engo una petición que haceros, Fortunata —dijo Cadfael mientras cruzaba el gran patio entre los dos silenciosos visitantes, la desconsolada joven y su padre adoptivo indudablemente aliviado por el hecho de que Elave hubiera insistido en quedarse donde estaba, confiando en la justicia. Estaba claro que Gerardo creía en la justicia—. ¿Me permitís que le muestre este cofre a fray Anselmo? Es muy versado en todas las artes y es posible que pueda decir de dónde procede y cuál es su antigüedad. Me interesaría saber para qué propósito piensa él que se hizo. No perderéis nada con ello; Anselmo ejerce cierta influencia en esta casa y ya está muy bien predispuesto hacia Elave. ¿Tenéis tiempo para venir ahora conmigo al escritorio? Es posible que sepáis algo más sobre vuestro cofre. Sin duda tiene un alto valor por sí mismo.
La joven asintió con aire ausente, pensando todavía en Elave.
—El muchacho necesita contar con el mayor número de amigos posible —dijo tristemente Gerardo—. Esperaba que, ahora que la más grave acusación ya se ha retirado, los que lo acusaban se avergonzaran un poco y se mostraran más clementes en la otra acusación. Pero este gran prelado de Canterbury afirma que las atrevidas reflexiones en materia de fe son peores que el asesinato. ¿Qué clase de valores son ésos? Si el muchacho estuviera de acuerdo, yo mismo estaría dispuesto a proporcionarle un caballo, pero preferiría que la chica no interviniera en ello.
—Él no permitirá que intervenga —dijo amargamente Fortunata.
—¡Y yo se lo agradezco! Todo lo que yo pueda hacer para sacarle legalmente de este embrollo, lo haré, cueste lo que cueste. Si es el hombre que tú quieres, tal como parece que él te quiere a ti, ninguno de vosotros esperará en vano —afirmó rotundamente Gerardo.
Fray Anselmo tenía su taller en un gabinete de una esquina del pasillo norte del claustro donde conservaba los manuscritos de su música con pulcro y amoroso cuidado. Estaba ocupado en la tarea de arreglar el fuelle de su pequeño órgano portátil cuando ellos entraron, pero gustosamente la interrumpió al ver el cofre que Gerardo depositó delante de él. Lo tomó y lo ladeó hacia la luz para admirar la delicadeza de la talla y la profundidad y el color que el tiempo había conferido a la madera.
—¡Es una auténtica preciosidad! Lo hizo un artesano que conocía bien su oficio. Ved cómo cinceló el marfil con esta frente tan bien moldeada, como si primero hubiera trazado un círculo para guiarse mejor y después hubiera labrado las arrugas de la edad y la reflexión. Me pregunto qué santo debió de querer representar aquí. Un anciano, sin duda. Podría ser san Juan Crisóstomo —dijo Anselmo, siguiendo con la yema de un largo dedo los verticilos y los zarcillos de las hojas de vid—. Quién sabe dónde consiguió semejante pieza.
—Elave me dijo que Guillermo se lo compró en un mercado de Trípoli a unos monjes expulsados de sus monasterios más allá de Edesa por la soldadesca de Mosul —le explicó Cadfael—. ¿Creéis que lo hicieron allí, en Oriente?
—El marfil puede que sí —contestó Anselmo con aire de experto—. En algún lugar del Imperio de Oriente sin la menor duda. La hierática cara redonda, los fijos ojos redondos… De la madera labrada ya no estoy tan seguro. Creo que eso es de un lugar más próximo. No de una casa inglesa… pero sí tal vez francesa o alemana. ¿Nos dais vuestro permiso, hija mía, para examinar el interior?
Una vez despertada su curiosidad, Fortunata se había inclinado hacia delante para seguir ansiosamente cualquier cosa que Anselmo pudiera mostrarle.
—¡Sí, abridlo! —contestó, entregándole la llave a Anselmo.
Gerardo giró la llave en la cerradura y levantó la tapa, sacando las bolsitas de fieltro, que emitieron un breve susurro como de insecto mientras las iba depositando sobre el escritorio de Anselmo. El interior de la caja estaba forrado con pergamino de color pardo claro. Anselmo lo inclinó hacia la luz y lo examinó. Una esquina del pergamino se había despegado un poco de la madera y mostraba el borde de algo de un color levemente más oscuro, encajado entre el pergamino Y la madera. Lo sacó cuidadosamente con una uña Y apareció un minúsculo fragmento de una membrana púrpura arrancada de algo de tamaño más grande, pues uno de los bordes tenía una especie de desgastado fleco correspondiente a la parte de donde había sido arrancado, mientras que el resto presentaba un corte bien definido de un segmento de círculo o de semicírculo.
Era un pequeñísimo fragmento inexplicable. Anselmo lo alisó sobre el escritorio. Su tamaño era poco mayor que el de la uña de un dedo pulgar, pero el borde cortado era un segmento de una curva más grande. El color, aunque estaba empañado por el roce y era tal vez más pálido de lo que inicialmente había sido, mostraba un suntuoso y delicado tono púrpura.
El pálido forro de la base del cofre también tenía alguna que otra mancha más oscura en su superficie.
Cadfael lo recorrió suavemente con una uña de extremo a extremo y examinó el fino polvo de pergamino que había recogido. El color era rosa azulado y la uña de Cadfael había dejado una fina línea claramente visible al rascar el pergamino. Anselmo trató de alisar la pelusa, pero la línea no desapareció. Se examinó la yema del dedo y vio una delicada huella de translúcido y brumoso color azul. Y algo más que lo indujo a examinado con más detenimiento y a tomar de nuevo el cofre y ladearlo hacia la luz del sol para que sus rayos lo iluminaran de lleno. Cadfael vio lo que había visto Anselmo, atrapado en la aterciopelada superficie del pergamino e invisible como no fuera bajo una intensa luz: el disperso centelleo del polvo de Oro.
Fortunata contempló con curiosidad el fragmento púrpura alisado sobre el escritorio. Un leve soplo se lo hubiera podido llevar.
—¿Y eso qué debía de ser? Debía de pertenecer a algo.
—Es un fragmento de una lengüeta de cuero como las que se cosen en la parte superior y la base de los lomos de los libros que se guardaban en los arcones el uno al lado del otro con los lomos hacia arriba. Las lengüetas servían para sacar los distintos libros.
—Entonces, ¿vos creéis que en este cofre se guardó en otros tiempos un libro? —inquirió la joven.
—Es posible. El cofre podría tener cien o doscientos años de antigüedad. Pudo estar en muchos lugares y se pudo usar para muchas cosas antes de ser vendido en el mercado de Trípoli.
—Pero un libro guardado de esta manera no hubiera necesitado ninguna lengüeta —objetó sagazmente la muchacha con creciente interés—. Lo habrían colocado plano y solo. No hay sitio para más.
—Cierto. Pero los libros, como los cofres, pueden recorrer muchas leguas y ser transportados de muchas maneras antes de juntados con otros. A juzgar por este fragmento, no cabe duda de que en el cofre se guardó un libro, aunque por muy breve tiempo. A lo mejor, los monjes que lo vendieron guardaban en él su breviario y no quisieron desprenderse de él a pesar de su pobreza. En su monasterio, puede que fuera uno de los tantos que se guardaban en los arcones y que no pudieron llevarse consigo cuando los soldados de Mosul los expulsaron.
—Esta lengüeta de cuero estaba muy gastada —señaló Fortunata, acariciando el arrugado borde tan fino como una gasa—. El libro debía de encajar muy justo aquí dentro para haber dejado este trozo.
—El cuero se estropea —explicó Gerardo—. Si se maneja mucho, se desgasta hasta convertirse en polvo, y ten en cuenta que los libros de los oficios se usan constantemente. En medio de las incursiones de los mamelucos de Mosul, las pobres gentes de Edesa no debieron de tener mucha ocasión de copiar los antiguos libros.
Cadfael ya había empezado a colocar de nuevo las bolsitas de fieltro en el cofre, apretándolas sólidamente unas contra otras. Antes de cubrir por entero la base, volvió a pasar un dedo por el pergamino y se examinó la yema del dedo bajo la luz del sol. Los invisibles granos de oro captaron la luz, se hicieron visibles durante un fugaz instante y volvieron a desaparecer en cuanto Cadfael dobló la mano. Gerardo cerró la tapa y giró la llave, tomando el cofre para colocárselo bajo el brazo. Cadfael había depositado las bolsitas muy apretadas para evitar su movimiento, pero, aun así, cuando el cofre se inclinó, oyó el breve tintineo de las monedas de plata en su interior.
—Os agradezco que me hayáis permitido ver esta pieza tan valiosa de artesanía —dijo Anselmo, lanzando un suspiro—. Es obra de un maestro y vos sois afortunada, pues lo tenéis en vuestro poder. Maese Guillermo tenía muy buen ojo para los objetos de valor.
—Eso le dije yo también —convino Gerardo—. En caso de que quisiera venderlo, podría añadir una buena suma a lo que hay dentro.
—Podría conseguir una suma muy superior a la que hay dentro —dijo Anselmo con la cara muy seria—. A lo mejor, lo hicieron para conservar alguna reliquia. El marfil así parece indicarlo, pero, por supuesto, puede que no sea así. El artista se complació en embellecer su obra sabe Dios para qué.
—Os acompañaré hasta la garita de vigilancia —dijo Cadfael, abandonando sus reflexiones mientras Gerardo y Fortunata daban media vuelta para salir al pasillo norte del claustro.
Se situó al lado de Gerardo y la joven se les adelantó uno o dos pasos, clavando los ojos en las baldosas del suelo mientras apretaba los labios y fruncía el entrecejo, encerrada en el mundo de sus propias meditaciones.
Solamente cuando ya habían salido al gran patio y se estaban encaminando hacia el arco de la entrada y Cadfael se detuvo para despedirse de ellos, la muchacha se volvió a mirarle directamente. De pronto, esbozó una sonrisa y sus ojos se iluminaron al ver lo que Cadfael todavía sostenía en la mano.
—Habéis olvidado guardar la llave de la celda de Elave —dijo—. ¿O acaso estáis pensando en la posibilidad de dejarle salir? —preguntó mientras su sonrisa se ensanchaba.
—No —contestó Cadfael—. Estoy pensando en entrar yo. Hay ciertas cosas de que tenemos que hablar Elave y yo.
Para entonces Elave ya había perdido la actitud defensiva e incluso agresiva que adoptaba al principio ante cualquier persona que entrara en su celda. Nadie le visitaba habitualmente excepto Anselmo, Cadfael y el joven novicio que le servía la comida, y con los tres había entablado unas extrañas relaciones de familiaridad. El rumor de la llave en la cerradura le hizo volver la cabeza. La contemplación de Cadfael, regresando tan pronto, le indujo a cambiar su mirada inquisitiva por una cordial sonrisa de bienvenida. Estaba tendido en la cama con el rostro levantado hacia la luz que penetraba a través de la angosta ojiva de la ventana, pero en seguida bajó los pies al suelo y se apartó un poco para dejarle sitio a Cadfael en el catre.
—No pensaba veros tan pronto —dijo—. ¿Ya se han ido? Dios me libre de causarle a Fortunata algún daño, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Ella no quiere reconocer lo que ya sabe en su fuero interno. Si huyera, me avergonzaría y ella también se avergonzaría, y eso no podría soportarlo. Ahora no me avergüenzo ni tengo nada de que avergonzarme. ¿Creéis vos que soy un insensato por negarme a huir?
—Un insensato de lo más extraño, si efectivamente lo fueras —contestó Cadfael—. A efectos prácticos, no lo eres en absoluto. ¿Quién podría saber lo que hay que saber sobre este cofre que trajiste para ella mejor que tú? Dime una cosa… cuando ella lo depositó en tus brazos hace un rato, ¿qué es lo que te sorprendió? Vi cómo lo manejabas. En cuanto notaste su peso, te sorprendiste aunque no dijiste ni una sola palabra. ¿Qué novedad descubriste? ¿Me lo vas a decir o quieres que te lo diga yo primero a ti? Entonces veremos si ambos estamos de acuerdo.
Elave le miró de soslayo con expresión dubitativa.
—Sí, recuerdo que vos lo sostuvisteis en vuestras manos una vez, el día en que yo lo llevé a la ciudad. ¿Bastó eso para que advirtierais la pequeña diferencia al volver a tomarlo en vuestras manos?
—No fue eso —dijo Cadfael—. Fuiste tú el que me lo hizo comprender. Tú conocías el peso del cofre porque lo habías sostenido en tus manos, porque habías vivido con él y lo habías llevado contigo desde Francia. Cuando ella lo depositó en tus manos, sabías lo que podías esperar. Sin embargo, al recibirlo, tus manos se elevaron. Yo lo vi y comprendí que habías reparado en lo que ello significaba, pues a continuación lo inclinaste hacia uno y otro lado. Y sabes lo que oíste. El hecho de que el cofre pesara algo menos que cuando tú lo tenías te sorprendió tanto como a mí. El hecho de que se oyera el tintineo de unas monedas no me extrañó, pues nos acababan de decir en el capítulo que contenía quinientos setenta peniques de plata. Sin embargo, observé que a ti te extrañaba porque repetiste la prueba. ¿Por qué no dijiste nada entonces?
—No estaba seguro —contestó Elave, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo podía estarlo? Sabía lo que había oído, pero, desde que sostuve por última vez el cofre en mis manos, lo habían abierto y tal vez no habían vuelto a colocar algo de lo que contenía, alguna envoltura innecesaria… Eso basta para que cambie el peso y para que se muevan en el interior las monedas que primero estaban apretadas entre sí y no podían desplazarse. Necesitaba tiempo para pensar. Y si vos no hubierais venido…
—Lo sé —dijo Cadfael—. Lo hubieras apartado de tus pensamientos como algo sin importancia, un recuerdo equivocado. A fin de cuentas, habías entregado el encargo donde te habían dicho, Fortunata ya tenía su dinero y ¿qué posible beneficio se podría obtener, perdiendo el tiempo y estrujándote los sesos por un peso de más o menos y por el tintineo de unas monedas? En especial, teniendo otras cosas más graves en que pensar. Muy juiciosamente, habías tratado de hallar las posibles explicaciones. Pero ahora vengo yo y vuelvo a remover lo que ya estaba olvidado. Hijo mío, yo también he vuelto a sostener el cofre en mis manos. No digo que advertí la diferencia de peso, sino que más bien me llamó la atención tu asombro. No se movía nada la primera vez que lo tuve en mis manos. Hubiera podido ser una sólida masa de madera. Ahora, en cambio, no es así. Dudo de que alguna envoltura de fieltro desechada hubiera podido acallar el rumor de las monedas que hay dentro, porque yo mismo las he vuelto a colocar en su interior… seis bolsitas de fieltro, enrolladas y fuertemente apretadas, a pesar de lo cual he oído el tintineo cuando el cofre se movía. No, no estás equivocado. Pesa menos de lo que pesaba y ha perdido la solidez previa.
Elave permaneció en silencio un buen rato, aceptando la explicación aunque dudando de su significado o importancia.
—Lo que no veo —dijo muy despacio— es de qué sirve saber estas cosas o incluso pensar en ellas y preguntarse qué puede haber ocurrido. ¿Acaso guarda relación con otra cosa? Aunque fuera cierto, ¿por qué iba a ser así? No merece la pena resolver este pequeño misterio, puesto que nadie saldrá perjudicado o beneficiado tanto si lo descubrimos como si no.
—Todo lo que no es lo que parece y lo que razonablemente debería ser —contestó con firmeza Cadfael tiene que tener un significado. Y hasta que sepa cuál es este significado, particularmente si se manifiesta en medio de un asesinato y de una maldad, no puedo darme por satisfecho. Gracias a Dios, ahora ya nadie supone que tuviste parte en la muerte de Alduino, pero alguien le mató y, cualesquiera que fueran sus faltas y malas acciones, cosas peores le hicieron a él y tiene derecho a que se le haga justicia. Comprendo que casi todo el mundo diera por seguro que su repentina muerte tenía algo que ver contigo y con la acusación que formuló contra ti. Pero ahora que se ha demostrado tu inocencia, ¿no se habrá olvidado también esta cuestión? ¿Quién más en esta contienda podía tener motivo para matarle? Por consiguiente, ¿no sería más sensato buscar otro motivo? ¿Algo que no tuviera nada que ver contigo y con tu apurada situación? Pero, aun así, algo relacionado con tu regreso aquí. La muerte se produjo a los pocos días de tu llegada. Y cualquier cosa que resulte extraña y no tenga explicación durante los días transcurridos desde tu regreso puede tener un significado.
—Y el cofre vino conmigo —dijo Elave, siguiendo aquel camino hasta su lógica conclusión—. Y ahora hay algo extraño en el cofre, algo que no se puede explicar. A no ser que vos me digáis ahora que tenéis una explicación.
—Una posible explicación, en efecto. Considera que… Acabamos de examinar el cofre, hemos retirado las bolsitas de peniques y lo hemos estudiado detenidamente. En el forro de pergamino de la base hay restos de pan de oro pulverizado, pero, bajo la luz, se pueden ver claramente. Y en el pergamino se nota una pelusa azulada como la que hay a veces en las ciruelas. Y yo creo, como consta que cree fray Anselmo, aunque todavía no lo hayamos comentado, que son los restos de otro pergamino previamente en estrecho contacto con él y teñido de púrpura. En una esquina había un pequeño fragmento de pergamino de color púrpura arrancado de una lengüeta como las que nosotros utilizamos en los lomos de los libros que guardamos en los arcones de la biblioteca.
—Estáis diciendo —dijo Elave, mirándole con expresión inquisitiva— que el cofre contenía en otros tiempos un libro… o más de uno. Un libro que antaño se guardaba en un arcón junto con otros. Puede que sí, pero, eso ¿qué significado tendría para nosotros ahora? El cofre es muy antiguo y, a lo mejor, lo destinaron a diversos usos desde que lo utilizaron. Puede ser que hace cien años contuviera un libro.
—Cierto —convino Cadfael—, de no ser por una cosa. Que tú y yo lo sostuvimos en nuestras manos hace apenas cinco días, hoy lo hemos vuelto a sostener y hemos descubierto que pesaba menos, que el equilibrio de su interior era distinto y que estaba lleno de algo que tintinea audiblemente cuando se lo ladea o se lo sacude. Lo que yo digo, Elave, es que lo que contenía, no hace cien años, sino hace apenas cinco días, el día veinte de este mes de junio, no es lo que contiene ahora, el veinticinco…
—Un tamaño normal —dijo fray Anselmo, indicándolo con sus manos sobre el escritorio—. La piel se dobló para formar ocho hojas… que encajaran exactamente en el interior del cofre. Es posible que el cofre se construyera expresamente para este fin.
—Pero, si se hubieran hecho conjuntamente —objetó Cadfael—, el libro no hubiera tenido una lengüeta en el lomo. No hubiera sido necesaria.
—Es posible, aunque puede que el autor lo añadiera por simple costumbre. También puede que el cofre se construyera más tarde. Si el libro se encargó primero, el amanuense y el encuadernador debieron de terminarlo en la forma habitual. Pero, si era la clase de libro que seguramente era a juzgar por las huellas que dejó, es probable que su dueño le mandara construir un estuche según sus propios deseos, para evitar que se estropeara al sacarlo y volverlo a colocar en un arcón entre otros libros de menor valor.
Cadfael estaba alisando bajo sus dedos el fragmento de pergamino púrpura y jugueteando con el fleco de fina pelusa del borde arrancado. Unos minúsculos pelillos se adhirieron a sus dedos cual motas de azulada bruma.
—Hablé con Alduino, que sabe mucho más que yo sobre pigmentos y pergaminos. Ojalá lo hubiera visto. ¡A él le hubiera encantado! Pero ha dicho lo mismo que decís vos. El púrpura es el color imperial. El oro sobre pergamino púrpura tendría que corresponder a un libro hecho para un emperador. Tanto en Oriente como en Occidente se hacían libros de esta clase. El púrpura y el oro eran los símbolos imperiales.
—Y lo siguen siendo. Aquí tenemos el púrpura y vestigios de oro. En la antigua Roma —dijo Anselmo— los césares los usaban de la misma guisa y se mostraban muy celosos de ello. Dudo de que alguien se atreviera a ensalzarse a sí mismo de esta forma. En Aquisgrán y en Bizancio siempre han acompañado a los césares.
—¿Y a qué imperio podrían pertenecer estas obras de arte si estuvierais en lo cierto acerca de este libro y el cofre que lo contenía? ¿Podéis interpretar los signos?
—Vos podríais hacerla mejor que yo —contestó Anselmo—. Vos habéis estado en aquellas regiones del mundo mientras que yo no. Desentrañad vos mismo el acertijo.
—El marfil fue labrado por un artesano de Constantinopla o sus alrededores, pero no tiene por qué haberse realizado allí. Los intercambios entre ambas cortes son frecuentes ya desde los tiempos de Carlomagno. Lo curioso es que el cofre combina ambas cosas, pues el cincelado de la madera no es oriental. La madera no sé de dónde procede, pero creo que podría ser de la cuenca del Mediterráneo. ¿Tal vez Italia? ¡Qué extraño que todos estos materiales y estas artes se hayan juntado desde lugares distintos para crear este pequeño e insólito objeto!
—Que tal vez en otros tiempos contuvo otro objeto más pequeño e insólito todavía. ¿Quién sabe quién fue el amanuense que escribió el texto… en oro sobre pergamino púrpura, según decís vos… o para qué príncipe de Bizancio o de Roma se escribió? ¿O quién fue el pintor que lo adornó y en qué estilo, de Oriente o de Occidente?
Fray Anselmo contempló más allá del jardincillo del claustro el sueño de un tesoro, la clase de tesoro que más le gustaba, palabras y neumas inscritos con amoroso cuidado para el placer de los reyes Y ornamentados con delicados dibujos de zarcillos y capullos.
—Debió de ser una maravilla —dijo con expresión soñadora.
—Me pregunto dónde estará ahora —dijo Cadfael, hablando consigo mismo más que con su compañero.
Fortunata entró en la tienda de Jevan hacia el anochecer y lo encontró guardando ordenadamente sus herramientas y colocando en los estantes la blanca piel de fina y cremosa textura que acababa de doblar.
Tres pliegues podrían formar un haz de ocho hojas, pero aún no había recortado los bordes. Fortunata se le acercó por la espalda y alisó la superficie con el índice.
—Ése sería el tamaño adecuado —dijo con aire pensativo.
—El tamaño adecuado para muchos fines —dijo Jevan—. Pero ¿por qué lo dices? Adecuado, ¿para qué?
—Para un libro que encajara en mi cofre —la muchacha miró a Jevan con sus grandes y claros ojos color avellana—. ¿Ya sabes que fui con mi padre a pedir que liberaran a Elave y le permitieran vivir aquí con nosotros hasta que se celebre el juicio? No han querido. Pero han mostrado mucho interés por el cofre. Fray Anselmo, el que lleva la biblioteca de la abadía, quiso examinado. ¿Sabes una cosa?, creen que en otros tiempos debió de contener un libro, porque el tamaño es apropiado para contener un pergamino doblado tres veces. Y, como el cofre es tan bonito, creen que debió de ser un libro muy valioso. ¿Te parece que podrían tener razón?
—Todo es posible —contestó Jevan—. No se me había ocurrido pensarlo, pero el tamaño así parece indicado, ahora que lo dices. Hubiera sido un estuche espléndido para un libro —Jevan contempló el grave semblante de la joven con su habitual sonrisa un tanto misteriosa—. Lástima que perdiera su contenido antes de que tío Guillermo lo encontrara en Trípoli, aunque supongo que, para entonces, ya habría tenido muchos cambios de uso y fortuna. Aquéllas son regiones muy turbulentas. Allí es más fácil fundar un reino para la cristiandad que conservarlo.
—Bueno, pues —dijo Fortunata—, yo me alegro de que hubiera buenas monedas de plata en la caja en lugar de un viejo libro cuando llegó hasta mí. Como no sé leer, ¿de qué me hubiera servido un libro?
—Un libro también hubiera tenido su valor. Un alto valor si hubiera estado bien escrito y pintado. Pero me alegro de que estés contenta con lo que tienes y espero que con ello puedas conseguir lo que deseas.
La joven pasó una mano por el estante y frunció el ceño al ver el polvo que le quedaba en la palma. Exactamente igual que habían hecho los monjes al alisar el forro del cofre y descubrir algo significativo en los levísimos residuos que habían quedado adheridos al pergamino. Ella también vio los minúsculos destellos de oro bajo el sol, pero no comprendió el resto. Se estudió la mano y se sacudió el aterciopelado polvo casi imperceptible.
Ya sería hora de que te limpiara las habitaciones —dijo—. Lo tienes todo muy ordenado, pero hay que quitar el polvo.
—¡Como tú quieras! —Jevan miró a su alrededor y se mostró plácidamente de acuerdo—. Incluso aquí, con las membranas de pergamino ya terminadas, se acumula mucho polvo. Vivo en medio de él, lo respiro y ni siquiera lo noto. Sí, quita el polvo y límpialo si lo deseas.
—La situación será mucho peor en el taller —dijo Fortunata— porque allí rascas las pieles, vas y vienes del río, entras con los pies manchados de barro y después colocas las pieles en remojo con todo aquel pelo… Hasta puede que huela mal —añadió, arrugando la nariz al pensado.
—¡Pues, no, señora mía! —Jevan se rio, contemplando su melindrosa expresión—. Conan me limpia el taller con toda la frecuencia necesaria, y lo hace muy bien, por cierto. Podría incluso enseñarle el oficio si no le necesitáramos para cuidar los rebaños. No es tonto y ya ha aprendido muchas cosas sobre el arte de la preparación de pergaminos.
—Pero Conan está encerrado en el castillo —le recordó la muchacha con la cara muy seria—. El gobernador todavía está buscado alguien que pueda decir adónde fue y qué hizo antes de dirigirse a los pastizales el día que mataron a Alduino. Tú no crees que fuera capaz de matar, ¿verdad?
—¿Quién no sería capaz, habiendo un motivo, un momento y un lugar? —dijo Jevan con indiferencia—. Pero no, a Conan no le creo capaz. Al final, le soltarán. Volverá a casa. No le vendrá mal sudar unos cuantos días. Y mi taller podrá esperar un poco la siguiente limpieza. Y ahora, señora mía, ¿estás preparada para la cena? Cerraré la tienda y entraremos.
Fortunata no le escuchaba. Sus ojos recorrían los estantes Y el soporte del que colgaban las membranas terminadas de mayor tamaño, cortadas en los grandes folios dobles destinados a alguna voluminosa Biblia para un facistol. Sus ojos pasaron de largo por ellas y se detuvieron en lo haces de ocho hojas que hubieran podido caber en su cofre.
—Tío, tú tienes algunos libros de este mismo tamaño, ¿verdad?
—Es el más corriente —contestó Jevan—. Sí, lo mejor que tengo es de este tamaño. Se hizo en Francia. Sabe Dios cómo llegó a la feria de la abadía de Shrewsbury ¿Por qué lo preguntas?
—Entonces cabría en mi cofre. Me gustaría que lo tuvieras tú. ¿Por qué no? Es tan bonito y tiene tanto valor, que debería quedarse en casa. Yo no sé de letras y no tengo ningún libro que guardar y además —añadió la joven— estoy muy contenta con mi dote y le estoy muy agradecida a tío Guillermo. Vamos a probado después de cenar. Enséñame otra vez tus libros. Aunque no sepa leer, me gusta mirarlos.
Jevan la estudió solemnemente en silencio desde su espigada estatura. Inmóvil de aquella guisa, todo en él parecía más alargado que de costumbre, como un santo labrado en la moldura vertical del pórtico de una iglesia, desde su enjuto rostro de erudito hasta los puntiagudos zapatos de sus delgados y vigorosos pies y las ahusadas, inteligentes y hábiles manos. Sus profundos ojos escudriñaron el rostro de la muchacha mientras sacudía la cabeza ante aquel impetuoso rasgo de precipitada generosidad.
—No debes regalar tan atolondradamente lo que tienes antes de conocer su valor o el uso a que puedas destinarlo en el futuro. No hagas nada impulsivamente porque más tarde podrías arrepentirte.
—No —dijo Fortunata—. ¿Por qué iba a arrepentirme de haber regalado una cosa que no me sirve a alguien que le dará un uso adecuado? No te atreverás a decirme que no lo quieres, ¿verdad? —los negros ojos de Jevan brillaron de emoción aunque no de codicia, mientras su mente evocaba con inequívoco anhelo y placer el bello objeto—. Vamos a cenar y después probaremos a ver si encajan. Y le pediré a mi padre que me guarde el dinero.
El breviario francés era uno de los siete manuscritos que Jevan había adquirido a lo largo de los años en sus tratos con clérigos y otros clientes. Cuando levantó la tapa del arcón donde los guardaba, Fortunata los vio alineados el uno al lado del otro con los lomos hacia fuera e inclinados hacia un lado porque su número todavía no era suficiente para ocupar todo el espacio. Dos de ellos mostraban unos descoloridos títulos en latín en los lomos, tenía las tapas rojas y los demás habían sido inicialmente encuadernados en marfileño cuero estirado sobre unas tablillas de madera, pero algunos eran lo bastante antiguos como para haber adquirido el mismo hermoso tono tostado del forro del cofre de Fortunata. La muchacha los había visto infinidad de veces, pero nunca les había prestado una especial atención. En la parte superior e inferior de cada lomo se veían las redondeadas lengüetas de cuero que se utilizaban para sacarlos y volverlos a introducir.
Jevan sacó su preferido, con su encuadernación todavía virginalmente blanca, y lo abrió al azar. Los brillantes colores eran tan esplendorosos, que cualquiera hubiera dicho que se acababan de aplicar. El borde derecho de la página estaba formado por toda una delicada serie de hojas, zarcillos y flores entrelazadas mientras que el resto de la página estaba escrito a dos columnas con una gran letra inicial y cinco de tamaño más pequeño para abrir los párrafos sucesivos, cada uno de los cuales utilizaba la letra como marco de unas deliciosas miniaturas de flores y helechos. La precisión de la iluminación era equiparable al límpido resplandor de los azules, los rojos, los dorados y los verdes, si bien los azules en particular llenaban los ojos con una traslúcida frialdad que era un puro placer para la vista.
—Está tan perfectamente conservado —dijo Jevan, acariciando amorosamente la suave encuadernación— que imagino que fue robado y llevado muy lejos del lugar al que pertenecía antes de que el mercader se atreviera a venderlo. Eso es el comienzo del Común de los Santos, de ahí la gran letra inicial. ¡Fíjate en las violetas, qué acertado es su color!
Fortunata abrió el cofre sobre sus rodillas. El color del forro combinaba delicadamente con el tono más pálido de la encuadernación del breviario. El libro encajaba muy bien en el cofre. Cuando cerraron la tapa, la suavidad del forro lo envolvió a la perfección.
—¿Lo ves? —dijo la muchacha—. ¡Es mucho mejor que se le dé un uso apropiado! Y, además, parece que ése es el propósito para el que se hizo.
En el interior del arcón había espacio para el cofre. Jevan cerró también la tapa del arcón y se arrodilló un instante, apoyando ambas manos sobre la madera como si la acariciara con reverencia.
—¡Muy bien, pues! Por lo menos, podrás estar segura de que será debidamente apreciado —Jevan se levantó sin apartar los ojos del arcón en el que guardaba su tesoro mientras en sus labios jugueteaba una leve y misteriosa sonrisa de absoluta satisfacción—. ¿Sabes que nunca había cerrado este arcón? Ahora que guardo dentro tu regalo, lo mantendré siempre cerrado para más seguridad.
Ambos se volvieron juntos hacia la puerta mientras Jevan apoyaba la mano sobre el hombro de la muchacha. Al llegar a la escalera que conducía a la sala de abajo, Fortunata se detuvo y levantó súbitamente el rostro hacia Jevan.
—Tío, ¿has dicho que Conan había aprendido muchas cosas de tu oficio porque te ha ayudado muchas veces? ¿Conoce él el valor de los libros? ¿Lo sabría reconocer si, por casualidad, viera uno de inmenso valor?