtiendo a un niño que no toque una llama. Cerró las manos frías sobre los dedos de Qinnitan—. Nunca hemos enviado a alguien a la Reclusión, pero Rugan me dice que te considera… especial. —Sacudió la cabeza—. ¿Sabías que en un tiempo todo era nuestro, muchacha? Surigali era la señora de la Colmena, y Nushash su dócil consorte.

Qinnitan no sabía qué significaba esto, y había sido un día largo y confuso. Se sentó en silencio mientras Mudry le estrujaba los dedos. La anciana se quedó quieta, como si escuchara, irguiendo el rostro, tal como antes el autarca había mirado el vacío mientras decidía que haría triturar los huesos de un hombre porque había tosido. Las manos de la anciana se entibiaron, se pusieron calientes, y Qinnitan hizo un esfuerzo para no zafarse. El oráculo aflojó su arrugado rostro, abrió la boca desdentada en una mueca de consternación.

—Es como yo temía —dijo la madre Mudry, soltándole las manos—. Es malo, muy malo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres? —¿El oráculo conocía su destino? ¿Sería asesinada por su futuro esposo, como tantos otros?

—Un ave volará antes de la tormenta —dijo Mudry, con voz casi inaudible—. Pero está herida, y apenas puede batir las alas. Aun así, es la única esperanza que queda cuando despierte el durmiente; aun así, la vieja sangre es fuerte. No hay mucha esperanza… —Se meció un momento, se quedó quieta, se volvió hacia Qinnitan. Si no hubiera sido ciega, le habría clavado la vista—. Estoy cansada, disculpa. Hay poco que podamos hacer y no tiene sentido asustarte. Debes recordar quién eres, muchacha, nada más.

Qinnitan ignoraba si la anciana se portaba así habitualmente, pero sabía que el oráculo la estaba asustando, quisiéralo o no.

—¿A qué te refieres? ¿Recordar qué? ¿Que soy una hermana de la Colmena?

—Recuerda quién eres. Y cuando se abra la jaula, debes volar. No la abrirán dos veces.

—Pero no entiendo…

Chryssa asomó la cabeza por la puerta.

—¿Todo bien, madre Mudry?

La anciana asintió. Volvió a estrujar los dedos de Qinnitan con su mano áspera, la soltó.

—Recuerda, recuerda.

Qinnitan contuvo el llanto mientras la acolita superiora la entregaba a los soldados y su capitán, el ceñudo Jeddin, para que condujeran a la prometida al encierro de la Reclusión.