1: La caza de guiverno

1

La caza de guiverno

EL CAMINO MENGUANTE

Bajo la piedra, tierra

Bajo la tierra, estrellas;

bajo las estrellas, sombra

Bajo la sombra, todas las cosas que se conocen

Oráculos de Osario,

del Libro de la Lamentación (texto sagrado qar)

* * *

El aullido de los sabuesos ya se extinguía en las hondonadas que habían dejado atrás cuando Barrick se detuvo. Su inquieta montura ansiaba volver a la cacería, pero Barrick Eddon tiró de las riendas para que la yegua siguiera bailoteando sin avanzar. Su pálido rostro parecía traslúcido de fatiga, y sus ojos tenían un brillo febril.

—Adelante —le dijo a su hermana—, aún puedes alcanzarlos.

Briony meneó la cabeza.

—No te dejaré solo aquí. Descansa si lo necesitas, y luego seguiremos juntos.

Él frunció el ceño como sólo puede hacerlo un chico de quince años, la expresión de un sabio entre idiotas, un noble entre palurdos.

—No necesito descansar, cabeza hueca. Es que no tengo interés.

—No sabes mentir —le respondió ella con dulzura. Eran mellizos, y estaban tan ligados como si fueran amantes.

—Y nadie puede matar un dragón con una lanza, de todos modos. ¿Cómo lo dejaron pasar los hombres que vigilan la Línea de Sombra?

—Tal vez cruzó de noche y no lo vieron. No es un dragón, de todos modos, sino un guiverno: mucho más pequeño. Shaso dice que puedes matarlo con un buen golpe en la cabeza.

—¿Qué sabéis tú y Shaso de guivernos? —preguntó Barrick—. No vienen trotando por las colinas todos los días. No son vacas.

A Briony le pareció mala señal que él se frotara el brazo atrofiado sin tratar de disimular. Estaba más pálido que de costumbre, con ojeras azules, tan flaco que por momentos parecía hueco. Temió que hubiera vuelto a caminar dormido y el pensamiento la estremeció. Había vivido toda su vida en el castillo de Marca Sur, pero aún no le gustaba atravesar sus salas laberínticas y resonantes después del anochecer.

Forzó una sonrisa.

—No, tontuelo, no son vacas, pero el maestro de caza le preguntó a Chaven antes de que partiéramos, ¿recuerdas? Y Shaso dice que apareció uno en tiempos del abuelo Ustin. Mató a tres ovejas en una granja de Finisterra.

—¡Tres ovejas enteras! ¡Cielos, qué monstruo!

El aullido de los sabuesos se agudizó, y ambos caballos se movieron con nerviosismo. Alguien tocó un cuerno, y la arboleda casi ahogó ese gemido.

—Han visto algo. —Ella sintió una punzada—. ¡Por el amor de Zoria! ¿Y si esa cosa lastima a los perros?

Barrick sacudió la cabeza con enfado, se apartó un rizo de pelo rojo de los ojos.

—¿Los perros?

Pero Briony temía sinceramente por ellos. Había criado a dos de los sabuesos, Rack y Dado, desde que eran cachorros, y en cierto sentido, para esta princesa eran más reales que la mayoría de la gente.

—¡Vamos, Barrick, por favor! Cabalgaré despacio, pero no te abandonaré aquí.

La sonrisa burlona de Barrick se borró.

—Puedo ganarte aun empuñando las riendas con una sola mano.

—¡Pues hazlo! —rio ella, cabalgando cuesta abajo. Hacía lo posible por disipar su mal humor, pero conocía demasiado bien esa máscara fría e inexpresiva: sólo el tiempo, y quizá la emoción de la cacería, le volverían a insuflar vida.

Briony miró por encima del hombro y se alivió al ver que Barrick la seguía, una sombra enjuta sobre el caballo gris, vestido como si estuviera de luto. Pero su mellizo se vestía así todos los días.

Por favor, Barrick, dulce y furioso Barrick, no te enamores de la muerte. Ese pensamiento extravagante la sorprendió (normalmente los sentimientos poéticos la hacían sentir como si tuviera una picazón que no se podía rascar) y en su distracción casi arrolló a una pequeña figura que se cruzó en la larga hierba. Con el corazón palpitante, frenó a Nieve y se apeó de un salto, segura de que había estado a punto de matar al hijo de un labriego.

—¿Estás herido?

El que se levantó de la hierba amarillenta era un hombrecillo de pelo cano, y su cabeza no llegaba a la cincha: un cavernero de edad mediana, con piernas y brazos cortos pero musculosos. Se quitó el arrugado sombrero de fieltro e hizo una reverencia.

—Estoy bien, alteza. Sois amable al preguntar.

—No te vi…

—Pocos me ven, alteza. —Él sonrió—. Y además, yo debería…

Barrick pasó de largo sin mirar a su hermana ni al hombrecillo. A su pesar, le molestaba el brazo y su silla estaba peligrosamente inclinada. Briony se apresuró a montar, desarreglándose la falda.

—Perdona —le dijo al hombrecillo, y se inclinó sobre el pescuezo de Nieve y la espoleó para seguir a su hermano.

* * *

El cavernero ayudó a su esposa a levantarse.

—Te iba a presentar a la princesa.

—No te hagas el listo. —Ella se arrancó briznas de la gruesa falda—. Fue pura suerte que ese caballo no nos aplastara.

—Aun así, podría ser tu única oportunidad de conocer a alguien de la familia real. —Él sacudió la cabeza, remedando tristeza—. Nuestra última oportunidad de mejorar nuestra posición, Ópalo.

Ella entornó los ojos, negándose a sonreír.

—Mejor sería tener suficientes monedas para comprar botas nuevas para ti, Sílex, y un chal abrigado para mí. Entonces podríamos ir a reuniones sin esta pinta de hijos de mendigos.

—Hace mucho tiempo que no parecemos hijos de nadie, querida. —Él le arrancó otra brizna del cabello mechado de gris.

—Y pasará mucho más hasta que consiga mi nuevo chal si no nos ponemos en marcha. —Pero era ella quien se demoraba, mirando la hierba pisoteada con cierto interés—. ¿De veras era la princesa? ¿Adónde irían con tanto apuro?

—Seguían a los cazadores. ¿No oíste los cuernos? ¡Tarará! Hoy los nobles están cazando a un pobre animalillo en las colinas. En los viejos tiempos, podría haber sido uno de nosotros.

Ella frunció la nariz, recobrándose.

—No me fijo en esas cosas, y si eres sabio, tú tampoco lo harás. No te mezcles con la gente alta sin necesidad, y no les llames la atención, como decía mi padre. No te ganarás sus favores. Ahora sigamos con nuestro trabajo, viejo. No quiero estar errando por la linde de la Línea de Sombra cuando llegue la oscuridad.

Sílex Cuarzo Azul meneó la cabeza, de nuevo serio.

—Yo tampoco, mi amor.

* * *

Los sabuesos se negaban a entrar en la arboleda, pero no dejaban de ladrar. El bullicio era ensordecedor, pero aun los cazadores más ansiosos se conformaban con esperar colina arriba, hasta que los perros expulsaran a la presa a campo abierto.

Para la mayoría, la atracción de la cacería tenía poco que ver con la presa, aunque fuera tan excepcional como ésta. Una veintena de señores y damas, y muchas veces ese número de servidores, se amontonaba en la ladera, y los nobles se reían y parloteaban y admiraban (o fingían admirar) los caballos y la ropa de sus iguales, mientras los soldados y criados iban a la zaga o conducían carros llenos de comestibles, bebidas y vajilla, e incluso los pabellones plegados donde el grupo había comido antes. Muchos escuderos llevaban caballos de refresco, porque no era infrecuente que durante una cacería entusiasta una montura se derrumbara con una pata quebrada o el corazón reventado. Ningún cazador se resignaría a perderse la matanza y volver a casa en carreta a causa de un caballo muerto. Entre los rústicos y los criados superiores se paseaban hombres armados con picas o alabardas, caballerizos y cuidadores de perros con ropas andrajosas y embarradas, algunos sacerdotes (los de jerarquía inferior tenían que caminar, como los soldados) e incluso Acertijo, el viejo y escuálido bufón del rey, que tocaba una desganada canción de caza con su laúd mientras procuraba permanecer sentado en un asno ensillado. Las apacibles colinas que estaban al pie de la Línea de Sombra contenían el equivalente de una aldea en movimiento.

Briony, que siempre ansiaba salir del pétreo encierro del castillo, donde las torres tapaban el sol casi todo el día, se había alegrado de escapar momentáneamente de esa muchedumbre para disfrutar del silencio. Se preguntaba cómo sería una cacería en las populosas cortes de Sian y Jellon. Había oído decir que a veces duraban semanas. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello.

Shaso dan-Heza salió de la multitud para ir al encuentro de Barrick y Briony cuando bajaban por la cresta. El maestro de armas era el único miembro de la nobleza que parecía realmente vestido para matar algo, pues no llevaba la ropa fina de la mayoría de los nobles sino su vieja coraza de cuero negro, apenas un poco más oscura que su piel. Su gran arco de guerra golpeaba contra la silla de montar, encorvado y tenso como a la espera de un ataque. Para Briony, el maestro de armas y su huraño hermano Barrick parecían un par de nubarrones que chocarían pronto, y se preparó para el trueno. No tardó en llegar.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó Shaso—. ¿Por qué dejasteis atrás a los guardias?

Briony se apresuró a asumir la culpa.

—No pensábamos alejamos tanto tiempo. Sólo estábamos hablando, y Nieve cojeaba un poco…

El viejo guerrero tuaní no le prestó atención, y clavó los ojos en Barrick. Shaso parecía más enfadado de la cuenta, como si los mellizos hubieran hecho algo más que apartarse un rato de la multitud. ¿Acaso pensaba que corrían peligro a tan poca distancia del castillo, en el país que la familia Eddon había gobernado durante generaciones?

—Vi que te alejabas de la partida de caza sin avisar a nadie, muchacho —dijo—. ¿En qué estabas pensando?

Barrick se encogió de hombros, pero tenía manchas de color en los pómulos.

—No me llames muchacho. Y no es asunto tuyo.

El viejo hizo una mueca y arqueó la mano. Por un instante aterrador, Briony pensó que le pegaría a Barrick. Había propinado al joven muchos coscorrones a través de los años, pero siempre durante la instrucción, los golpes legítimos del combate; pegarle al príncipe en público sería una cosa muy distinta. Shaso no era bien visto. Muchos nobles afirmaban sin tapujos que no era adecuado que un sureño de tez oscura, y para colmo ex prisionero de guerra, ocupara un puesto tan elevado en Marca Sur, que la seguridad del reino no debía estar en manos de un extranjero. Nadie dudaba de la destreza ni la valentía de Shaso. Cuando lo habían desarmado en la batalla de Hierosol, en la que él y el joven rey Olin se enfrentaron como enemigos, se había necesitado media docena de hombres para capturar al guerrero tuaní, y aun así había logrado zafarse el tiempo suficiente para desmontar a Olin de un puñetazo. Pero en vez de castigar al prisionero, el padre de los mellizos admiró el coraje del sureño y lo llevó a Marca Sur. Sufrió diez años de cautiverio, pues nadie pagó rescate, y Olin le cobró gran estima y lo puso en libertad, salvo por un vínculo de honor con la familia Eddon, y le dio un puesto de responsabilidad. Habían pasado más de dos decenios desde la batalla de Hierosol, y Shaso dan-Heza había cumplido su deber con honor, destreza y un rigor casi fastidioso, eclipsando a los demás nobles (y ganándose su resentimiento por eso, más aún que por el color de su piel) al punto de alcanzar la elevada posición de maestro de armas, el ministro de guerra del rey en todos los reinos de la Marca. El ex prisionero había sido intocable mientras el padre de los mellizos ocupaba el trono, pero Briony se preguntaba si los títulos de Shaso, o Shaso mismo, sobrevivirían en ausencia del rey Olin.

Shaso bajó la mano, como si un pensamiento similar le hubiera cruzado la cabeza.

—Eres un príncipe de Marca Sur —le dijo a Barrick, con sequedad pero en voz baja—. Cuando arriesgas la vida sin necesidad, no es a mí a quien perjudicas.

Barrick lo miró desafiante, pero las palabras del viejo enfriaron un poco su cólera. Briony sabía que Barrick no se disculparía, pero tampoco habría una pelea.

El aullido de los perros se había intensificado. Kendrick, el hermano mayor de los mellizos, los llamó con una señal. Estaba conversando con Gailon Tolly, el joven duque de Estío. Briony cabalgó colina abajo y Barrick fue tras ella. Shaso les dio unos pasos de ventaja antes de seguirlos.

Gailon de Estío (sólo unos años mayor que Barrick y Briony, pero con una rígida formalidad que enmascaraba su rechazo por ciertas excentricidades de la familia) se quitó el sombrero de terciopelo verde y los saludó con una reverencia.

—Princesa Briony, príncipe Barrick. Estábamos preocupados por vuestro bienestar, primos.

Ella dudaba que fuera cierto. Los Tolly eran la familia que seguía a los Eddon en la línea de sucesión, y tenían fama de ser ambiciosos. Gailon al menos fingía una honorable subordinación, pero dudaba que lo mismo pudiera decirse de sus hermanos menores, Caradon y el perturbador Hendon. Briony agradecía que el resto de los Tolly prefiriesen mandar en su vasto feudo de Estío en vez de jugar a los vasallos leales en Marca Sur, y dejaran esa tarea a su hermano el duque.

Kendrick, el hermano de Briony, demostraba un asombroso buen humor, teniendo en cuenta que sus jóvenes hombros debían cargar con las responsabilidades de la regencia durante la ausencia de su padre. A diferencia del rey Olin, Kendrick era capaz de olvidar sus problemas el tiempo suficiente para disfrutar de una cacería o una celebración. Ya se había desabotonado la chaqueta de fina tela sesiana, y su cabello dorado era una maraña.

—Conque aquí estáis —saludó—. Gailon tiene razón: estábamos preocupados por vosotros dos. Es muy raro que Briony se pierda el alboroto. —Echó una ojeada a la fúnebre indumentaria de Barrick y ensanchó los ojos—. ¿La Procesión de la Penitencia ha llegado temprano este año?

—Ya, debería disculparme por mi ropa —gruñó Barrick—. Qué mal gusto de mi parte, vestirme así, como si nuestro padre estuviera cautivo. Aunque espera… Nuestro padre está cautivo. Figúrate.

Kendrick hizo una mueca y miró inquisitivamente a Briony, que puso una cara que decía: Tiene uno de sus días difíciles.

—¿Prefieres volver? —le preguntó el príncipe regente a su hermano menor.

—¡No! —Barrick negó con la cabeza, pero logró forzar una sonrisa—. No. Todos se preocupan demasiado por mí. No quiero ser grosero, de veras. El brazo sólo me duele un poco. A veces.

—Es un joven valiente —dijo el duque Gailon sin socarronería, aunque aun así Briony se puso en guardia como uno de sus amados perros. El año anterior Gailon le había propuesto matrimonio. Era bastante guapo, a pesar de su larga barbilla, y las propiedades de su familia en Estío sólo eran más pequeñas que Marca Sur, pero Briony se alegraba de que su padre no hubiera tenido prisa para encontrarle marido. Presentía que Gailon Tolly no sería tan tolerante con su esposa como el rey Olin con su hija. Si de él dependiera, procuraría que Briony no fuera a la cacería con una falda partida, cabalgando a horcajadas como un hombre.

Los perros aullaban con más estridencia, y una agitación conmocionó a la partida de caza reunida en la colina. Al volverse, Briony vio un movimiento en los árboles del valle, un centelleo rojo y dorado como hojas de otoño arrastradas por un rápido arroyo. Algo irrumpió desde la maleza, una gran forma serpentina que fue plenamente visible durante unos segundos antes de desaparecer en la hierba alta. Los perros ya la perseguían en frenético tropel.

—¡Por los dioses! —exclamó Briony, súbitamente atemorizada, y varios de los que la rodeaban hicieron la señal del Trígono, con tres dedos contra el pecho—. ¡Esa cosa es enorme! —Encaró a Shaso con el ceño fruncido—. ¿No dijiste que podías matar a una de esas criaturas con un buen golpe en la cabeza?

Hasta el maestro de armas estaba perplejo.

—La otra… era más pequeña.

Kendrick sacudió la cabeza.

—Esa cosa tiene diez codos de largo… o yo soy un acuano. ¡Traed las lanzas para jabalíes! —le gritó a un batidor, y echó a cabalgar colina abajo, seguido por Gailon de Estío y los demás nobles, que se apresuraban a ocupar un lugar junto al joven príncipe regente.

—Pero… —Briony guardó silencio. No sabía qué se proponía decir. A fin de cuentas, estaban allí para cazar un guiverno, pero de pronto tuvo la certeza de que Kendrick correría peligro si se acercaba demasiado. No eres oráculo ni bruja, se reprochó, pero la preocupación era abrumadora, la cristalización de algo que la había perturbado todo el día como una sombra en el rabillo del ojo. Sentía en el aire la extrañeza de los dioses, la presencia de lo invisible. Quizá no fuera Barrick el que andaba buscando la muerte, sino que la deidad siniestra, el Padre de la Tierra, los cazaba a todos.

Sacudió la cabeza para ahuyentar su escalofrío de temor. Pensamientos tontos, Briony, pensamientos malignos. Debía ser el efecto de la melancólica alusión de Barrick a su padre cautivo. No había nada maligno en ese día de fines de dekamene, el décimo mes, y el sol era tan fuerte que aún parecía pleno verano. ¿Cómo podían oponerse los dioses? Ahora toda la partida seguía a Kendrick, y los caballos trepidaban colina abajo en pos de los perros, y los batidores y criados correteaban detrás, gritando alborotadamente, y de pronto ella quiso estar al frente con Kendrick y los demás nobles, dejando atrás las sombras y preocupaciones.

Esta vez no me quedaré atrás como una niña, pensó. Como una dama decorosa. Quiero ver un guiverno. Y quizá sea yo quien lo mate. ¿Por qué no?

En todo caso, sus hermanos necesitaban que alguien los cuidara.

—Venga, Barrick —exclamó—. No hay tiempo para deprimirse. Si no vamos ahora, nos perderemos todo.

* * *

—Esa muchacha, la princesa… se llama Briony, ¿verdad? —preguntó Ópalo tras una hora de marcha.

Sílex ocultó una sonrisa.

—¿Estamos hablando de la gente alta? Creí que no te mezclabas con ellos.

—No te burles. No me gusta este lugar. Aunque es un día de sol, parece oscuro. ¡Y la hierba está muy húmeda! Me hace cosquillear el cuerpo.

—Lo lamento, querida. A mí tampoco me gusta este lugar, pero las cosas interesantes están en la linde. Cada vez que se retrae un poco hay algo nuevo. ¿Recuerdas el huevo de Edri, ese cristal grande como un puño? Lo encontré tirado en la hierba, como un objeto arrojado en una playa.

—Este sitio… no es natural.

—Claro que no. Nada es natural en la Línea de Sombra. Por eso los qar la crearon al escapar de los ejércitos de la gente alta, no sólo como límite entre sus tierras y las nuestras, sino como… advertencia, diría yo. «Prohibido pasar». Pero dijiste que querías venir hoy, y aquí estás. —Miró la línea de niebla que recorría las herbosas colinas, más densa en las hondonadas, pero espesa como edredón en las crestas—. Ya falta poco.

—Si tú lo dices —gruñó ella con fatiga.

Sílex se avergonzó de burlarse de su vieja esposa. Ella podía ser ácida, pero también lo era una manzana, y aun así era nutritiva.

—Por cierto, ya que preguntabas. Sí, la muchacha se llama Briony.

—Y el otro, el que vestía de negro… ¿Es el otro hermano?

—Creo que sí, pero nunca lo he visto tan de cerca. Esa familia no se muestra mucho en público. El viejo rey, Ustin, el abuelo de esos jóvenes, era muy dado a los festivales y desfiles, ¿recuerdas? No pasaba un día festivo sin que…

Ópalo no parecía interesada en las reminiscencias históricas.

—Ese muchacho parecía triste.

—Bien, su padre está prisionero, y piden un rescate que el reino no puede pagar, y el muchacho tiene un brazo atrofiado. Quizá sean buenos motivos.

—¿Qué le pasó?

Sílex agitó la mano como si no fuera de las personas que se dedican a chismorrear, pero era pura apariencia.

—Oí decir que se le cayó un caballo encima. Pero el viejo Pirita asegura que su padre lo arrojó escalera abajo.

—¿El rey Olin? ¡Nunca haría semejante cosa!

A Sílex le causó gracia ese tono indignado; para tratarse de alguien que afirmaba no interesarse por la vida de los altos, su esposa tenía opiniones bastante concretas sobre ellos.

—Parece rebuscado —concedió—. Y los dioses saben que el viejo Pirita es capaz de decir cualquier cosa cuando ha bebido suficiente mosto de musgo. —Calló, frunciendo el ceño. Siempre costaba percatarse, pues en la frontera las distancias eran engañosas, pero había algo raro.

—¿Qué pasa?

—Se… se movió. —Estaban a pocos pasos del límite, y no quería acercarse más. Clavó la mirada, primero en el suelo, luego en una arboleda de robles blancos, medio sofocados por la niebla y débiles como espíritus errantes. Desde que tenía memoria, era la primera vez que esa turbiedad sobrenatural había avanzado más allá de los troncos. Se le erizó el vello de la nuca—. ¡Se movió!

—Pero me has dicho que siempre se está moviendo.

—Va y viene como la marea. Como una aspiración y una exhalación. Por eso encontramos cosas aquí, cuando la línea retrocede hacia las tierras de las sombras. —Sentía en el aire una pesadez muy extraña aun en ese lugar encantado, como si lo observaran. Le quitaba hasta las ganas de hablar—. Pero desde que los crepusculares la crearon hace dos siglos, nunca se acercó a nosotros, Ópalo. Hasta ahora.

—¿A qué te refieres?

—Ha avanzado. —Sílex se negaba a creerlo, pero había pasado mucho tiempo en esas colinas—. Como aguas que se desbordan. Ha avanzado al menos una docena de pasos.

—¿Eso es todo?

—¿Eso es todo? Mujer, los crepusculares trazaron esa línea para que los hombres no invadieran las tierras de las sombras. Nadie la cruza y regresa, que yo sepa. ¡Y hasta hoy, no había avanzado un palmo hacia el castillo en doscientos años! —Estaba sin aliento, mareado—. Tengo que contárselo a alguien.

—¿Tú? ¿Y por qué querrías enredarte en esto, viejo? ¿Acaso la gente alta no tiene guardias que vigilan la Línea de Sombra?

Él agitó las manos con exasperación.

—Sí, y tú los viste cuando pasamos frente a su garita, aunque ellos no nos vieron, o no se interesaron. ¡Era como si estuvieran custodiando la luna! No prestan atención a nada, y la tarea se encomienda a soldados jóvenes e inexpertos. Hace tanto tiempo que no hay cambios en esta frontera brumosa que creen que nada puede cambiar. —Sacudió la cabeza, preocupado por un sonido sordo, casi inaudible, un temblor del aire. ¿Un trueno distante?—. Ni siquiera yo puedo creerlo, y hace años que recorro estas colinas. —El rumor se intensificaba, y Sílex comprendió que no era un trueno—. ¡Fisura y fractura! —maldijo—. ¡Son caballos que vienen hacia aquí!

—¿Los cazadores? —preguntó ella. La húmeda ladera y los encorvados árboles parecían capaces de ocultar cualquier cosa—. Dijiste que hoy salían de cacería.

—No viene de esa dirección… y nunca se aventurarían hasta aquí, tan cerca de… —Su corazón dio un vuelco—. Dioses de la cruda tierra… ¡Viene de la tierra de las sombras!

Cogió la mano de su esposa y la llevó a rastras por la colina, lejos del límite brumoso, hundiendo las cortas piernas y patinando en la hierba húmeda mientras buscaban el refugio de los árboles. El estrépito de los cascos ahora era ensordecedor, como si estuviera encima de los tambaleantes caverneros. Sílex y Ópalo llegaron a los árboles y se arrojaron a la espinosa maleza. Sílex abrazó a su esposa y miró la ladera, donde cuatro jinetes irrumpieron de la niebla y frenaron sus briosas monturas blancas. Los altos y flacos animales, diferentes de todos los caballos que Sílex había visto, pestañearon como si no estuvieran habituados a la luz del sol, aunque fuera tan tenue. No pudo ver el rostro de los jinetes, que llevaban cogullas grises o negras que tenían el lustre de un charco aceitoso. También ellos parecían sorprendidos por el resplandor de este lugar. Una lengua de niebla caracoleaba entre las patas de los caballos, como si su tierra sombría no se resignara a soltarlos.

Un jinete se volvió lentamente hacia los árboles donde se ocultaban los dos caverneros, y el destello de unos ojos en las honduras tenebrosas de la capucha era el único indicio de que no estaba vacía. Por un largo momento el jinete se limitó a mirar, o quizá escuchar, y aunque cada fibra de Sílex le decía que echara a correr, se quedó muy quieto, aferrando a Ópalo con tanto vigor que ella forcejeó en silencio para zafarse del doloroso apretón.

Al fin el encapuchado dio media vuelta. Uno de sus compañeros sacó algo de su alforja y lo arrojó al suelo. Los jinetes se demoraron un instante más, mirando valle abajo, hacia las lejanas torres del castillo de Marca Sur. Luego, sin un sonido, volvieron grupas y dirigieron sus fantasmales caballos blancos hacia la irregular pared de niebla.

Sílex aguardó con el corazón palpitante antes de soltar a su esposa.

—Me has aplastado las entrañas, viejo idiota —gimió ella, apoyándose en las manos y las rodillas—. ¿Quién era? No pude ver.

—No lo sé. —Todo había sido tan rápido que parecía un sueño. Sílex se levantó, sintiendo el palpitante dolor de su torpe y apresurada fuga en todas las articulaciones—. Salieron de la niebla, dieron media vuelta y regresaron… —Se calló, mirando el bulto oscuro que los jinetes habían soltado. Se movía.

—Sílex, ¿adónde vas?

No se proponía tocarlo, desde luego. Ningún cavernero era tan necio como para levantar algo que no querían ni siquiera los que vivían más allá de la Línea de Sombra. Al aproximarse, notó que el gran saco emitía ruidos de miedo.

—Hay algo ahí dentro —le dijo a Ópalo.

—Hay algo en muchas cosas —dijo ella, siguiéndolo de mala gana—. Pero no hay nada en tu cabezota. Déjalo en paz y vámonos. De esto no puede salir nada bueno.

—Está vivo… —Un pensamiento le cruzó la cabeza. Era un duende, u otra criatura mágica expulsada de aquellas tierras. Las viejas leyendas decían que los duendes otorgaban deseos. Y si él lo liberaba, ¿no le concedería esos deseos? ¿Un nuevo chal? Ópalo tendría un guardarropa digno de una reina. O quizá el duende lo condujera a una veta de orofuego y los maestros de los gremios caverneros pronto visitaran la casa de Sílex con la gorra en la mano, suplicando su ayuda. Hasta su engreído hermano…

El saco se movió y se volcó. Algo gruñó en su interior.

Desde luego, pensó, quizá tuvieran un motivo para cruzar la Línea de Sombra y abandonarlo como una osamenta en un muladar. Podría ser algo sumamente desagradable.

Un sonido aún más extraño salió del saco.

—Oh, Sílex. —La voz de su esposa había cambiado—. ¡Hay un niño ahí dentro! ¡Escucha! ¡Está llorando!

Él aún no se movía. Todos sabían que aun de este lado de la Línea de Sombra había duendes que podían imitar la voz de los seres queridos para desviar a los viajeros y llevarlos a un final funesto. ¿Por qué esperar algo mejor de algo que venía del país crepuscular?

—¿No piensas hacer nada?

—¿Hacer qué? Podría haber un demonio ahí dentro, mujer.

—Eso no es un demonio. Es un niño… y si tú estás demasiado asustado para liberarlo, Sílex Cuarzo Azul, yo lo haré.

Conocía demasiado bien ese tono. Murmuró una plegaria a los dioses de los lugares profundos y se acercó al saco como si fuera una serpiente enroscada, pisando con cuidado para evitar una posible picadura. El saco estaba atado con un nudo de soga gris. Lo palpó con cuidado y descubrió que el cordel era resbaladizo como esteatita bruñida.

—¡Apresúrate, viejo!

Él la miró de mala gana y empezó a deshacer el nudo cautamente, lamentando no tener algo más afilado que su viejo cuchillo, que se había mellado extrayendo piedras. A pesar del aire fresco y neblinoso, el sudor le perlaba la frente cuando logró abrir el nudo. Hacía un rato que el saco estaba quieto y silencioso. Se preguntó si la criatura que estaba en su interior se habría asfixiado, y casi deseó que fuera así.

—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó su esposa, pero antes de que él tuviera tiempo de explicar que ni siquiera había abierto esa maldita cosa, algo salió disparado de la pesada bolsa como una piedra de la boca de una culebrina y lo tumbó de espaldas.

Sílex trató de gritar, pero la cosa le había aferrado el cuello con sus manos pegajosas y trataba de morder el pecho de su grueso chaquetón. Estaba tan ocupado tratando de sobrevivir que ni siquiera distinguió la forma de su atacante hasta que un tercer cuerpo se sumó a la refriega y apartó esa monstruosidad que intentaba estrangularlo y todos cayeron en una pila.

—¿Estás lastimado? —jadeó Ópalo.

—¿Dónde está esa cosa? —Sílex rodó hasta sentarse. El contenido del saco estaba agazapado a poca distancia, escrutándolo con ojos azules y entornados. Era un niño delgado de cinco o seis años, sudoroso y desaliñado, de tez pálida y enfermiza y pelo casi blanco, como si hubiera estado años dentro de ese saco.

Ópalo se levantó.

—¡Un chiquillo! Te lo avisé. —Miró al niño un instante—. Un niño de los altos, pobrecillo.

—¿Pobrecillo? —Sílex se palpó los rasguños del cuello y las mejillas—. Esa bestezuela intentó asesinarme.

—Bah, cállate. Lo asustaste, eso es todo. —Extendió la mano hacia el niño—. Ven aquí, no te haré daño. ¿Cómo te llamas, niño? —Como el niño no respondió, ella hurgó en los anchos bolsillos de su vestido y sacó un mendrugo marrón—. ¿Tienes hambre?

Por el destello de sus ojos, era evidente que el niño estaba muy interesado, pero no se le acercó. Ópalo apoyó el pan en la hierba. Él miró el pan y la miró a ella, luego aferró el mendrugo, lo olfateó y se lo metió en la boca, sin molestarse en masticar antes de tragar. Cuando terminó, miró a Ópalo con avidez. Ella se rio con aire preocupado y hurgó en el bolsillo hasta encontrar unos trozos de fruta seca, que también puso en la hierba. Desaparecieron aún más pronto que el pan.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al niño—. ¿De dónde eres?

Tocándose los dientes con la lengua para encontrar cualquier fragmento de comida que se le hubiera escapado, él se limitó a mirarla.

—Parece que es mudo —dijo Sílex—. O al menos no habla nuestro…

—¿Dónde estamos? —inquirió el niño.

—¿Dónde…? ¿A qué te refieres? —preguntó Sílex, sobresaltado.

—¿Dónde estamos? —El niño trazó un círculo con el brazo, abarcando los árboles, la herbosa ladera, el brumoso bosque—. Este… lugar. ¿Dónde estamos? —Su voz parecía la de un niño más grande, pero también parecía más pequeño, como si hablar fuera algo nuevo para él.

—Estamos en la linde de Marca Sur, también llamada Marca de las Sombras, a causa de esta Línea de Sombra. —Sílex señaló el límite neblinoso y se giró para señalar la dirección opuesta—. El castillo está por allá.

—¿Línea de Sombra…? ¿Castillo? —El niño entornó los ojos.

—Necesita más comida —declaró Ópalo, con el aire de haber tomado una decisión—. Y descanso. Como ves, se está cayendo de sueño.

—¿Qué quieres decir? —Pero Sílex ya veía adonde iban las cosas, y no le gustaba en absoluto.

—Quiero decir que lo llevaremos a casa. —Ópalo se puso de pie, sacudiéndose la hierba del vestido—. Lo alimentaremos.

—¡Pero él debe pertenecer a alguien! ¡A una familia de gente alta!

—¿Y lo encerraron en un saco para abandonarlo aquí? —Ópalo se rio despectivamente—. Entonces no lamentarán su ausencia.

—Pero él vino… vino de… —Sílex miró al niño, que se chupaba los dedos y examinaba el paisaje. Bajó la voz—: Vino del otro lado.

—Ahora está aquí —dijo Ópalo—. Míralo. ¿De veras crees que es algo antinatural? Es un chiquillo que se perdió en la tierra crepuscular y fue expulsado de allí. Nosotros, justamente, sabemos muy bien que no todo lo que se relaciona con la Línea de Sombra es malvado. ¿Acaso piensas devolver las gemas que has hallado aquí? No, quizá venga de algún otro lugar a lo largo del límite… algún paraje que está a leguas de distancia. ¿Debemos dejarlo aquí para que se muera de hambre? —Se palmeó el muslo, llamó al niño con un gesto—. Ven, niño. Te llevaremos a casa y te alimentaremos como los dioses mandan.

Antes de que Sílex pudiera presentar más objeciones, Ópalo se puso en marcha, regresando por la ladera hacia el lejano castillo, arrastrando el dobladillo del viejo vestido por la hierba húmeda. El niño se detuvo sólo para mirar a Sílex (una mirada que el hombrecillo al principio consideró amenazadora, aunque luego decidió que era más temerosa que desafiante) antes de seguirla.

—Nada bueno saldrá de esto —dijo Sílex, pero en voz baja, ya resignado por larga experiencia al complejo destino que le deparasen los dioses. En todo caso, mejor dioses coléricos que una Ópalo colérica. No tenía que compartir su hogar con los dioses, que poseían sus mansiones vastas y recónditas. Suspiró y siguió a su esposa y al niño.

* * *

Habían acorralado al guiverno en otra arboleda, un denso círculo de serbales alfombrado de helecho. A través del inquieto cerco de sabuesos, que a pesar de su frenesí guardaban una prudente distancia, quizá intimidados por el inusitado olor y los sinuosos movimientos de su presa, Briony apreció la longitud de esa criatura que brincaba de un lado a otro del bosquecillo. Sus brillantes escamas titilaban en las sombras como un incendio forestal.

—Bestias cobardes, los perros —dijo Barrick—. Son cincuenta contra uno, pero aun así no atacan.

—¡No son cobardes! —Briony contuvo el impulso de desmontarlo de un empellón. Parecía aún más retraído y pálido, y había metido el brazo izquierdo dentro de la capa como para protegerlo del frío, aunque el sol aún entibiaba el aire de la tarde—. ¡El olor les resulta extraño!

Barrick frunció el ceño.

—Últimamente hay muchas cosas que cruzan la Línea de Sombra. En primavera aparecieron esos pájaros con pico de hierro que mataron a un pastor en Finisterra. Y el gigante muerto en Esponsales…

La criatura se irguió, lanzando un silbido penetrante. Los sabuesos brincaron hacia atrás, gimiendo y aullando, y varios batidores se alejaron del círculo de árboles con un grito de terror. Briony aún no veía bien a la bestia que se deslizaba entre los grises troncos de los serbales y la enmarañada maleza. Parecía tener una cabeza angosta como la de un caballo de mar, y cuando silbó de nuevo entrevió una boca erizada de dientes.

Parece asustado, pensó, pero eso no tenía sentido. Era un monstruo, una criatura antinatural: en su oscura mente sólo podía haber malevolencia.

—¡Suficiente! —exclamó Kendrick, que mantenía a su caballo cerca de la linde del bosquecillo—. ¡Traed mi lanza!

Su aterrado escudero corrió hacia él, clavando los ojos en la criatura que silbaba a pocos pasos. El joven, uno de los hijos de Tyne Aldritch, estaba tan horrorizado y apurado por entregar la lanza y escapar que casi dejó que la larga asta con tallas de oro, con su mango y su pesada punta de hierro, cayeran al suelo cuando el príncipe estiró el brazo.

Kendrick la manoteó, y le lanzó un colérico puntapié al joven que se alejaba.

Otros integrantes de la partida también pidieron lanzas. Como se acercaba el momento de matar a la bestia, las damas inmaculadamente vestidas y peinadas que habían acompañado a los cazadores, la mayoría montando decorosamente de lado, e incluso algunas en litera (su torpe avance había demorado a todos, para enfado de Briony), aprovecharon la oportunidad para retirarse a una loma cercana desde donde podrían presenciar el final a prudente distancia. Briony vio que sus damas de honor Rose y Moina habían tendido una manta para ella en la ladera, y la miraban con expectación. Rose Trelling era sobrina del condestable Brone, y Moina Hartsbrook era hija de un noble de Mar del Timón. Ambas eran muchachas de buen corazón, y por eso Briony las consideraba sus favoritas entre las mediocres mujeres de la corte, pero a veces las encontraba tan tontas y convencionales como sus parientes mayores, pues se escandalizaban ante la menor ruptura de la etiqueta o la tradición. El bufón Acertijo estaba sentado con ellas, afinando el laúd, matando el tiempo hasta que pudiera ver la comida que las damas llevaban en el cesto.

La idea de buscar refugio en la colina y observar el resto de la cacería mientras sus damas chismorreaban sobre las joyas y la ropa de la gente era insoportable. Briony frunció el ceño y le hizo señas a un batidor que pasaba tambaleándose, con varias lanzas en los brazos.

—Dame una de ésas.

—¿Qué estás haciendo? —Barrick no podía manejar las largas lanzas con un solo brazo, y no se había molestado en pedir una—. No puedes acercarte a esa criatura. Kendrick no te dejará.

—Kendrick ya tiene bastante en qué pensar. Oh, maldición. —Puso mala cara. Gailon de Estío los había visto y se acercaba.

—¡Alteza! ¡Princesa! —Se inclinó como para quitarle la lanza, pero en el último momento comprendió que se estaba extralimitando—. Os lastimaréis.

Ella apenas logró dominar la voz.

—Sé qué extremo apunta hacia fuera, duque Gailon.

—Pero esto no es apropiado para una dama… y menos frente a una bestia tan temible.

—Entonces procurad matarla primero —dijo ella, con más gentileza pero sin la menor dulzura—. Porque si llega hasta mí, no irá más lejos.

Barrick gruñó, llamó de vuelta al batidor y cogió una lanza, aterrándola torpemente bajo un brazo mientras sostenía las riendas.

—¿Y qué haces tú? —preguntó ella.

—Si vas a portarte como una necia, cabeza hueca, alguien tiene que protegerte.

Gailon Tolly los miró a ambos, sacudió la cabeza y regresó adonde estaban Kendrick y los sabuesos.

—No creo que esté muy contento con nosotros —dijo jovialmente Briony. Desde la ladera, el maestro de armas gritó su nombre y el de su hermano—. Y Shaso tampoco. Vamos.

Espolearon a los caballos. Los perros, rodeados por un círculo de hombres con lanzas, comenzaban a recobrar su coraje. Varios sabuesos se internaron en el bosquecillo para asestarle una dentellada a esa criatura roja y escurridiza. Briony vio que el largo cuello se movía, rápido como un látigo, y un perro aulló de terror cuando quedó apresado en las largas fauces.

—¡Deprisa! —exclamó, afligida pero extrañamente emocionada. De nuevo sentía la presencia de cosas invisibles arremolinadas como nubes de invierno. Le elevó una plegaria a Zoria.

Los perros acudieron en tropel al bosquecillo, formando un remolino entre las motas de luz bajo los árboles, ladrando de miedo y excitación. Hubo más chillidos de dolor, y el guiverno soltó un crujiente bramido cuando uno de los perros le hincó los dientes en un lugar sensible. Los ladridos se agudizaron mientras la bestia se abría paso en medio de la jauría, tratando de escapar del encierro de los árboles. Aplastó a varios sabuesos con sus patas ganchudas y despanzurró a varios otros, sacudiendo a una de sus víctimas hasta que la sangre voló por doquier como lluvia roja. Luego abandonó las hojas y las sombras movedizas para salir a la luz de la tarde, y por primera vez Briony lo vio entero.

Su cuerpo serpentino era un tubo de músculos cubiertos de relucientes escamas rojas, doradas y marrones, con un solo par de patas robustas a un tercio de su longitud.

Una cresta de hueso y piel había aflorado detrás de la angosta cabeza, ensanchándose a medida que la criatura se erguía sobre las patas, elevándose a mayor altura que un hombre mientras atacaba a Kendrick y dos nobles. Se les había acercado con demasiada rapidez para que los hombres desmontaran y usaran apropiadamente sus largos venablos. Kendrick esperó a que fallara el ataque, luego hundió la lanza en la cara de la criatura. El guiverno siseó y desvió el golpe, pero entonces otro de los hombres (Briony pensó que era Tyne, conde de Costazul, fanático de la caza) clavó la lanza en las costillas de la criatura, detrás de los hombros. El guiverno torció el cuello para morder el asta. Kendrick aprovechó la oportunidad para lancear la garganta de la criatura, y espoleó al caballo para usar su fuerza para aplastar al guiverno contra el suelo. La lanza penetró a través de una catarata de sangre negruzca hasta que la detuvo el mango, destinado a impedir que un jabalí ascendiera por el asta. El caballo de Kendrick corcoveó alarmado ante el siseo agónico y furioso de la bestia, pero el príncipe se irguió sobre los estribos y apoyó su peso en la lanza, resuelto a clavar a la criatura en el suelo.

Los perros volvieron a avanzar en tropel; los otros miembros de la partida comenzaron a cerrar el cerco, ansiosos de participar en la matanza. Pero el guiverno no estaba derrotado.

En un movimiento súbito y explosivo, la criatura se enroscó alrededor de la lanza, estirando el cuello para morder la mano enguantada de Kendrick. El caballo del príncipe se encabritó y él casi soltó la lanza. El monstruo estiró la cola y sujetó las patas del caballo. El castrado negro relinchó de terror. Por un instante todos quedaron entrelazados como en una fantástica escena de uno de los antiguos tapices de la sala del trono del castillo, todo tan extraño que Briony no podía creer que sucedía de veras. Luego el guiverno estrujó las patas del caballo, triturando los huesos en un tamborileo de espantosos crujidos, y el príncipe y su montura se desmoronaron entre las amenazadoras escamas rojizas.

Mientras Barrick y Briony miraban horrorizados a veinte pasos de distancia, Estío y Costazul empezaron a lancear salvajemente al agitado monstruo y su presa. Otros nobles se adelantaron, gritando de temor por la vida del príncipe regente. La multitud de perros enfurecidos, los anillos movedizos del largo cuerpo del guiverno herido y el pataleo del caballo agonizante impedían ver qué sucedía en tierra. Briony se mareó y sintió náuseas.

Entonces algo emergió súbitamente de la larga hierba, lanzándose hacia ella como el mascarón de un barco vutiano hendiendo el agua: el guiverno, en un intento desesperado por escapar, arrastrando la lanza de Kendrick con el cuello. Brincó de un lado a otro, acuciado por los caballos aterrorizados y las lanzas que lo hostigaban, y se zambulló en una brecha en el círculo de cazadores, dirigiéndose a Briony y Barrick.

Un instante después se irguió ante ellos, meciendo la cabeza como un áspid mientras los evaluaba con su ojo negro y reluciente. Como en un sueño, Briony alzó la lanza. La cosa siseó y se irguió aún más. Ella trató de seguir la cabeza movediza, de sostener la punta con firmeza, pero esas ondulaciones eran rápidas y engañosas. Un momento después a Barrick se le resbaló la lanza, que chocó con el brazo de Briony, haciéndole soltar su arma.

El guiverno abrió las angostas fauces, goteando una espuma sanguinolenta. Lanzó la cabeza hacia ella, y de pronto se dio la vuelta a un lado como tironeado por una cuerda.

La boca del monstruo había pasado tan cerca que esa noche, cuando Briony se desvestía, descubrió que la saliva cáustica de la bestia había abierto agujeros en su chaquetón de piel de ciervo: era como si alguien hubiera expuesto esa prenda a las llamas de varias velas diminutas.

El guiverno yacía en el suelo, con una flecha en el ojo, y su largo cuello ondeaba en pequeños estertores de agonía. Briony la observó boquiabierta, y al volverse vio que Shaso cabalgaba hacia ellos empuñando el arco. Echó un vistazo a la bestia muerta antes de fulminar a los mellizos con la mirada.

—Chiquillos necios y arrogantes —dijo—. Si yo hubiera sido tan descuidado como vosotros, ambos estaríais muertos.