a bienvenida en casa de Gerardo fue tanto más cordial por cuanto Conan acababa de regresar apenas un cuarto de hora antes, rebosante de alivio y sin haber sufrido el menor daño por el hecho de haber permanecido encarcelado unos cuantos días. Gerardo, que era un hombre eminentemente práctico, estaba dispuesto a dejar que los muertos enterraran a sus muertos una vez los vivos se hubieran encargado de que recibieran los debidos honores y fueran despedidos como Dios manda en su tránsito hacia un mundo mejor. Ahora, el resto de los miembros de su casa parecía libre de toda sospecha y podía seguir adelante con sus asuntos sin ninguna interferencia.
No obstante, faltaban dos.
—¿Fortunata? —dijo Margarita en respuesta a la pregunta de Cadfael—. Salió después de comer. Dijo que iba a la abadía para ver si le permitían ver a Elave o, por lo menos, para averiguar si se había producido alguna novedad en el caso. Supongo que la encontraréis por el camino. En caso contrario, la veréis en la abadía.
Eso, por lo menos, le quitó a Cadfael un peso de encima. ¿Dónde podía estar mejor o más segura la joven?
—En tal caso, será mejor que regrese —dijo Cadfael, complacido—, no quisiera rebasar el permiso que me han dado.
—Yo he venido en la esperanza de que vuestro hermano me aclarara ciertas cosas —dijo Hugo—. He oído hablar mucho del cofre de vuestra hija y tengo curiosidad por verlo. Me han dicho que lo podrían haber hecho inicialmente para guardar un libro. Me gustaría saber qué opina de eso Jevan. Él lo sabe todo sobre la creación de los libros, desde la piel con que se hacen los pergaminos hasta la encuadernación. Me gustaría hacerle una consulta cuando tenga tiempo. Pero ¿me podríais mostrar el cofre?
Gustosamente le dijeron lo que pudieron sin la menor inquietud ni zozobra.
—Ahora mismo está en su taller —contestó Gerardo—. Estuvo allí esta mañana, pero dice que se dejó una cosa sin terminar. Seguramente no tardará en volver. Esperadle un ratito y en seguida vendrá. ¿El cofre? Me parece que habrá que esperar a que vuelva Jevan. Fortunata se lo regaló anoche. Como se hizo para guardar un libro, dice, y tío Jevan tiene libros, le voy a regalar el cofre. Jevan lo usará para guardar uno de los libros que más aprecia, tal como ella quería que hiciera. Tendrá mucho gusto en mostrároslo. Es una preciosidad.
—No quiero molestaros ahora si él no está aquí —dijo Hugo—. Ya vendré más tarde, estoy a dos pasos.
Ambos amigos se marcharon juntos y Hugo acompañó a Cadfael hasta el extremo superior del Wyle.
—Le regaló el cofre —dijo Hugo, frunciendo el ceño ante aquel rompecabezas—. ¿Y eso qué puede significar?
—Un anzuelo —contestó Cadfael con el semblante muy serio—. Ahora creo que la chica ha seguido el mismo camino que sigue mi mente. Pero no para demostrar algo… sino más bien para comprobar, a ser posible, que no es cierto, pues necesita saberlo a toda costa. Jevan es un pariente muy cercano a quien aprecia mucho, pero, aun así, la muchacha no puede cerrar los ojos y aparentar que no ha ocurrido nada malo.
Cadfael cruzó la arcada de la garita de vigilancia e inmediatamente se vio envuelto en un insólito ajetreo.
Al parecer, acababa de llegar un encumbrado personaje a quien las más altas jerarquías de la casa se estaban disponiendo a recibir con los debidos honores. El portero había salido apresuradamente para tomar una brida, fray Jerónimo estaba contendiendo con un mozo por otra, el prior Roberto se estaba acercando a grandes zancadas desde el claustro y fray Dionisio esperaba sin saber si el recién llegado se alojaría en la hospedería o bien en los aposentos del abad. Varios monjes y novicios aguardaban a una respetuosa distancia, dispuestos a cumplir cualquier encargo que les pudieran encomendar, mientras que tres o cuatro colegiales, juiciosamente apartados para evitar que les vieran o les llamaran la atención, permanecían de pie, contemplando la escena sin el menor recato.
En medio de todo aquel revoloteo de actividad, el diácono Serlo acababa de desmontar de su mula y se estaba alisando los faldones de la túnica. Un poco sucio por el polvo del camino, pero con el rostro tan redondo y sonrosado como siempre y decididamente más contento ahora que había traído consigo a su obispo y podría dejarle tranquilamente todas las decisiones a él.
El obispo Rogelio De Clinton estaba desmontando de su alto caballo roano con todo el vigor y la elasticidad propios de un hombre de la mitad de su edad.
Porque debía de rondar los sesenta, pensó Cadfael.
Llevaba catorce años como obispo y ostentaba su autoridad con la misma soltura y la misma aristocrática confianza con la cual lucía sus prendas de montar. Era alto y su erguido porte le hacía aparentar una estatura todavía mayor. Un hombre austero, competente y sin pretensiones, pues no las necesitaba. Había algo en él, pensó Cadfael, de los obispos guerreros cada vez más escasos en los últimos tiempos. Su rostro de directas y decididas facciones aguileñas, con unos penetrantes ojos grises que lo abarcaban todo con la misma rapidez con que miraban, era tan propio de un soldado como de un clérigo. De una sola mirada captó la escena y le entregó la brida al portero mientras el prior Roberto se acercaba a él, deshaciéndose en reverencias de bienvenida.
Ambos se encaminaron juntos hacia los aposentos del abad y el grupo se dispersó gradualmente tras haber perdido su centro. Los caballos fueron aligerados de las alforjas y conducidos a las cuadras mientras los monjes regresaban a sus distintas ocupaciones y los niños se iban en busca de nuevas diversiones hasta que los convocaran para la temprana cena. Cadfael pensó en Elave, el cual debía de haber oído desde el otro lado del patio los sonidos que anunciaban la llegada de su juez. Cadfael sólo había visto a Rogelio De Clinton un par de veces y no tenía posibilidad de saber con qué estado de ánimo y con qué propósitos había acudido a aquella enojosa cita. Pero, por lo menos, se había presentado personalmente y se le veía plenamente capacitado para arrebatarle de nuevo la responsabilidad y la salud espiritual de su diócesis a cualquiera que pretendiera usurpar la autoridad que ejercía en su jurisdicción.
Entre tanto, la tarea más inmediata de Cadfael era buscar a Fortunata. Se acercó al portero y le preguntó:
—¿Dónde puedo encontrar a la hija de Gerardo de Lythwood? Me han dicho en su casa que estaba aquí.
—Conozco a la chica —contestó el portero, asintiendo con la cabeza—, pero hoy no la he visto por aquí.
—Dijo en su casa que vendría a la abadía. Poco después de comer, según su madre.
—Pues no la he visto ni he hablado con ella, y eso que llevo aquí casi todo el rato desde el mediodía. He ido a hacer un par de recados, pero sólo cuestión de unos minutos. A no ser que haya entrado en un momento en que yo estaba de espaldas. Pero hubiera tenido que hablar con alguien que le diera permiso. Si hubiera venido, creo que hubiera esperado en la puerta hasta que yo volviera.
Cadfael también lo creía. Aunque, si hubiera visto al prior mientras esperaba o a Anselmo o a Dionisio, cabía la posibilidad de que les hubiera dirigido la petición a ellos. Cadfael fue en busca de Dionisio, cuyos deberes le obligaban a permanecer casi todo el rato en los alrededores del patio y la entrada, pero Dionisio no había visto a Fortunata. Como la chica ya conocía el pequeño reino de Anselmo en el pasillo norte del claustro, a lo mejor se había dirigido allí. Pero Anselmo sacudió decididamente la cabeza. No, la chica no había estado allí. Fortunata no sólo no se encontraba en el recinto de la abadía en aquellos momentos, sino que, al parecer, no había puesto los pies en él en todo el día.
La campana de vísperas sorprendió a Cadfael sin saber qué hacer y le recordó severamente sus obligaciones para con la vocación que había aceptado por su libre voluntad y a la que a veces se reprochaba olvidar. Hay varios medios de abordar una situación, aparte la acción beligerante. La mente y la voluntad también tienen algo que decir en el interminable combate. Cadfael se volvió hacia el pórtico sur de la iglesia y se incorporó a la procesión de sus hermanos, entrando en la fría y oscura caverna del coro, donde rezó fervorosamente por Alduino, muerto y enterrado en su lastimosa imperfección humana, por Guillermo de Lythwood, que había regresado a casa absuelto de sus culpas y descansaba en el lugar que había elegido, y por todos los que se sentían presos y atormentados por el recelo, la duda y el temor, tanto los culpables como los inocentes, pues, ¿quiénes precisan de más auxilio? Tanto si había fraguado una fantástica locura en torno a un libro que a lo mejor ni siquiera existía, como si se cernía un grave peligro sobre cualquiera que cometiera un error movido por el hecho de saber demasiado, no cabía duda de que un delito era tan duro y claro como el cristal oscuro: alguien le había arrebatado la vida al triste e inofensivo escribano Alduino, de quien el acusado por él había dicho con toda sinceridad:
—Todo lo que dice que dije, lo dije.
Pero otro, a quien no había causado ningún daño, le había hundido hábilmente una daga por la espalda entre las costillas, matándole de inmediato.
Cadfael salió de vísperas consolado, pero tan consciente como antes de sus propias responsabilidades. Era todavía de día, pero el oblicuo resplandor del anochecer y la inmovilidad del aire parecían conferir a todos los colores un diáfano brillo nacarado. Antes de seguir adelante, aún podía hacer una comprobación.
Era posible que Fortunata, temiendo pedir permiso para visitar a Elave tan poco tiempo después de su primera visita, le hubiera pedido simplemente a alguien, durante una breve ausencia del portero, que le transmitiera un mensaje al prisionero para recordarle tan sólo que sus amigos pensaban en él y le suplicaban que se animara, petición a la cual ningún hombre hubiera podido poner el menor reparo. El hecho de que Cadfael no se hubiera cruzado con ella por el camino no tenía por qué significar nada. A lo mejor, la chica ya estaba de vuelta en la ciudad y había aprovechado para hacer algún recado antes de regresar a casa. Por lo menos, Cadfael iría a ver al mozo y, de este modo podría tranquilizarse.
Tomó la llave del gancho donde ésta colgaba en el pórtico y se fue a la celda. Elave se volvió desde el pequeño escritorio. Tenía el ceño fruncido y los ojos entornados porque había estado leyendo, bajo la menguante luz del anochecer, uno de los más humanos y extáticos sermones de Agustín. La aparente nube se disipó en cuanto el muchacho dejó de bregar con las apretadas y minúsculas letras del texto. Otras personas temían por él, pero a Cadfael le pareció que el propio Elave se había liberado del temor y ni siquiera había dado muestras de la menor inquietud en aquel restringido confinamiento.
—Hay algo de monje en ti —le dijo Cadfael expresando sus pensamientos en voz alta—. Puede que algún día acabes tomando el hábito.
—¡Nunca! —exclamó fervientemente Elave, riéndose de buena gana ante aquella posibilidad.
—Bueno, tal vez fuera una lástima a la vista de las ideas que tienes para el futuro. Pero el talante no te falta. Ni el hecho de haber viajado por todo el mundo ni el de permanecer encerrado en una celda de piedra te altera el equilibrio. ¡Tanto mejor para ti! ¿Alguien ha tenido el detalle de decirte que ha venido el obispo? ¡Personalmente! Te hace un gran honor, pues Coventry se encuentra más cerca del tumulto que nosotros y tiene que vigilar muy estrechamente los asuntos de la Iglesia; por consiguiente, el tiempo que dedica a tu caso es una muestra de la importancia que te atribuye. Puede que la situación se resuelva en seguida. Parece un hombre capaz de tomar rápidas decisiones.
—Oí el alboroto y pensé que llegaba alguien —dijo Elave—. Oí el rumor de los cascos de las cabalgaduras sobre los adoquines. Pero no sabía quién pudiera ser.
Entonces, ¿creéis que pronto me mandará llamar? —Al ver la inquisitiva mirada de Cadfael, esbozó una sonrisa que no alteró la gravedad de su semblante—. Estoy preparado. Incluso lo deseo. He aprovechado bien el tiempo que llevo aquí. He averiguado que hasta el propio Agustín cambió muchas veces de parecer a lo largo de los años. Se pueden tomar algunos de sus primeros escritos donde dice justo lo contrario de lo que dijo en su vejez. Con varios cambios de opinión intermedios. Cadfael, ¿habéis pensado alguna vez en la pérdida que supondría quemar a un hombre por lo que creía a los veinte cuando, a lo mejor, lo que creyera y escribiera a los veinte podría ser considerado lo más santo y piadoso que jamás se hubiera escrito?
—Ésa es la clase de razonamiento a la que la inmensa mayoría de los hombres nunca presta atención —contestó Cadfael—. De lo contrario, todo el mundo sería más cauto a la hora de eliminar una vida. Hoy no has recibido ninguna visita, ¿verdad?
—Sólo la de Anselmo. ¿Por qué? —¿Tampoco has recibido ningún mensaje de Fortunata?
—No. ¿Por qué? —repitió Elave en tono apremiante al ver el fruncido entrecejo de Cadfael—. Supongo que está bien, ¿verdad?
—Yo también lo supongo —convino Cadfael—, y así debe de ser. Dijo a su familia que bajaba a la abadía a preguntar si podía verte de nuevo o si había habido algún progreso en tu caso, por eso te lo he preguntado. Pero nadie la ha visto. No ha estado aquí.
—Y eso os preocupa —dijo incisivamente Elave—. ¿Qué importancia puede tener? ¿En qué estáis pensando? ¿Se cierne sobre ella alguna amenaza? ¿Es que teméis por ella?
—Digamos más bien que me alegraría saber que se encuentra a salvo en su casa. Como sin duda ya debe de estar. ¡Temer, no! Pero debes recordar que hay un asesino suelto entre nosotros y muy cerca de aquella casa, por cierto. Preferiría que estuviera en casa o saliera acompañada en lugar de ir sola a donde tenga que ir. Pero hoy he dejado a Hugo Berengario vigilando estrechamente la casa y todos los movimientos de los que entran y salen; por consiguiente, puedes estar tranquilo.
Ninguno de los dos había prestado atención a los sonidos de fuera: el breve rumor de unos cascos de caballo cruzando el patio, el rápido intercambio de voces y, finalmente, unas ligeras pisadas avanzando impetuosamente. Ambos experimentaron un sobresalto cuando la puerta de la celda se abrió bruscamente, dando paso a una ráfaga de aire nocturno y a la presencia de Hugo Berengario.
—Me han dicho que os encontraría aquí —dijo el gobernador, casi sin resuello—. Dicen que la chica no está aquí y no ha venido desde ayer. ¿Es eso cierto?
—¿No ha regresado a casa? —preguntó Cadfael, consternado.
—Ni ella ni el otro. La señora está empezando a preocuparse. Decidí bajar yo mismo a recoger a la muchacha para llevarla a casa si aún estuviera aquí, pero ahora averiguo que no ha venido y sé que no ha vuelto a casa, pues vengo directamente de allí. ¡Tanto rato ausente y sin estar donde ella dijo que estaría!
Elave asió el brazo de Cadfael y lo sacudió enérgicamente con alarmada perplejidad.
—¿El otro? ¿Qué otro? ¿Qué sucede? ¿Estáis diciendo que, a lo mejor, corre peligro?
Cadfael trató de calmarlo dándole unas palmadas en el brazo con la otra mano al tiempo que le preguntaba a Hugo:
—¿Habéis mandado a alguien al taller?
—¡Todavía no! Puede que esté tranquilamente allí. Ahora voy yo mismo para allá. ¡Venido conmigo! Yo os excusaré ante el abad más tarde.
—¡Os acompaño! —dijo fervientemente Cadfael, haciendo ademán de volverse hacia la puerta, pero Elave se aferró desesperadamente a él sin querer soltarle.
—¡Tenéis que decírmelo! ¿Qué otro? ¿A quién os referís? ¿Quién la amenaza? ¿El taller… de quién? —inmediatamente lo comprendió y emitió un gemido, pronunciando el nombre en voz alta—: ¡Jevan! El libro… vos creéis en su existencia… ¿Pensáis que fue él…? —se levantó y se lanzó hacia la puerta abierta, pero Hugo se interpuso en su camino, situándose entre las jambas—. ¡Soltadme! ¡Quiero ir! ¡Dejadme ir junto a ella!
—¡Insensato! —dijo Hugo bruscamente—, no compliques más las cosas. Déjalo de nuestra cuenta, ¿qué podrías hacer tú que no podamos hacer nosotros? Ahora que el obispo está aquí, ocúpate de lo tuyo y ten la seguridad de que nosotros nos ocuparemos de ella —el gobernador se apartó a un lado lo justo para que pasara Cadfael mientras le decía, moviendo perentoriamente la cabeza—: ¡Salid y colocad la llave!
Después, agarró a Elave, que estaba forcejeando con él, y lo empujó con el pie, haciéndole caer sobre el camastro. Para cuando el mozo volvió a saltar como un gato montés, Hugo ya estaba fuera, Cadfael ya había insertado la llave en la cerradura y Elave se quedó aporreando la puerta con la rabia y desesperación del prisionero.
Cuando ya se estaban dirigiendo hacia la garita de vigilancia, todavía pudieron oír los golpes y los gritos.
Sin duda le oirían también desde el otro lado del patio y en la hospedería, cuyas ventanas estaban todas abiertas para que circulara el aire.
—Mandé ensillar un caballo para vos en cuanto supe que la joven no estaba aquí —dijo Hugo—. No se me ocurre ningún otro lugar a donde pueda haber ido y, puesto que él se fue para allá…
—¿Acaso la chica ha estado buscando algo? ¿Y él se enteró?
El portero había recibido las órdenes del gobernador cual si del propio abad se tratara, y ya se estaba acercando desde el patio de los establos con una jaca ensillada, avanzando a un rápido trote.
—Atravesaremos la ciudad, adelantaremos más que si la rodeamos.
El fragor de los golpes contra la puerta de la celda ya había cesado. La voz de Elave había enmudecido.
Pero el silencio era más temible que la furia que lo había precedido. Elave reservaba sus fuerzas para más tarde y esperaba su oportunidad.
—Compadezco a quienquiera que vuelva a abrir aquella puerta esta noche —dijo Cadfael un tanto sorprendido al tiempo que tomaba las riendas—. Dentro de una hora, alguien tendrá que llevarle la cena.
—Para entonces vos ya habréis regresado con mejores noticias, Dios mediante —dijo Hugo, montando en su cabalgadura e iniciando la marcha hacia la barbacana.
Entre las campanadas que marcaban los oficios del horario, el reloj de Elave era la luz a través de la cual el mozo podía calcular el paso de un nuevo día que añadir a los que ya habían transcurrido en aquella angosta prisión. Comprendió, en cuanto respiró hondo y se sumió en un acerado silencio, que no tardaría mucho en aparecer el novicio que le traía la comida con el plato de madera y la jarra sin esperar otra cosa más que una cortés recepción por parte de aquel prisionero torvamente resignado a tener paciencia y demasiado imparcial como para culpar de su apurada situación a un joven aspirante a monje que se limitaba a cumplir órdenes. Habían elegido para aquel menester a un vigoroso y bien parecido muchacho de ingenuo semblante y amistosos modales. Elave no le deseaba ningún mal y no quería causarle ninguno a poco que pudiera evitarlo, pero quienquiera que se interpusiera entre él y Fortunata tendría que andarse con mucho cuidado.
La disposición de la celda era sumamente ventajosa. La ventana y el escritorio colocado bajo la misma estaban situados de tal forma que, cuando se abría la puerta, quedaban parcialmente ocultos de la vista del que entraba hasta que se volvía a cerrar la puerta, por lo que el lugar más lógico para que el novicio posara la bandeja era el extremo de la cama. Visita a visita, el mozo se había ido desprendiendo de la precaución, pues no había tenido hasta entonces ningún motivo para temer nada, por lo que su costumbre era entrar tranquilamente, empujando la puerta con el codo y el hombro y acercarse directamente a la cama para depositar su carga. Sólo entonces cerraba la puerta, se situaba de espaldas a ella y pasaba un rato de la mañana o el anochecer haciéndole compañía al prisionero hasta que terminaba de comer.
Elave abandonó la indignidad de aquellos gritos y súplicas a los que nadie prestaría atención ni daría respuesta y se sentó a esperar las pisadas a las que tanto se había acostumbrado. Su anónimo novicio tenía andares y envergadura de gigante, por lo que los repiqueteos de sus sandalias sobre los adoquines eran más bien unos enérgicos porrazos. El rumor de sus pasos era inequívoco, aun en el caso de que la angosta ojiva de la ventana no hubiera permitido ver el tupido y vigoroso cerco castaño de su tonsura pasando por delante de ella antes de doblar la esquina y alcanzar la puerta. Allí el joven tuvo que sostener la bandeja en equilibrio en una mano mientras con la otra hacía girar la llave en la cerradura. Tiempo suficiente para que Elave permaneciera inmóvil detrás de la puerta cuando el novicio entró tan inocentemente como siempre y se acercó directamente a la cama.
La pequeñez del espacio dio lugar a que Elave chocara de lado con el confiado muchacho y fuera lanzado rodando contra la pared del otro lado, pero, aun así, el prisionero pudo rodear la puerta y salir al patio, donde echó a correr como una liebre hacia la garita de vigilancia antes de que alguien se diera cuenta de lo que había ocurrido. El novicio salió tras él, con unas piernas más largas y una impresionante velocidad, dando tales voces que inmediatamente apareció el portero y varios monjes; mozos y huéspedes acudieron como un enjambre de abejas desde la hospedería, el claustro y el patio de los establos. Los que primero comprendieron la situación y se mostraron dispuestos a participar en la persecución convergieron en la veloz figura de Elave. Los menos activos se acercaron un poco más para observar la escena. Al parecer, el primer grito de alarma había llegado hasta los aposentos del abad e indujo a Radulfo y a su huésped a salir con ultrajada dignidad para acallar semejante conmoción.
Ya desde un principio hubo muy pocas posibilidades de éxito. Sin embargo, incluso cuando cuatro o cinco monjes echaron a correr tras Elave para atraparle, éste consiguió llegar casi hasta el arco de la entrada, antes de que sus perseguidores se le echaran encima y lo arrastraran hacia dentro, obligándole a detenerse. Agitándose y forcejeando, fue empujado de rodillas y cayó boca abajo sobre los adoquines, sollozando y casi sin resuello.
Por encima de él, una voz preguntó en tono comedido:
—¿Ése es el hombre de quien me habéis hablado?
—En efecto —contestó el abad.
—¿Y, hasta ahora, no había dado ningún quebradero de cabeza ni había hecho el menor intento de huir?
—Ninguno, ni yo lo esperaba —dijo Radulfo.
—En tal caso, tiene que haber una razón —dijo la serena voz—. ¿No sería mejor que examináramos cuál puede ser? —dirigiéndose a los monjes que lo habían atrapado, y aún seguían sujetando al jadeante Elave, añadió—: Dejadle levantarse.
Elave apoyó las manos sobre los adoquines, se puso de rodillas, sacudió la magullada cabeza con aire aturdido y levantó la vista desde un par de elegantes botas de montar, pasando por unas austeras calzas oscuras y un jubón, hasta llegar a un fuerte, cuadrado y autoritario semblante de fina nariz aguileña y ojos grises imperturbablemente clavados en el desgreñado cabello y el tiznado rostro del presunto hereje. Juez y acusado se miraron con fascinado interés, evaluando cuidadosamente todo un territorio de fe y error, justicia e injusticia, a través del cual deberían tratar de hallar un punto de encuentro en medio de las arenas movedizas y las trampas ocultas.
—¿Vos sois Elave? —preguntó apaciblemente el obispo—. Elave, ¿por qué huir ahora?
—¡No huía, sino que iba! —contestó Elave, respirando hondo—. Mi señor, una doncella corre peligro si las cosas son como yo temo. Acabo de averiguado. ¡Y yo soy la causa de este peligro! Permitidme ir en su busca y salvada. Os juro que volveré. Mi señor, yo la amo, la quiero por esposa… Si está amenazada, debo ir junto a ella —añadió, extendiendo las manos y asiendo los faldones del jubón del obispo. Una incrédula esperanza se estaba consolidando en su mente tras observar que no era rechazado ni acallado—. Mi señor, mi señor, el gobernador ha ido en su busca, él mismo os lo dirá después, lo que digo es cierto. Pero ella es mía, forma parte de mí y yo de ella, y tengo que reunirme con ella. Mi señor, os doy mi palabra, mi más solemne palabra, os juro que regresaré para enfrentarme con el juicio, cualquiera que éste sea, pero concededme unas cuantas horas de libertad esta noche.
El abad Radulfo retrocedió ostensiblemente dos pasos y lo hizo con tal autoridad, que todos los que se encontraban presentes también se retiraron en silencio, contemplando la escena con asombro. Rogelio De Clinton, hombre capaz de tomar una decisión en un instante, extendió una mano para asir fuertemente la de Elave y ayudarle a levantarse. Después, apartándose con gesto autoritario de Elave y la puerta, le dijo al portero:
—¡Déjale pasar!
El taller en el que Jevan de Lythwood preparaba las pieles de oveja se encontraba situado bastante más allá de las últimas casas del suburbio de Frankwell y se levantaba solitario junto a la orilla derecha del río, a los pies de un empinado prado delimitado por una hilera de árboles y arbustos en lo alto de la pendiente. Allí el terreno se elevaba y el agua, a pesar del escaso caudal del estío, fluía con una fuerte y rápida corriente, ideal para el trabajo de Jevan. La preparación de los pergaminos requería una gran cantidad de agua para los primeros días del proceso, y aquel lugar donde el Severn discurría tan rápido ofrecía un perfecto soporte para las armazones de madera cubiertas con malla en las cuales se ajustaban los cueros para que el agua fluyera libremente sobre ellos día y noche hasta que pudieran introducirse en una solución de cal y agua en la cual permanecerían quince días antes de rascarlos para eliminar los pelos que todavía quedaran y otros quince días más para completar el largo proceso del blanqueo. Fortunata estaba familiarizada con todas las fases de aquella tarea que, al final, producía las finas y lechosas membranas de las que tan justamente orgulloso se mostraba su tío. Pero no perdió el tiempo examinando las armazones del río.
Nadie hubiera sido capaz de ocultar un objeto de valor allí por muchas capas de paño encerado con que lo envolviera para protegerlo. Los leves efluvios de las pieles puestas a remojar le dilataron las ventanas de la nariz al pasar, pero la corriente era tan rápida, que disipaba en seguida todos los olores. En el interior del taller, el olor de los pellejos se mezclaba con el penetrante olor de los recipientes de cal y el más aceptable olor de los cueros terminados.
La joven giró la llave en la cerradura y entró, tomando la llave y cerrando la puerta. Dentro estaba oscuro y hacía calor, pues el taller llevaba cerrado desde la mañana, pero ella no se atrevió a abrir los postigos a través de los cuales la luz hubiera caído directamente sobre la gran mesa en la que Jevan lavaba, rascaba y limpiaba con piedra pómez los pellejos. Todo tenía que parecer cerrado y desierto. No había ninguna casa en los alrededores y no pasaba ningún camino por allí cerca. Ahora dispondría de tiempo suficiente y no tenía por qué darse prisa. Lo que ya no estaba en la casa forzosamente tenía que estar allí. Jevan no disponía de ningún otro lugar personal.
Fortunata conocía la disposición del taller y sabía dónde estaban los recipientes de cal, uno para el primer remojo cuando se sacaban las pieles del río y otro para el segundo, una vez se habían rascado ambos lados para eliminar los restos de pelo y de carne. El último enjuague se hacía en el río antes de estirar las membranas sobre un armazón para que se secaran al sol, sometidos a una repetida y ardua limpieza con piedra pómez y agua. Durante su visita matinal, Jevan había guardado en el taller la única armazón que tenía en uso; la piel resultaba cálida y suave al tacto.
La muchacha esperó unos minutos para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Se filtraba un poco de luz a través de la rendija donde se juntaban los postigos. La techumbre, de paja, estaba recalentada por el sol y se combaba un poco entre las vigas que la sostenían, por lo que el aire resultaba denso y sofocante.
El lugar de trabajo de Jevan estaba meticulosamente ordenado, pero atestado de herramientas, recipientes de cal, mallas de reserva para las armazones del río, montones de pieles en distintas fases de preparación, varias armazones Y bandejas con cuchillos, piedras pómez y trapos para secar. Había también una pequeña lámpara de aceite por si fuera necesario terminar algún proceso al anochecer y una caja con pedernales, yescas, trapos quemados, mechas y teas con punta de azufre para encender. Fortunata empezó a buscar en medio de la escasa luz que se filtraba a través de los postigos. Los recipientes de la cal se podían pasar por alto, aunque estaban colocados de tal forma que arrojaban sombra sobre un extremo del taller y detrás de ellos se encontraba un largo estante en el que se apilaban los pellejos en distintas fases de su proceso de preparación. Hubiera sido muy fácil utilizar los pellejos para ocultar un pequeño cofre, cubriéndolo con los extremos sin recortar de las pieles.
Fortunata tardó un buen rato en buscar entre ellos, pues tenía que dejarlos exactamente en el mismo orden en que los había encontrado, tanto más cuanto que podía estar equivocada y no encontrar otra cosa que no fuera el cofre. Pero ya era demasiado tarde para creer en semejante posibilidad. Si no hubiera habido ningún motivo, ¿por qué ocultar el cofre, por qué retirarlo de su lugar en el arcón y despojar el breviario de su espléndido estuche?
El fino polvillo danzaba en la rendija de sol poniente y le cosquilleaba la garganta y las ventanas de la nariz mientras iba sacando los pellejos, uno detrás de otro. Ya había vuelto a colocar un montón en su sitio y estaba examinando el segundo, pero allí no había más que pellejos. Cuando terminó, apenas había luz, pues el sol se había desplazado hacia el oeste, alejándose de la rendija entre los postigos. Fortunata necesitaba la lámpara para examinar los rincones más oscuros de la estancia, donde dos o tres cajas de madera albergaban toda una miscelánea de recortes y piezas defectuosas que podían guardarse para otros usos, desde algunas hojas dobles de gran tamaño hasta varios pequeños y estrechos pliegues de dieciséis hojas que se utilizaban para hacer gramáticas o textos escolares.
La muchacha sabía que Jevan no cerraba bajo llave aquellas cajas. Bastaba con cerrar el taller cuando no había nadie, pues los pergaminos no solían tentar demasiado a los ladrones. Si ahora una de aquellas cajas estuviera cerrada, el solo hecho ya sería significativo de por sí.
Fortunata tardó un rato en conseguir que la yesca hiciera una chispa y se convirtiera a regañadientes en una diminuta llama, suficiente para encender el pabilo de la lámpara. Se acercó con la lámpara a la hilera de cajas y la colocó sobre la tapa de la del centro para que derramara su luz cuando abriera la primera. Como no hubiera nada allí, ya no quedaría ningún sitio donde buscar, pues las bandejas de herramientas estaban a la vista, y la maciza mesa se encontraba totalmente despejada, aparte la llave de la puerta que ella había dejado sobre su desnuda superficie.
Ya había llegado a la tercera caja en la que se amontonaban los recortes de pergamino, pero allí también estaba todo tal como tenía que estar. Había buscado por todas partes sin encontrar nada.
Se hallaba de rodillas sobre el suelo de tierra batida, bajando la tapa de la caja, cuando oyó que empezaba a abrirse la puerta. El leve chirrido de los goznes la dejó paralizada y la indujo a contener la respiración. Después, muy poco a poco, la muchacha cerró la caja.
—No has encontrado nada —dijo la suave voz de Jevan a su espalda—. No encontrarás nada. No hay nada que encontrar.