XV

ray Cadfael pidió audiencia al abad a primera hora de la mañana siguiente para referirle lo que había ocurrido, y se alegró de ver llegar a Hugo cuando él ya se marchaba. La sesión de Hugo con el abad Radulfo fue más larga. Había muchas cosas que contar y quedaban muchas todavía por hacer, pues aún no se había encontrado a Jevan de Lythwood, ni vivo ni muerto, desde que saltara al Severn como una antorcha encendida con el cabello en llamas. Los asuntos del día serían también muy importantes para Radulfo. Rogelio De Clinton no quería perder el tiempo porque su presencia era necesaria en Coventry y su intención era terminar de una u otra manera en el capítulo de aquella mañana y regresar inmediatamente a su inquieta y vulnerable ciudad.

—Ah, sí, y le he comunicado al canónigo Gerberto el último informe sobre las fronteras de Owain —dijo Hugo, levantándose para retirarse—. El conde Radulfo se ha avenido de momento a razones Y a Owain le conviene estar en paz con él durante algún tiempo. El conde regresará a Chester esta noche. No cabe duda de que el canónigo se alegrará de poder reanudar su viaje.

—No cabe duda —dijo el abad.

Aunque no sonrió, las dos palabras fueron suficientes para transmitir su sentimiento de satisfacción.

Elave compareció en juicio perfectamente lavado de la suciedad de la víspera y provisto, gracias a los buenos oficios de fray Dionisio, de una camisa limpia y una chaqueta decente en lugar de la suya destrozada y chamuscada. Era como si la comunidad se hubiera acostumbrado tanto a su presencia durante aquellos días y hubiera perdido tan completamente su inclinación a considerarle peligroso, o en trance de condenarse, que todos los monjes deseaban unánimemente que ofreciera el mejor aspecto posible y causara la mejor impresión, en una benevolente conspiración de carácter totalmente espontáneo.

—He sido informado sobre el historial de este joven por parte de personas que le conocen bien y han mantenido tratos con él, aparte lo que yo mismo he podido observar con mis propios ojos en el breve tiempo que llevo aquí —dijo el obispo, yendo directamente al grano—. Que nadie piense que la honradez o ausencia de ella en la conducta habitual de un hombre no tiene nada que ver con la acusación de herejía. Tenemos la autoridad de las escrituras: Por sus frutos los conoceréis. Un buen árbol no puede dar mal fruto ni un mal árbol lo puede dar bueno. Según mis informaciones, los frutos de este hombre podrían compararse con los de la mayoría de nosotros. No me han hablado de ninguno que estuviera podrido. Que todo el mundo lo tenga en cuenta porque es importante. En cuanto a las acusaciones concretas que se han formulado contra él, señalando que ha dicho ciertas cosas directamente contrarias a las enseñanzas de la Iglesia… que alguien tenga la bondad de exponérmelas.

El prior Roberto las tenía anotadas y las enumeró con voz imparcial y semblante impasible, como si él también hubiera advertido el cambio de opinión que se había operado en la abadía en favor del acusado.

—En resumen, mi señor, los puntos son cuatro: Primero, no cree que los niños no bautizados estén condenados a la reprobación. Segundo, como consecuencia de ello, no cree en el pecado original, sino que, a su juicio, el estado de los niños recién nacidos es el de Adán antes de la caída, es decir, un estado de inocencia. Tercero, sostiene que cada hombre puede, merced a sus propios actos, alcanzar la salvación, lo cual, según la Iglesia, equivale a negar la gracia divina. Y cuarto, rechaza lo que escribió san Agustín sobre la predestinación, es decir, que el número de los elegidos ya está establecido y no se puede modificar y todos los demás están condenados a la reprobación. Afirma que él está más bien de acuerdo con Orígenes, el cual afirmó que, al final, todos los hombres se salvarían, pues todas las cosas proceden de Dios y a Dios tienen que volver.

—¿Y todo se reduce a estos cuatro puntos? —preguntó el obispo con aire pensativo.

—Sí, mi señor.

—¿Y qué decís vos, Elave? ¿Habéis sido erróneamente interpretado a propósito de estas cuestiones?

—No, mi señor —contestó sinceramente Elave—. Sostengo lo que se ha dicho. Aunque nunca mencioné a este tal Orígenes, pues yo no conocía entonces el nombre del que escribió lo que yo acepté y sigo creyendo.

—¡Muy bien! Consideremos el primer punto, vuestra defensa de los niños que mueren sin haber sido bautizados. No sois el único que tropieza con dificultades para aceptar su condena. En la duda, consultemos las Sagradas Escrituras. Éstas no pueden equivocarse. Nuestro Señor —añadió el obispo— pidió que dejaran a los niños acercarse a él porque de los tales, dijo, es el reino de los cielos. Que yo sepa, nunca preguntó primero si estaban bautizados o no antes de tomarlos en sus brazos. No cabe duda de que les otorgó el cielo. Pero decidme entonces, Elave: ¿qué valor veis vos en el bautismo de los niños, si ése no es el único medio de salvación?

—Lo considero una bienvenida a la Iglesia y a la vida —contestó Elave esperanzado, aunque sin estar muy seguro del terreno que pisaba ni de su juez—. Nacemos inocentes, pero esta acogida y esta bendición sirven para ayudamos a conservar la inocencia.

—Hablar de inocencia en el momento de nacer nos conduce al segundo punto, pues forma parte del mismo razonamiento. ¿No creéis que venimos a este mundo ya contaminados por el pecado de Adán?

Pálido, obstinado e implacable, Elave contestó:

—No, no lo creo. Sería injusto. ¿Cómo podría ser Dios tan injusto? Cuando crecemos, bastante tenemos ya el peso de nuestros propios pecados.

—Eso es indudablemente cierto en el caso de todos los hombres —convino el obispo con una triste sonrisa—. San Agustín, ya mencionado aquí, señalaba que el pecado de Adán se perpetuaba en todos sus herederos. Convendría reflexionar un poco sobre lo que fue realmente el pecado de Adán. Agustín sostenía que era el acto carnal entre el hombre y la mujer y lo consideraba la raíz y el origen de todos los pecados. Aquí hay otra cuestión controvertida. Si eso fuera pecado en todos los casos, ¿cómo es posible que Dios ordenara a sus primeras criaturas que crecieran y se multiplicaran y poblaran la tierra?

—Aun así, la mejor conducta consiste en abstenerse —terció fríamente el canónigo Gerberto, pese a que Rogelio De Clinton se encontraba en su propio terreno y era un noble personaje altamente respetado.

—Ni el acto ni la abstención del acto son en sí mismos buenos o malos —replicó afablemente el obispo—, lo que cuenta es la intención y el espíritu en el cual se lleva a cabo. ¿Cuál era el tercer punto, padre prior?

—La cuestión del libre albedrío y de la gracia divina —dijo Roberto—. Concretamente, si un hombre puede elegir libremente entre el bien y el mal y si, actuando de este modo, puede avanzar hacia su propia salvación. O si de nada sirve lo que haga, por muy virtuoso que sea, sin la ayuda de la gracia divina.

—En cuanto a eso, Elave —dijo el obispo, contemplando el decidido rostro que con tan sombría atención le miraba—, podéis dar las explicaciones que creáis oportunas. No intento tenderos una trampa, deseo saber.

—Mi señor —dijo Elave, tratando de elegir cuidadosamente las palabras—, creo que se nos ha concedido el libre albedrío y que podemos y debemos usarlo para elegir entre el bien y el mal, si somos hombres y no bestias. Lo menos que podemos hacer es esforzarnos por alcanzar la salvación a través de las buenas obras. Jamás negué la existencia de la gracia divina. Sin duda el poder de elegir y la fuerza para hacer un recto uso del mismo constituyen la mayor de las gracias. Mirad, mi señor: si hay un juicio final, no es posible que sea acerca de la gracia de Dios, sino acerca de lo que cada hombre haya hecho con ella, tanto si enterró el talento como si lo usó para obtener un beneficio. Cuando llegue el día, tendremos que responder de nuestras propias acciones.

—Si ése es vuestro razonamiento —dijo el obispo, estudiándole con interés—, ya veo que difícilmente podéis aceptar el hecho de que el número de los elegidos ya esté establecido y el resto de la humanidad esté eternamente perdido. Es propio del hombre fijarse una meta y esforzarse por alcanzarla. Y Dios sabe mejor que nadie que la gracia, la verdad y la rectitud son unas metas tan buenas como las mejores. ¿Qué otra cosa es la salvación? No es mala cosa sentimos obligados a ganarla y no esperar a que nos la otorguen sin merecerla como se da limosna a un pordiosero.

—Estos misterios los tienen que desentrañar los sabios, si es que alguien se atreve a hacerlo —dijo Gerberto en tono de reproche, aunque con cierta indiferencia, como si una parte de su mente ya estuviera preocupada por el viaje a Chester y la sutil diplomacia que debería emplear cuando llegara allí—. En el caso de un profano sin preparación constituye una presunción.

—También fue una presunción por parte de Nuestro Señor discutir con los doctores en el templo, siendo no sólo Dios, sino también niño y hasta las últimas consecuencias. Pero lo hizo. Y nosotros los doctores del templo de hoy en día haremos bien en recordar lo vulnerables que somos —dicho lo cual el obispo se reclinó en su sitial y miró a Elave durante unos minutos con el semblante muy serio—. Hijo mío —añadió al final—, yo no hallo culpa en vos por haberos atrevido a usar el ingenio que, como sin duda diríais, es también un don de Dios destinado a ser utilizado y no a ser enterrado sin provecho. Pero recordad que vos también estáis sujeto al error y sois tan vulnerable a vuestra manera como yo a la mía.

—Mi señor —dijo Elave—, demasiado bien lo he aprendido.

—No tanto, espero, como para que a partir de ahora enterréis vuestro talento como hizo el servidor del que habla la parábola. Es mejor abrir un canal demasiado hondo que permanecer estancado y corromperse. Una sola prueba os exijo, y será suficiente para mí. Si creéis con toda vuestra fe en las palabras del Credo, en presencia de esta asamblea y de Dios, recitádmelas ahora.

Elave ya había empezado a resplandecer con tanto fulgor como los oblicuos rayos del sol que iluminaban el pavimento de la sala capitular. Sin esperar ulteriores invitaciones y sin detenerse a pensarlo ni un instante, empezó a decir con clara y jubilosa voz:

—Creo en un solo Dios Padre todopoderoso, creador de cielo y tierra, de todo lo visible e invisible…

Era algo que conservaba en lo más hondo de su mente desde la infancia, aprendido de su primer señor, un clérigo al que tenía mucho aprecio, que jamás le causó el menor daño y con el cual lo había entonado gozosamente durante años sin interrogarse acerca de su significado, presintiendo tan sólo lo que significaba para el dulce maestro al que adoraba e imitaba. Era una fe no cincelada por sí mismo, sino recibida, más un encantamiento que una declaración de creencias. Después de todas sus dudas, búsquedas y rebeliones, la inocencia y la ortodoxia estaban sellando su liberación.

Estaba terminando triunfalmente y ya se sentía libre y justificado cuando Hugo Berengario entró discretamente en la sala capitular con un bulto envuelto en tela encerada bajo el brazo.

—Lo hemos encontrado debajo del puente, prendido en la cadena que servía antiguamente para amarrar allí un molino de barca —dijo Hugo—. Hemos conducido el cuerpo a su casa. Gerardo ya sabe todo lo que hemos podido contarle. Con la muerte de Jevan, todo el asunto queda resuelto. Tenía que responder de un asesinato antes de morir. No hay necesidad de proclamar a los cuatro vientos algo que sólo serviría para herir y apenar a sus parientes.

—Ninguna en absoluto —dijo Radulfo.

Había siete hombres congregados en el rincón de fray Anselmo en el pasillo norte del claustro, pero el canónigo Gerberto no figuraba entre ellos. Ya se había sacudido de las botas el polvo de aquella abadía dudosamente ortodoxa, había montado en su caballo plenamente recuperado de la cojera y ansioso de hacer ejercicio, y había reanudado el viaje a Chester junto con su criado personal y sus mozos y ya estaría ensayando sin duda lo que le diría al conde Ranulfo y cuánto podría conseguir de él sin prometerle nada sustancioso a cambio. El obispo, por su parte, tras haberse enterado de lo que llevaba Hugo y de las vicisitudes por las cuales había pasado, sentía la humana curiosidad de esperar para ver por sí mismo el resultado. Estaban con él Anselmo, Cadfael, Hugo, el abad Radulfo y Elave y Fortunata, en silencio y tomados furtivamente de la mano en presencia de aquella augusta compañía. Estaban todavía un poco aturdidos a causa de aquella súbita y terrible experiencia y aún no habían despertado del todo a la no menos brusca y desconcertante liberación de la tensión.

Hugo facilitó su informe en pocas palabras. Cuantas menos cosas se dijeran de aquella muerte, mejor.

Jevan de Lythwood había sido arrastrado por el Severn bajo el mismo arco del mismo puente en el que había ocultado a su víctima hasta la caída de la noche.

Con el tiempo, Fortunata le recordaría tal como siempre le había conocido, como un tío suyo amable y cariñoso con ella aunque no demasiado expansivo. Algún día dejaría de importarle el hecho de que no pudiera estar segura de si efectivamente la hubiera matado o no, tal como ya había matado a otro testigo antes que perder lo que al final había valorado más que la propia vida. Fue una ironía que Alduino, según las declaraciones de Conan, jamás hubiera conseguido ver lo que había dentro del cofre. Jevan había matado innecesariamente.

—Y eso —añadió Hugo— estaba todavía en sus brazos, firmemente apretado contra la piedra del embarcadero —ahora se encontraba sobre la mesa de trabajo de Anselmo y todavía chorreó unas cuantas gotas de agua cuando se empezaron a retirar las envolturas—. Como ya sabéis, pertenece a esta dama, la cual ha pedido que sea abierto delante de vosotros, mis señores, como expertos testigos de las obras que puedan albergarse aquí dentro.

Mientras hablaba, Hugo iba retirando las distintas capas de la envoltura. La exterior, chamuscada y agujereada, ya se había retirado, pero Jevan había dado a su tesoro la mayor protección posible y, cuando se arrancaron las últimas capas, apareció ante ellos el intacto cofre sin haber sufrido los efectos del fuego y el agua y con la adornada llave todavía en la cerradura.

El rombo de marfil los miró con sus inmensos ojos bizantinos por debajo de la redondeada frente que se hubiera podido trazar con un compás antes de cincelar el cabello, la barba y las arrugas causadas por la edad y las cavilaciones. Los ensortijados zarcillos brillaron, refractando la luz desde sus bruñidos bordes. En el momento de girar la llave en la cerradura y levantar la tapa, todos parecieron vacilar. Al final, fue Anselmo quien extendió las manos y abrió el cofre. Desde ambos lados, todos se inclinaron hacia delante para mirar. Fortunata y Elave se acercaron un poco más y Cadfael les hizo sitio. ¿Quién tenía mejor derecho?

La tapa se elevó y dejó al descubierto una encuadernación en pergamino color púrpura, ribeteado con un rico encaje de hojas, flores y zarcillos de oro en cuyo centro, enmarcado en oro, figuraba un marfil idéntico al del cofre. El mismo rostro venerable y la misma frente majestuosa, los mismos ojos contemplando con expresión apremiante la eternidad, pero labrado en un tamaño más pequeño, no sólo la cabeza, sino un busto, sosteniendo en las manos una pequeña arpa.

Con reverente cuidado, Anselmo ladeó el cofre y sostuvo el libro con la palma mientras lo sacaba para depositarlo sobre la mesa.

—No es un santo —dijo—, aunque a menudo lo representaban con una aureola. Es el rey David, y sin duda lo que tenemos aquí es un salterio.

El pergamino púrpura de la encuadernación estaba estirado sobre unas finas tablillas de madera y tanto el primer pliegue como el último, cuando Anselmo abrió el libro, eran también de oro y púrpura. Las restantes hojas poseían un tacto finísimo y eran de un blanco casi inmaculado. En el frontispicio se representaba al salmista tocando y cantando, entronizado como un emperador y rodeado de músicos terrenales y celestiales. Los vibrantes colores destacaban en la página con tanta brillantez como los sonidos que el real cantor estaba arrancando de las cuerdas. Aquellos colores no eran las típicas e impresionantes tonalidades bizantinas, sino unas sinuosas, delicadas y graciosas formas, tan dúctiles y etéreas como el dibujo de zarcillos que rodeaba la pintura. Todo se rizaba y se entrelazaba en elegantes perfiles alargados. En el lado opuesto, sobre un pergamino tan suave como la seda, la portada ostentaba unos unciales dorados. Pero en la hoja siguiente, que era la página de la dedicatoria, la caligrafía cambiaba a un pulcro y fluido estilo redondo.

—Eso no es oriental —dijo el obispo, inclinándose para examinarlo con más detenimiento.

—No. Es minúscula irlandesa, la típica escritura insular.

La voz de Anselmo iba adquiriendo un tono cada vez más reverente e impresionado a medida que iba pasando las páginas hasta llegar a la marfileña blancura del cuerpo principal del libro donde la escritura abandonaba el oro y pasaba a un intenso negro azulado, y los números y las iniciales florecían en exquisitos colores, entrelazados y ribeteados por toda suerte de plantas silvestres, rosas trepadoras y pequeños huertos de tamaño no superior a la uña de un dedo pulgar donde los pájaros trinaban en ramas apenas más gruesas que un cabello y unos tímidos animales asomaban la cabeza entre arbustos en flor. Unas minúsculas y perfectas mujeres permanecían sentadas sobre asientos tapizados de hierba, leyendo bajo unos emparrados de rosales silvestres. Unas fuentes de oro jugueteaban en pilas de marfil, los cisnes nadaban en ríos de cristal y unos diminutos barcos surcaban océanos del tamaño de una lágrima.

En el último pliegue del libro, las hojas recuperaban la púrpura imperial, los exultantes salmos finales figuraban nuevamente escritos en oro y el salterio terminaba con una página iluminada en la cual un empíreo de ángeles suspendidos en el aire, un paraíso de santos aureolados y una tierra transfigurada de almas redimidas obedecían juntamente al salmista y alababan a Dios en el firmamento de su poder con toda suerte de instrumentos musicales conocidos por el hombre. Todas las trémulas alas, todas las aureolas, todas las trompetas, salterios y arpas, los instrumentos de cuerda y los órganos, los adufes y los sonoros címbalos eran de oro bruñido, en tanto que los habitantes del cielo, del paraíso y de la tierra parecían tan sinuosos y etéreos como los zarcillos de las rosas, las madreselvas y las enredaderas que los rodeaban y el cielo de lo alto mostraba un azul tan intenso como el de los iris y las vincapervincas que crecían bajo sus pies, hasta que los extremos de las alas de los ángeles se fundían en un cegador cenit dorado en el cual se perdía de vista el misterio esencial.

—¡Esto es una auténtica maravilla! —exclamó el obispo—. Jamás vi una obra igual. Eso no tiene precio. ¿Dónde se pudo hacer? ¿Dónde hubo un arte que se le pudiera igualar?

Anselmo regresó a la página de la dedicatoria y leyó lentamente en voz alta el dorado texto latino:

—Hecho por deseo de Otón, Rey y Emperador, para los desposorios de su muy amado hijo Otón, príncipe del Romano Imperio, con la muy noble y gentil Theofanu, princesa de Bizancio, este libro es el presente de Su Cristianísima Majestad a la princesa. Diarmaid, monje de San Galo, lo escribió y lo iluminó.

—Caligrafía irlandesa y nombre irlandés —dijo el abad—. Galo también era irlandés y muchos de su raza le siguieron hasta allí.

—Incluyendo el que creó esta maravilla excepcional —dijo el obispo—. Pero el cofre se lo debieron de hacer más tarde, y sin duda el artista fue otro irlandés. Puede que la misma mano que hizo el marfil de la encuadernación hiciera después el segundo para el cofre. Tal vez la princesa trajo consigo al artista a Occidente en su séquito. Es un matrimonio entre dos culturas, semejante al matrimonio que se celebró.

—Se encontraban en San Galo —explicó el docto historiador Anselmo, contemplando con amor, pero sin codicia, el libro más bello y más raro que probablemente vería jamás—. Padre e hijo estaban allí el mismo año en que se casó el príncipe. El joven tenía diecisiete años y apreciaba mucho los manuscritos. Se llevó varios de la biblioteca y no todos fueron devueltos. ¿Cabe sorprenderse de que un hombre tan amante de los libros, tras haber puesto los ojos en éste, lo ambicionara hasta el extremo de la locura?

Cadfael, silencioso y retirado, apartó los ojos de los puros y claros colores aplicados casi doscientos años antes por una firme mano y una mente amorosa y contempló el rostro de Fortunata. La muchacha permanecía de pie al lado de Elave y Cadfael sabía que el joven le sujetaba la mano entre los pliegues de las vestiduras con tanta fuerza como Jevan la había sujetado por el brazo cuando ella era la única y frágil barrera que podía protegerle contra la traición y la ruina. Estaba contemplando el hermoso objeto que Guillermo le había enviado como dote y mantenía los ojos entornados y los labios apretados en un pálido e inmóvil rostro.

La culpa no era de Diarmaid, el monje irlandés de San Galo que había vertido todas las exquisiteces de su arte en un presente de amor o, por lo menos, en un presente para una boda, la más encumbrada de su tiempo, ¡nada menos que el matrimonio entre dos imperios! Él no tenía la culpa de que aquel objeto exquisito hubiera provocado dos muertes y hubiera sido la causa de la aflicción de la novia a quien había sido enviado como dote. ¿Acaso era de extrañar que una cosa tan perfecta hubiera podido corromper a un amante de los libros cuya conducta había sido hasta entonces intachable hasta el extremo de codiciar, robar y matar?

Al final, Fortunata levantó la vista y vio que el obispo la estaba mirando desde el otro lado de la mesa sobre la cual se encontraba depositada aquella radiante carga.

—Hija mía —dijo el obispo—, tenéis aquí un regalo valiosísimo. Si quisierais venderlo, conseguiríais a cambio una dote muy cuantiosa, pero pedid consejo antes de separaros de él y guardadlo bien. El abad Radulfo os lo podría guardar aquí y se encargaría de que fuerais debidamente aconsejada en el momento de tratar con un comprador. Aunque debo deciros con toda sinceridad que sería imposible fijar un precio adecuado para algo que no tiene precio.

—Mi señor —contestó Fortunata—, ya sé lo que quiero hacer con él. Yo no puedo conservarlo. Es muy hermoso y siempre lo recordaré y me alegraré de haberlo visto. Pero, mientras lo tuviera en mi poder, sería para mí un amargo recordatorio y me parecería en cierto modo una lástima desperdiciarlo de esta manera. Nada desagradable hubiera debido rozarlo. Prefiero que vaya con vos. En el tesoro de vuestra iglesia recuperará la pureza y la santidad.

—Comprendo vuestra repugnancia después de lo ocurrido —dijo amablemente el obispo— y comprendo que os apene desperdiciar algo tan hermoso y delicado. Pero, si ése es efectivamente vuestro deseo, deberéis aceptar la cantidad que pueda pagar mi biblioteca por el libro, aunque ya os advierto que no puedo gastar lo que vale.

—¡No! —Fortunata sacudió enérgicamente la cabeza—. Ya se pagó dinero por él una vez, no se tiene que volver a pagar dinero. Si no tiene precio, no se debe pagar ningún precio por él, pero yo lo puedo regalar sin arrepentirme.

Rogelio De Clinton, que era un hombre capaz de tomar rápidas determinaciones, comprendió que la joven estaba firmemente decidida a hacer lo que decía, y aprobó y respetó su decisión, pero se sintió obligado a recordarle:

—El peregrino que lo llevó consigo a través de medio mundo y os lo envió como dote también tiene derecho a que se cumplan sus deseos. Y su deseo fue el de que este objeto fuera vuestro… y de nadie más.

Fortunata inclinó la cabeza con semblante muy serio para dar a entender que lo comprendía.

—Pero, tras habérmelo dado y tras haberlo tenido yo en mi poder, hubiera considerado que era mío y yo podía regalarlo si quisiera sin que eso significara una ofensa a su persona. Sobre todo —añadió la joven si los destinatarios del regalo fuerais vos y la Iglesia.

—Pero él también quiso que el presente sirviera para aseguraros una buena boda y una existencia feliz —insistió el obispo.

Fortunata le miró fijamente sin soltar la mano de Elave cuyo rostro asomaba por encima de su hombro.

—Eso ya se ha cumplido —dijo Fortunata—. Lo mejor que me envió, me lo quedo.

A media tarde ya se habían ido todos. El obispo Rogelio De Clinton y su diácono Serlo emprendieron el camino de regreso a Coventry, adonde uno de los predecesores de Rogelio había trasladado la sede de la diócesis, la cual todavía se solía llamar con más frecuencia de Lichfield que Coventry, aunque ambas iglesias se atribuían la categoría de catedral. Elave y Fortunata regresaron juntos a la enlutada casa junto a la iglesia de San Alcmundo, donde ahora el cuerpo del asesino yacía en el mismo catafalco y en la misma dependencia exterior donde se había depositado el cuerpo de la víctima, y Gerardo, que había enterrado a Alduino, se tendría que preparar ahora para enterrar a Jevan. Las grandes heridas abiertas en el corazón de aquella familia antaño tan unida se cerrarían y cicatrizarían, pero para eso haría falta algún tiempo.

Las mujeres rezarían sin duda con tanto fervor por el asesino como por el asesinado.

El salterio de la princesa Theofanu, cuidadosa y reverentemente guardado, se fue con el obispo. Nadie sabría jamás cómo había regresado de nuevo a Oriente, a algún pequeño monasterio más allá de Edesa, y tal vez algún día, cuando hubieran pasado doscientos años, alguien se sorprendería de que hubiera viajado desde Edesa a la biblioteca de Coventry, lo cual constituiría también un misterio. Los libros son más duraderos que sus autores, pero, por lo menos, el monje Diarmaid se había asegurado la inmortalidad.

Incluso la hospedería estaba casi vacía. Los festejos ya habían terminado y los que se habían quedado unos días más ya estaban resolviendo los últimos asuntos que tenían en Shrewsbury y ya estaban haciendo el equipaje para marcharse. La calma de la canícula entre la traslación de santa Winifreda y la feria de San Pedro era la época de la cosecha en los trigales de la abadía, más allá de los huertos del Gaye donde las espigas ya estaban alcanzando la plena madurez.

Las estaciones seguían su pausado ritmo. Sólo los hombres iban y venían, actuaban y se abstenían a destiempo.

Fray Winfrido, satisfecho de su labor, estaba podando el seto de boj, silbando mientras trabajaba.

Cadfael y Hugo permanecían sentados en meditabundo silencio en el banco adosado al muro norte del huerto de hierbas medicinales, algo soñolientos bajo el sol en medio de la deliciosa languidez que sucede al período de máxima actividad. Los colores de las rosas de los distantes cuadros de la rosaleda se convirtieron en los colores de las abigarradas cenefas de Diarmaid, y la blanca mariposa posada en la flor azul pálido del hinojo se trocó en un barquito surcando un océano de tamaño no mayor que el de una perla.

—Tengo que irme —dijo Hugo por tercera vez, pero no hizo ningún ademán de levantarse.

—Espero —dijo Cadfael, lanzando finalmente un suspiro— que ya no volvamos a oír hablar de herejías. Si tenemos que recibir alguna otra visita episcopal, Dios quiera que se resuelva tan bien como ésta. Con otro hombre, hubiéramos podido acabar en anatema. ¿Cometió la joven un error al separarse del libro? —se preguntó en tono pensativo—. Aún parece que lo estoy viendo. Casi comprendo que un hombre lo pueda codiciar hasta la muerte, la suya o la de otros. Parece que los colores te abrasen el corazón.

—No —contestó Hugo—, no cometió un error; fue muy juiciosa, por el contrario. ¿Cómo hubiera podido venderlo? ¿Quién hubiera podido pagar semejante objeto salvo los reyes? No, enriqueciendo a la diócesis, se enriquece a sí misma.

—Bien mirado —dijo Cadfael tras un prolongado y complacido silencio—, el obispo le pagó un buen precio. Le devolvió a Elave, libre y justificado. Yo diría que, en el fondo, la mejor parte se la ha llevado ella.