XII

l veintiséis de julio Fortunata se levantó temprano y, nada más despertarse, recordó que aquel día se iba a celebrar el entierro de Alduino. Se daba por descontado que toda la casa asistiría, pues estaba en deuda con él por muchas razones; por sus años de discreto pero concienzudo servicio, por sus años de desolada e inofensiva permanencia en la casa, por la compasión y por la vaga sensación de haberle fallado en cierto modo ahora que había hallado aquel final tan desdichado. ¡Y las últimas palabras que ella le había dirigido habían sido de reproche! Merecidas tal vez, pero ahora Fortunata se las reprochaba a sí misma sin razón. ¡Pobre Alduino! Jamás había sabido aprovechar sus ventajas y siempre temía perderlas como hace el avaro con su oro. Había cometido una acción terrible contra Elave en su temor de que lo echaran por su culpa. Pero no merecía que le apuñalaran por la espalda y le arrojaran al río y a ella le remordía un poco la conciencia a pesar de su inquietud y zozobra por Elave a quien Alduino había injuriado. Aquella mañana el recuerdo de Alduino llenó la mente de Fortunata y la indujo a adentrarse por un camino que no hubiera deseado seguir. Pero, si se les negara la justicia a los ineptos, rencorosos y tristes, ¿a quién se debería hacer justicia?

A pesar de lo temprano que se levantó, alguien se le había adelantado. La tienda permanecería cerrada todo el día y, por consiguiente, Jevan no hubiera tenido ninguna razón para madrugar, pero, aun así, se había levantado y había salido antes de que Fortunata bajara a la sala.

—Se ha ido al taller —le explicó Margarita cuando preguntó por él—. Tiene que poner a remojar unas pieles en el río, pero llegará a tiempo para el funeral del pobre Alduino. ¿Qué quieres de él?

—No, nada que no pueda esperar —contestó Fortunata—. Simplemente lo había echado en falta, eso es todo.

Se alegró de que toda la casa estuviera plenamente ocupada en los preparativos de un nuevo funeral, tan poco tiempo después del primero, la noche del velatorio de tío Guillermo en que se inició todo aquel ciclo de desgracias. Margarita y la criada estaban en la cocina y Gerardo, tan pronto como terminó de desayunar, había salido al patio para disponer todo lo necesario con vistas al digno traslado de Alduino a la iglesia de la que tan largo tiempo había permanecido apartado en vida. Fortunata entró en la cerrada tienda y, sin más luz que la que se filtraba a través de las rendijas de los postigos, empezó a buscar en silencio en los estantes entre las pieles sin cortar y las herramientas, así como en todos los rincones de la pulcra y escasamente amueblada estancia. Todo estaba a la vista. Fortunata no esperaba encontrar nada insólito allí y no se entretuvo demasiado. Volvió a cerrar la puerta, dejando el interior sumido en sombras, regresó de nuevo a la sala y subió por la escalera para dirigirse al dormitorio de Jevan situado encima de la entrada de la calle.

A lo mejor, Jevan había olvidado que la muchacha sabía desde la infancia dónde se guardaba todo lo de la casa o había pasado por alto el hecho de que incluso los detalles que jamás le habían interesado pudieran ser ahora de gran importancia para ella. Fortunata aún no le había dado motivos para reflexionar sobre tales cuestiones y ahora rezaba en su fuero interno para que no tuviera que dárselos. Cualquier cosa que hiciera en aquel momento la haría sentirse culpable, aunque lo podría resistir, pues no había más remedio.

Jamás, le había dicho Jevan, se había tomado la molestia de cerrar bajo llave el arcón donde guardaba sus manuscritos, hasta que colocó entre ellos el precioso cofre de la dote de la muchacha. Tal vez fue un simple gesto de alabanza y gratitud destinado a halagarla, de no haber sido por el hecho de que efectivamente giró la llave en la cerradura cuando se quedó solo en su habitación aquella noche. Ella lo supo antes incluso de intentar levantar la tapa y descubrir que el arcón estaba cerrado. En caso de que Jevan llevara las llaves encima al salir de la casa, Fortunata no podría seguir adelante por aquel temible camino. Pero, por lo visto, Jevan no lo había considerado necesario, pues las llaves estaban en su lugar acostumbrado, en un gancho del interior del armario donde guardaba la ropa, en una esquina de la estancia. La mano de Fortunata se estremeció cuando eligió la más pequeña, y el metal chirrió desagradablemente contra el metal antes de conseguir introducir la llave en la cerradura del arcón de los libros.

La muchacha levantó la tapa y se arrodilló junto al arcón, asiendo con tanta fuerza el labrado borde, que le dolieron los dedos a causa de la tensión. Hubiera bastado un vistazo, no la prolongada y consternada mirada que ella clavó en el interior del arcón, contemplando los apretados lomos vueltos hacia arriba y el espacio vacío en un extremo. Allí no había ninguna funda de color oscuro, ningún santo de grandes ojos y redonda frente de marfil, observando su mirada de asombro. Con su blanco lomo más pálido que cualquiera de los demás, pegado a un compañero teñido de rojo, el preciado breviario francés que Jevan le había comprado a algún precavido ladrón o comerciante de bienes robados en la feria de San Pedro dos años atrás, descansaba en su lugar habitual entre los demás libros, despojado de su nueva y suntuosa funda. El libro estaba en su sitio, pero el cofre en el cual tan armoniosamente encajaba había desaparecido y a Fortunata sólo se le ocurría una razón y sólo un lugar en el que pudiera estar.

Cerró la tapa presa de un súbito temor y giró la llave en la cerradura, pero una de sus trenzas quedó prendida en el mellado canto de la cerradura y ella tuvo que tirar con fuerza al levantarse, en su prisa por escapar de aquella estancia y refugiarse en algún otro lugar, entre acontecimientos ordinarios y personas inocentes, para huir de un conocimiento que hubiera deseado dejar en paz, pero que ahora no podía ignorar, y del camino que había hollado con la esperanza de que se desvaneciera bajo sus pies, que ahora tendría que seguir hasta el final.

Alduino fue conducido a su sepultura a media mañana, escoltado por Gerardo de Lythwood y todos los de su casa y guiado hacia el otro mundo con toda solemnidad por el padre Elías, ya satisfecho de las credenciales de su feligrés y aliviado de sus iniciales dudas. Fortunata se situó de pie al lado de Jevan, junto a la sepultura, y experimentó las corrientes contrarias de la compasión y el horror que le desgarraban la mente mientras la manga de Jevan rozaba la suya. Le había visto portar el féretro a hombros junto con otros, arrojar un puñado de tierra en la tumba y contemplar el oscuro hoyo con austero y sereno semblante mientras los terrones iban cayendo y cubriendo al muerto. Una existencia vivida en medio del desánimo y el pesimismo no parece una gran pérdida, pero, cuando es arrebatada por medio del asesinato, el delito y la pérdida resultan monstruosos.

Alduino se fue, por tanto, de este mundo que jamás le había producido la menor satisfacción y Gerardo regresó a casa con su familia tras haber cumplido su deber con su desventurado servidor. En la mesa todos estuvieron muy callados, si bien el angosto hueco dejado por Alduino pronto se cerraría como una herida leve, sin dejar la menor cicatriz.

Fortunata retiró los platos y se fue a la cocina para ayudar a fregar los cacharros después del almuerzo. No estaba segura de si estaba demorando lo que sabía que tenía que hacer por su deseo de no llamar la atención con sus movimientos o bien por su desesperado anhelo de no hacerlo. Pero, al final, no podría dejarlo inacabado. A lo mejor, se estaba angustiando innecesariamente. A lo mejor, aún conseguiría encontrar una respuesta satisfactoria y, si no terminara lo que había empezado, jamás la podría averiguar. La verdad es un impulso apremiante.

Cruzó el patio y entró en la tienda cerrada sin que nadie la viera. La llave del taller de Frankwell colgaba en su lugar correspondiente donde Jevan la había dejado al regresar de su expedición matutina. Fortunata la tomó y se la escondió en el corpiño.

—Voy a la abadía a ver si me dejan visitar a Elave —dijo desde la puerta de la sala—. O, por lo menos, a ver si ha ocurrido algo. El obispo enviará su respuesta de un momento a otro, Coventry no está tan lejos.

Nadie puso reparos y nadie se ofreció a acompañarla. Sin duda pensaron que, después de aquella fúnebre mañana, lo mejor para ella sería salir a la tarde estival y ocupar sus pensamientos, por muy angustiados que pudieran ser, en cosas relacionadas con la vida y la juventud.

Puesto que sólo los ojos de la tienda, ciegos y cerrados por los postigos, miraban a la calle, ya que las ventanas de la casa se encontraban todas en la parte enhiesta de la L y daban a la alargada franja del patio y el huerto, nadie la vio emerger del pasadizo y girar, no a la izquierda hacia la puerta de la ciudad y la abadía, sino a la derecha hacia el puente occidental y el suburbio de Frankwell.

Fray Cadfael, habitualmente no muy dado a los titubeos, se había pasado toda la mañana y una hora de la tarde reflexionando sobre los acontecimientos de la víspera y tratando de establecer en qué medida aquello que turbaba su mente era fruto del conocimiento y en qué medida lo era de las descabelladas conjeturas. No cabía duda de que en determinado momento el cofre de Fortunata había albergado un libro y, a juzgar por las huellas, se había usado con tal fin durante un considerable período de tiempo, pues había dejado una leve pelusilla de color espliego en el forro y un finísimo retazo de gastado cuero de color púrpura, atrapado en una esquina entre el forro y la madera. El pan de oro se aplica sobre cola y después se bruñe y, aunque las láminas son demasiado finas y frágiles como para sacarlas al claustro o a cualquier lugar donde sople un poco de viento, un dorado debidamente terminado es muy duradero. Hubiera sido necesario sacar el libro e introducirlo muy a menudo en un estuche para que se desprendieran aquellos granos de oro de tamaño infinitesimal. Cuanto más pensaba en ello, tanto más se convencía de que en algún lugar debía de haber un libro destinado a aquel cofre y de que ambos objetos debían de haber estado juntos durante un siglo o más. Si ambos se hubieran separado mucho tiempo antes, tal vez porque el libro hubiera sido robado, hubiera ido a parar a manos paganas o hubiera sido destruido, entonces, ¿cuál habría sido la naturaleza de la dote que Guillermo le había enviado a su hija adoptiva? Cadfael estaba tan seguro como en aquellos momentos lo estaba Elave de que no eran aquellas seis bolsitas de fieltro llenas de monedas de plata. ¿Y si hubiera sido un libro, perfectamente conservado en su precioso estuche y transportado a través de medio mundo sin que nadie lo tocara y lo leyera para que su valor le fuera de provecho a una muchacha cuando alcanzara la edad del matrimonio? El valor es algo que se puede vender y permite obtener cuantiosos beneficios. Los libros tienen otro valor para quienes se enamoran locamente de ellos. Algunos serían capaces de engañar, robar y mentir por ellos aunque después no pudieran mostrar sus tesoros ni jactarse de ellos. ¿Matar por ellos? No era imposible.

Pero eso estaba excluido en aquel caso, pues, ¿dónde estaba la relación? ¿Quién constituía una amenaza? ¿Quién se interponía en el camino? Sin duda, no un escribano que apenas sabía de letras y que ciertamente no debía de mostrar el menor interés por los exquisitos manuscritos creados en otros tiempos por consumados artistas.

Bruscamente y para su propio asombro, pues no se había percatado de que en su mente se estuviera fraguando un propósito, Cadfael dejó de arrancar las malas hierbas que crecían entre sus cuadros de hierbas medicinales, guardó la azada y fue en busca de fray Winfrido, que estaba arrancando manualmente las malas hierbas en el huerto.

—Hijo, tengo que encomendarte una tarea si el padre abad lo permite. Seguramente regresaré antes de vísperas, pero, si llegara con retraso, cuida de ordenarlo todo y cierra mi cabaña antes de irte.

Fray Winfrido se incorporó un instante y enderezó su musculosa estatura de mozo del campo para dar a entender que había oído la orden y miró a Cadfael, sosteniendo en una de sus grandes manos un puñado de verdes hierbajos recién arrancados.

—Así lo haré. ¿Hay alguna cosa en el fuego que tenga que remover?

—Nada. Y tómatelo con calma cuando termines aquí.

No era probable que el chico le hiciera caso. Fray Winfrido rebosaba tanto de energía, que constantemente necesitaba desahogarse ya que, de lo contrario, hubiera estallado. Cadfael le dio una palmada en el hombro, le dejó entregado a sus esforzadas labores y se fue a ver al abad Radulfo.

El abad se encontraba sentado junto a su escritorio examinando las cuentas del cillerero, pero las apartó a un lado cuando Cadfael solicitó audiencia y dedicó toda su atención al peticionario.

—Padre —dijo Cadfael—, ¿os ha dicho fray Anselmo lo que descubrimos ayer a propósito del cofre que se trajo de Oriente para la doncella Fortunata? ¿Y cuáles fueron, con todas las reservas propias del caso, las conclusiones a las que llegamos tras examinarlo?

—En efecto —contestó el abad—. Me fío del juicio de Anselmo en tales cuestiones, pero se trata de simples conjeturas. Parece probable que hubo un libro. Lástima grande que se perdiera.

—Padre, yo no estoy tan seguro de que se haya perdido. Hay razones para creer que lo que llegó a Inglaterra dentro de este cofre no fue el dinero que ahora contiene. Había una diferencia de peso y de equilibrio. Eso dice el joven que lo trajo de Oriente y eso digo yo también, pues lo tuve en mis manos el mismo día en que él lo entregó en la casa de Gerardo de Lythwood. Creo que lo que hemos observado —dijo con vehemencia Cadfael— debería ser comunicado también al gobernador.

—¿Suponéis —dijo Radulfo, estudiándole con semblante muy serio— que puede guardar alguna relación con el único caso que Hugo Berengario tiene ahora en sus manos, que yo sepa? Sin embargo, es un caso de asesinato. ¿Qué puede decimos un libro, presente o ausente, a propósito de este crimen?

—¿Acaso cuando mataron al escribano, padre, no dio casi todo el mundo por cierto que el joven a quien él había injuriado le había matado por venganza? Y, sin embargo, ahora sabemos que no fue así. ¿Quién más podía tener motivo para atentar contra la vida de aquel hombre a propósito de la acusación que había hecho? Nadie. He llegado a la conclusión de que la causa de su muerte no tuvo nada que ver con la denuncia contra Elave. Pero parece que sí tiene algo que ver con el propio Elave y con su regreso a Shrewsbury. Todo lo que ha ocurrido, ocurrió después de su regreso. ¿No es posible, padre, que esté relacionado con lo que el chico trajo a la casa? Un cofre que experimenta una variación de peso, que un día parece un sólido bloque de madera labrada y unos días más tarde resuena por las monedas de plata que contiene. Eso ya es muy raro de por sí. Y cualquier cosa rara que se produzca en la casa o sus alrededores, donde el difunto vivió y trabajó durante varios años, tiene que guardar una relación.

—Y debe ser tenida en cuenta —concluyó el abad, meditando unos minutos en silencio acerca de lo que acababa de oír—. Muy bien, pues, sea. Sí, Hugo Berengario deberá ser informado aunque no acierto a adivinar qué podrá sacar en claro de todo ello. Bien sabe Dios que yo todavía no puedo sacar nada en claro, pero, si eso puede servir para arrojar un débil rayo de luz que nos conduzca hacia la justicia, conviene que él lo sepa. Id ahora a verle si queréis. Tomaos el tiempo que sea necesario y yo rezaré para que se utilice con provecho.

Cadfael encontró a Hugo no en su casa junto a la iglesia de Santa María, sino en el castillo. Estaba paseando por el baluarte exterior, con un semblante preocupado que denotaba un estado de ánimo exaltado e irritado a la vez, cuando Cadfael subió por la rampa y atravesó el largo pasadizo de la torre de la entrada.

Hugo se detuvo y se volvió para darle la bienvenida.

—¡Cadfael! Venís muy oportunamente, tengo una noticia para vos.

—Y yo una para vos —replicó Cadfael—, si la mía se puede llamar noticia. Pero, en lo que pueda valer, creo que debéis conocerla.

—¿Y Radulfo está de acuerdo? Eso quiere decir que tiene cierta sustancia. Entrad conmigo y veamos qué intercambio podemos hacer —dijo Hugo, dirigiéndose con su visitante hacia el cuarto de la guardia y la antesala de la torre de la entrada para poder hablar con él en privado—. Estaba a punto de ir a ver a nuestro amigo Conan antes de devolverle la libertad —añadió con una sonrisa un tanto burlona—. Sí, ésa es mi noticia. Hemos tardado bastante en establecer todas sus idas y venidas de aquel día, pero hemos encontrado al final a un granjero de las inmediaciones de Frankwell que le conoce y le vio subir hacia los pastizales para reunirse con su rebaño mucho antes de la hora de vísperas de aquella tarde. No hay ninguna posibilidad de que matara a Alduino, pues éste todavía estaba bien vivo más de una hora después.

Cadfael se sentó muy despacio y lanzó un prolongado suspiro.

—¡Osea que él también está libre! ¡Vaya, vaya! Nunca le consideré un probable asesino, lo confieso, aunque la certidumbre ya es otra cuestión.

—Yo tampoco le consideraba un probable asesino —convino tristemente Hugo—, pero le reprocho los días que nos ha costado encontrar testigos que confirmaran su coartada; el muy insensato estaba tan muerto de miedo, que ni siquiera podía recordar con qué conocidos se había cruzado en su camino hacia cidos se había cruzado en su camino hacia Frankwell. Y conste que, al utilizar el caletre, seguía mintiendo. Pero es honrado y pronto regresará a su trabajo, tan libre como un pájaro. ¡Ojalá a Gerardo le aproveche! —dijo Hugo con aire de hastío, apoyando los codos sobre la mesita que había entre ambos y mirando a Cadfael a los ojos—. ¿Querréis creerlo? Juró que no le había visto el pelo a Alduino después de que los reproches de la muchacha indujeran al pobre diablo a intentar, en un arrebato de remordimiento, deshacer lo que había hecho… hasta que supo que nos habíamos enterado de la hora aproximada que ambos pasaron juntos en la taberna. Entonces lo confesó, pero juró que eso había sido todo. Resultó que tampoco era cierto. Uno de los fieros sabuesos que andaban tras el rastro de Elave en la barbacana nos contó la otra parte de la historia. Los vio a los dos cruzando el puente Y acercándose por el camino de la abadía. Conan rodeaba persuasivamente los hombros de Alduino con su brazo y le hablaba al oído como si quisiera convencerle de algo. ¡Hasta que ambos vieron y oyeron los gritos de la caza! Entonces dice que se asustaron mucho, como si los sabuesos los persiguieran a ellos. Retrocedieron y se ocultaron tan rápidamente entre los árboles como una liebre. Creo que eso acabó de una vez por todas con la intención de Alduino de ir a la abadía a confesar su mala acción. Quién sabe, después de que el joven sacerdote le hubiera oído en confesión, tal vez se hubiera armado de valor de no ser por… Sólo hoy ha confesado Conan que fue tras él por segunda vez. Me imagino que ambos estaban algo bebidos. Pero, al final, él se fue a sus rebaños cuando tuvo la certeza de que Alduino estaba demasiado aterrado como para complicarse ulteriormente la vida.

—O sea que habéis perdido a vuestro mejor sospechoso —dijo Cadfael en tono pensativo.

—El único que tenía. Y no lamento que este necio haya resultado ser inocente. Bueno, por lo menos del asesinato —rectificó Hugo—. Nunca hubo demasiados candidatos de buenas a primeras. Y ahora, ¿qué ocurrirá?

—Pues ocurrirá que yo os diré lo que he venido a deciros —contestó Cadfael—, y que, una vez demostrada la inocencia de Conan, adquiere más importancia de la que yo suponía. Después, si os parece, podríamos intentar extraerle a Conan todo lo que sabe hasta la última gota antes de que lo soltéis. No estoy muy seguro de que alguien os haya mencionado tan siquiera el cofre que Elave trajo a casa para la muchacha a modo de dote. ¿Sabéis que el anciano decidió enviárselo antes de morir en Francia?

—Sí —contestó Hugo—, me lo mencionaron. Jevan me lo dijo para explicarme por qué razón Conan quería librarse de Elave. A Conan le gustaba un poco la hija, pero le empezó a gustar mucho más en cuanto supo que tenía una dote. Eso dice Jevan. Pero es lo único que sé al respecto. ¿Por qué? ¿Qué relación puede tener el cofre con el asesinato?

—La ausencia de móvil me ha desconcertado desde el principio —dijo Cadfael—. Venganza, decía todo el mundo; apuntando con el dedo a Elave, pero, cuando el joven padre Eadmer eliminó esta sospecha, ¿qué nos quedó? Puede que Conan deseara evitar que Alduino retirara la denuncia, pero la explicación también era muy endeble y ahora vos me decís que tampoco fue así. ¿Quién podía sentirse agraviado por Alduino hasta el extremo ya no digamos de asesinarle, sino de propinarle tan siquiera un puñetazo en el ardor de una pelea? El pobrecillo inspiraba más lástima que rencor. No poseía nada que alguien pudiera codiciar, no le había hecho daño a nadie hasta ahora. No es de extrañar que los sospechosos escasearan ya desde un principio. Sin embargo, Alduino se interponía sin duda en el camino de alguien o constituía una amenaza para alguien, tanto si él lo sabía como si no. Por consiguiente, puesto que su traición a Elave no fue la causa de su muerte, empecé a examinar con más detenimiento todos los asuntos de la casa a la cual ambos hombres estaban en cierto modo vinculados, todos los detalles y especialmente cualquier novedad, tratándose de un hecho tan repentino y espantoso. Todo estaba tranquilo hasta que Elave regresó a casa. Lo único que el mozo trajo a la casa, aparte su propia persona, fue el cofre de Fortunata, un cofre que ya a primera vista se salía de lo corriente. Cuando Fortunata lo trajo a la abadía, en la esperanza de utilizar el dinero para conseguir la liberación de Elave, pregunté si podíamos examinar el cofre más de cerca. Y eso es lo que descubrimos, Hugo.

Cadfael contó con escrupuloso detalle cómo habían encontrado los restos de oro y púrpura, el cambio de peso que habían observado y el posible e inquietante cambio de su contenido. Hugo le escuchó hasta el final sin hacer ningún comentario. Después dijo muy despacio:

—Semejante objeto, si entró efectivamente en aquella casa, podría ser suficiente para tentar a un hombre.

—A cualquier hombre que conociera su valor —dijo Cadfael—. Ya fuera en dinero o bien por su carácter insólito.

—En primer lugar, tendría que ser un hombre que hubiera abierto el cofre y hubiera visto lo que había dentro antes de que los demás lo supieran. ¿Sabemos si lo abrieron en seguida cuando el chico lo entregó? ¿O cuándo lo abrieron en caso de que lo hicieran más tarde?

—Eso no lo sé —contestó Cadfael—. Pero vos tenéis prisionero aquí a alguien que podría saberlo. Alguien que tal vez sepa incluso dónde depositaron el cofre, quién pudo acercarse a él y qué comentarios se hicieron a lo largo de esos pocos días, pues, no estando allí, mal pudo saberlo Elave. ¿Por qué no interrogamos una vez más a Conan antes de que le pongáis en libertad?

—Teniendo en cuenta —le advirtió Hugo— que eso también puede disiparse en el aire. Es posible que dentro hubiera monedas, pero mejor colocadas.

—¿Monedas inglesas y en tal cantidad? —dijo Cadfael, agarrándose a un frágil hilo que no había tomado en consideración—. ¿Al término de un viaje tan largo y enviadas desde Francia? Aunque, por otra parte, si efectivamente el anciano le envió dinero, necesariamente tenían que ser monedas inglesas. A lo mejor, empezó a guardarlas para este propósito cuando se puso enfermo. No, no hay nada seguro, todo se nos escapa entre los dedos.

Hugo se levantó con aire decidido.

—Venid, vamos a ver qué podemos exprimirle a maese Conan antes de que se me escape entre los míos.

Sentado en su celda de piedra, Conan los miró con recelo y temor en cuanto entraron. Tenía un ventanuco por donde penetraba el aire, una cama dura, pero aceptable, abundancia de comida y ningún trabajo que hacer, y ya se estaba acostumbrando al hecho, al principio sorprendente, de que nadie tenía el menor interés en maltratarle, a pesar de lo cual se ponía nervioso cada vez que aparecía Hugo. Había contado tantas mentiras en su intento de distanciarse de la sospecha de asesinato, que le costaba recordar exactamente lo que había dicho y temía quedar atrapado en una maraña todavía más espesa.

—Conan, muchacho —dijo Hugo, acercándose jovialmente a él—, queda todavía un pequeño detalle en el que me puedes ayudar. Tú sabes casi todo lo que ocurre en la casa de Gerardo de Lythrood. Sabes que a Fortunata le trajeron un cofre desde Francia. Contéstame a unas cuantas preguntas y esta vez no me vengas con más mentiras. Háblame de este cofre. ¿Quién estaba presente cuando lo trajeron por primera vez a la casa?

Inquieto ante cualquier desviación que no pudiera entender, Conan contestó cautelosamente:

—Estábamos Jevan, doña Margarita, Alduino y yo. ¡Y Elave! Fortunata no estaba presente, vino más tarde.

—¿Abrieron entonces el cofre?

—No, la señora dijo que habría que esperar a que maese Gerardo regresara a casa.

Parco en palabras hasta que supiera adónde quería ir a parar su interlocutor, Conan no quiso añadir nada más.

—O sea que lo guardó, ¿verdad? Y tú viste dónde, ¿no es cierto? ¡Dínoslo!

Conan se estaba poniendo nervioso por momentos.

—Lo guardó en un estante alto de la alacena. ¡Todos lo vimos!

—¿Y la llave, Conan? ¿La llave se guardó junto con el cofre? ¿No sentiste curiosidad por ver lo que contenía? ¿No quisiste verlo? ¿No te empezaron a hormiguear los dedos antes del anochecer?

—¡Yo no tuve nada que ver con eso! —gritó Conan, alarmado—. No fui yo quien lo abrió. Jamás me acerqué a él. ¡Qué fácil había sido!

Hugo y Cadfael se intercambiaron una breve mirada de sorprendida satisfacción. Basta formular la pregunta adecuada para que se abra el camino. Siguieron acosando casi con cariño al sudoroso Conan.

—Entonces, ¿quién fue? —preguntó Hugo.

—¡Alduino! Siempre andaba curioseando por ahí. Nunca robó nada —añadió febrilmente Conan, tratando de alejar de sí mismo a toda costa los dardos de la sospecha—, pero no soportaba el hecho de no saber. Siempre temía que se estuviera cociendo algo contra él. Yo no lo toqué, pero él, sí.

—¿Y tú cómo lo sabes, Conan? —preguntó Cadfael.

—Me lo dijo después. Pero yo les oí abajo en la sala.

—¿Y cuándo les oíste… abajo en la sala?

—Aquella misma noche —Conan respiró hondo, tratando de serenarse, pues nada de todo aquello parecía apuntar en su dirección—. Me fui a la cama y dejé a Alduino en la cocina, pero no me dormí. No oí a Alduino entrar en la sala, pero oí de pronto los gritos de Jevan desde lo alto de la escalera: «¿Qué estás haciendo ahí?». Y entonces Alduino contestó que se había dejado el cortaplumas en la alacena y que lo necesitaría por la mañana. Jevan le dijo: «Tómalo y vete a la cama y deja de molestar a la gente». Alduino subió a toda prisa con el rabo entre las piernas. Oí que Jevan bajaba a la sala y se acercaba a la alacena, y creo que la cerró y se llevó la llave porque a la mañana siguiente la alacena estaba cerrada. Más tarde le pregunté a Alduino qué se proponía hacer y él me contestó que sólo quería ver lo que había dentro y que ya había abierto el cofre, pero que había tenido que volver a cerrado a toda prisa para disimular sus intenciones cuando Jevan le gritó desde arriba.

—¿Y vio lo que había dentro? —preguntó Cadfael, anticipándose a la respuesta y saboreando su amarga ironía.

—¡Qué va! Al principio, me aseguró que sí, pero que no quería decirme lo que era, pero, al final, tuvo que reconocer que no había podido ver nada. Apenas había levantado la tapa cuando tuvo que volver a cerrada. ¡No le sirvió de nada! —dijo Conan casi con satisfacción, como si en cierto modo se hubiera apuntado un tanto contra su compañero gracias a aquella curiosidad desperdiciada.

Le sirvió para morir, pensó Cadfael con espantosa certeza. ¡Y todo para nada! No tuvo tiempo de ver lo que contenía el cofre. Tal vez nadie lo había visto.

Tal vez su entrometido fisgoneo despertó la curiosidad de otro hombre para desgracia de ambos.

—Bueno, Conan —dijo Hugo—, tranquilízate y considérate afortunado. Un hombre del lado galés de la ciudad puede jurar que te vio dirigirte a los rediles de Gerardo mucho antes de vísperas, la noche en que mataron a Alduino. Eres libre de toda sospecha. Puedes regresar a casa cuando quieras, la puerta está abierta.

—Y él ni siquiera lo vio —dijo Hugo, cruzando nuevamente con su amigo el baluarte exterior del castillo.

—Pero alguien creyó que sí lo había visto. Quiso protegerse y se perdió —dijo Cadfael—. Caviló que, en cuestión de uno o dos días, tres todo lo más, Gerardo regresaría a casa, se abriría el cofre, todo el mundo sabría lo que había dentro y el contenido pasaría a manos de Fortunata. Gerardo, que es un hábil mercader, obtendría para ella la más alta suma posible… aunque nunca se acercara ni de lejos a su auténtico valor. Pero, si él no hubiera sabido dónde venderlo para conseguir el máximo beneficio, hubiera preguntado. Si el contenido era lo que yo estoy empezando a pensar, la suma dejada en su lugar no hubiera alcanzado ni para comprar una sola página.

—Sólo una vida se interponía en el camino y podía traicionarle —dijo Hugo—. ¡O eso parecía, por lo menos! Y todo por nada, pues el pobre desgraciado no tuvo tiempo de ver lo que hubiera tenido que haber cuando se abriera el cofre. Cadfael, mi mente me hace dudar… Ayer, cuando Anselmo examinó el cofre, con los restos de pan de oro, de púrpura y demás, ¿Gerardo y la muchacha estaban presentes? ¿Y si uno de ellos hubiera tenido la astucia de pensar lo que ahora estamos pensando nosotros? Tras haber llegado tan lejos, ¿podría un hombre detenerse en caso de que el mismo peligro volviera a amenazar de nuevo sus ganancias?

—Creo que Gerardo no le atribuyó especial importancia. La muchacha… ¡no sabría decirlo! Es más perspicaz de lo que parece y es ella quien más se juega en todo este asunto. Es joven y amable y jamás una súbita e inmerecida muerte la había tocado tan de cerca. ¡No sé qué pensar! ¡Sinceramente no lo sé! Prestó mucha atención, no se perdió ningún detalle y apenas dijo nada. ¿Qué vais a hacer, Hugo?

—¡Venid! —dijo Hugo, tomando una decisión—. Vos y yo iremos a visitar la casa de los Lythwood. Tenemos pretextos más que suficientes. Han dado sepultura al hombre asesinado esta mañana, yo he puesto en libertad esta tarde a un sospechoso que presta servicio en su casa y todavía estoy empeñado en descubrir al asesino. De momento, ningún miembro de la familia tiene por qué mostrar recelo ante mis preguntas hasta que haya conseguido establecer sus movimientos de aquel día, aunque eso me cueste tanto como me ha costado establecer los de Conan. Por lo menos, vos y yo tomaremos nota aquí y ahora de dónde está la chica hasta que vos o yo podamos volver a hablar con ella y cercioramos de que no cometa ninguna imprudencia que haga peligrar su seguridad.

Aproximadamente a la misma hora en que Hugo y Cadfael salieron del castillo, Jevan de Lythwood tuvo ocasión de subir a su dormitorio, quitarse el mejor jubón que se había puesto para asistir al entierro de Alduino y ponerse la chaqueta más ligera, que solía llevar cuando trabajaba. Raras veces entraba en su habitación sin echar una posesiva y complacida mirada al arcón donde guardaba sus libros, y eso fue lo que hizo ahora. Los rayos del sol, declinando desde el cenit hacia las doradas y tranquilas horas del atardecer, penetraban oblicuamente por la ventana que daba al sur, iluminando una esquina de la tapa y rozando apenas la placa metálica de la cerradura. Algo tan fino como la gasa se agitó en el ornamentado borde, apareciendo y desapareciendo bajo el impulso de un aire no del todo inmóvil. Cuatro o cinco largos cabellos oscuros pero brillantes, mostrando de vez en cuando algún que otro destello rojizo. De no ser por la luz que los hacía destacar contra la sombra, hubieran resultado invisibles.

Jevan los vio y los contempló con expresión atónita. Después, fue a buscar la llave, abrió la cerradura y levantó la tapa. Nada en el interior del arcón estaba alterado. Nada había cambiado, a excepción de aquellos pocos filamentos iluminados por el sol, que se movían cual si fueran seres vivos y que se curvaron alrededor de sus dedos cuando los arrancó cuidadosamente del mellado borde en el que habían quedado atrapados.

En pensativo silencio cerró la tapa, giró la llave en la cerradura del arcón y bajó a la tienda. La llave del taller que tenía río arriba, en la orilla derecha del Severn, a una considerable distancia de la ciudad había desaparecido de su gancho.

Cruzó el patio y asomó la cabeza por la puerta de la sala donde Gerardo estaba ocupado examinando las cuentas que Alduino había dejado atrasadas y Margarita estaba remendando una camisa en el otro extremo de la mesa.

—Voy a echar un vistazo a las pieles —dijo Jevan—. He dejado una cosa sin terminar.