ray Cadfael se levantó mucho antes de prima, tomó su bolsa y salió a recoger ciertas plantas de ribera que en aquella época del estío estaban en plena floración. El cielo estaba cubierto por una ligera capa de nubes a través de la cual el sol brillaba con nacarados tintes rosa pálido y brumoso azul. Más tarde despejaría y volvería a hacer calor. Al salir por la garita de vigilancia, vio a un mozo acercándose desde el patio de los establos con la mula de Serlo. El diácono del obispo salió justo en aquel momento de la hospedería para iniciar su viaje y se detuvo en lo alto de los peldaños para respirar hondo como si aquel solitario desplazamiento a Coventry encerrara todas las delicias de una fiesta en comparación con sus viajes con el arrogante canónigo Gerberto. Su misión tal vez no fuera tan agradable. Un alma tan gentil como la suya no disfrutaría refiriéndole al obispo una acusación susceptible de amenazar la libertad y la vida de un joven, pero, por su propia naturaleza, intentaría probablemente justificar al acusado lo mejor que pudiera.
Rogelio De Clinton era un hombre de excelente reputación devoto, caritativo y austero, fundador de numerosos monasterios y protector de los clérigos pobres. Cabía la posibilidad de que Elave saliera bien librado siempre y cuando su recién descubierta predilección por las ideas heterodoxas no se le fuera de las manos.
«Tengo que hablar con Anselmo para que le busque algunos libros», se recordó a sí mismo Cadfael mientras abandonaba el polvoriento camino y empezaba a bajar por la verde senda hacia la orilla del río entre los exuberantes arbustos que en aquella época del año constituían un buen refugio para los fugitivos y para los animales del bosque. Los huertos del Gaye desplegaban todo su pulcro verdor a lo largo de la orilla, y la tupida hierba parecía una barrera esmeralda entre el agua y los cultivos. Más allá estaban los vergeles, dos campos de trigo y el molino viejo, y todavía más allá los árboles y arbustos que se inclinaban sobre la rápida y silenciosa corriente, en cuyas melladas orillas se abrían pequeñas ensenadas donde el agua mostraba una apariencia engañosamente inocente y tranquila lamiendo los arenosos bajíos. Cadfael necesitaba consuelda y malvavisco, tanto hojas como raíces, y sabía exactamente dónde crecían con más profusión. Raíces y hojas recién preparadas de consuelda para sanar las heridas de la cabeza de Elave y malvavisco para suavizar la irritación superficial serían mucho mejores que los ungüentos o los emplastos de materia seca que guardaba en su cabaña. La naturaleza era una generosa proveedora en verano. Las medicinas elaboradas eran para el invierno.
Ya había llenado la bolsa y estaba a punto de dar media vuelta sin demasiada prisa, pues tenía tiempo suficiente antes de prima, cuando sus ojos captaron la palidez de una extraña flor acuática flotando sobre la serena corriente bajo los arbustos que inclinaban sus ramas sobre el agua, y alejándose de nuevo con sus manchados pétalos blancos. El temblor del agua los cubrió con cambiantes puntos de luz mientras el sol mañanero atravesaba el velo de las nubes. Al cabo de un momento, los pétalos aparecieron de nuevo y esta vez Cadfael los vio unidos a un grueso y pálido tallo que terminaba bruscamente en algo de color oscuro.
Había algunos lugares en aquel tramo de la corriente donde a veces el Severn traía y abandonaba lo que había recogido aguas arriba. Con un caudal tan bajo como el que había en aquella época del año, los objetos que flotaban a la deriva más allá del puente solían quedar prendidos en aquel punto. Pasado el puente, los objetos podían quedar varados en cualquier lugar de aquel tramo. Sólo cuando las aguas bajaban muy crecidas durante las tormentas invernales o los deshielos de febrero el Severn los arrojaba más allá, llevándolos hasta Attingham o dejándolos atrapados entre los desechos de las tormentas donde nadie los recuperaba jamás. Cadfael conocía casi todas las corrientes y comprendió ahora de qué suerte de raíz procedía aquella pálida y lánguida flor. La claridad de la mañana, abriéndose como una rosa a medida que se iba disipando la fina gasa de las nubes, pareció oscurecer la venturosa promesa de aquel día.
Cadfael dejó la bolsa sobre la hierba, se remangó el hábito y bajó entre los arbustos hasta la orilla del agua. El río había empujado al ahogado en ángulo recto contra la orilla. El hombre flotaba boca abajo y sólo su brazo izquierdo estaba lo suficientemente sumergido en el agua como para que la corriente lo moviera y lo acunara. Era un hombre delgado y cargado de hombros, vestido con chaqueta y pantalón de color pardo; todo él era de color pardo, como si hubiera empezado a vivir con colores más vivos y las decepciones y desengaños del tiempo se los hubieran desteñido. Su desgreñado cabello entrecano, más bien tirando a castaño, le cubría un cráneo algo calvo. Pero el río no lo había devorado, alguien lo había arrojado a él deliberadamente. En la parte posterior de la chaqueta, allí donde los amplios pliegues rompían la superficie del agua, se observaba un largo corte desde cuyo extremo superior un hilillo de sangre había oscurecido la áspera y rústica prenda. En el punto donde su encorvada espalda sobresalía de la superficie, la mancha se estaba secando en una costra a lo largo de los pliegues del tejido.
Cadfael, con el agua hasta media pantorrilla, permaneció de pie entre el cuerpo y el río para evitar que la corriente se llevara al muerto cuando lo tocara, y giró el cadáver boca arriba, dejando al descubierto el alargado, melancólico y doliente rostro del escribano de Gerardo de Lythwood, Alduino.
No se podía hacer nada por él. Estaba empapado de agua y sin duda llevaba muerto muchas horas.
Tampoco se le podía dejar allí e ir en busca de ayuda para moverle, pues, en tal caso, el río se lo podría volver a llevar. Cadfael lo asió por los sobacos y lo arrastró por el bajío hasta un lugar en el que la orilla descendía suavemente, y allí lo dejó tendido sobre la hierba.
Después, regresó a toda prisa por el sendero del río hasta el puente. Por un momento, no supo qué hacer, si ir a la ciudad para comunicarle la noticia a Hugo Berengario o si regresar a la abadía a informar al abad y el prior, pero, al final, se dirigió a la ciudad.
El canónigo Gerberto podía esperar a recibir la noticia de que el acusador ya nunca más podría testificar contra Elave en materia de herejía o de cualquier otro delito. ¡Y no porque aquella muerte fuera el término del caso! Al contrario, Cadfael temió en lo más hondo de su ser que una sombra todavía más siniestra se cerniera sobre aquel joven encerrado en una celda de penitencia de la abadía. No tenía tiempo de pensar en las consecuencias en aquel momento, pero las tuvo muy presentes mientras cruzaba a toda prisa el puente y entraba por la puerta de la ciudad, llegando a la conclusión de que no le gustaban ni un pelo. Mejor, mucho mejor acudir primero a Hugo para que éste analizara el significado de aquella muerte antes de que unos seres menos razonables hincaran los dientes en aquel asunto.
—¿Cuánto tiempo lleva en el agua? —preguntó Hugo, contemplando al muerto con desolada atención.
Se lo preguntaba no a Cadfael, sino a Madog del Bote de los Muertos, mandado llamar a toda prisa desde su choza y sus barcas junto al puente occidental. Pocas cosas había del Severn que Madog no supiera. El río era su vida, de la misma manera que había sido la muerte de muchos hombres de su generación en las traicioneras estaciones de crecida. Bastaba con que le indicaran en qué probable lugar de la corriente un desdichado había caído al agua para que Madog supiera en qué lugar lo devolvería el río a la orilla. Por eso, todo el mundo recurría a él cuando sucedía algo.
Madog se rascó la poblada barba con aire pensativo y estudió lentamente el cadáver de la cabeza a los pies.
Ligeramente hinchado, con la piel un poco grisácea y chorreando agua y malas hierbas sobre la orilla, Alduino contemplaba el claro cielo con sus ojos imperfectamente cerrados.
—Toda la noche sin duda. Podrían ser diez horas, pero seguramente son menos. Aún debía de ser de día.
Supongo —dijo Madog— que lo escondieron ya muerto hasta que oscureció y entonces le arrojaron al río. Y no lejos de aquí. ¿Cómo, si no, se le podría ver todavía la sangre? Si no lo hubieran arrojado cerca de aquí, boca abajo tal como vos decís que estaba, el río lo hubiera limpiado.
—¿Entre aquí y el puente? —sugirió Hugo, mirando al bajito, moreno y velloso galés con respetuosa atención.
El gobernador y el barquero habían colaborado en numerosas ocasiones y se conocían muy bien el uno al otro.
—Con un caudal tan escaso, si lo hubieran arrojado más arriba del puente, dudo que lo hubiera pasado.
Hugo se volvió a mirar el verde, lujuriante y soleado llano del Gaye a través de la franja de arbustos y árboles.
—Entre aquí y el puente no pudo ocurrir nada de día. Éste es el primer refugio que hay junto al agua. Aunque este hombre no pese mucho, nadie lo hubiera arrastrado desde muy lejos hasta el río. Y, si lo hubieran arrojado aquí, el que quiso librarse de él hubiera procurado que la corriente se lo llevara aguas abajo. ¿Tú qué dices a eso, Madog?
Madog lo confirmó con un movimiento de su desgreñada cabeza.
—No hay lluvia ni rocío —terció Cadfael con aire pensativo—. La hierba y la tierra están secas. Si lo ocultaron hasta la caída de la noche, debieron de hacerla muy cerca del lugar donde lo mataron. Un hombre necesita intimidad y protección tanto para matar como para ocultar su acción. Tiene que haber restos de sangre sobre la hierba o dondequiera que el asesino lo ocultara.
—Podemos mirar —dijo Hugo sin confiar demasiado en encontrar algo—. En el viejo molino se podría cometer un asesinato sin testigos. Mandaré que lo examinen. También ordenaré recorrer este cinturón de árboles, aunque dudo mucho de que descubramos algo. Pero ¿qué podía hacer este hombre en el molino o aquí entre los árboles? Vos me habéis dicho cómo pasó la mañana. Lo que hizo después podemos averiguarlo en la casa de la ciudad. Aún no saben nada de eso. A lo mejor, a estas horas se estarán preguntando qué le ha ocurrido, si se han dado cuenta de que ha pasado fuera toda la noche. O, a lo mejor, lo hacía a menudo y a nadie le extrañaba. Sé muy poco de él, pero me consta que vivía con la familia de su amo. Aparte el molino, aguas arriba… no, todo el llano del Gaye está a la vista. Aquí nada puede ofrecer refugio para un asesinato. No hay nada hasta el puente. Si a este hombre lo hubieran matado de día y lo hubieran ocultado entre los arbustos aunque sólo fuera un par de horas antes de que se hiciera de noche, alguien lo hubiera podido encontrar antes de que lo arrojaran al río.
—¿Y eso qué importa? —dijo Cadfael—. Un poco más peligroso tal vez, pero nadie podría saber quién le había clavado la daga en la espalda. El hecho de haberle arrojado al río, confunde el lugar y la hora y puede que eso fuera muy importante para el que lo hizo.
—Bien. Subiré a comunicar personalmente la noticia a los mercaderes de lana y veré qué pueden decirme —Hugo se volvió a mirar al sargento y a los cuatro hombres de la guarnición del castillo, que permanecían un poco apartados, esperando sus órdenes en respetuoso silencio—. Will se encargará del traslado del cuerpo. Este hombre no tiene otro hogar que yo sepa, tendrán que encargarse del entierro. Venid conmigo, Cadfael, aprovecharemos por lo menos para echar un vistazo entre los árboles junto al puente y bajo el arco.
Echaron a andar el uno al lado del otro, alejándose de los árboles en dirección a los campos de trigo de la abadía y el molino abandonado. Al llegar al sendero de la orilla del agua que bordeaba los huertos de la cocina, Hugo preguntó, esbozando una breve y oblicua sonrisa:
—¿Cuánto tiempo decís que estuvo ayer en libertad este peregrino hereje que tenéis? ¿Mientras los mozos del canónigo Gerberto jadeaban y se afanaban buscándole inútilmente?
La pregunta se formuló con indiferencia, pero Cadfael comprendió su significado y la intención de Hugo.
—Desde aproximadamente una hora antes de nona hasta vísperas —contestó, advirtiendo con toda claridad la inequívoca cautela e inquietud de su propia voz.
—Y después regresó a la abadía con cara de inocente. ¿Y no explicó dónde había pasado esas horas?
—Nadie se lo ha preguntado todavía —se limitó a contestar Cadfael.
—¡Bien! Pues encargaos vos de hacerme este trabajo, si sois tan amable. No le comuniquéis todavía a nadie en la abadía esta muerte y no permitáis que nadie interrogue a Elave hasta que yo lo haga. Nos veremos antes de que finalice esta mañana. Entonces hablaremos en privado con el abad antes de que los demás se enteren de lo ocurrido. Quiero ver a este chico por mí mismo y oír lo que tenga que decir antes de que otros se entrometan. Porque vos ya sabéis lo que sus inquisidores van a decir, ¿no es cierto? —dijo Hugo con distante comprensión.
Cadfael los dejó buscando entre los árboles y los arbustos que cubrían la vereda hasta el río y regresó a la abadía, abandonando a regañadientes aquella búsqueda, aunque sólo fuera durante unas horas. Sabía muy bien cuáles serían las inmediatas consecuencias de la muerte de Alduino y temía no conocer lo bastante a Elave como para poder desecharlas. Un asesinato instintivo no basta para garantizar la integridad de un hombre y tanto menos su inocencia de dicho asesinato tratándose de alguien cruelmente agraviado a quien se le ofrece la ocasión de vengar la injuria. Un temperamento atolondrado como el que sin duda tenía el joven podía hacer el resto antes incluso de que pudiera pensarlo y decidiera no hacerlo.
Pero ¿por la espalda?
No, Cadfael no podía imaginarlo. De haberse producido el encuentro, hubiera sido cara a cara. ¿Y qué decir de la daga? ¿Poseía Elave semejante arma? Tal vez tuviera un cuchillo para usos diversos, pues ningún viajero sensato llegaría muy lejos sin él. Pero no lo hubiera llevado consigo en la abadía y ciertamente no había tenido tiempo de ir a recogerlo en la hospedería antes de cruzar corriendo la puerta en pos de Fortunata. El portero podría atestiguarlo. El mozo abandonó a toda prisa la sala capitular sin volverse a mirar tan siquiera. Si por un improbable azar lo hubiera llevado consigo durante el interrogatorio, ahora lo guardaría en su celda cerrada. O, si se había desprendido de él, los sargentos de Hugo se esforzarían al máximo en encontrarlo. De una cosa Cadfael estaba seguro. No quería que Elave fuera un asesino.
Justo en el momento en que se estaba acercando a la garita de vigilancia, alguien emergió de ella, encaminándose a la ciudad. Era un hombre alto, delgado y moreno que contemplaba con el ceño fruncido el polvo de la barbacana y sacudía la cabeza ante alguna cuestión desconcertante que le preocupaba, aunque tal vez no tuviera demasiada importancia. Salió momentáneamente de su ensimismamiento cuando Cadfael le dio los buenos días y le devolvió el saludo con una vaga mirada y ausente sonrisa antes de enfrascarse de nuevo en el tema que turbaba su espíritu.
El hecho de que Jevan de Lythwood se encontrara en la garita de vigilancia de la abadía a aquella temprana hora de la mañana después de que el escribano de su hermano no hubiera regresado a casa la víspera constituyó un recordatorio de lo más apropiado. Cadfael se volvió a mirarle. Aquel hombre tan alto caminaba a grandes zancadas y regresaba a casa con las manos entrelazadas en la espalda y el ceño fruncido, profundamente inmerso en sus cavilaciones. Cadfael esperaba que cruzara el puente sin detenerse a mirar desde el pretil hacia el soleado llano del Gaye donde en aquel momento los hombres de Will Warden tal vez estuvieran transportando el cuerpo de Alduino en unas parihuelas. Mejor que Hugo llegara a la casa primero para advertir de lo ocurrido y averiguara lo que pudiera a través de la actitud y las respuestas de sus moradores antes de que llegara la inevitable carga y se pusieran en movimiento los laboriosos ritos de la muerte.
—¿Qué quería Jevan de Lythwood? —le preguntó Cadfael al portero, el cual estaba sujetando una hermosa y joven yegua mientras su amo ajustaba la silla de montar al animal. Muchos huéspedes se irían aquel día tras haber rendido su anual tributo a santa Winifreda.
—Quería saber si su escribano había estado aquí —contestó el portero—. ¿Y por qué pensaba que su escribano podía estar aquí?
—Dice que ayer cambió de idea y quería retirar las acusaciones contra el mozo que tenemos encerrado bajo llave en cuanto supo que el chico no tenía la menor intención de arrebatarle el puesto. Dice que quería venir aquí en seguida para retractarse de lo que había dicho. ¡Como si eso fuera a servir de algo! De nada sirve correr tras la flecha una vez se ha disparado. Pero eso es lo que quería hacer según su amo.
—¿Y tú qué le has dicho? —preguntó Cadfael.
—¿Qué le iba a decir? Le dije que no le había visto el pelo a su escribano desde que salió por esta puerta ayer tarde a primera hora. Al parecer, no regresó a casa por la noche. Pero, dondequiera que haya estado, por aquí no ha pasado.
Cadfael reflexionó sobre el nuevo sesgo que habían adquirido los acontecimientos.
—¿Cuándo cambió de idea y vino hacia aquí? ¿A qué hora?
—Casi inmediatamente después de llegar a casa, dice Jevan. No más de una hora después de haber salido de aquí. Pero no vino —añadió plácidamente el portero—. Debió de cambiar nuevamente de idea mientras venía hacia acá y pensó que, a lo mejor, saldría perjudicado y no conseguiría salvar al otro.
Cadfael entró en el patio con aire meditabundo. Ya había llegado tarde para prima, pero tendría tiempo suficiente antes de misa. Se iría a la cabaña, vaciaría la bolsa e intentaría poner un poco de orden en todos aquellos confusos y desconcertantes acontecimientos.
Si Alduino había regresado corriendo con la idea de deshacer lo que había hecho, en caso de que se hubiera tropezado con el resentido y rencoroso Elave, hubieran bastado unas primeras palabras de arrepentimiento y reparación para aplacar al vengador. ¿Por qué matar a un hombre que está dispuesto al menos a enmendar su error? No obstante, podrían argüir algunos, a veces un hombre enfurecido no se atiende a razones, sino que ataca sin mediar palabra. ¿Por la espalda? No, no era posible. Que Elave hubiera matado a su acusador podía ser el primer pensamiento que acudiera a otras mentes, pero no podía hallar cobijo en la de Cadfael. Y no simplemente porque éste se empeñara en apreciar al muchacho, sino porque no tenía sentido.
Hugo llegó cuando estaba a punto de terminar el capítulo, solo y, para sorpresa y profundo alivio de Cadfael, sin que nadie se le hubiera adelantado en la comunicación de la mala nueva. Los rumores solían correr tan rápidamente por la ciudad y la barbacana, que Cadfael temía que la noticia de la muerte de Alduino se abriera camino con inoportuna celeridad y unos considerables bordados adicionales, pero, por suerte, tal cosa no había ocurrido. Hugo pudo contar la historia escuetamente en la intimidad de la sala del abad y en compañía de Cadfael para que éste la confirmara y la completara con otros datos. El abad se abstuvo de decir lo que inevitablemente alguien diría muy pronto.
En su lugar, preguntó directamente:
—¿Quién vio por última vez y con vida a este hombre?
—Por lo que sabemos hasta ahora —contestó Hugo—, los que le vieron salir de la casa a primera hora de la tarde. Jevan de Lythwood que vino aquí a preguntar por él esta mañana, tal como dice Cadfael, antes de que yo acudiera a comunicarle la noticia de la muerte de su servidor. La hija adoptiva Fortunata, la que ayer declaró como testigo. La señora de la casa. Y el pastor Conan. Pero, como era de día, otros le debieron de ver en la puerta de la ciudad, en el puente, aquí en la barbacana o dondequiera que fuera. Reconstruiremos todos sus pasos para llenar el tiempo que transcurrió antes de su muerte.
—Pero no podemos saber cuándo se produjo la muerte —dijo Radulfo.
—No, es cierto, sólo podemos hacer conjeturas. Pero Madog calcula que le arrojaron al río en cuanto oscureció y que le debieron de ocultar por allí cerca, a la espera de que se hiciera de noche. Tal vez dos o tres horas, pero no lo sabemos. Tengo a unos hombres buscando alguna huella que les indique el lugar donde pudo ocultarse. Si lo descubrimos, habremos descubierto dónde se produjo el asesinato, pues no es posible que se alejara mucho.
—Y todos los moradores de la casa de Lythwood dicen lo mismo… que el escribano, al enterarse de que el chico no pretendía ocupar su lugar, decidió venir aquí para confesar su maldad y retirar la acusación que había hecho.
—Además, la muchacha afirma que se despidió de Elave en la arboleda no lejos del puente y así se lo dijo a Alduino. Cree que el escribano salió a toda prisa con la esperanza de alcanzarle. También dice —añadió Hugo— que instó a Elave a escapar y que él se negó.
—En tal caso, lo que hizo el chico concuerda con lo que dijo —comentó Radulfo—. Y su acusador se disponía a confesar y a pedir perdón. Sí… eso demuestra que es cierto —dijo, mirando a Hugo a los ojos.
—Algunos afirmarán lo contrario. Hay que decir —reconoció Hugo en justicia— que las circunstancias favorecen esta opinión. El chico se encontraba en libertad y tenía una buena razón para sentirse agraviado. No conocemos a nadie más que pudiera tener algún motivo para atacar a Alduino. Éste quería reunirse con Elave en la arboleda. Protegido por la espesura. Los hechos encajan muy bien, pues el cuerpo se debió de arrojar al río pasado el puente, y en el llano del Gaye no hay apenas protección.
—Muy cierto —convino Radulfo—. Pero no lo es menos a mi juicio que, si el joven hubiera cometido un asesinato, no hubiera regresado voluntariamente a la abadía, tal como efectivamente hizo. Además, si arrojaron al muerto al río después del anochecer, eso no pudo hacerlo Elave. Por lo menos, sabemos a qué hora regresó aquí, justo cuando sonaba la campana de vísperas. Eso no demuestra indiscutiblemente que no mató, pero deja cierto margen para la duda. Bueno, ahora lo tenemos a salvo —el abad esbozó una sonrisa un tanto sombría y ambigua. Una celda de piedra cerrada bajo llave garantizaba no sólo la seguridad personal de Elave, sino también su custodia—. Y vos queréis interrogarle.
—En vuestra presencia, si queréis —dijo Hugo. Al ver la inteligente y perspicaz mirada del abad, se limitó a añadir—: Mejor con un testigo que no pueda ser sospechoso. Vos sois tan buen juez de los hombres como yo, y puede que mejor.
—Muy bien —dijo Radulfo—. No le mandaremos venir aquí. Iremos nosotros a verle mientras los demás estén en el refectorio. Roberto se halla ocupado atendiendo al canónigo Gerberto.
«No me extraña», pensó Cadfael con talante muy poco caritativo. Roberto no era un hombre capaz de desaprovechar la ocasión de ganarse el favor de un hombre influyente cerca del arzobispo. Por una vez su predilección por los poderosos le sería útil.
—Anselmo me ha pedido que le envíe al muchacho unos libros para leer —dijo el abad—. Señala con muy buen criterio que tenemos el deber de ofrecer buenos consejos y exhortaciones para poder combatir las creencias erróneas. ¿Os consideráis capacitado para asumir la defensa en nombre de Dios, Cadfael?
—No estoy muy seguro —contestó Cadfael, obligado a tomar partido en contra de su propia inquietud y parcialidad— de que el instruido no superara al instructor. Y me veo más capacitado para curar su maltrecha cabeza que para bregar con la mente que en ella se encierra.
Sentado en el angosto catre de una de las dos celdas de piedra penitenciales que raras veces se ocupaban, Elave dijo lo que tenía que decir mientras Cadfael le cambiaba los vendajes de las heridas. Aún estaba magullado y entumecido a causa de las atenciones de los celosos mozos de Gerberto, pero no parecía abatido. Es más, al principio adoptó incluso una actitud beligerante, suponiendo que todos aquellos personajes, religiosos y seglares por igual, debían de serle hostiles y estarían predispuestos a encontrar fallos en cualquier palabra que pronunciara. Era una actitud que contrastaba con su habitual gentileza y sinceridad y Cadfael lamentó verle mutilado de tal guisa aunque sólo fuera por breve tiempo. Al final, debió de comprender que sus visitantes no sentían por él una especial animadversión ni constituían la amenaza que él temía, pues, al cabo de un rato, su cauteloso semblante pareció suavizarse y su voz perdió el tono cortante que tenía.
—Di mi palabra de que no abandonaría este lugar —dijo con firmeza— hasta que quedara justificado y pudiera irme libremente. Jamás quise hacer otra cosa que la que hice. Vos me dijisteis, mi señor, que era libre de entrar y salir como quisiera, y eso hice sin pensar que hubiera en ello algún mal. Seguí a la dama porque vi que estaba muy afligida por mí y no podía consentirlo. Vos mismo lo visteis, padre abad. Le di alcance antes de llegar al puente. Quería decirle que no se inquietara, que no me había causado ningún daño, que lo que había dicho de mí yo lo había dicho efectivamente y por nada del mundo quería que sufriera por el hecho de haber dicho la verdad, con independencia de lo que pudiera ocurrirme. Y además —añadió Elave, animándose al recordado—, quería darle las gracias por sus amables sentimientos hacia mí. Los demostró con toda claridad, vos también lo visteis, y yo me alegré.
—¿Y cuándo os separasteis de ella? —preguntó Hugo.
—Hubiera regresado en seguida, pero, al verlas salir en grupo y desplegarse por la barbacana, comprendí que iban por mí y retrocedí hacia la arboleda para esperar una oportunidad más favorable. No quería que me llevaran a rastras —dijo Elave indignado—, pues mi única intención era regresar libremente y esperar a que se celebrara el juicio. Como dejaron a un corpulento mozo montando guardia, no pude entrar por allí. Entonces pensé que, si esperara hasta la hora de vísperas, podría entrar disimuladamente entre la gente que acudiera a la iglesia para el rezo del oficio.
—Pero no esperasteis todo el rato escondido cerca de aquí —dijo Hugo—, pues me han dicho que batieron toda la zona alrededor del camino. ¿Adónde fuisteis?
—Regresé a través de los árboles, rodeé el Gaye por detrás, bajé hacia el río y permanecí oculto hasta que calculé que ya debía de ser casi la hora de vísperas.
—¿Y no visteis a nadie en todo el rato? ¿Nadie os vio ni habló con vos?
—Mi mayor preocupación era que nadie me viera —contestó juiciosamente Elave—. Quería evitar que me encontraran. No, no hay nadie que pueda responder de lo que hice durante aquel tiempo; Pero ¿por qué hubiera regresado tal como hice si hubiera querido huir? Para entonces, ya hubiera podido estar a medio camino de la frontera. Reconoced por lo menos que regresé y cumplí mi palabra.
—Por supuesto que sí —dijo el abad Radulfo—. Podéis creer que yo no supe nada de la búsqueda y que no la hubiera consentido. No me cabe duda de que se hizo por un exceso de celo, pero fue una reprobable equivocación y siento que fuerais víctima de semejante violencia. Nadie piensa que tuvierais intención de escapar. Acepté vuestra palabra y lo volvería a hacer.
Por debajo de los vendajes de Cadfael, Elave frunció el ceño con expresión perpleja, mirando de uno a otro rostro sin comprender.
—Entonces, ¿a qué vienen estas preguntas? ¿Qué importa adónde fuera puesto que regresé? ¿Qué importancia tiene eso? —preguntó, mirando largamente a Hugo, cuya autoridad era secular y no hubiera tenido nada que hacer o decir en una acusación de herejía—. ¿Qué es eso? Habrá ocurrido algo. ¿Qué novedad puede haber desde ayer? ¿Qué es lo que yo no sé?
Los tres le miraron en silencio, preguntándose si sabía o no sabía y si un joven relativamente sencillo como aquél hubiera sido capaz de disimular tan bien después de que el abad había aceptado su palabra sin vacilar hacía apenas un día. Cualquiera que fuera la conclusión a la que llegaran, no la manifestarían en presencia del joven.
—En primer lugar —dijo Hugo con cautelosa delicadeza—, conviene que sepáis lo que Fortunata y su familia nos han dicho. Os despedisteis de ella entre aquí y el puente y después ella se fue a casa. Allí encontró a vuestro acusador Alduino y le reprochó el haber formulado semejante acusación contra vos y entonces él confesó que temía que vos le quitarais el puesto, una cuestión muy grave, como podréis comprender.
—No había tal —dijo Elave, sorprendido—. Eso quedó claro la primera vez que puse los pies en la casa. Yo jamás le hubiera quitado el sitio y doña Margarita me dijo que ellos jamás le hubieran echado. No tenía que temer nada de mí.
—Pero él creía que sí. Nadie se lo había dicho en términos inequívocos hasta entonces. Cuando se enteró, tal como confirman los cuatro, incluso el pastor, manifestó su intención de correr tras vos para confesar y pedir perdón o, en caso de que no os alcanzara (la chica le había dicho dónde os había dejado), de seguiros hasta la abadía y tratar de deshacer lo que había hecho contra vos.
Elave sacudió la cabeza, desconcertado.
—Pues no le vi. Estuve entre los árboles unos diez minutos o más, vigilando el camino antes de darme por vencido y retroceder hacia el río. Hubiera tenido que verle pasar. A lo mejor, tuvo miedo al verles recorrer la zona y la barbacana y lo pensó mejor —Elave lo dijo sin amargura, esbozando incluso una sonrisa resignada—. Es más fácil lanzar a los perros que llamarlos para que vuelvan.
—¡Muy cierto! —dijo Hugo—. Dicen que a veces muerden al cazador si se interpone entre ellos y la presa cuando ya se les ha encendido la sangre. O sea que no le visteis ni hablasteis con él y no tenéis ni idea de adónde fue o de lo que le ocurrió, ¿verdad?
—Ninguna en absoluto. ¿Por qué? —quiso saber Elave—. ¿Acaso lo habéis perdido?
—No —contestó Hugo—, lo hemos encontrado. Fray Cadfael lo encontró esta mañana a primera hora alojado bajo la orilla del Severn más allá del Gaye. Muerto, apuñalado por la espalda.
—¿Lo sabía o no lo sabía? —preguntó Hugo una vez en el gran patio, tras haber dejado al prisionero encerrado en su celda—. Vos le habéis visto, ¿qué pensáis de él? Cualquier hombre es capaz de mentir cuando no hay más remedio. Preferiría basarme en cosas más sólidas y demostrables. El muchacho regresó. ¿Lo hubiera hecho tras cometer un asesinato? Tiene un buen cuchillo con el que se podría matar a una persona, pero lo guarda en su hato de la hospedería, no lo lleva encima y sabemos que, en cuanto apareció en la garita de vigilancia, lo agarraron y no lo soltaron en ningún momento hasta que lo encerraron en la celda. Si tenía otro cuchillo y lo llevaba encima, se habrá desprendido de él. Padre abad, ¿vos creéis en este mozo? ¿Dice la verdad? Cuando os dio su palabra, vos la aceptasteis. ¿La seguís aceptando ahora?
—Ni creo ni dejo de creer —contestó tristemente Radulfo—. ¿Cómo podría atreverme? ¡Pero conservo la esperanza!