l padre Elías, tras haber visitado a todos los párrocos de la ciudad, bajó a la abadía a la mañana siguiente y se presentó en el capítulo para averiguar si alguno de los monjes ordenados sacerdotes había confesado casualmente al escribano Alduino antes de la celebración de las ceremonias conmemorativas de la traslación de santa Winifreda. La víspera de los festejos los confesores debieron de tener mucho trabajo, pues era natural que los fieles que habían abandonado durante algún tiempo su salud espiritual quisieran confesarse para asistir purificados a las celebraciones del día, tras haber recuperado la virtud y la paz espiritual. Si algún clérigo hubiera confesado a Alduino, lo diría. Pero ninguno le había confesado. El padre Elías se retiró de la sala capitular decepcionado y afligido, sacudiendo su canosa cabeza y arrastrando las holgadas y raídas mangas de su sotana como un pajarillo con las plumas alborotadas.
Fray Cadfael salió del capítulo para regresar a sus tareas en el huerto, pensando en el padre Elías. Aquel cura era muy estricto y no se daría fácilmente por vencido. De alguna manera y en algún lugar tendría que encontrar una razón que le convenciera de que Alduino había muerto en estado de gracia; sólo entonces se encargaría de que su alma contara con todos los consuelos y la asistencia que los ritos de la Iglesia podían ofrecer. Pero, al parecer, ya había hablado con todos los sacerdotes de la ciudad y la barbacana, y todo había sido en vano. No era un hombre capaz de cerrar los ojos y decir que todo estaba en orden, pues su conciencia era muy rigurosa y le reprocharía que fuera clemente sin motivo justifica. Cadfael comprendía por igual al sacerdote perfeccionista y al párroco negligente. En aquellos momentos, el caso requería una atención más urgente que la situación de Elave, el cual estaría a salvo hasta que el obispo Rogelio De Clinton manifestara su voluntad con respecto a él. Aunque no pudiera abandonar su encierro, tampoco podría entrar en él ningún fanático para romperle de nuevo la cabeza. Las heridas estaban cicatrizando y las magulladuras estaban desapareciendo. Fray Anselmo, el chantre y bibliotecario, le había facilitado el primer volumen de las Confesiones de san Agustín para que se entretuviera. Y para que descubriera, decía Anselmo, que Agustín también había escrito sobre otros temas, aparte la predestinación, la reprobación y el pecado.
Anselmo, diez años más joven que Cadfael, era un delgado y enérgico monje que todavía conservaba viva una pizca de irrefrenable travesura aunque normalmente no la pusiera de manifiesto. Cadfael le había sugerido que, en lugar de las Confesiones, le diera a leer a Elave la obra Contra Fortunato. Allí el joven hubiera podido encontrar, escrita algunos años antes de la redacción de las más ortodoxas efusiones del santo, en uno de sus períodos de bruscos cambios de creencias, la siguiente frase: «No hay pecado a menos que un hombre tenga la voluntad de cometerlo, de ahí la recompensa cuando obramos voluntariamente el bien». Que Elave se la aprendiera de memoria y la citara en su defensa. Lo más probable era que Anselmo le tomara la palabra y facilitara al sospechoso toda suerte de citas que pudieran ayudarle en aquella causa. Era un juego al que podía jugar cualquier estudioso de los primitivos padres de la Iglesia, y Anselmo mejor que ninguno.
Por consiguiente, durante unos cuantos días por lo menos, hasta que Serlo se presentara ante su obispo en Coventry y regresara con la respuesta, Elave estaría a salvo y podría aprovechar el tiempo para sanar de los malos tratos sufridos. En cambio, Alduino estaba muerto, necesitaba una sepultura y no podía esperar.
Cadfael no pudo por menos que preguntarse qué tal andarían las investigaciones de Hugo en la ciudad.
No le había vuelto a ver desde la mañana del día anterior, y la revelación del asesinato había desplazado el núcleo de la acción desde la abadía al ancho y bullicioso campo del mundo secular. Aunque la raíz inicial del caso se centrara en la nebulosa cuestión de la herejía y el sospechoso se encontrara a buen recaudo en la abadía, fuera de aquel recinto aún no se habían podido reconstruir las últimas horas de vida de Alduino y tanto en la ciudad como en la barbacana había cientos de hombres que le conocían y que, a lo mejor, tenían viejos agravios o nuevas quejas contra él sin que ninguna de ellas tuviera nada que ver con las acusaciones que pesaban sobre Elave. En la acusación contra Elave, Hugo Berengario había visto algunos puntos débiles que no descartaría fácilmente en favor de una respuesta más fácil. No, Alduino era lo más urgente.
Después del almuerzo, en la media hora de descanso de que podían disfrutar los monjes, Cadfael entró en la iglesia y permaneció unos minutos en silencio ante el altar de santa Winifreda, rodeado por el grato frescor de la piedra. En los tiempos más recientes, siempre que necesitaba hablar con ella, utilizaba la lengua galesa aunque, por regla general, confiaba en que la santa conociera todas las inquietudes de su mente sin necesidad de que él las expresara con palabras. En cualquier caso, cabía dudar de que la joven y hermosa galesa hubiera conocido el inglés o el latín en su corta primera vida o de que supiera leer y escribir en su propia lengua, si bien la majestuosa priora de la segunda existencia que vivió tras su milagrosa resurrección, peregrina a Roma y cabeza de una comunidad de santas mujeres, debió de tener tiempo de aprender y estudiar cuanto quisiera. Sin embargo, Cadfael siempre se la imaginaba como una doncella cuya legendaria belleza la había hecho objeto de la codicia de los príncipes.
Antes de retirarse, a pesar de ser consciente de no haberle expresado a la santa ninguna necesidad o petición, Cadfael experimentó la paz y la serenidad que ella solía infundirle. Rodeó el altar parroquial para dirigirse a la nave central del templo y vio al padre Bonifacio reponiendo el aceite de la lamparilla del altar y enderezando los cirios en sus candeleros. Cadfael se detuvo para intercambiar unas palabras con él.
—Habréis recibido la visita del padre Elías de San Alcmundo esta mañana, ¿verdad? Se presentó en nuestro capítulo por este mismo motivo. Mal asunto este de la muerte de Alduino.
El padre Bonifacio asintió solemnemente con su morena cabeza y se limpió como un chiquillo los dedos untados de aceite en los faldones de la sotana. Era delgado, pero nervudo y casi tan taciturno como su sacristán, si bien su timidez estaba desapareciendo gradualmente a medida que se iba ganando la confianza de sus feligreses.
—Sí, vino a verme después de prima. Yo no conocí a este Alduino en vida. Ojalá hubiera podido ayudarle una vez muerto, pero, que yo sepa, nunca le había visto hasta el día en que se celebró el funeral del mercader de lanas, la víspera de la fiesta. Desde luego, jamás vino a confesarse conmigo.
—Ni con nadie de aquí dentro —dijo Cadfael—. Y tampoco de la ciudad, pues Elías preguntó primero allí. Y vuestra parroquia es muy extensa. El pobre padre Elías tendría que caminar mucho para encontrar al sacerdote de otra iglesia. Si Alduino nunca llamó a la puerta de ninguno de sus vecinos, dudo de que se desplazara muy lejos para buscar la penitencia en otro lugar.
—Cierto, yo mismo he tenido que recorrer largas distancias en el ejercicio de mis deberes pastorales —convino Bonifacio, enorgulleciéndose de la extensión de su parroquia—. ¡Y no es que lo lamente, bien lo sabe Dios! De noche y de día es para mí un motivo de gozo que puedan llamarme desde la más lejana aldea, sabiendo que yo iré. A veces me sorprende haber tenido esta suerte tan poco merecida. Hace apenas dos días me llamaron desde Betton y me perdí todos los festejos menos la misa de la mañana. Sentí que fuera precisamente aquel día, pero no había más remedio, un hombre se estaba muriendo o, por lo menos, eso creían él y sus parientes. El viaje mereció la pena, pues el hombre empezó a recuperarse y yo me quedé allí hasta que estuvimos seguros de que el peligro había pasado. Ya estaba oscureciendo cuando regresé… —De pronto, el párroco interrumpió sus palabras y se quedó boquiabierto de asombro—. ¡Es cierto! —exclamó muy despacio—. ¡No se me había ocurrido!
—¿De qué se trata? —preguntó Cadfael con curiosidad. Había sido una conversación muy larga y confidencial para ser un joven tan reservado y reticente, y aquella súbita interrupción resultaba un tanto extraña—. ¿Qué acabáis de recordar?
—Pues que había aquí otro sacerdote que ahora no está. El padre Elías no podía saberlo. Recibí la visita de alguien que había venido para asistir a los festejos de la traslación de santa Winifreda, un compañero mío de estudios ordenado hace apenas un mes. Vino la víspera de la fiesta a primera hora de la tarde y se quedó aquí hasta el día siguiente y, cuando me llamaron aquella mañana después de misa, le dejé aquí para participar en todas las ceremonias en mi lugar. Comprendí que eso le gustaría mucho. Se quedó hasta que yo regresé, pero ya estaba oscureciendo y él tenía prisa por volver a casa. Era un período muy breve de tiempo, desde pasado el mediodía de una jornada al anochecer de la siguiente, pero ¿y si acudió algún penitente en demanda de sus servicios?
—¿No comentó si había venido alguien antes de irse? —preguntó Cadfael.
—Tenía mucha prisa por marcharse, pues su casa está a más de una legua. No se lo pregunté. Se enorgulleció mucho de haber podido ocupar mi lugar y rezó el oficio de completas en mi nombre. ¡Podría ser! —dijo Bonifacio—. Aunque la posibilidad sea muy remota, ¿no os parece que podríamos comprobarlo?
—Por supuesto —dijo Cadfael—, si es que se le puede localizar. Pero ¿dónde podríamos buscarle ahora? ¿Más de una legua habéis dicho? No está muy lejos.
—Es sobrino del padre Eadmer de Attingham y se llama igual que su tío. Lo que no sé es si está todavía allí, pero aún no le han encomendado ninguna misión. Yo iría —dijo Bonifacio en tono dubitativo—, pero no creo que pudiera regresar a tiempo para el rezo de vísperas. Si se me hubiera ocurrido antes…
—No os preocupéis —dijo Cadfael—. Pediré permiso al padre abad e iré yo mismo. Para semejante causa me concederá su autorización. Está en juego la salvación de un alma. Y, con el calor que hace —añadió, haciendo gala de su habitual sentido práctico—, conviene que nos demos prisa.
Por casualidad, era el primer día que había amanecido nublado en más de una semana, si bien antes de que anocheciera las nubes volverían a disiparse. Recorrer el camino de la barbacana con la bendición del abad y un paseo de más de una legua por delante era un delicioso placer. El vagus residual que aún quedaba en Cadfael respiró un poco más hondo al llegar a la bifurcación del camino en San Gil y tomar el ramal de la izquierda hacia Attingham. Algunas veces, su deseo de viajar se intensificaba, y el hecho de que hubiera sido enviado en una misión más allá de los límites del condado en marzo, hacía apenas tres meses, en lugar de apagarle el apetito, se lo había despertado. El voto de la estabilidad, a pesar de la seriedad con que lo había hecho, le resultaba a veces tan difícil de cumplir como el voto de la obediencia, que para él siempre había sido el principal obstáculo. Cadfael acogió la libertad de aquella tarde (una libertad justificada, puesto que contaba con una sanción y un propósito) como un alivio y una fiesta.
El camino tenía a ambos lados un ancho margen de césped por el que resultaba muy agradable caminar, el velo de las nubes atemperaba el calor del sol, los prados estaban esplendorosamente verdes, rebosaban de flores y vibraban de insectos en los arbustos y los bordes no arados de los campos, los pájaros trinaban alegremente, tratando de acallar a sus rivales mientras que los polluelos de sus primeras nidadas, ya plumados, intentaban probar las alas. Cadfael avanzó muy satisfecho por la verde alfombra y percibió el sedoso contacto de la hierba alrededor de sus tobillos. Si el final de la misión estuviera a la altura del viaje, cada paso que diera constituiría un doble placer.
Delante de él, más allá del nivel de los campos, se elevaba el boscoso y escarpado cerro del Wrekin. El río apareció a su izquierda a cierta distancia y se fue acercando a medida que él avanzaba hasta que se aproximó al camino con su aire de deliciosa e inofensiva corriente entre altas y verdes riberas, aparentemente incapaz de causar el menor daño por más que las gentes de los alrededores no se fiaran de él. Se veía ganado pastando y aves acuáticas entre los carrizos. Pronto surgieron ante los ojos de Cadfael la cuadrada y achaparrada torre de la iglesia parroquial de Santa Eata más allá del meandro del Severn y bajos tejados de la aldea arracimados a su alrededor. Había un puente de madera a la izquierda, pero Cadfael se encaminó directamente hacia la iglesia y la casa parroquial. Allí el río se abría en toda una serie de verdes y dorados bajíos y se podía vadear fácilmente en aquella época del año. Cadfael se remangó los faldones del hábito y se adentró en el agua entre las pequeñas balsas de ranúnculos acuáticos hasta que toda la lánguida superficie se estremeció.
A lo largo de los años, verano tras verano, tanta gente había vadeado el río por aquel punto en lugar de desviarse hacia el puente, que se había abierto un angosto y arenoso sendero hacia la otra orilla y a través del césped del otro lado, entre el río y la iglesia directamente hasta la casa del cura. Detrás de la iglesia de roja piedra y de la modesta vivienda de madera que se levantaba a su lado, un círculo de añosos árboles ofrecía protección contra el viento y daba sombra a la mitad del pequeño huerto. El padre Eadmer llevaba muchos años como párroco de aquella iglesia y cuidaba amorosamente su huerto. La mitad del huerto producía verduras para su mesa y, a juzgar por su aspecto, los excedentes se debían de destinar a complementar la dieta de los vecinos más pobres. La otra mitad era un pequeño huerto de hierbas medicinales cuajado de flores en el cual la ondulación del terreno había permitido configurar un pequeño banco de tierra cubierto de tomillo silvestre para sentarse. Y allí estaba sentado el padre Eadmer en medio de aquella gloria canicular con su sólida gordura, el breviario cerrado sobre las rodillas y su considerable peso destilando en cada momento a su alrededor una inmensa aureola de fragancias. Delante de él, un hombre más joven con la cabeza descubierta bajo el sol estaba cavando con una azada entre las hileras de tiernos repollos. El sudoroso cráneo rapado en medio de un efervescente anillo de ensortijado cabello le hizo comprender a Cadfael que no había hecho el viaje en vano. Por lo menos, se podría preguntar algo aunque las respuestas fueran decepcionantes.
—¡Vaya, vaya! —dijo el anciano Eadmer, incorporándose en su asiento tan de repente que el breviario estuvo a punto de resbalar de sus rodillas al suelo—. ¿Otra vez andáis por ahí en uno de vuestros viajes?
—Esta vez no voy más allá —contestó Cadfael.
—¿Qué fue de aquel desventurado monje que os acompañaba en primavera? —Eadmer llamó al joven que estaba trabajando con la azada entre las hortalizas—. Deja eso ahora, Eddi, y ve por un pichel de cerveza para fray Cadfael. ¡Trae de paso la jarra!
El joven dejó alegremente la azada y se encaminó hacia la casa a grandes zancadas.
—Ha vuelto a sus plumas y sus pinceles y está haciendo un buen trabajo; el viaje no sólo no fue perjudicial, sino que fue muy beneficioso para su espíritu. Está mejorando mucho de las piernas, aunque muy despacio. Y vos, ¿cómo estáis? Tengo entendido que este joven es vuestro sobrino, recién ordenado sacerdote.
—Hace un mes. Está esperando a ver qué decide el obispo. El muchacho ha tenido la suerte de llamar su atención y puede que eso le vaya muy bien.
Cuando el joven Eadmer se acercó con una bandeja de madera, portando los picheles y la jarra, y les sirvió con amable disposición y gracia, Cadfael pensó que era natural que el joven sacerdote llamara la atención de cualquier ojo observador, pues era alto, bien plantado y apuesto sin que, por suerte, fuera consciente de sus cualidades. En cuanto les hubo servido, se sentó a sus pies sobre la hierba y dejó que su tío lo presentara al monje benedictino con gentil deferencia aunque sin dar muestras de la menor cohibición. Era uno de aquellos afortunados seres cuya confianza e intrepidez les permite superar todas las dificultades y allanar todos los caminos escarpados, convirtiéndolos en suaves pastizales. Cadfael se preguntó si su actuación podría obrar los mismos prodigios en favor de almas menos afortunadas.
—El tiempo que paso aquí sentado con vos bebiendo vuestra cerveza es un tiempo robado, me temo, aunque extremadamente placentero —reconoció Cadfael con cierto pesar—. Cumplo una misión que no admite demora y, en cuanto termine, me tendré que marchar. Tengo que hablar con vuestro sobrino.
—¿Conmigo? —preguntó el joven, mirándole con asombro.
—Vos fuisteis a visitar al padre Bonifacio para la fiesta de la traslación de santa Winifreda, ¿no es cierto? Y estuvisteis allí desde pasado el mediodía de la víspera hasta después de completas del día de la fiesta, ¿verdad?
—Sí. Fuimos diáconos juntos —contestó el joven Eadmer, extendiendo el brazo para volver a llenar los pichel es sin levantarse de su herboso asiento—. ¿Por qué? ¿Le coloqué alguna cosa en otro sitio cuando me quité las vestiduras? Iré a verle otra vez antes de irme de aquí.
—Y él os tuvo que dejar ocupando su puesto casi todo el día desde después de la misa de la mañana hasta después de completas. Durante aquel tiempo, ¿vino a vos algún hombre, pidiendo consejo o solicitando confesión?
Los sinceros ojos castaños miraron a Cadfael con aire muy serio y pensativo. Cadfael leyó en ellos la respuesta y se sorprendió antes incluso de que Eadmer contestara:
—Sí. Vino un hombre.
Era demasiado pronto para estar seguro del resultado. Cadfael preguntó cautelosamente:
—¿Qué clase de hombre? ¿De qué edad?
—De unos cincuenta años, calculo, tenía el cabello un poco ralo y entremezclado con algunas hebras de plata. Un poco encorvado y con la cara muy tensa, era evidente que estaba nervioso y preocupado cuando yo le vi. No era un artesano a juzgar por sus manos, tal vez un pequeño comerciante o un sirviente de alguna casa.
Cada vez más esperanzado, Cadfael siguió adelante:
—¿Le visteis con toda claridad?
—No fue en la iglesia. Entró en la pequeña estancia de encima del pórtico donde duerme Cynrico. Buscaba al padre Bonifacio, pero me encontró a mí en su lugar. O sea que nos vimos cara a cara.
—Pero vos no le conocíais, ¿verdad?
—No, apenas conozco a nadie en Shrewsbury. Jamás había estado allí anteriormente.
No era necesario preguntar si había estado en el capítulo o en la sesión subsiguiente y conocía a Alduino por haberle visto allí. Cadfael sabía que no. El joven tenía un sentido demasiado acusado de las limitaciones de sus incipientes derechos como para haberse atrevido a rebasarlas.
—¿Y vos confesasteis a aquel hombre? ¿Y le impartisteis la absolución y le impusisteis una penitencia?
—En efecto. Y le ayudé a cumplirla. Comprenderéis —dijo el joven Eadmer con firmeza— que no os puedo revelar nada sobre su confesión.
—Ni yo os lo preguntaría. Si ése es el hombre que yo creo que era, lo importante es que vos le absolvisteis y que su alma recuperó la paz. Porque, veréis —añadió Cadfael, tratando de igualar la severa seriedad del joven—, si no me equivoco, ahora este hombre ha muerto. Y, como el sacerdote de su parroquia tenía razones para dudar del estado de su oveja extraviada, quiere cerciorarse de cuál era su situación espiritual antes de proceder a su entierro según los ritos de la Iglesia. Por eso han sido interrogados todos los sacerdotes de la ciudad y por eso he acudido yo finalmente a vos.
—¿Muerto? —repitió Eadmer, consternado—. Parecía un hombre sano y en la flor de la edad. ¿Cómo es posible? Estaba muy tranquilo cuando se fue, no creo que… ¡No! ¿Cómo ha muerto tan pronto?
—¿No os enterasteis de que la mañana siguiente de la fiesta un hombre fue sacado del río? —preguntó Cadfael—. No ahogado, sino apuñalado. El gobernador está buscando al asesino.
—¿Y era él? —preguntó horrorizado el joven sacerdote.
—Ése es el hombre que tan urgentemente necesita un valedor. Aún no puedo estar seguro de que sea el hombre a quien vos confesasteis.
—No sé cómo se llamaba —dijo el muchacho en tono vacilante.
—Pero la cara sí se la viste —dijo su tío sin necesidad de hacer otros comentarios o de aguijonearle.
El joven Eadmer apoyó una mano en el suelo y se puso en pie de un salto, alisándose con rápidos gestos los faldones de la sotana.
—Regresaré con vos —dijo— y espero con todo mi corazón poder hablar en favor del asesinado.
Cuatro hombres rodeaban la mesa de caballete sobre la cual había sido decorosamente depositado el cuerpo de Alduino para su entierro: Gerardo, el padre Elías, Cadfael y el joven Eadmer. En el angosto cobertizo del patio, bien barrido y perfumado con el aroma de unas verdes ramas, no había espacio para más. Pero los testigos eran suficientes.
Durante el camino de regreso a Shrewsbury, Cadfael y su acompañante apenas hablaron. Eadmer, empeñado en preservar el sagrado carácter de lo ocurrido, se abstuvo incluso de mencionar el encuentro hasta que pudiera cerciorarse de que el difunto era su penitente. Probablemente su primer penitente y, como tal, atendido con sumo respeto, humildad y reverencia.
Primero fueron a ver al padre Elías para pedirle que les acompañara a la casa de Gerardo, pues, si aquella promesa diera fruto, su espíritu se tranquilizaría y se podrían acelerar las disposiciones para el entierro. El menudo sacerdote los acompañó con mucho gusto. Al llegar, se situó en la cabecera del catafalco, lugar que por derecho le correspondía, y sus viejas y frágiles manos, curvadas como las patitas de un pajarilla, temblaron un momento antes de apartar el lienzo que cubría el rostro del hombre. Elave se encontraba a los pies del catafalco, de cara al frágil pero resistente anciano, agotado por sus muchos años de éxitos y fracasos en sus esfuerzos por curar la condición humana.
Eadmer no se movió ni emitió el menor sonido cuando se apartó el lienzo, dejando al descubierto un rostro en cierto modo liberado, pensó Cadfael, de todas las cuitas y recelos que había experimentado en vida. Las mejillas y la mandíbula aparecían más relajadas y juveniles, confiriéndole una apariencia casi de serenidad. Eadmer lo contempló con asombro y compasión y se limitó a decir:
—Sí, es mi penitente.
—¿Estáis completamente seguro? —le preguntó Cadfael.
—Completamente.
—¿Y se confesó y recibió la absolución? ¡Loado sea Dios! —exclamó el padre Elías, cubriendo de nuevo el rostro con el lienzo—. Ya no tengo ninguna duda. El mismo día de su muerte había purificado su alma. ¿Cumplió la penitencia?
—Ambos rezamos juntos las oraciones pertinentes —contestó Eadmer—. Estaba muy afligido y yo quería que se fuera un poco más confortado. No vi razón para mostrarme muy duro con él. Me pareció que había hecho en cierto modo la suficiente penitencia a lo largo de su vida. Hay personas que siguen voluntariamente un camino pedregoso. No hay ningún mérito en ello, pero dudo de que puedan evitarlo y creo que eso les debería servir para expiar algunos pecados veniales.
Al oír estas últimas palabras, el padre Elías le dirigió una mirada de leve reproche, pero se abstuvo de censurar lo que un austero anciano pudiera considerar una presunción o incluso una ligereza propia de la juventud. Eadmer no había pretendido en modo alguno provocar tales recelos. Miró con sus grandes y sinceros ojos castaños al padre Elías y se limitó a decir:
—Me alegro sobremanera de que a fray Cadfael se le ocurriera ir en mi busca, padre. Y más todavía de haber estado allí cuando este hombre lo necesitaba. Bien sabe Dios que tengo faltas que confesar, pues me molesté un poco al principio, cuando subió a trompicones por la escalera. A punto estuve de decirle que se fuera y regresara en otro momento hasta que pude verle claramente la cara. Y todo porque me estaba haciendo llegar tarde para vísperas.
El joven sacerdote lo dijo con tanta sencillez y naturalidad que, durante un buen rato, a Cadfael le pasó inadvertido el detalle mientras se volvía hacia la puerta abierta donde Gerardo ya estaba saliendo a un anochecer de nacarada textura en el que las nubes ocultaban el sol poniente. Había oído las palabras sin interpretadas, pero el esclarecimiento fue tan deslumbrador, que le hizo tropezar de repente en el umbral, impulsándole a dar media vuelta para mirar al joven que lo seguía.
—¿Qué habéis dicho? ¿Para vísperas? ¿Que os estaba haciendo llegar tarde para vísperas?
—Pues sí —contestó Eadmer, sin comprender—. Estaba abriendo la puerta para bajar a la iglesia cuando él llegó. Ya se había rezado la mitad del oficio cuando le despedí, más consolado.
—¡Válgame Dios! —exclamó reverentemente Cadfael—. ¡Ni siquiera se me había ocurrido preguntar a qué hora fue! ¿Fue el día de la fiesta? ¿No durante las vísperas del día de vuestra llegada?
—Fue el día de la fiesta, cuando Bonifacio tuvo que irse. ¿Por qué? ¿Qué tiene eso de extraño? ¿Qué hay de malo en lo que he dicho?
—En cuanto os puse los ojos encima, muchacho —contestó gozosamente Cadfael—, comprendí que erais pájaro de buen agüero. Habéis salvado no a un hombre, sino a dos, Dios os bendiga por ello. Ahora venid, venid conmigo junto a la iglesia de Santa María y decidle al gobernador lo que acabáis de decirme.
Hugo había regresado a casa tras una larga y exasperante jornada de infructuosas pesquisas entre una población aparentemente distraída en cuyo transcurso había tratado de arrancarle la verdad a un sudoroso y asustado Conan, el cual confesó que se había pasado aproximadamente una hora tratando de convencer a Alduino de que dejara las cosas tales como estaban, cosa que ya sabía todo el mundo, pero insistió en que después ya no perdió más el tiempo, sino que regresó directamente a su trabajo en los pastizales del lado occidental de la ciudad. Lo cual podía ser cierto, aunque ningún conocido le hubiera visto y hubiera hablado con él por el camino. Sin embargo, cabía la posibilidad de que siguiera mintiendo y hubiera hecho un nuevo y desastroso intento de desviar una mente a la que por regla general era muy fácil disuadir de cualquier propósito.
Por un día, ya era más que suficiente. Hugo había regresado a casa junto a su esposa y su hijo y estaba sentado sobre la limpia alfombra de bejuco del suelo de la sala, en mangas de camisa y calzones, a la espera de que sirvieran la cena, ayudando al pequeño Gil, de tres años, a construir un castillo, cuando Cadfael llamó con los nudillos a la puerta abierta y se acercó a él, tirando de la manga de un desconocido y visiblemente desconcertado joven.
Hugo abandonó la inconclusa torre de bloques madera y se levantó de inmediato.
—Otra vez os habéis escapado, ¿verdad? Fui a buscaros al herbario hace una hora. ¿Dónde estabais? ¿Y a quién me traéis?
—He estado en Attingham, visitando al padre Eadmer —contestó Cadfael—. Y aquí os traigo a su sobrino, el también sacerdote Eadmer, ordenado el mes pasado. Este joven acudió a visitar a su amigo el padre Bonifacio de la Santa Cruz en ocasión de las fiestas de santa Winifreda. Y sabéis que el padre Elías estaba muy preocupado, pues no sabía si Alduino había muerto en estado de gracia y era digno de los ritos de la Iglesia, dado que raras veces asistía a misa en su parroquia. Elías había preguntado a todos los sacerdotes que conocía en la ciudad y fuera de ella para ver si encontraba a alguno que pudiera avalar al pobrecillo. Bonifado me dijo que otro sacerdote había estado aquí durante un día y medio, aunque no era muy probable que un hombre de la ciudad acudiera a él en tan breve tiempo. Sin embargo, aquí está y tiene algo que contaros.
El joven Eadmer lo contó con mucho gusto aunque sin comprender qué significado podía tener aparte el que él ya conocía.
—Entonces regresé aquí con fray Cadfael para examinar a este hombre y ver si era efectivamente el mismo que había acudido a mí. Y lo es —dijo—. Pero lo que ve en ello fray Cadfael, tan importante como para que se os tenga que comunicar de inmediato, eso, mi señor, os lo tendrá que decir él mismo, pues yo no acierto a comprender qué puede ser.
—No habéis mencionado a qué hora vino aquel hombre a pediros que le oyerais en confesión —dijo Cadfael.
—Fue justo cuando empezó a sonar la campana de vísperas —repitió obedientemente Eadmer, todavía perplejo—. Por culpa suya, llegué con mucho retraso al rezo del oficio.
—¿Vísperas? —Hugo contrajo todos los músculos del cuerpo y miró a sus visitantes con el rostro encendido por una súbita comprensión de la realidad—. ¿Estáis seguro? ¿Fue precisamente aquel día?
—¡Precisamente aquel día! —confirmó triunfalmente Cadfael—, y justo cuando empezaba a sonar la campana de vísperas, tal como yo tengo sobradas razones para saber, Elave entró en el gran patio y fue rodeado por los criados de Gerberto y apaleado en el suelo; desde entonces permanece prisionero en la abadía. Alduino estaba vivo y pidió la confesión en aquel preciso instante. ¡Quienquiera que le mató, no fue Elave!