XIV

ortunata apoyó las manos en la caja y se levantó muy despacio antes de volver la cabeza. Bajo el amarillo resplandor de la lámpara vio los blancos salientes de los huesos y los profundos huecos de sombras del rostro de Jevan, perfectamente inmóvil y sin traicionar absolutamente nada. Sin embargo, ya era demasiado tarde para las simulaciones, pues ambos ya se habían traicionado a sí mismos, ella por medio de la señal que inadvertidamente había dejado en casa y por aquella búsqueda, y él por haberla seguido hasta allí. Demasiado tarde para fingir que no había nada que ocultar, nada de que responder, nada de lo que rendir cuentas. Demasiado tarde para intentar reconstruir la serena confianza que ella siempre había tenido en él. Jevan comprendió que la confianza ya se había disipado y Fortunata comprendió ahora sin el menor asomo de duda que su desaparición estaba justificada.

Se sentó encima de la caja que acababa de cerrar y depositó la lámpara en la caja de al lado. Y, puesto que el silencio parecía todavía más difícil que las palabras, se limitó a decir:

—Me extrañó la ausencia del cofre. Vi que no estaba en su sitio.

—Lo sé —dijo Jevan—. Vi las huellas que me dejaste. Pensaba que me habías regalado el cofre. ¿Acaso he de rendir cuentas aún de lo que haga con él?

—Sentía curiosidad —dijo Fortunata—. Ibas a usarlo para el mejor de tus libros. Me extrañó que hubiera perdido tu favor en un día. Pero tal vez habías encontrado otro mejor para ocupar su lugar —añadió con deliberada lentitud.

Jevan sacudió la cabeza y se adelantó unos pasos, acercándose a la esquina de la mesa donde ella había depositado la llave. Aquél fue el momento en el que la muchacha estuvo completamente segura, Y algo se marchitó en los recuerdos que tenía de él, obligándola, cual una planta herida, a alcanzar la madurez con apremiante urgencia. La lámpara iluminaba la forzada sonrisa de su rostro, pero era más bien un espasmo de dolor.

—No te entiendo —dijo Jevan—. ¿Por qué tienes que entrometerte en secreto? ¿No podías haberme preguntado cualquier cosa que desearas saber?

Su mano se deslizó casi subrepticiamente hacia la llave. Después, retrocedió de nuevo hacia las sombras de la puerta y, sin apartar los ojos de ella, buscó a tientas la cerradura a su espalda y cerró la puerta.

Fortunata pensó que hubiera tenido que estar asustada, pero lo único que sentía era una desconcertada tristeza que le helaba el corazón. Oyó su propia voz, diciendo:

—¿Se entrometió Alduino en secreto? ¿Fue eso lo que ocurrió?

Jevan apoyó los hombros contra la puerta y se la quedó mirando con obstinada paciencia, como si estuviera tratando con alguien que se hubiera vuelto idiota de repente mientras sus labios esbozaban aquella paciente y forzada sonrisa, semejante a una convulsión de agonía.

—Hablas con acertijos —añadió—. ¿Qué tiene eso que ver con Alduino? No acierto a imaginar qué extraña fantasía se te ha metido en la cabeza, pero no es más que una ilusión. Si yo decido mostrarle la joya que me regalaste a un amigo capaz de apreciarla, ¿por qué razón te induce eso a pensar que la he menospreciado o le he dado un mal uso?

—¡Oh, no! —exclamó Fortunata en tono de irremediable desesperación—. ¡No me puedes engañar! Hoy sólo has venido aquí. Si no hubiera sido más que eso, hubieras tomado el libro y lo que hubiera que enseñar y lo hubieras comentado. ¡Y no me hubieras seguido hasta aquí! ¡Ha sido un error! Hubieras tenido que esperar. No he encontrado nada. Pero, por el hecho de que hayas venido, ahora sé que hay algo. ¿Por qué, si no, te hubieras preocupado por lo que yo hiciera? —una súbita oleada de cólera se apoderó de ella al ver el inconmovible e infructuoso intento de Jevan de tratarla con condescendiente paciencia—. ¿Por qué seguimos fingiendo? —gritó—. ¿De qué sirve eso? De haberlo sabido, yo te hubiera regalado el libro o te lo hubiera vendido, si eso es lo que querías. Pero ahora ha habido un asesinato, un asesinato que se interpone entre nosotros, y no podemos volver atrás ni apartar de nuestra mente lo que ha ocurrido. Y tú lo sabes tan bien como yo. ¿Por qué no hablamos claro? No podemos quedamos aquí eternamente sin avanzar ni retroceder. Dime, ¿qué vamos a hacer ahora?

Pero ni él ni ella podían responder a semejante pregunta. Las manos de Fortunata estaban tan atadas como las de Jevan, ambos estaban suspendidos juntos en un limbo y ninguno de ellos podía cortar la cuerda que los mantenía sujetos. Él tendría que matar y ella tendría que denunciar antes de que cualquiera de los dos pudiera verse libre de nuevo, y ninguno de ellos podría hacerla de la misma manera que, al final, ninguno de ellos podría evitar hacerla. No había respuesta.

Jevan respiró hondo y emitió una especie de gruñido.

—¿Hablas en serio? ¿Podrías perdonarme el que te hubiera robado?

—¡Sin ninguna duda! Puedo pasarme muy bien sin lo que me arrebataste. Pero lo que le arrebataste a Alduino no puede sustituirse y nadie más que Alduino tiene derecho a perdonar.

—¿Cómo sabes tú que yo le causé un daño a Alduino? —inquirió Jevan con repentina furia.

—Porque, si no se lo hubieras causado, lo hubieras negado aquí y ahora, a pesar de lo que yo crea saber. ¿Por qué, por qué? De no ser por eso, me hubiera callado. ¡Por ti lo hubiera hecho! Pero ¿qué te había hecho Alduino para merecer semejante muerte?

—Abrió el cofre y vio lo que contenía —contestó Jevan—. Nadie más lo sabía. Cuando hubieran abierto el cofre, se hubiera ido de la lengua. ¡Ahí tienes! Un estúpido entrometido que se interpuso en mi camino; me hubiera traicionado y yo lo hubiera perdido… perdido para siempre… Fue el cofre lo que despertó mi interés. Pero él se me adelantó y vio lo que después vi yo… ¡Y ambicioné para mí!

Unos prolongados y densos silencios habían interrumpido sus enfurecidas explicaciones como si, durante varios minutos seguidos, se hubiera olvidado de dónde estaban o qué suerte de oyentes tenían. Fuera, la luz estaba menguando poco a poco. Dentro, la lámpara estaba empezando a arder cada vez más débilmente. Fortunata tuvo la sensación de que ambos llevaban juntos allí mucho rato.

—Sólo tenía tiempo hasta que Gerardo regresara a casa. Lo tomé aquella misma noche y puse en su lugar lo que poseía. No quise robarte del todo, pagué con lo que tenía… Pero estaba Alduino. ¿Acaso había callado alguna vez lo que sabía? Mi hermano estaba a punto de regresar…

Otro insoportable silencio en cuyo transcurso Jevan se apartó de la puerta y empezó a pasear por la estancia, mientras Fortunata permanecía silenciosamente sentada, inmóvil y casi olvidada.

—Cuando aquel día salió corriendo tras Elave, estuve casi a punto de tranquilizarme. ¡Mi palabra contra la suya! Un riesgo… que casi estuve a punto de aceptar. Incluso ahora… ¿no te das cuenta?, ¡es mi palabra contra la tuya, si tú quisieras!

Jevan lo dijo casi con indiferencia. Pero, de pronto, recordó que la muchacha era un riesgo tan grande como el anterior. Sus inquietos paseos por la estancia le llevaron de nuevo a la mesa, donde la mano en la que no sostenía la llave empezó a acariciar la bandeja de los cuchillos cual si acariciara con aire ausente aquel oficio que tanto le gustaba y en el que tanto había destacado.

—Al final, fue una pura casualidad. ¿Te imaginas? La casualidad de que yo llevara encima un cuchillo… No fue una mentira, aquella tarde salí para venir a trabajar aquí. Había utilizado un cuchillo… este cuchillo…

El tiempo y el silencio se cernieron sobre él mientras tomaba el cuchillo de la bandeja, lo sacaba lentamente de su vaina de cuero y acariciaba con sus largos dedos la fina y afilada hoja.

—Llevaba la vaina colgada del cinto, me olvidé y la dejé allí cuando cerré el taller para regresar a casa. Quería cruzar la ciudad y asistir al rezo de vísperas en la Santa Cruz por ser el día de la traslación de santa Winifreda…

Jevan se volvió a mirada con expresión enigmática mientras ella permanecía sentada sobre la caja al lado de la lámpara con sus graves ojos clavados en él. Sólo en determinado momento observó que la mirada de la muchacha se posaba brevemente en el cuchillo que él sostenía en la mano. Acarició el filo con aire pensativo y éste reflejó la luz. Qué fácil hubiera sido acabar con ella, tomar el trofeo por el cual había matado y dirigirse hacia el oeste, como tantísimos hombres buscados por la justicia habían hecho antes que él.

Gales no estaba lejos, los fugitivos cruzaban la frontera en ambos sentidos en caso de necesidad. Pero hace falta algo más que la mera oportunidad. El tiempo iba pasando y parecía que aquel estancamiento iba a durar eternamente, como una especie de purgatorio creado por ellos mismos…

—… llegué tarde, todos estaban dentro, oí los cantos. ¡Entonces él salió por la puertecita que conduce a la habitación del cura! Si no le hubiera visto, hubiera entrado en la iglesia y no se hubiera producido ninguna muerte. ¿Me crees?

Una vez más, Jevan la recordó como a la sobrina a la que tan profundamente apreciaba. Y esta vez quería una respuesta, se advertía su ansia en la vibración de su voz.

—Sí —contestó Fortunata—. Te creo.

—Pero él salió. Y, al ver que se encaminaba hacia la ciudad para regresar a casa, cambié de idea. Son cosas que ocurren en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, y lo alteran todo. Me acerqué a él. Nadie me vio, todo el mundo estaba en la iglesia. Entonces recordé que llevaba el cuchillo… ¡este cuchillo! Fue muy sencillo… nada indecoroso… Se acababa de confesar, había recibido la absolución y estaba más contento de lo que yo jamás le hubiera visto. Al principio del sendero que baja al río le clavé el cuchillo, lo tomé en mis brazos y bajé entre los arbustos hacia la embarcación que hay bajo el puente. Como todavía era de día, lo oculté allí hasta que oscureció. De este modo, ya no había nadie que pudiera traicionarme.

—Excepto tú mismo —dijo Fortunata—, y, ahora, yo.

—Pero tú no lo harás —dijo Jevan—. No puedes hacerlo… de la misma manera que yo no puedo matarte a ti…

Esta vez, el silencio fue más prolongado y todavía más tenso; el sofocante aire de la estancia parecía aturdir los sentidos de la joven. Era como si ambos se hubieran encerrado para siempre en un mundo aparte en el que nadie podría entrar y romper la tensión que los dominaba, poniéndolos nuevamente en movimiento para que pudieran avanzar o retroceder. Jevan empezó a pasear una vez más por la estancia, volviéndose y retorciéndose a cada pocos pasos, como si un intenso dolor le provocara convulsiones. Se pasó un buen rato paseando hasta que, de pronto, se detuvo y, bajando las manos en las que todavía sostenía el cuchillo y la llave, emitió un prolongado suspiro, y añadió, como si apenas hubiera transcurrido un segundo desde sus palabras anteriores:

—… y, sin embargo, al final uno de nosotros tendrá que ceder. No hay nadie que nos pueda librar.

Acababa de decirlo cuando un puño aporreó fuertemente la puerta y la voz de Hugo Berengario preguntó jovialmente:

—¿Estáis aquí dentro, maese Jevan? Vi la luz a través de los postigos. Llevé a vuestros parientes una buena noticia hace un rato, pero vos no estabais allí para escucharla. ¡Abrid la puerta y escuchadla ahora!

Por un sobrecogedor momento, Jevan se quedó petrificado donde estaba. Fortunata le vio endurecerse como si fuera de hielo, pero la tensión sólo duró lo que un parpadeo antes de que pudiera librarse de ella con gran esfuerzo como un hombre que se hubiera echado sobre las espaldas todo el peso del mundo. Con una voz de lo más natural, contestó:

—¡Un momentito! Ya estoy terminando.

Después, se acercó a la puerta e introdujo la llave en la cerradura con movimientos tan suaves y silenciosos como los de un gato. Fortunata se levantó, pero no se movió, pues no sabía lo que pretendía hacer Jevan, y su pasivo asombro le impedía hacer nada. Jevan la asió con la mano izquierda y la tomó del brazo sosteniéndola cariñosamente por la muñeca como un enamorado o un padre afectuoso. No hubo ni una sola palabra de amenaza o de súplica, ninguna petición de silencio y sumisión. Tal vez él ya estaba seguro aunque ella no lo estuviera. Sin embargo, Fortunata le vio girar el cuchillo que sostenía en la mano izquierda para que la hoja quedara paralela a su antebrazo y oculta en la manga. Sus largos dedos eran muy hábiles en el manejo del torneado mango. La atrajo con él hacia la puerta y ella no puso resistencia. Con la mano en la que sostenía el cuchillo abrió la puerta de par en par y salió con ella al verde prado bajo la suave luz de un anochecer sin nubes que, desde dentro, parecía la quintaesencia de la oscuridad.

—Las buenas noticias siempre son bien recibidas —dijo, deteniéndose a una distancia de pocos metros de Hugo con el semblante imperturbable del que había conseguido desterrar la gélida palidez merced a la fuerza de su voluntad—. Pronto me hubiera enterado… ya nos íbamos a casa ahora. Mi sobrina ha estado barriendo y poniendo en orden mi taller. No hubierais tenido que tomaras tantas molestias por mí, mi señor, pero ha sido muy amable de vuestra parte.

—No me he tomado ninguna molestia —dijo Hugo—. Estábamos cerca y vuestro hermano dijo que os encontraríamos aquí. Resulta que he puesto en libertad a vuestro pastor. Puede que Conan sea un embustero, pero no es un asesino. Al final, hemos conseguido establecer todas sus idas y venidas de aquel día y ahora ya se encuentra en casa, libre de toda sospecha. Os lo quería decir porque, a lo mejor, después de tantas mentiras como contó, vos mismo os estabais preguntando hasta qué extremo se hallaba implicado en este asunto.

—¿Entonces eso significa que habéis descubierto al verdadero asesino? —preguntó serenamente Jevan.

—Todavía no —contestó Hugo con semblante análogamente confiado y engañoso—, aunque eso reduce el campo. Os alegraréis de recuperar a vuestro servidor. Os aseguro que está muy contento de regresar. Supongo que eso concierne más al negocio de vuestro hermano que al vuestro, aunque, según Conan, él os ayuda a veces a preparar los pergaminos.

Hugo se había acercado a la puerta del taller y estaba contemplando con curiosidad la oscura caverna débilmente iluminada por la pequeña lámpara que todavía ardía sobre una de las cajas. El amarillento resplandor se difuminó en la luz que penetraba a través de la puerta abierta de par en par. Los ojos de Hugo recorrieron con inquisitivo interés de profano la gran mesa bajo la ventana cerrada, las cajas de madera y los recipientes de cal, y llegaron a la alargada bandeja donde se alineaban los cuchillos para alisar, arrancar los restos de carne, rascar y recortar.

Una de las vainas estaba vacía.

Cadfael, un poco apartado con los caballos entre el cinturón de árboles que se curvaba alrededor del río a su izquierda y la herbosa pendiente a su derecha, podía ver con toda claridad el exterior del taller, el prado y las tres figuras reunidas junto a la puerta abierta. El sol, ya muy bajo, aún no se había ocultado detrás de la hilera de arbustos, y la oblicua luz occidental se posaba con dorada y reluciente claridad en todos los detalles, deteniéndose en las superficies que podían reflejarla. Cadfael lo estaba contemplando todo con suma atención, pues, desde aquella retirada posición, quizá podría ver algo que a Hugo se le escapara, estando tan cerca. No le gustaba la forma en que Jevan sujetaba el brazo de Fortunata, apretándola con fuerza contra su costado. A Hugo no le pasaría ciertamente inadvertido aquel abrazo tan impropio de un hombre tan frío y autosuficiente como Jevan de Lythwood. Pero ¿habría visto, como acababa de ver Cadfael, bajo un rayo del sol poniente tan rojo como un rubí y sólo por un fugaz instante, el acero del cuchillo brillando bajo el puño de la manga derecha de Jevan?

No había nada insólito en el aspecto de la muchacha como no fuera tal vez la desusada inmovilidad de su rostro. No tenía nada que decir, no había hecho el menor gesto de temor o desconfianza, no se sentía molesta por aquel abrazo o, en caso de que se sintiera, no se le notaba. Pero sabía con toda certeza lo que Jevan sostenía en la otra mano.

—O sea que aquí es donde obráis vuestros prodigios —dijo Hugo, entrando con curiosidad en el taller—. A menudo me ha llamado la, atención vuestro oficio. Conozco la calidad de vuestros productos y los he visto utilizar, pero nunca supe cómo se conseguía semejante blancura, teniendo en cuenta la apariencia que tienen los pellejos al principio.

Estaba paseando por la estancia como un inquisitivo profano, mirando por los rincones, pero evitando la bandeja de los cuchillos, pues el hueco era demasiado evidente como para que no lo viera si se acercara a ella y no hiciera ningún comentario. Estaba tentando a Jevan para que soltara a la chica y le siguiera al interior en caso de que estuviera inquieto o tuviera algo que ocultar, pero Jevan no soltó la presa. Se limitó a acercarse un poco más a la puerta con Fortunata, pero allí se detuvo. Aquel envarado movimiento estaba empezando a resultar siniestro y la ruptura del eslabón que le mantenía unido a la joven ya era casi una cuestión de vida o muerte. Cadfael se acercó un poco más, guiando a los caballos.

Hugo había vuelto a salir de la cabaña, todavía asombrado y perplejo. Pasó junto a la pareja entrelazada y bajó hacia el borde de la ribera donde las armazones estaban amarradas a la orilla. Jevan le siguió sin soltar a Fortunata, pegada al hueco de su costado.

La mujer se sitúa a la izquierda del hombre de tal forma que el brazo derecho de éste esté libre para defenderla ya sea con el puño o bien con la espada.

Jevan sujetaba fuertemente a Fortunata con la izquierda para tenerla inmediatamente al alcance de su cuchillo en caso de que se llegara a una situación desesperada. ¿O acaso el cuchillo lo reservaba para sí mismo?

Elave llegó, lo mismo que los jinetes, cruzando la ciudad, entrando por un puente y saliendo por el otro, y corriendo, tras el inicial frenesí, no como un loco, sino con un ritmo regular que pudiera mantener. De los años transcurridos allí, recordaba exactamente el sendero más rápido que discurría más allá del suburbio río arriba, hasta la curva donde la corriente había horadado profundamente el lecho. Al llegar a la loma se detuvo a mirar hacia el solitario taller construido lo suficientemente apartado del río como para librarse de los efectos del deshielo a no ser que hubiera sido un año muy malo, y esperó escondido entre los árboles para contemplar la escena de abajo y recuperar el resuello mientras calibraba la situación.

Allí estaban, justo a la entrada del taller que se abría en la parte de la cabaña que miraba corriente arriba para aprovechar la luz occidental del atardecer, de la misma manera que la gran ventana que daba al sur recibía la luz durante buena parte del día. Distinguió las dos armazones a cuyo alrededor se formaban unos leves remolinos, firmemente andadas un poco más abajo. Detrás de las figuras entrelazadas de Jevan y Fortunata, la puerta de la cabaña aparecía abierta de par en par en una falsa sugerencia de honradez semejante a la engañosa imagen de afecto que ofrecían los brazos entrelazados de tío y sobrina. En todos los años infantiles de la muchacha, Jevan jamás la había abrazado tal como solía hacer Gerardo por naturaleza, Él era un hombre de carácter retraído y autosuficiente, nada inclinado a tocar y a ser tocado y poco propenso a la manifestación de sus sentimientos.

A su fría y burlona manera, había sido muy cariñoso con ella y sin duda la quería, aunque nunca se había comportado de aquella forma. No era el afecto lo que ahora los unía. ¿En qué se había convertido ahora la joven? ¿En su rehén? ¿En su defensa, aunque sólo fuera por muy breve tiempo? No; si ella no tenía nada que revelar contra él y él estaba seguro de ella ¿Qué necesidad tenía de sujetarla con tanta fuerza? Ella hubiera podido permanecer un poco apartada, ayudándole de este modo a conservar la apariencia de normalidad y librarse del acoso del gobernador, por lo menos aquel día. La sujetaba con fuerza porque no estaba seguro de ella y tenía que recordarle que, como pronunciara alguna palabra indebida, él podría vengarse. Elave se desplazó por el cinturón de árboles que formaba una larga curva por encima de la cabaña bajando hacia el Severn, y se agachó entre la maleza y los arbustos a unos cincuenta pasos de la orilla. Ahora que ya estaba más cerca, podía oír el sonido de las voces, pero no lo que decían. Entre él y el grupo se interponía fray Cadfael con los caballos, manteniéndose momentáneamente al margen de la situación. Elave comprobó que todo era un juego destinado a preservar la normalidad entre aquellas personas. Nada tenía que romperla; una palabra excesivamente clara, un movimiento amenazador, podía precipitar el desastre.

Las voces eran las propias de unos conocidos intercambiándose las triviales noticias del día en la calle.

Elave observó que Hugo entraba en el taller sin que Jevan soltara a Fortunata para seguirle. Vio salir de nuevo al gobernador, animado y sonriente, pasando junto a la pareja e indicándole por señas a Jevan que le acompañara hacia el río, pero, cuando tío y sobrina le siguieron, lo hicieron como una sola persona. De pronto, Cadfael se movió y bajó con los caballos por la ladera para reunirse con ellos casi pisándole los talones a Jevan, pese a lo cual éste no volvió la cabeza ni soltó a la muchacha. Fortunata se dejó llevar en silencio aunque en su rostro se advertía una cierta expresión de inquietud.

Lo que necesitaban, lo que estaban intentando conseguir, era una distracción, cualquier cosa capaz de separar a aquella pareja y permitir a Hugo arrancar sana y salva a la joven de la presa de Jevan. Una vez privado de su protección, Jevan sería más fácil de manejar. Pero ellos eran sólo dos y él los podía vigilar y mantener a raya sin dificultad. Mientras sujetara a Fortunata, estaría a salvo y la chica correría peligro, por lo que nadie podría demoler la falsa apariencia de que todo era lo que siempre había sido. ¡Pero Elave sí podía! Jevan ignoraba su presencia y no podía estar en guardia contra él. Tenía que haber algo capaz de romper aquella simulación y provocarle un sobresalto que le indujera a apartar la mano de su escudo dejándole indefenso. Lo malo era que sólo habría una oportunidad.

Un último y alargado rayo rojizo del sol poniente traspasó el velo de los arbustos antes de ocultarse, oscureciendo por un instante el amarillento resplandor del interior de la cabaña que Elave había estado viendo todo el rato, sin darse cuenta y arrancando por un instante un destello en la muñeca de la mano derecha de Jevan. Elave reconoció inmediatamente el acero y comprendió la razón de la paciencia de Hugo. También comprendió lo que se proponía hacer. Todo el grupo, junto con los caballos, se había desplazado hacia las armazones del río, donde las pieles oscilaban y se movían, agitadas por la corriente. Unos cuantos pasos más y podría ocultarse detrás del taller mientras cruzara el prado para dirigirse a la puerta abierta.

Hugo Berengario llevaba todo el peso de la conversación, simulando un profundo interés por el proceso de la preparación de pergaminos con el fin de que Jevan se distrajera y suavizara la vigilancia. Cadfael se encontraba a dos pasos junto con los caballos, pero Jevan no se había vuelto a mirarle ni una sola vez.

Había dejado la puerta de la cabaña abierta y la lámpara encendida para obligar finalmente al gobernador a retirarse, montar y alejarse en su cabalgadura dejando que el tolerante artesano Concluyera su trabajo de aquel día. Sin embargo, Hugo estaba firmemente empeñado en superar su implacable paciencia. Mientras ellos permanecían estancados a la orilla del Severn, alguien era libre de actuar.

Elave abandonó su escondrijo y echó a correr hacia la puerta abierta, utilizando la cabaña como escudo, entró y tomó la lámpara. La techumbre era vieja, estaba reseca a causa del calar estival y se combaba entre las vigas. Le prendió fuego con la lámpara en dos lugares distintos: sobre la alargada mesa donde la corriente que penetraba a través de la ventana avivaría las llamas, y cerca de la puerta antes de retroceder para salir. Una vez fuera, arrancó el ardiente pabilo y lo lanzó sobre el tejado de paja junto con el aceite que quedaba. La brisa que solía levantarse al anochecer después de un día sin viento empezó a soplar desde el oeste, empujando una fina y sinuosa serpiente de fuego sobre el tejado. Desde el interior de la cabaña oyó una especie de suspiro de gigante mientras las llamas estallaban y se iban propagando entre las alfardas. Elave corrió, pero no hacia los arbustos, sino rodeando la cabaña hacia los postigos de la ventana de la cabaña que miraba a tierra, asiendo las tablas y tirando de ellas hasta que uno de los paneles cedió y empezó a salir humo a través de la abertura, seguido de unas altas lenguas de fuego avivadas por el aire. Después, pegó un brinco hacia atrás para contemplar su pavorosa obra mientras el humo se condensaba y las llamas se elevaban por encima de la techumbre.

Cadfael fue el primero en darse cuenta y lanzar la voz de alarma:

—¡Fuego! ¡Mirad, está ardiendo vuestra cabaña!

Jevan volvió la cabeza, tal vez sin poder creerlo, y vio lo que Cadfael había visto. Emitiendo un terrible grito de desesperación y pérdida, soltó tan bruscamente a Fortunata, que poco faltó para que ésta cayera al suelo, dejó caer el cuchillo, que se clavó enhiesto entre la hierba, y corrió enloquecido hacia la cabaña.

—¡Deteneos! —le gritó Hugo, corriendo tras él, pero Jevan sólo veía la columna de fuego y humo, oscureciendo el ocaso contra el cual se recortaba y ennegreciendo los tonos rosado y oro pálido del cielo. Rodeó la pared del otro lado de la cabaña y cruzó la puerta en medio del humo.

Elave rodeó la esquina de la edificación justo a tiempo para verle cara a cara y vio la horrorizada máscara de su rostro, su boca abierta y sus ojos desorbitados antes de que Jevan se lanzara a la asfixiante oscuridad del interior. Elave llegó incluso a agarrarle de la manga para impedir aquella locura, pero Jevan se revolvió y le golpeó el rostro, empujándole hacia atrás antes de que una llamarada los separara.

Elave retrocedió a trompicones y cayó sobre la hierba.

Se encontraba de cara a la puerta abierta y no pudo por menos que ver lo que ocurría en el interior.

Jevan se había abierto paso entre el humo y, una vez junto a la alargada mesa, extendió ambos brazos hacia la techumbre en llamas que colgaba por encima de su cabeza, buscando algo que debía de haber escondido allí. Ya lo tenía en sus manos y estaba gimiendo y retorciéndose de dolor a causa de las quemaduras. De pronto, la mitad de la techumbre se desplomó encima suyo en medio de una gran explosión de llamas y él desapareció en una deslumbradora rosa de fuego, lanzando un prolongado aullido de rabia y dolor.

Elave se levantó del suelo y se lanzó hacia delante, cubriéndose el rostro con los brazos. Hugo se acercó corriendo y se detuvo antes de alcanzar la puerta, pues el calor los obligó a los dos a retroceder, tosiendo en medio del humo en un intento de aspirar aire puro. De pronto, una ennegrecida figura se interpuso entre ellos, arrastrando una especie de cola de cometa de humo y chispas, con la ropa y el cabello ardiendo y sosteniendo apasionadamente en sus brazos un objeto envuelto y sin forma. Emitía un débil gemido semejante al silbido del viento en invierno a través de las puertas y las chimeneas. Se adelantaron para intentar extinguir las llamas, pero él fue más rápido.

Bajó corriendo por la herbosa ladera como una antorcha viviente y saltó a las aguas del río. El Severn silbó y escupió, y Jevan desapareció en la corriente, pasando por delante de las armazones de los pellejos y por delante de Fortunata, que contemplaba la escena en sobresaltado silencio, para ir a detenerse probablemente en las someras aguas de más abajo, donde el Severn rodeaba la ciudad.

Fortunata le vio pasar llevado por la corriente, pero en seguida le perdió de vista. No nadaba. Ambos brazos estrechaban con fuerza la envuelta carga por la cual había matado y por la que ahora estaba muriendo.

Todo había terminado. No se podía hacer nada más por Jevan de Lythwood, no se podía hacer nada por su ennegrecido taller en llamas, excepto dejar que se quemara del todo. El fuego no se podía propagar porque la cabaña se levantaba en medio de un prado.

Lo más importante para Hugo y Cadfael era devolver a aquellas dos pobres almas desoladas al mundo real entre las cosas familiares, aunque una de ellas tuviera que regresar a una casa horrorizada y sumida en el duelo y la otra tuviera que regresar a una celda de piedra donde se cernía sobre ella el peligro de una condena. Lo único que acertaba decir Fortunata una y otra vez era:

—Él no me hubiera hecho daño… ¡estoy segura de que no! —al final, tras varias repeticiones, añadió en un susurro casi inaudible—: ¿No es cierto?

Elave sólo lograba decir en horrorizada protesta:

—¡No quería que ocurriera eso! ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía saberlo? ¡Nunca le deseé este final! —en una especie de acceso de furia contra sí mismo, añadió—: Y ni siquiera sabemos si es culpable de algo, ¡ni siquiera ahora lo sabemos!

—Sí —dijo entonces Fortunata, saliendo de su gélido aturdimiento—. Yo lo sé. Él me lo dijo.

Pero aún no estaba en condiciones de contar la historia ni Hugo le permitiría que lo hiciera en aquellos momentos, pues, dado el estado en que se encontraba, lo que más le importaba era conducirla a casa.

—Encargaos del mozo, Cadfael, y conducidle de nuevo donde el obispo quiere que esté antes de que esta acción se añada a las acusaciones que ya pesan contra él. Yo acompañaré a la dama junto a su madre.

—El obispo sabe que he salido —dijo Elave, tratando de levantar los hombros que todavía no habían conseguido librarse del peso que soportaban—. Se lo supliqué y me dio permiso.

—¿De veras? —preguntó Hugo, sorprendido—. Eso le honra a él más que a ti. Un obispo así me inspira mucha confianza —con un ágil salto montó en su cabalgadura y extendió la mano hacia Fortunata. Su amado y flaco caballo tordo ni siquiera se daría cuenta del peso adicional—. Ayúdala, muchacho… eso es, vuestro pie sobre el mío. Y ahora pórtate con prudencia y déjalo todo para mañana. Yo me encargaré de cualquier otra cosa que se tenga que hacer —se quitó la chaqueta para rodear con ella los hombros de la joven y añadió—: Mañana, Cadfael, iré a ver al abad a primera hora. Estoy seguro de que volveremos a vernos antes de que termine el día.

Subieron a medio galope por la herbosa pendiente, dando la espalda al incendio que ya se estaba convirtiendo en un ennegrecido y humeante montón de madera sin techumbre y a los pellejos agitados por la rápida corriente en contraste con la inmovilidad casi absoluta del agua de la otra orilla.

—¿Le hubiera hecho daño? —preguntó Elave tras un prolongado silencio cuando ya habían alcanzado el camino real y estaban cruzando entre las casas y las tiendas de Frankwell para dirigirse al puente occidental.

—¿Cómo podemos saberlo nosotros si ni ella misma está segura? La providencia de Dios decretó que no se lo hiciera. Eso debe bastamos. Y tú fuiste su instrumento.

—Yo he sido el causante de la muerte del hermano de Gerardo —dijo Elave—. Gerardo me echará la culpa. ¿Qué otra cosa puedo esperar de él ahora?

—¿Hubiera sido mejor para Gerardo que su hermano aún viviera y terminara en la horca? —preguntó Cadfael—. ¿Y que su nombre se viera mancillado por el escándalo? No, lo de Gerardo déjaselo a Hugo. Es un hombre sensato y no te guardará rencor. Le has devuelto a la hija y no te la negará cuando llegue el momento.

—Jamás había matado a un hombre —dijo Elave en tono cansado y pensativo—. Con tantas leguas como recorrimos y tantos peligros y peleas con que nos tropezamos por el camino, no creo haberle hecho tan siquiera un rasguño a alguien.

—Tú no le has matado y no debes atribuirte más responsabilidad de la que tienes. Le mataron sus propias acciones.

—¿Creéis que puede haber alcanzado la orilla en algún lugar? ¿Vivo? ¿Es posible que esté vivo? ¿Después de todo eso?

—Todo es posible —dijo Cadfael.

Sin embargo, recordando los brazos con las mangas humeantes, asiendo con fuerza el objeto que Jevan había arrancado de las llamas y el largo cuerpo llevado por la corriente sin el menor sonido ni forcejeo, no le cupo la menor duda sobre lo que encontrarían al día siguiente en algún lugar de la orilla del río que rodeaba la ciudad.

La jaca cruzó sin prisa el puente y las calles, pero, al llegar al Wyle, husmeó el aire del anochecer y apuró el paso, aspirando el olor de la cuadra y sus comodidades.

Cuando entraron en el gran patio, los monjes acababan de salir de completas. El abad Radulfo emergió del claustro para dirigirse a sus aposentos con sus distinguidos huéspedes, uno a cada lado. Salieron justo a tiempo para ver el regreso de uno de los monjes de la casa a lomos de una de las jacas de la abadía en compañía del prisionero acusado de herejía y dejado provisionalmente en libertad unas tres horas antes. El jinete aparecía manchado y ennegrecido por el humo y sus manos y el cabello de las sienes estaban un tanto chamuscados por el fuego, circunstancia en la que él todavía no había reparado, pero que confería al pequeño cortejo un aire todavía más afrentoso a los ojos del canónigo Gerberto. La serena aceptación de aquel indecoroso espectáculo por parte de Cadfael sólo servía para agravar la ofensa. Cadfael ayudó a Elave a desmontar, le dio unas palmadas de aliento en la espalda y se encaminó hacia las cuadras con la jaca, dejando que el prisionero volviera a su celda voluntariamente e incluso de buen grado, como si regresara tranquilamente a casa. No se podía tratar a un presunto hereje de semejante forma. Todos los procedimientos de la abadía de San Pedro y San Pablo escandalizaban al canónigo Gerberto.

—¡Vaya, vaya! —dijo el obispo en modo alguno irritado, sino más bien complacido—. Aparte lo que pueda ser además este joven, no cabe duda de que es un hombre de palabra.

—Me sorprende que vuestra señoría se haya atrevido a correr semejante riesgo —replicó fríamente Gerberto—. Si le hubierais perdido, hubiera sido una grave negligencia y una gran ofensa a la Iglesia.

—Si le hubiera perdido —replicó el obispo sin inmutarse—, él hubiera perdido mucho más y hubiera sufrido un mayor daño. ¡Pero ha vuelto intacto, tal como se fue!