la mañana siguiente el capítulo ya estaba a punto de finalizar cuando Gerardo de Lythwood se presentó en la garita de vigilancia, solicitando ser recibido por el señor abad. Como hombre distinguido de la ciudad y gran benefactor de la abadía al igual que su difunto tío, llegó confiadamente, consciente de sus propios méritos y su privilegiada posición. Le acompañaba su hija adoptiva Fortunata y ambos iban preparados, si no para la batalla, por lo menos para alguna posible resistencia a la que pensaban hacer frente con cortés determinación.
—Hacedlos pasar en seguida —dijo Radulfo—. Me alegro de que maese Gerardo se encuentre de vuelta en casa, pues los suyos estaban extremadamente preocupados y necesitaban su guía.
Cadfael los vio entrar en la sala capitular y los estudió detenidamente. Iban ataviados con sus mejores galas para causar la impresión de un honrado ciudadano y su recatada hija. La joven permaneció de pie detrás de su padre con los ojos devotamente bajo en presencia de la monacal asamblea, pero, cuando los abrió un instante para mirar a su alrededor y calcular de un vistazo el probable número de amigos y enemigos, Cadfael observó que su expresión era de fiereza y astucia. Lo primero que vio Fortunata fue la lamentable presencia del canónigo Gerberto. Ante él, debería reprimir su cólera y su inquietud por la suerte de Elave, dejando que Gerardo hablara en su nombre. A Gerberto no le gustaban las mujeres descaradas, pero Fortunata ya había facilitado a su padre todos los detalles pertinentes. Ambos debieron de haberse pasado el resto de la velada de la víspera, tras la partida de Cadfael, preparando lo que ahora estaban a punto de exponer.
El significado de un detalle aún no era patente si bien sugería interesantes posibilidades. Gerardo llevaba bajo el brazo, cubierto con la encantadora pátina oscura del tiempo y el uso, el cofre que contenía la dote de Fortunata.
—Mi señor —dijo Gerardo—, os doy las gracias por vuestra cortesía. Vengo por la cuestión del joven al que tenéis detenido aquí como prisionero. Todo el mundo sabe que su acusador fue asesinado y, aunque no se ha formulado ninguna acusación contra Elave a este respecto, vuestra señoría ya debe de saber que los comentarios generales le señalan a él como el asesino. Supongo que ya os habréis enterado por boca del señor gobernador de que no es así. Alduino aún estaba vivo cuando Elave fue hecho prisionero aquí. En lo tocante al asesinato, se ha demostrado su inocencia. La palabra de un sacerdote puede responder de ello.
—Sí, ya se nos ha comunicado la noticia —dijo el abad—. En este sentido, Elave ha quedado libre de toda sospecha. Me complace proclamar su inocencia.
—Y yo recibo con agrado vuestras palabras —dijo Gerardo— como alguien que tiene el derecho de hablar y de ser escuchado en esta cuestión, pues tanto Alduino como Elave pertenecían a la casa de mi tío, que ahora es la mía, y la responsabilidad de ambos recae sobre mí. Uno de mis hombres ha sido asesinado y exijo justicia por ello. No apruebo lo que hizo, pero comprendo sus razonamientos y sus acciones, pues conocía su carácter. Lo que puedo hacer por él es enterrarle dignamente y, a ser posible, contribuir al descubrimiento de su asesino. Pero también tengo un deber con Elave, el cual está vivo y se ha visto libre de esta mortal acusación. ¿Queréis oírme en su nombre, mi señor?
—Con mucho gusto —dijo Radulfo—. ¡Hablad!
—¿Es ése el lugar para semejante alegato? —Objetó el canónigo Gerberto, removiéndose con impaciencia en su sitial y mirando con el ceño fruncido al sólido burgués que con tanta firmeza permanecía de pie sobre las baldosas del suelo—. Ahora no estamos tratando el asunto de este hombre. La retirada de una acusación…
—Jamás se formuló una acusación de asesinato —dijo Radulfo, interrumpiéndole sin contemplaciones— y, según parece, ya nunca se podrá formular.
—La retirada de una sospecha —replicó Gerberto— no afecta a la acusación que se formuló y que todavía está pendiente de juicio. No es de la incumbencia de este capítulo oír unas alegaciones que puedan prejuzgar el caso cuando el obispo manifieste su voluntad. Hacerla sería incumplir las normas.
—Señores —dijo Gerardo con admirable serenidad y calma—, tengo que haceros una proposición a mi juicio razonable y permisible, si tenéis la bondad de escucharme. Para ello, tengo que exponeros lo que sé sobre Elave, su carácter y los servicios que ha prestado a mi casa. Es necesario.
—Me parece muy razonable —dijo imperturbablemente el abad—. Seréis debidamente escuchado, maese Gerardo. ¡Hablad sin temor!
—¡Gracias, mi señor! Sabréis, pues, que este joven trabajó para mi tío durante algunos años y siempre demostró ser íntegro y honrado en todas las cosas, por cuyo motivo mi tío lo llevó consigo como servidor, acompañante y amigo en la peregrinación que emprendió a Jerusalén, Roma y Compostela. Durante todos aquellos años de viajes, el muchacho siempre fue extremadamente cumplidor, cuidó a su amo en la enfermedad y, cuando el anciano murió en Francia, trajo su cuerpo aquí para su entierro. Un largo servicio de entrega, señores. Entre otros encargos debidamente cumplidos, trajo por deseo de su amo el tesoro que guarda este cofre como dote para la hija adoptiva de Guillermo y ahora mía, aquí presente.
—Eso nadie lo duda —dijo Gerberto, removiéndose con inquietud en su asiento—, pero no viene al caso. La acusación de herejía subsiste y no puede desecharse. A mi juicio, tras haber visto en otros lugares los horrores a los que puede conducir, es una acusación más grave que la de asesinato. Sabemos que este veneno puede existir en vasijas que, por otra parte, el mundo considera puras y virtuosas y que, sin embargo contaminan las almas a millares. Un hombre no puede salvarse con las buenas obras, sino sólo por medio de la gracia divina, y el que se aparta de la recta doctrina de la Iglesia rechaza la gracia divina.
—No obstante, se nos ha dicho que a un árbol se lo conocerá por sus frutos —señaló en tono cortante el abad—. Creo que la gracia divina sabe dónde buscar la respuesta humana sin necesidad de que nosotros le demos instrucciones. Seguid, maese Gerardo. Creo que deseáis hacemos una proposición.
—En efecto, padre. Por lo menos, ahora se sabe que la muerte de mi escribano se produjo sin intervención de Elave, el cual jamás ambicionó su puesto ni pretendía suplantarle y nunca le causó el menor daño. Aun así, ahora el puesto ha quedado vacante. Y yo, que conozco a Elave y confío en él, estoy dispuesto a aceptarle en sustitución de Alduino y a ascenderle a mayores responsabilidades en mi negocio. Si le concedéis la libertad y lo encomendáis a mi custodia, yo me haré responsable de que jamás abandone Shrewsbury. Me comprometo a que permanezca en mi casa y esté a vuestra disposición siempre que vuestras señorías requieran su presencia hasta que el caso sea juzgado.
—¿Independientemente de cuál pueda ser el veredicto? —preguntó Radulfo apaciblemente.
—Mi señor, si el juicio es justo, también lo será el veredicto. Y, a partir de aquel día, ya no necesitará que nadie lo avale.
—Es una presunción por vuestra parte estar tan seguro de vuestra propia rectitud —dijo fríamente Gerberto.
—Hablo por conocimiento directo. Y sé como todo el mundo que, en medio del acaloramiento de una discusión o por efecto de la cerveza, se pueden pronunciar palabras que uno no quisiera, y no creo que Dios condene a un hombre por su locura, aparte las consecuencias de esta locura que ya pueden ser un castigo suficiente de por sí.
Radulfo sonrió tras la austera máscara de su rostro aunque sólo los que le conocían muy bien se hubieran podido percatar de ello.
—Agradezco la amabilidad de vuestras intenciones —manifestó—. ¿Tenéis alguna otra cosa más que añadir?
—Sólo lo siguiente, padre. Aquí, en este cofre, hay quinientos setenta peniques de plata, la dote que le envió mi tío a la niña a la que acogió como hija. Puesto que Elave tuvo que pasar tantas dificultades para traérsela, Fortunata desea, en memoria de Guillermo que se la envió, emplearla ahora para librar a Elave de su prisión. Os la ofrece como fianza y os garantizo que, cuando llegue el momento, él responderá de aquello de que se le acusa.
—¿Ése es efectivamente vuestro deseo, hija mía? —preguntó el abad, estudiando con interés la recatada y cautelosa serenidad de Fortunata—. ¿Nadie os convenció de que hicierais este ofrecimiento?
—Nadie, padre —contestó la muchacha con firmeza. La idea fue sólo mía.
—¿Sabéis que los que salen fiadores de otros corren el riesgo de la pérdida? —insistió afectuosamente el abad.
Fortunata levantó sus suaves y marfileños párpados mostrando por un instante el fulgurante brillo de dos ojos color avellana.
—No todos, padre —dijo con la delicada y discreta voz propia de una hija sumisa.
Contemplando la escena, Cadfael comprendió con toda claridad que, aunque mantuviera un semblante muy serio, Radulfo estaba complacido.
—Puede que vos no sepáis, padre —terció respetuosamente Gerardo—, que las mujeres sólo corren riesgos cuando están seguras de ganar. Bueno, eso es lo que yo os propongo y os prometo que cumpliré la parte que me corresponde si accedéis a confiar al joven a mi custodia. Podéis tener la certeza de que en cualquier momento le encontraréis en mi casa. Me han dicho que no quiso huir cuando hubiera podido hacerla y ciertamente no lo hará esta vez, sabiendo lo que puede perder Fortunata por su culpa. Tal como vos teméis —añadió generosamente—, pues yo no tengo ninguna duda.
Radulfo tenía al canónigo Gerberto a su derecha y al prior Roberto a su izquierda, dos monumentos de la ortodoxia en algo más que la doctrina. La letra estricta del derecho canónico era sagrada para Roberto y la influencia de un arzobispo, ejercida a través de un enviado de su entera confianza, endurecía una mente ya predispuesta al rigor. Roberto se estaría debatiendo sin duda entre su abad y la presencia indirecta del arzobispo Teobaldo y trataría de ser fiel a ambos, pero, en una situación límite, se inclinaría por Gerberto.
Contemplándole con las manos devotamente entrelazadas, las plateadas cejas arqueadas y los finos labios fuertemente apretados, Cadfael ya casi se imaginó con qué palabras respaldaría lo que dijera Gerberto, absteniéndose hábilmente de hacerlas suyas. Sin embargo, si él conocía a aquel hombre, también le conocía el abad. En cuanto a Gerberto, Cadfael descubrió de pronto una mente absolutamente ajena a la suya propia. El canónigo había visto realmente el caos que reinaba en Europa y se había asustado, había visto las astucias del demonio hablando por boca de los hombres, la fragmentación de la cristiandad a través de las rugientes voces de unos profetas surgidos como por ensalmo, cual burbujas de espuma en una marmita en ebullición, y las locuras y perversos excesos de sus engañados seguidores. No había nada de falso en el horror con el cual Gerberto contemplaba la amenaza de herejía, aunque Cadfael no acertara a comprender cómo podía descubrirla en un alma tan candorosa como la de Elave.
Por otra parte, el abad tampoco podía permitirse el lujo de oponerse al representante del arzobispo aunque fuera cierto, como decían, que Teobaldo tenía una opinión más equilibrada y ecuánime que la Gerberto acerca de aquéllos que se sentían impulsados a razonar sobre cuestiones de fe. Una amenaza que preocupaba al Papa, a los cardenales y a los obispos extranjeros, se tenía que tomar en serio, por muy nebulosa que fuera allí. El hecho de vivir en una isla y no en un continente tenía sus ventajas. Las invasiones, las desgracias y las plagas tardan más en llegar y, cuando lo hacen, están tan debilitadas, que ya casi carecen de fuerza. Sin embargo, no siempre la distancia es una defensa perfecta.
—Habéis oído —dijo Radulfo— un ofrecimiento generoso por parte de alguien de cuya buena fe no cabe dudar. Sólo nos resta discutir cuál pueda ser nuestra respuesta. Sólo tengo una reserva. Si se refiriera únicamente a mi abadía, no tendría ninguna. Decidme vuestra opinión, canónigo Gerberto.
No había más remedio. El canónigo la manifestaría sin duda con gran firmeza. Mejor invitarle a hablar primero para poder atemperar después sus rigores.
—En un asunto de tanta gravedad —dijo Gerberto—, soy contrario a cualquier moderación. Es cierto y lo reconozco que el acusado ya estuvo en libertad una vez y regresó tal como se había comprometido a hacer. Pero esta experiencia podría inducirle a actuar de otro modo en caso de que se repitiera. Digo que no tenemos derecho a correr ningún riesgo con un prisionero acusado de un crimen tan peligroso. Os aseguro que la amenaza que pesa sobre la cristiandad no se entiende muy bien aquí, de lo contrario, no habría ninguna discusión, ¡absolutamente ninguna! Debe permanecer encerrado bajo llave hasta que se le juzgue.
—¿Roberto?
—No puedo por menos que estar de acuerdo —contestó el prior, mirando con los ojos entornados desde lo alto de su larga nariz—. Es una acusación demasiado grave para que corramos el menor riesgo de que se produzca una huida. Además, no se perderá el tiempo mientras el acusado permanezca bajo nuestra Custodia. Fray Anselmo le ha estado proporcionando libros para la mejor instrucción de su mente. Si le retenemos aquí, es posible que la buena semilla caiga en un terreno no del todo estéril.
—Cierto —dijo fray Anselmo sin visible ironía—, el joven lee y piensa mucho en lo que lee. Trajo consigo desde Tierra Santa algo más que peniques de plata. En un viaje tan largo, el equipaje de un hombre inteligente tiene que ser ligero, pero en su mente se puede albergar un mundo.
Con ambigua prudencia, Anselmo se detuvo antes de que el canónigo Gerberto pudiera adentrarse en la comprensión de aquellas palabras y advertir en ellas una nota infinitesimal de herejía. No es prudente burlarse de un hombre sin sentido del humor.
—Veo que sería derrotado en una votación —dijo secamente el abad—, pero resulta que yo también soy partidario de seguir reteniendo al joven aquí, en la abadía. Ejerzo mi dominio en esta casa, pero la jurisdicción ya se me ha escapado de las manos. Hemos enviado un mensajero al obispo y esperamos conocer muy pronto su voluntad. Por consiguiente, la decisión le corresponde a él y nosotros tenemos que encargarnos simplemente de entregarle el acusado a él o a sus representantes tan pronto como nos dé a conocer su voluntad. Ahora no soy más que el delegado del obispo. Lo siento mucho, maese Gerardo, pero ésa tiene que ser mi respuesta. No puedo aceptar vuestra fianza y no puedo entregar a Elave a vuestra custodia. Os prometo que no sufrirá el menor daño en mi casa. Ni tampoco ulteriores violencias —añadió con intención, aunque sin demasiada firmeza.
—En tal caso —se apresuró a decir Gerardo, aceptando lo aparentemente inevitable, pero tratando de sacar el mayor provecho posible de las bazas que le quedaban—, ¿puedo tener por lo menos la certeza de que el obispo querrá escucharme con benevolencia cuando se celebre el juicio, tal como vos me habéis escuchado ahora?
—Me encargaré de que sea informado de vuestro deseo y del derecho que os asiste a ser escuchado —contestó el abad.
—¿Podríamos ver y hablar con Elave ahora que estamos aquí? Es posible que su mente se tranquilice, sabiendo que hay un tejado y un puesto esperándole cuando sea libre de aceptarlos.
—No veo ninguna objeción —dijo Radulfo.
—Pero que sea en compañía —añadió rápidamente Gerberto—. Tiene que haber un monje presente para ser testigo de lo que se diga.
—No habrá ningún inconveniente —dijo el abad—. Fray Cadfael efectuará su diaria visita al joven después del capítulo para examinar la cicatrización de sus heridas. Él podrá acompañar a maese Gerardo y estar presente durante la visita —dicho lo cual, Radulfo se levantó autoritariamente para cortar cualquier objeción que pudiera estar surgiendo en la mente indudablemente menos ágil del canónigo Gerberto y sin haber dirigido ni una sola mirada hacia el lugar donde se encontraba Cadfael—. El capítulo ha concluido —dijo, abandonando la sala capitular después de que lo hicieran sus visitantes seglares.
Elave estaba sentado en su catre bajo la angosta ventana de la celda. En el escritorio que tenía a su lado había un libro abierto, pero él no estaba leyendo, sino que fruncía el ceño, meditando profundamente acerca de lo que acababa de leer. A juzgar por la expresión de su rostro, no había comprendido demasiado los escritos del primitivo padre de la Iglesia que Anselmo le había facilitado. Tenía la impresión de que los primitivos padres de la Iglesia dedicaban más tiempo a denunciarse mutuamente que a ensalzar a Dios, poniendo más veneno en lo uno que fervor en lo otro: Tal vez había habido otros menos dispuestos a declarar la guerra por una mera palabra y capaces de hablar bien de los demás teólogos aunque discreparan de ellos, pero, en tal caso, alguien debía de haber quemado sus libros y también a ellos de paso.
—Cuanto más estudio —le había dicho bruscamente a fray Anselmo—, tanto más me gustan los herejes. Tal vez porque yo soy uno de ellos, a fin de cuentas. Si todos afirmaban creer en Dios y procuraban vivir una existencia que fuera de su agrado, ¿cómo es posible que se odiaran tanto entre sí?
En los pocos días que llevaban conversando amigablemente, ambos habían llegado a la conclusión de que tales preguntas se podían formular y responder libremente. Anselmo, pasando una página de Orígenes, contestó serenamente:
—Todo se debe a la pretensión de expresar conceptos demasiado vastos y misteriosos como para ser expresados. En cuanto hincaban los dientes en un bocado, no podían por menos que oponerse a cualquier cosa que difiriera de su propio concepto. Y todos los conceptos contrarios hundían cada vez más a sus formula dores en un lodazal. Las almas sencillas que no tenían dificultades y no sabían nada de las fórmulas caminaban a pie enjuto sobre los mismos pantanos sin saber siquiera de su existencia.
—Creo que eso es lo que yo estaba haciendo dijo tristemente Elave, hasta que vine aquí. Ahora estoy hundido hasta las rodillas y dudo de que pueda salir.
—Bueno, puede que hayas perdido la inocencia para salvarte —dijo tranquilamente Anselmo—, pero, si te hundes, lo haces en el cenagal de las palabras de otros hombres, no en el de las tuyas. Estas palabras jamás podrán retenerte. Te basta con cerrar el libro.
—¡Demasiado tarde! Hay ciertas cosas que ahora quiero saber. ¿Cómo se convirtieron el Padre y el Hijo en tres personas? ¿Quién escribió por vez primera que eran tres, confundiéndonos a todos? ¿Cómo puede haber tres iguales que, sin embargo, no son tres sino uno?
—De la misma manera que las tres hojas del trébol son tres e iguales, pero unidas en una sola —sugirió Anselmo.
—¿Y el trébol de cuatro hojas que da buena suerte? ¿Qué es la cuarta, la humanidad? ¿O acaso nosotros somos el tallo que mantiene unidos a los tres?
Anselmo sacudió la cabeza con imperturbable serenidad al tiempo que esbozaba una tolerante sonrisa.
—¡Jamás se te ocurra escribir un libro, hijo mío! ¡Te obligarían sin duda a quemarlo!
Ahora Elave estaba solo, pero no le pesaba la soledad, pues pensaba en las conversaciones mantenidas con el chantre a lo largo de los días anteriores y se preguntaba muy en serio si convenía que un hombre leyera alguna cosa y ya no digamos aquel laberinto de obras teológicas que sólo servían para que lo claro y sencillo se convirtiera en oscuro y complicado, envolviendo todo lo que tocaban con palabras tan informes como la bruma y fuera del alcance de la comprensión de los comunes mortales que integraban la mayor parte de la creación humana. Cuando contemplaba a través de la ventana de la celda la angosta ojiva de cielo azul pálido adornada por el encaje de las trémulas hojas y los retazos de brillantes nubes blancas, todo le parecía de nuevo claro y sencillo, al alcance de la comprensión incluso de los más lerdos, y derramando a su alrededor una gozosa e imparcial benevolencia sobre todo el mundo.
Se sobresaltó al oír girar la llave en la cerradura, pues no había asociado el murmullo de voces del exterior con su propia persona. Los sonidos del mundo le llegaban a lo largo del día a través de la ventana y el toque de la campana de los oficios le marcaba las horas. Se estaba acostumbrando al horario y celebraba las regulares observancias haciendo pequeñas genuflexiones interiores. Porque Dios no formaba parte del cenagal ni del laberinto y a él no se le podía culpar de lo que hicieran los hombres con las resplandecientes simplicidades y certezas.
Sin embargo, el giro de la llave en la cerradura pertenecía a su experiencia de trabajo cotidiano del cual aquel destierro sólo podía ser una interrupción temporal, un alto para pensar después de sus viajes a través de medio mundo. Vio que la puerta se abría al mundo estival del exterior, y no poco a poco, sino generosamente y de par en par hasta tocar la pared para dar paso a fray Cadfael.
—¡Hijo mío, tienes visita! —dijo Cadfael, indicando les a los de fuera que entraran en la pequeña estancia mientras la súbita claridad inundaba el aturdido rostro de Elave y lo obligaba a parpadear—. ¿Cómo está hoy tu cabeza?
La cabeza en cuestión se había liberado de los vendajes la víspera y ahora sólo quedaba una seca cicatriz entre el tupido cabello.
—¡Muy bien, muy bien! —contestó Elave, desconcertado.
—¿No te duele? Entonces mi trabajo ya ha terminado. Y ahora —añadió Cadfael, acercándose a los pies del camastro y situándose de espaldas a la estancia—, seré como una piedra de la pared. Me han ordenado que me quede contigo, pero tú haz cuenta de que soy sordo y mudo.
Al parecer, dos de los tres que con tan poca ceremonia se habían reunido también se habían quedado mudos, pues Elave se levantó sobresaltado y miró a Fortunata sin decir nada mientras ella le miraba a su vez en silencio y con el rostro intensamente arrebolado. Sólo sus ojos eran elocuentes. Cadfael no se había vuelto totalmente de espaldas y pudo observados por el rabillo del ojo y leer lo que no dijeron.
Aquellos dos no habían tardado demasiado en decidirse. Sin embargo, cabía recordar que el sentimiento no había sido repentino, sino que tan sólo lo había sido su descubrimiento. Se conocían y habían convivido bajo el mismo techo hasta que ella cumplió los once años y sin duda debió de existir entre ambos un profundo afecto, indulgente y condescendiente por parte del joven y reverente y nostálgico por parte de la niña, pues las chicas tienden a experimentar dolorosos sentimientos propios de personas adultas mucho antes que los chicos.
La muchacha tuvo que esperar a que se cumplieran sus deseos hasta que él regresó a casa y observó con asombro que el capullo se había convertido en una hermosa flor.
—¡Bueno, muchacho! —dijo jovialmente Gerardo, estudiando al joven de pies a cabeza al tiempo que estrechaba sus manos entre las suyas—. ¡Después de tantas aventuras, has vuelto a casa y yo no estaba para recibirte! Pero lo hago ahora y con mucho gusto. Jamás pensé que pudieras verte en estas dificultades, aunque, con la ayuda de Dios, ya verás cómo al final todo se resuelve satisfactoriamente. Por lo que me han dicho, sé que te portaste muy bien con nuestro tío Guillermo. Nosotros también nos portaremos bien contigo.
Elave tuvo que hacer un esfuerzo para salir de su aturdimiento, tragó saliva y se incorporó bruscamente en la cama donde estaba sentado.
—No pensaba que os permitieran verme —dijo—. Os agradezco que os hayáis tomado todas estas molestias por mí, pero procurad no correr ningún riesgo. ¡Si no tocas la pez, no se te podrá pegar a los dedos! ¿Sabéis de qué me acusan? No conviene que os acerquéis a mí hasta que me dejen en libertad —dijo con vehemencia—. ¡Tengo un mal contagioso!
—Pero ¿sabes que no eres sospechoso de haber causado daño a Alduino? —preguntó Fortunata—. Se ha demostrado que las sospechas eran infundadas.
—Sí, lo sé. Fray Anselmo me lo dijo después de prima. Pero eso no es más que la mitad de las acusaciones.
—La mitad más importante —dijo Gerardo, sentándose en un pequeño y alto escabel del que la amplitud de su figura sobresalía por todas partes.
—No todo el mundo piensa lo mismo aquí dentro. Fortunata ya se ha ganado la inquina de algunos porque no estuvo lo suficientemente dura conmigo cuando la interrogaron. Por nada del mundo quisiera perjudicaros —dio Elave muy en serio—. Apartaos de mí, así estaré más tranquilo.
—El abad nos ha autorizado a venir a verte —dijo Gerardo— y, por lo que he podido ver, contamos también con su benevolencia. Fortunata y yo hemos sido recibidos en el capítulo, pues queríamos presentar una propuesta en relación contigo. Y, si crees que alguno de nosotros se echará atrás y te retirará la amistad por miedo a unos cuantos husmeadores del mal que, movidos por un exceso de celo, se van de la lengua y les cuentan toda suerte de chismes a unos y a otros, estás muy equivocado. Mi nombre es lo suficientemente sólido en esta ciudad como sobrevivir a todos los chismes habidos y por haber. Y también lo será el tuyo antes de que todo eso termine. Esperábamos conseguir tu libertad y llevar te a casa con nosotros, haciéndome yo garante de tu buena conducta. Me comprometí a encargarme de que estuvieras disponible cuando te llamaran y les dije que ahora tengo un empleo para ti en mi casa. ¿Por qué no? Tú no tuviste nada que ver con la muerte de Alduino ni yo tampoco, y ninguno de nosotros hubiera querido desplazarle para que tú ocuparas su lugar. Sin embargo, el mal ya está hecho. El pobrecillo ha muerto, yo necesito un nuevo escribano y tú necesitas un lugar donde apoyar la cabeza cuando salgas de aquí. ¿Dónde mejor que en la casa que ya conoces, haciendo una tarea que también solías hacer y que muy pronto volverías a dominar? Por consiguiente, si tú quieres, ahí va mi mano para cerrar el trato ¿Qué dices a eso?
—¡Digo que nada en el mundo podría ser más de mi agrado! —el sombrío y cauteloso rostro de Elave se había despojado de la máscara de los últimos días; ahora estaba arrebolado de placer y gratitud y mostraba una apariencia extremadamente joven y vulnerable. Le costaría mucho volver a levantar sus defensas cuando aquellos dos se fueran, pensó Cadfael—. Pero no debemos hablar de eso ahora. ¡No podemos! —protestó Elave, estremeciéndose—. Bien sabe Dios lo mucho que os agradezco vuestra generosidad, pero no me atrevo a pensar en el futuro hasta que salga de aquí. ¡Hasta que salga justificado! No me habéis dicho cuál ha sido la respuesta, pero la adivino. No me dejarán en libertad, ni siquiera bajo vuestra custodia.
Gerardo lo reconoció muy a su pesar.
—Pero el abad nos ha dado permiso para venir a verte y comunicarte nuestra propuesta para que sepas, por lo menos, que tienes amigos que se preocupan por ti. Todas las voces que se levanten en defensa tuya te serán útiles. Ya te he dicho lo que te tengo reservado. Ahora Fortunata también tiene algo que decirte por su cuenta.
Al entrar, Gerardo había dejado el cofre que llevaba sobre el camastro al lado de Elave. Fortunata salió de su ensimismamiento y se inclinó para tomarlo y sentarse al lado del joven con el cofre sobre sus rodillas.
—¿Recuerdas que trajiste este cofre a casa? Mi padre y yo lo hemos traído hoy aquí para ofrecerlo como fianza a cambio de tu libertad, pero ellos no lo han aceptado. Sin embargo, si no hemos podido comprar tu libertad de otra manera —añadió, bajando la voz—, habrá otros medios. Recuerda lo que te dije cuando nos vimos por última vez.
—Lo recuerdo —dijo Elave.
—Para estas cosas se necesita dinero —dijo Fortunata, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Tío Guillermo me envió mucho dinero. Deseo utilizado para ti. En cualquier manera que pueda ser útil. Tú ahora no has dado tu palabra. La que diste la han incumplido ellos, no tú.
Gerardo apoyó una mano en el brazo de la joven y le advirtió en un susurro que, sin embargo, se repitió traicioneramente como un eco desde los muros de piedra:
—¡Cuidado, hija mía! ¡Las paredes tienen orejas!
—Pero no lengua —dijo Cadfael en un susurro semejante—. No, hablad sin temor, muchacha, no es a mí a quien debéis temer. Decidle todo lo que tengáis que decir y que él os responda. No penséis que yo vaya entrometerme en uno u otro sentido.
En respuesta, Fortunata tomó el cofre que sostenía sobre su regazo y lo depositó en las manos de Elave. Cadfael oyó el infinitesimal tintineo de las monedas del interior y volvió la cabeza justo a tiempo para ver el ligero sobresalto que experimentó Elave al recibir el cofre, la contracción de sus hombros y su fruncido entrecejo. Le vio ladear el cofre para provocar el mismo débil eco y sopesarlo en sus manos.
—¿Es dinero lo que maese Guillermo te envió? —preguntó Elave en tono pensativo—. Nunca supe lo que había dentro. Pero es tuyo. Lo envió para ti y yo te lo traje.
—Lo que sea beneficioso para ti lo será para mí —dijo Fortunata—. Sí, diré lo que he venido a decir aunque mi padre no lo apruebe. No me fío de que sean justos contigo. Temo por ti. Quiero que te vayas lejos de aquí y te pongas a salvo. Este dinero es mío y puedo hacer con él lo que me plazca. Se pueden comprar con él un caballo, un refugio, comida y tal vez incluso un hombre dispuesto a girar la llave en la cerradura y abrir la puerta. Quiero que lo aceptes… lo uses y compres lo que haga falta. No tengo miedo más que por ti. No me avergüenzo. Dondequiera que tú vayas, por lejos que sea, yo te seguiré.
Fortunata había empezado con una desafiante calma, pero terminó con una comedida pasión, sin levantar la voz en ningún momento, pero entrelazando fuertemente las manos sobre su regazo mientras su rostro palidecía intensamente a pesar del ardor que la dominaba.
La mano de Elave se estremeció y cubrió fuertemente la de la joven, apartando a un lado el cofre sobre la cama. Tras una prolongada pausa, no de vacilación, sino de una implacable determinación que tuvo dificultades para encontrar las palabras más claras, menos dolorosas posibles con que expresarse, dijo en voz baja:
—¡No! No puedo aceptado ni permitir que tú lo uses de esta guisa por mí. Tú sabes por qué. Yo no he cambiado ni cambiaré. Si huyera de esta acusación, abriría las puertas a los demonios dispuestos a perseguir con sus aullidos a otros hombres honrados. Si ahora esta lucha no se combate hasta el final, se podría acusar de herejía a cualquiera que ofendiera a su vecino. Es fácil acusar cuando hay gentes dispuestas a condenar por una duda, una pregunta o una palabra fuera de lugar. No quiero ceder. No me moveré hasta que vengan y me digan que no hallan ninguna culpa en mí y me pidan cortésmente que salga y siga mi camino.
La muchacha ya sabía, a pesar de su insistencia, que Elave diría que no. Retiró lentamente la mano y se levantó, pero, por un instante, no pudo apartarse de él, ni siquiera cuando Gerardo la asió suavemente del brazo.
—Pero entones —añadió Elave, mirándola a los ojos—, entonces aceptaré tu regalo… siempre y cuando lo acompañe la novia a la que yo aspiro.