uillermo Warden, el más antiguo y experto sargento de Hugo, entró buscando al gobernador justo en el momento en que Hugo y Cadfael se estaban dirigiendo hacia la garita de vigilancia. Era un alto y corpulento barbudo de mediana edad con el cabello entrecano y el rostro curtido por la intemperie y tan pagado de sí mismo que a veces tendía a menospreciar a los demás. Había subestimado a Hugo cuando vio que aquel joven accedía al cargo de gobernador, pero el tiempo había atemperado considerablemente su opinión y ahora reinaban entre ambos unas saludables relaciones de mutuo respeto. La barba del sargento estaba erizada de satisfacción. Por lo visto, había hecho algún progreso y se enorgullecía de ello.
—Mi señor, lo hemos encontrado… el lugar donde lo depositaron hasta que anocheciera. O, por lo menos, donde él u otra persona sangró lo bastante como para haber dejado unas visibles huellas. Mientras batíamos el terreno entre los arbustos, a Madog se le ocurrió mirar entre la hierba bajo el arco del puente. Algún pescador había acercado una ligera embarcación hasta allí y la había colocado boca abajo para calafatear el casco. Ayer, siendo un día de fiesta, no debió de trabajar. Cuando levantamos la barca, la hierba estaba aplanada debajo y se veía una pequeña mancha de sangre ennegrecida. Con el tiempo tan seco que hace, el terreno estaba tan pálido como la paja. La mancha es inconfundible, a pesar de su exiguo tamaño. Un muerto hubiera podido permanecer tendido debajo de la barca sin que se notara nada.
—¡Conque fue allí! —dijo Hugo, lanzando un prolongado suspiro—. No fue ningún riesgo empujar el cuerpo hacia el agua en la oscuridad desde debajo del arco. Ningún rumor, ningún chapoteo, nada. Con un remo o una pértiga se pudo empujar al muerto hacia la corriente.
—Entonces parece que estábamos en lo cierto —dijo Cadfael—. Sólo tenemos que concentramos en el tramo de río desde el puente hasta el lugar donde fue descubierto el cuerpo. ¿No habéis encontrado el cuchillo?
El sargento sacudió la cabeza.
—Si mató a este hombre bajo el arco del puente o entre los arbustos, debió de limpiar el cuchillo a la orilla del río y se lo debió de guardar. ¿Por qué desprenderse de un buen cuchillo? ¿O por qué dejado tirado por allí con riesgo de que lo encontrara algún vecino y dijera: Lo conozco, pertenece a fulanito o a quien sea?, pero ¿cómo es que está ensangrentado?
No, no encontraremos el cuchillo.
—Cierto —dijo Hugo—, muy asustado hubiera tenido que estar un hombre para arrojado, y yo creo que nuestro hombre dominaba muy bien la situación. No importa, lo habéis hecho muy bien, ahora ya sabemos dónde se cometió la fechoría, allí mismo o muy cerca de allí.
—Aún hay más, mi señor —dijo Guillermo muy satisfecho—, y una cosa muy curiosa, por cierto, si es que tenía tanta prisa como dicen cuando vino corriendo para retirar las acusaciones. Le preguntamos al portero de la entrada de la ciudad si le había visto salir y cruzar el puente y nos contestó que sí y que habló con él, pero apenas obtuvo respuesta. Sin embargo, no procedía directamente de la casa de Lythwood, pues eso ocurrió más de una hora después, puede que una hora y media.
—¿Está seguro? —preguntó Hugo—. Allí no se hacen controles estrictos cuando la situación es tranquila. Podría estar confundido a propósito de la hora.
—Está seguro. Los vio regresar a todos después del alboroto que hubo en el capítulo, primero Alduino y el pastor y después la chica, y le pareció que estaban muy alterados. Él no sabía nada de lo ocurrido, pero observó su agitación, y mucho antes de que Alduino volviera a cruzar la puerta de la ciudad, la historia ya corría de boca en boca. El portero se quedó muy intrigado cuando vio bajar al hombre por el Wyle y tenía intención de pararle para chismorrear un poco con él, pero Alduino pasó por su lado sin una palabra. ¡Está completamente seguro! Sabe cuánto tiempo había transcurrido.
—O sea que estuvo todo el rato en la ciudad —dedujo Hugo, mordiéndose el labio con expresión pensativa—. Y, sin embargo, al final, cruzó el puente para ir adonde dijo que iba. Pero ¿por qué la demora? ¿Qué lo pudo retener?
—¿O quién? —sugirió Cadfael.
—¡O quién! ¿Creéis que alguien corrió tras él para disuadirle? Nadie de la casa; de lo contrario, nos lo hubieran dicho. ¿Qué otra persona pudo intentar disuadirle? Nadie más sabía lo que se proponía. Bueno —añadió Hugo—, no quedará más remedio que recorrer todo el camino desde la casa de Lythwood hasta el puente y llamar a todas las puertas hasta que averigüemos dónde llegó antes de desviarse. Alguien le debió ver por el camino.
—Me parece —dijo Cadfael, pensando en todo lo que había visto y sabía de Alduino— que no era hombre de muchos amigos y que no tenía demasiada determinación. Ya debió de hacer acopio de todo su valor para acusar a Elave. El hecho de retirar la acusación le hubiera costado mucho más y le hubiera colocado en la situación de ser declarado sospechoso de perjurio o maldad o de ambas cosas a la vez. A lo mejor, se asustó por el camino, volvió a cambiar de idea y decidió dejarlo pasar. ¿Adónde pudo ir un alma solitaria como la suya para reflexionar sobre tales cosas? ¿Y para recuperar el valor? En las tabernas se vende cierta clase de valor. Otra clase, aunque ésa no está a la venta, la puede encontrar un hombre en el confesionario. Probad en las cervecerías y las iglesias, Hugo. En ambas un hombre puede meditar tranquilamente.
Uno de los soldados de la guarnición del castillo, muy orgulloso de que le hubieran encomendado la tarea de hacer averiguaciones en todas las cervecerías, consiguió encontrar un nuevo eslabón del incierto recorrido de Alduino por la ciudad de Shrewsbury. En un recoleto rincón de la parte superior del empinado Wyle había una pequeña taberna, a medio camino entre la casa, cerca de la iglesia de san Alcmundo y la puerta de la ciudad. Las callejas que conducían a ella estaban flanqueadas por altos muros y, siendo un día de fiesta, debían de estar prácticamente desiertas. Un hombre alcanzado por otro que pretendiera hacerle cambiar de idea o súbitamente dominado por los recelos sin necesidad de que nadie le dijera nada, hubiera podido desviarse del camino directo para reflexionar sobre la cuestión, tomando una jarra de cerveza en aquel solitario y discreto lugar. En cualquier caso, el joven soldado encargado de la misión no pensaba pasar por alto ninguno de los locales que le habían mandado visitar.
—¿Alduino? —dijo el mozo de la taberna, muy dispuesto a comentar aquella sonada tragedia—. Me acabo de enterar hace apenas una hora. Por supuesto que le conocía. Un tipo normalmente taciturno. Cuando venía por aquí, se sentaba en aquel rincón y apenas abría la boca. Podría decirse que siempre esperaba lo peor, pero ¿quién hubiera imaginado que alguien quisiera causarle algún daño? Él nunca le hizo mal a nadie, que yo sepa, hasta que ocurrió este alboroto de ayer. Dicen que el acusado se quiso vengar. En buen lío se ha metido —añadió el mozo, bajando la voz en tono confidencial—, si la Iglesia ya le ha echado el guante, más le valía no buscarse cosas peores.
—¿Viste ayer a este hombre? —preguntó el soldado.
—¿A Alduino? Sí, estuvo aquí un rato en aquel banco del rincón, tan callado como siempre. Yo entonces no sabía nada de aquel asunto de la abadía; de lo contrario, le hubiera prestado más atención. Quién podía saber que el pobrecillo ya estaría muerto esta saber que el pobrecillo ya estaría muerto esta mañana. Esas cosas le ocurren a uno sin darle tiempo a poner sus asuntos en orden.
—¿Estuvo aquí? —repitió el soldado con interés—. ¿A qué hora?
—Bien pasado el mediodía. Supongo que debían de ser cerca de las tres cuando entraron.
—¿Que entraron? ¿Acaso no vino solo?
—No, le acompañaba un sujeto que le rodeaba los hombros con su brazo y le hablaba al oído. Debieron de quedarse aquí como una media hora. Después, el otro se fue y Alduino se quedó una media hora más, meditando en silencio. Pero Alduino nunca fue un bebedor. Estaba totalmente sereno cuando se levantó y salió por esta puerta sin decir ni una sola palabra. Ahora ya es demasiado tarde para las palabras, pobrecillo.
—¿Quién estaba con él? —preguntó ansiosamente el soldado—. ¿Cómo se llama?
—Me parece que jamás he oído su nombre, pero sé quién es. Trabaja para el mismo amo… este pastor que guarda los rebaños que tienen en la parte galesa de la ciudad.
—¿Conan? —repitió Jevan como un eco, apartándose de los estantes de su taller con un marfileño pergamino en la mano—. Está con los rebaños y puede que se quede a dormir allí; en las noches de verano lo hace a menudo. ¿Por qué, hay alguna novedad? Os dijo esta mañana lo que sabía, lo que todos sabíamos. ¿Por qué hubiera tenido que quedarse aquí? No sabía que pudierais necesitarle de nuevo.
—Yo tampoco lo sabía entonces —dijo Hugo con la cara muy seria—. Al parecer, Conan no nos contó más que la mitad de la historia, la mitad que vos y todos los moradores de esta casa podían confirmar. No dijo que corrió tras Alduino, le llevó a la taberna de los Tres Árboles y le tuvo allí más de media hora.
Las rectas cejas oscuras de Jevan se arquearon hasta la raíz de su cabello, y su mandíbula se aflojó por un instante.
—¿De veras hizo eso? Dijo que regresaría junto a los rebaños y reanudaría su trabajo. Pensé que eso era lo que había hecho.
Jevan se acercó lentamente a la sólida mesa donde doblaba los pergaminos, extendió sobre la misma el que llevaba en la mano y lo alisó distraídamente con sus largos dedos. Era un hombre extremadamente meticuloso. Todo en su taller estaba en perfecto orden, los pellejos sin cortar colgados en unos soportes, las hojas de pergamino ya terminadas cuidadosamente colocadas en los estantes según el tamaño y los cuchillos que utilizaba para recortarlas pulcramente alineados en una bandeja al alcance de su mano. El taller era pequeño y estaba abierto a la calle cuando el tiempo era bueno; los postigos se cerrarían al anochecer.
—Entró en la cervecería con Alduino, según dice el mozo, a eso de las tres. Estuvieron allí una media hora y Conan se pasó el rato hablando confidencialmente al oído de Alduino. Después, Conan se fue y creo que regresó a su trabajo mientras que Alduino se quedó sentado allí otra media hora. Ésa es la historia que ha descubierto uno de mis hombres y la que quiero que Conan me cuente junto con cualquier otra cosa que haya que contar.
Jevan se rascó la bien rasurada mandíbula y reflexionó, contemplando el rostro de Hugo con expresión inquisitiva.
—Ahora que me lo decís, mi señor, confieso que veo en lo que ayer se dijo algo más de lo que vi de momento. Cuando Alduino dijo que iría en busca del chico al que tanto había tratado de perjudicar y que acudiría con él a los monjes y retiraría todo lo que había dicho contra él, Conan le aconsejó que no fuera necio porque se metería en dificultades y no conseguiría salvar al otro chico. Trató por todos los medios de disuadirle, pero yo pensé que no había en ello nada malo, que sólo pretendía apartar a Alduino del peligro. Cuando yo le dije «Déjale si se empeña», Conan se encogió de hombros y se fue a sus ocupaciones. Ahora tengo mis dudas. ¿No os parece que debió de pasarse media hora tratando de convencer al pobrecillo de que abandonara su penitente propósito? Decís que él fue quien habló y que Alduino escuchaba. Y transcurrió otra media hora antes de que Alduino decidiera hacer una cosa o la otra.
—Eso parece, en efecto —convino Hugo—. Además, si Conan se fue satisfecho y le dejó solo, eso quiere decir que creía haberle convencido. Si tanto significaba eso para él, no se hubiera marchado hasta estar seguro de haber conseguido su objetivo. Pero lo que yo no entiendo es por qué tenía eso que preocuparle tanto. ¿Es Conan un hombre capaz de molestarse tanto por un amigo o de preocuparse por los apuros que pueda pasar otro hombre?
—Confieso que nunca lo creí así —contestó Jevan—. Cuida mucho sus propios intereses, aunque es un buen trabajador y se tiene bien ganado lo que le pagan.
—Pues entonces, ¿por qué? ¿Qué otro motivo pudo tener para tomarse tantas molestias en intentar convencer a un pobre desgraciado de que dejara las cosas tal como estaban? ¿Qué podía tener contra Elave para desear su muerte o su enterramiento de por vida en una cárcel de la Iglesia? El muchacho acababa de regresar. Apenas se debieron de intercambiar una docena de palabras. Si no le movía la preocupación por Alduino o el rencor contra Elave, ¿a qué pudo obedecer su conducta?
—Eso se lo tendríais que preguntar a él —dijo Jevan, sacudiendo lentamente la cabeza con expresión perpleja, pero con un matiz de duda en su voz que indujo a Hugo a levantar las orejas.
—Eso pienso hacer. Pero ahora os lo pregunto a vos.
—Bueno —contestó cautelosamente Jevan—, tened en cuenta que puedo equivocarme. Pero hay una cuestión en la que Conan podría estar resentido con Elave. Sin ninguna provocación, por supuesto, y Elave se sorprendería si lo supiera. ¿No os habéis fijado en nuestra Fortunata? Se ha convertido en una joven muy agraciada desde que Elave se fuera con mi tío a Jerusalén. Recordad que previamente ambos habían convivido en esta casa y se apreciaban mucho. Él la trataba como a una niña y ella apreciaba infantilmente a aquel joven tan simpático que, en realidad, no hacía otra cosa que seguirle la corriente. Al regresar, el muchacho vio que todo había cambiado. Y Conan…
—… que también la conoce desde entonces y la ha visto crecer —dijo Hugo en tono escéptico—, hubiera podido solicitar su mano hace tiempo sin que Elave se interpusiera en su camino. ¿Lo hizo?
—No —reconoció Jevan, esbozando una triste sonrisa—. Pero los tiempos han cambiado. A pesar del nombre que mi tío le dio, Fortunata no tenía hasta ahora nada que pudiera permitirle hacer un buen casamiento. El joven Elave trajo de Oriente no sólo su propia persona, sino el legado que mi tío Guillermo, que en gloria esté, quiso enviarle a su hija adoptiva cuando comprendió que tal vez no volvería a verla. No, Conan todavía no sabe lo que contiene el cofre que trajo Elave para ella. No se abrirá hasta que mi hermano regrese de la compra del esquileo. Pero Conan sabe que existe, que está ahí y que procede de un hombre generoso, el cual se encontraba prácticamente en su lecho de muerte. Por su forma de mirar a Fortunata estos últimos días, me he dado cuenta de que piensa que la muchacha le está destinada junto con la dote y que Elave es una amenaza que hay que eliminar.
—¿Por medio de la muerte, si fuera necesario? —preguntó Hugo con aire dubitativo. Parecía un proyecto demasiado atrevido por parte de un hombre tan simple—. No fue él quien formuló la acusación.
—Me he estado preguntando si este huevo podrido no lo empollaron entre los dos. A los dos les convenía librarse del muchacho, pues resulta que Alduino temía que le quitara el puesto. Era muy propio de él pensar lo peor de mi hermano, de mí o de cualquier otra persona. Dudo de que se propusieran algo tan definitivo como una sentencia de muerte. Les hubiera bastando que encerraran al chico en una cárcel del obispo o que le acosaran y maltrataran tanto que tuviera que irse a algún otro lugar más tranquilo cuando le soltaran. Conan no entendía a las mujeres —añadió el cínico que jamás se había casado— y pensó que la sola amenaza contra Elave bastaría para apartar a la muchacha de él. Hubiera tenido que comprender que no sería así, sino todo lo contrario. Ahora ella está dispuesta a luchar con uñas y dientes por él. Los curas aún no saben de lo que es capaz nuestra Fortunata.
—O sea que así están las cosas —dijo Hugo, soltando un suave silbido—. Vuestras explicaciones son más valiosas de lo que imagináis. Si eso es lo que pensaba, se comprende que se alarmara cuando Alduino cambió de idea y decidió sacar al chico del lodazal al que lo había arrojado. Se comprende que siguiera a Alduino y le hablara al oído e hiciera todo lo posible por convencerle. ¿Creéis que pudo llegar más lejos?
Jevan miró a Hugo con expresión inquisitiva y soltó muy despacio y casi con aire ausente el borde del pergamino que había tomado para doblarlo sobre el otro extremo.
—¿Más lejos? ¿Cómo de lejos? ¿Qué estáis pensando? Parece que ya había conseguido su propósito y que se fue satisfecho. Ya no necesitaba nada más.
—Pero supongamos que no quedó totalmente satisfecho. Supongamos que no se fio. Sabiendo que Alduino era un hombre de carácter indeciso y tan cambiante como una veleta movida por el viento y sabiendo que le remordía la conciencia por lo que había hecho, supongamos, repito, que Conan, perdido ya el miedo Y dominado por el rencor, permaneciera al acecho en algún lugar para ver lo que hacía. Y le viera levantarse Y salir de la taberna sin una palabra, bajando por el Wyle hacia la puerta de la ciudad y el puente. Sus palabras no habían servido de nada y necesitaba urgentemente algo más que palabras para evitar el daño. Alduino no temería nada malo al ver que le perseguía por segunda vez un hombre al que conocía desde tanto tiempo. Es posible incluso que se apartara con él para discutir de nuevo el asunto en algún lugar resguardado. Y Alduino —dijo Hugo— murió en las inmediaciones del puente y su cuerpo fue ocultado bajo el casco de una barca hasta que oscureció y entonces fue empujado hacia el agua bajo el arco del puente.
Jevan reflexionó en silencio unos minutos. Después, sacudió enérgicamente la cabeza aunque sin demasiada convicción.
—Creo que eso no entraba en sus intenciones. Pero reconozco ciertamente que explicaría por qué ocultó la mitad de la historia y simuló haber visto a Alduino por última vez en el patio como al resto de nosotros. Pero, no, los hombres de corto alcance no matan por pequeños agravios. A no ser —concluyó Jevan— que lo hiciera en un arrebato de furia y casi por un accidente inmediatamente lamentado. ¡En tal caso, puede que lo hiciera!
—Mandadle llamar —dijo Hugo—. No le digáis nada. Si le mandáis llamar vos, no sospechará nada. Y, si sabe lo que le conviene, dirá la verdad.
Gerardo de Lythwood regresó a casa en pleno anochecer dos días más tarde de lo previsto, pero altamente satisfecho del trabajo de aquella semana, pues la demora le había servido para obtener dos nuevos clientes con buenas trasquilas para vender y encantados de poder establecer contacto con un honrado intermediario tras los desafortunados negocios de años anteriores. Toda la lana que había pesado y comprado la guardó en el almacén que tenía junto a la barbacana del castillo antes de regresar a casa. Las dos acémilas contratadas, que sólo necesitaba una vez al año después de la trasquila, ya estaban en las cuadras y los mozos contratados junto con ellas ya habían recibido su paga y se habían ido a sus casas. Gerardo era un hombre práctico que hacía todas las cosas a su debido tiempo. Pagaba las facturas puntualmente y esperaba que los demás le pagaran las deudas con la misma prontitud. A finales de junio o principios de julio el lanero que comerciaba con los mercaderes flamencos acudiría para recoger la producción estival.
Gerardo conocía sus limitaciones. Le bastaba con extender su red sobre una cuarta parte del condado y sus vecinos galeses, dejando el comercio al por mayor para hombres más ambiciosos.
Gerardo era media cabeza más bajo que su hermano menor, pero mucho más ancho de espaldas y de complexión mucho más gruesa. Era un hombre sano y corpulento, de cara redonda y espíritu alegre, con una tupida mata de cabello pelirrojo y una recortada barbita. Ni siquiera los acontecimientos inesperados eran capaces de arrebatarle el buen humor, pero hasta él se quedó anonadado al llegar a casa tras una semana de ausencia y descubrir que su peregrino tío Guillermo estaba muerto y enterrado, que el joven compañero de Guillermo, sano y salvo en casa después de los peligros del viaje, se había metido de cabeza en un mortal embrollo, que su escribano había muerto y yacía en una de las dependencias de su patio mientras el cura de la parroquia de san Alcmundo indagaba sobre la salud espiritual de aquel hombre antes de proceder a su entierro. Y que su pastor, sudoroso y atónito, se encontraba en el taller de Jevan, vigilado por uno de los hombres del gobernador. El hecho de que tres personas intentaran explicarle simultáneamente los caóticos acontecimientos ocurridos en su ausencia no contribuyó demasiado a aclararle las ideas.
Pero Gerardo era un hombre de reflejos muy rápidos. Si tío Guillermo estaba muerto y había sido dignamente enterrado, nada se podía hacer al respecto y ni siquiera había prisa para asimilar la realidad de aquel hecho. Si Alduino, la más improbable de las criaturas, había hallado una muerte violenta, no entraba en sus atribuciones enderezar aquel entuerto, por más que fuera menester una justa resolución del caso. Las dudas del padre Elías acerca de la salud espiritual del pobrecillo ya eran otra cuestión y habría que tenerlas en cuenta. Si Elave se encontraba encerrado en una celda de la abadía, por lo menos nada peor podía ocurrirle en aquel momento. En cuanto a Conan, era un mozo muy fuerte y no le haría daño sudar un poco. Ya habría tiempo de echarle una mano en caso necesario.
Entre tanto, el caballo de Gerardo había recorrido una larga distancia aquel día y necesitaba que lo llevaran a la cuadra y él, por su parte, se moría de hambre.
—Vamos adentro, muchacha —dijo, rodeando el talle de su mujer y acompañándola a la sala—, y tú, Jevan, hazme el favor de atender a mi caballo, a ver si entre tanto yo me aclaro. Ya es demasiado tarde para las lamentaciones y demasiado pronto para el miedo. Ya habrá tiempo para enderezar lo que está torcido. ¡Cuanto más corres, más te entretienes! Fortunata, hija mía, sírveme una cerveza, que estoy muerto de sed. Y trae la cena, pues, si queréis que os sirva de algo, necesito comer.
Todos hicieron lo que pedía. El reconfortable y jovial señor de la casa ya estaba de vuelta. Jevan, que había dejado buena parte de las exclamaciones para las mujeres, contemplaba la posición preeminente de su hermano en la casa desde una relajada y serena distancia debido a que él ya tenía su reino entre las delicadas hojas de pergamino. Condujo al establo, atendió y dio de comer tranquilamente al agotado caballo antes de regresar a la casa para reunirse con los demás en torno a la mesa. Para entonces, Conan ya había sido llevado al castillo para responder ante Hugo Berengario. Jevan esbozó una sonrisa burlona mientras cerraba los postigos y entraba en la sala.
—Bueno, es curioso que un hombre salga una semana al año a hacer sus negocios y que todo tenga que ocurrir precisamente en esta semana —dijo Gerardo, reclinándose en su asiento con aire satisfecho—. Me alegro de que Conan no me diera alcance, pues hubiera regresado con él inmediatamente y hubiera perdido dos nuevos clientes. He conseguido la lana de cuatrocientas ovejas en aquellas dos aldeas, algunas de ellas de raza escocesa. Pero lamento, amor mío, que hayas tenido que preocuparte por todas estas cosas y yo no estuviera aquí para ayudarte. Ahora ya veremos lo que hay que hacer. Lo primero es lo de Alduino. Cualquier cosa que haya dicho o hecho contra otro hombre… nadie como Alduino para temer lo peor y no atreverse a preguntarlo por miedo a que fuera verdad. En fin, a pesar de lo que hizo, era uno de los hombres de nuestra casa y nos encargaremos de que sea debidamente enterrado. Pero parece que el padre Elías está preocupado por el funeral.
El padre Elías, párroco de la iglesia de san Alcmundo estaba sentado con ellos a la mesa, sacado por el hospitalario brazo de Gerardo de sus angustiadas meditaciones sobre el difunto. Menudo, anciano, canoso y extremadamente severo en materia de fe, el padre Elías comía como un pajarillo, eso cuando se acordaba de comer, y andaba constantemente ocupado entre su rebaño cual una gallina aturdida, tratando de acoger bajo sus alas incluso a los polluelos ajenos. Las almas solían escapársele y cada una de ellas le parecía en cada momento la más importante, por lo que se pasaba el rato de rodillas, pidiéndole perdón a Dios por el alma que se le había escapado entre los dedos. Pero jamás hubiera recomendado indebidamente a un alma fugitiva.
—Este hombre era uno de mis feligreses —dijo el menudo sacerdote con un hilillo de voz en el cual se advertía, sin embargo, una irascible determinación—, lamento su muerte y rezaré por él. Pero murió violentamente tras haber formulado con toda malicia unas graves acusaciones contra otro. ¿Cuál puede ser el estado de salud de su alma? Estas últimas semanas no había asistido a misa en mi iglesia ni se había confesado. Nunca fue demasiado cumplidor de sus deberes religiosos, aunque yo no le condenaría por sus negligencias. Pero ¿cuándo se confesó por última vez y recibió la absolución? ¿Cómo puedo aceptarlo a menos que sepa que murió tras haber hecho penitencia?
—¿Bastaría un pequeño acto de contrición? —preguntó Gerardo—. Pudo acudir a otro sacerdote. ¿Quién sabe? Puede que la idea se le ocurriera en otro lugar y allí mismo llegara a la conclusión de que el asunto era muy grave.
—Sí, hay cuatro parroquias dentro de las murallas —dijo Elías con renuente tolerancia—. Lo preguntaré. Aunque alguien que deja de ir a misa con tanta frecuencia… En fin, preguntaré dentro de la ciudad y fuera de ella. Puede incluso que temiera acudir a mí. Los hombres son débiles y se toman muchas molestias para ocultar sus debilidades.
—¡Muy cierto, padre, muy cierto! A lo mejor, le dio vergüenza acudir a vos después de haberse pasado tanto tiempo sin asistir a misa. Y, a lo mejor, acudió a otro sacerdote que no le conocía tan bien, confiando en que fuera más benévolo con sus pecados. Si lo preguntáis, padre, ya veréis cómo os dicen algo. Pero después está la cuestión de Conan. Él también es uno de nuestros hombres, aparte lo que haya podido hacer. ¿Decís que aportó pruebas de que el chico de Guillermo dijo algunas necedades contra la Iglesia? Tú, ¿qué dices, Jevan?, ¿crees que esos dos se confabularon para causarle daño?
—Es bastante probable —contestó Jevan, encogiéndose de hombros—. Aunque no creo que supieran muy bien lo que hacían. Resulta que el pobre Alduino temía que le echáramos y pusiéramos a Elave en su lugar.
—¡Muy propio de él, por supuesto! —convino Gerardo, lanzando un suspiro—. Siempre veía el lado negativo de las cosas. Aunque hubiera tenido que ser más sensato después de los años que llevaba con nosotros. Creo que debió de pensar que el chico se largaría a buscar trabajo a otro sitio en cuanto se viera amenazado. Pero ¿por qué iba Conan a querer librarse de él?
Se produjo un breve silencio mientras algunos de los presentes sacudían la cabeza. Al final, Jevan dijo con una triste sonrisa:
—Creo que nuestro pastor también consideraba a Elave un peligroso rival, aunque no en su trabajo. Ha puesto los ojos en Fortunata…
—¿En mí? —la muchacha se incorporó en su asiento y miró boquiabierta a su tío desde el otro lado de la mesa—. ¡Nunca me di cuenta! Y estoy segura de que jamás le di motivo.
—… y sueña y teme que, si Elave se quedara, fuera un pretendiente más aceptable —añadió Jevan mientras su sonrisa se ensanchaba—. ¡Y mejor recibido, por supuesto! ¿Alguien podría decir que se equivoca? —preguntó clavando con burlón afecto sus negros ojos en la joven—. ¡En ambas apreciaciones!
—Conan nunca me prestó la menor atención —dijo Fortunata, tras superar el asombro inicial, tratando de examinar lo que pudiera haber de cierto en la afirmación aunque ella no se hubiera dado cuenta—. ¡Jamás! No puedo creer que haya pensado en mí.
—Nunca hubiera sido un pretendiente demasiado atractivo —dijo Jevan—, pero en estos últimos días se ha producido un cambio. Lo que ocurre es que tú estabas ocupado mirando hacia otro lado y no te has dado cuenta.
—¿Quieres decir que miraba con ojos tiernos a mi niña? —preguntó Gerardo, soltando una carcajada ante semejante idea.
—Más bien no. Con ojos calculadores, diría yo. ¿Note ha dicho Margarita que ahora Fortunata tiene una dote que le dejó Guillermo?
—Me han hablado de un cofre que aún no se ha abierto. Pero ¿es que alguien podría pensar que yo no sería capaz de ofrecerle a mi niña una dote cuando quisiera casarse? De todos modos, es bueno que el viejo se haya acordado de ella y le haya querido enviar su bendición. Si hubiera puesto los ojos en Conan, no me parece un mal chico, cosas peores podrían tocarle en suerte a una chica. Él hubiera tenido que comprender que yo no la dejaría irse con las manos vacías, quienquiera que ella eligiera —mirando con afecto a Fortunata, Gerardo añadió—: ¡Aunque creo que nuestra chica puede aspirar a cosas mucho mejores!
—Más vale pájaro en mano que cien volando —dijo Jevan con ironía.
—¡Estoy seguro de que eres injusto con este hombre! Es natural que se diera cuenta de que nuestra chiquilla se ha convertido en una belleza tan buena como agraciada. Y, aunque prestara testimonio contra Elave para quitarle de en medio e instara a Alduino a no retractarse por el mismo deshonroso motivo, muchos hombres han hecho cosas mil veces peores y no han tenido que pagar un precio demasiado alto por ello. Sin embargo, este asunto de Alduino es un asesinato. ¡Y ésa no entraba en los planes de Conan, estoy seguro! ¿No os parece, padre? —preguntó Gerardo, mirando al padre Elías, el cual le escuchaba atentamente sin quitarle de encima los perspicaces ojillos que brillaban bajo su canosa tonsura.
—He aprendido a no descartar la posibilidad de que un hombre cometa cualquier clase de maldad —contestó el menudo sacerdote—. O cualquier clase de buena acción. La vida es una cosa muy frágil que se crea en medio de grandes dolores y se apaga con un soplo… la cólera, una borrachera, una simple broma, basta un instante.
—Conan sólo tiene que responder de unas cuantas horas —señaló Jevan—. Sin duda debió de encontrarse con alguien que le conocía cuando salió hacia los rebaños; bastará con que diga quién es y que esta persona diga dónde y cuándo lo vio. Esta vez, si dice toda la verdad en lugar de la mitad, no podrá fallar.
En tal caso, quedaría sólo Elave. El más gravemente injuriado y ofendido, abordado súbitamente por su acusador entre los árboles y sin testigos, demasiado furioso como para esperar a escuchar lo que su enemigo quería decirle. Era lo que todo el mundo en Shrewsbury debía de comentar, dando el final por descontado. Una acusación de herejía y otra de asesinato. Toda aquella tarde hasta vísperas estuvo en libertad. ¿Quién había visto a Alduino con vida después de que el portero de la puerta de la ciudad le viera pasar? Dos horas y media entre aquel momento y la hora de vísperas cuando Elave fue apresado; dos horas y media en cuyo transcurso el joven pudo cometer el asesinato. Incluso el hecho de que Alduino hubiera sido apuñalado por la espalda tenía fácil explicación. Acudió corriendo para pedir perdón, pero Elave le miró con semblante tan enfurecido y amenazador, que él se asustó y dio media vuelta para huir, recibiendo la puñalada en la espalda. Sí, todo el mundo pensaría lo mismo. ¿Y el hecho de que Elave no llevara encima ningún cuchillo porque lo había dejado en el fardo donde guardaba sus pertenencias en la hospedería? Debía de tener otro cuchillo que en aquellos momentos estaría sin duda en el fondo del río. Había respuestas para todo.
—Padre —dijo Fortunata levantándose de repente—, ¿quieres abrir mi cofre? Veamos cuánto valgo. Y después tengo que hablar contigo ¡Sobre Elave!
Margarita sacó el cofre de la alacena del rincón y apartó los platos de un extremo de la mesa para hacerle sitio delante de su esposo. Gerardo arqueó las pobladas cejas al verlo y lo acarició con gesto de respetuosa admiración.
—Vaya, el cofre ya es de por sí una preciosidad.
Eso te podría reportar un buen dinerillo de más si alguna vez lo necesitaras.
Tomó la dorada llave y la introdujo en la cerradura. La llave giró silenciosamente y Gerardo levantó la tapa, dejando al descubierto una envoltura de suave fieltro doblada de tal modo que podía revelar lo que contenía el cofre sin necesidad de retirarla. En su interior había seis bolsitas del mismo fieltro. Eran todas del mismo tamaño y estaban pulcramente colocadas la una al lado de la otra, llenando todo el espacio.
—Bueno, son tuyas —dijo Gerardo, mirando con una sonrisa a Fortunata, la cual se había inclinado hacia delante para mirar con el rostro envuelto en sombras—. ¡Abre una!
La muchacha sacó una de las bolsas y se oyó bajo sus dedos el delicado tintineo de la plata. No había ningún cordoncito, pues la parte superior de la bolsa estaba simplemente doblada. Fortunata vació el contenido sobre la mesa y, aunque aparecieron más monedas de plata de las que ella jamás hubiera visto juntas, la joven sufrió una extraña decepción.
El cofre era una bellísima e insólita obra de arte, pero el contenido, a pesar de su valor, no era más que un conjunto de monedas de curso legal. De todos modos, éstas podrían ser urgentemente necesarias en caso de que ocurriera lo peor.
—¡Ahí tienes, muchacha! —dijo alegremente Gerardo—. Buenas monedas del reino, y todas tuyas. Calculo que aquí debe de haber cerca de cien peniques. Y hay otras cinco bolsas iguales. Tío Guillermo ha sido muy generoso contigo. ¿Quieres que las contemos?
—¡Sí! —contestó la joven tras dudar un instante.
Después, curvó una mano sobre el montón de moneditas de plata y las empezó a contar mientras las iba introduciendo de nuevo una a una en la bolsa.
Había noventa y tres. Para cuando hubo doblado la bolsita, colocándola de nuevo en su rincón del cofre, Gerardo ya había empezado a contar las monedas de la siguiente bolsa.
El padre Elías se había retirado un poco de la mesa apartando los ojos de aquella súbita y deslumbradora exhibición de relativa riqueza con una curiosa mezcla de deseo y aversión. Un pobre párroco raras veces veía diez peniques de plata juntos y no digamos ciento.
—Iré a informarme sobre Alduino en la iglesia de San Julián —dijo en voz baja, alejándose discretamente para abandonar la casa.
Sólo Margarita observó su partida y corrió tras él para acompañarle amablemente hasta la calle.
Había en total quinientos setenta peniques en seis bolsas. Fortunata volvió a guardar cuidadosamente las bolsas en el cofre y cerró la tapa.
—Ciérralo con la llave y guárdamelo —dijo—. Es mío, ¿no? ¿Puedo usarlo como quiera? —todos la miraron con el benévolo interés y el indulgente respeto que siempre le habían demostrado, ya desde su más tierna infancia.
—Quiero que lo sepáis. Desde que Elave regresó y más todavía desde que cayó esta sombra sobre él, me siento más cercana a su persona de lo que jamás me haya sentido. Creo que le amo. También le quería hace tiempo, pero el de ahora es un afecto distinto. Me ha traído este dinero para ayudarme a contraer un buen matrimonio, pero ahora sé que sólo quiero casarme con él y, aunque eso no sea posible, deseo emplear este regalo para ayudarlo a escapar de esta situación, aunque para ello tenga que huir de aquí y marcharse a un lugar donde no puedan volver a atraparle. Aunque jamás le vuelva a ver. El dinero puede comprar muchas cosas, incluso medios para salir de una cárcel y hombres que abran las puertas. Por lo menos, lo puedo intentar.
—Mi querida muchacha —dijo Gerardo con una dulzura no exenta de firmeza—, fuiste tú quien me dijo hace un rato que le instaste a huir mientras pudiera. Y él se negó. A un hombre que no quiere correr no se le puede obligar a correr. A mi modo de ver, hace bien. Y no sólo porque empeñó su palabra, sino también por la razón por la cual la empeñó. Dijo que no había cometido nada malo y no podía permitir que alguien pensara que había huido por temor a la justicia.
—Lo sé —dijo Fortunata—. Pero es que él tiene una fe ciega en la justicia de la Iglesia y el Estado. Y yo no estoy tan segura de tenerla. Preferiría comprar su vida en contra de su voluntad que verle desperdiciarla.
—No conseguirías que lo aceptara —le advirtió Jevan—. Ya se ha negado una vez.
—Eso fue antes de que mataran a Alduino —dijo Fortunata—. Entonces sólo le acusaban de herejía. Ahora, aunque todavía no le hayan acusado, se trata de un asesinato. Él no pudo hacerlo, me niego a creerlo, el asesinato no es propio de su naturaleza. Pero allí está, encerrado bajo llave y enteramente en sus manos. Ahora se trata de su vida.
—Aún conserva la vida —dijo serenamente Gerardo, rodeando a la muchacha con su brazo para atraerla hacia sí—. Hugo Berengario no suele aceptar una respuesta fácil sin examinarla detenidamente. Si el chico es inocente, estará a salvo y recuperará la libertad. ¡Espera! Espera un poco a ver qué puede descubrir la ley. Yo no quiero entrometerme en un caso de asesinato. ¿Acaso puedo saber con certeza que un hombre es inocente, tanto si es Elave como si es Conan? Pero, si se trata simplemente de una cuestión de herejía, entonces pondré toda la carne en el asador para sacarle sano y salvo. Tú lo conseguirás, él ocupará el lugar que el pobre Alduino temía perder por su culpa y yo avalaré su buena conducta. Pero, si se tratara de un asesinato… ¡no! ¿Soy acaso Dios para ver la culpa o la inocencia en el rostro de un hombre?