VI

lave cruzó la puerta sin que nadie se lo impidiera y se encaminó hacia la ciudad. Evidentemente, el portero aún no se había enterado del revuelo que se había armado en torno a aquel simple mortal que figuraba entre los huéspedes de la abadía o tal vez ya había recibido el fiat del abad en el sentido de que la palabra del acusado había sido empeñada y aceptada por lo cual éste era libre de entrar y salir cuando quisiera, siempre y cuando no recogiera sus pertenencias y se largara, pues nadie hizo el menor intento de impedirle el paso. El monje de la puerta le dio incluso unos alegres buenos días al verle pasar.

Una vez en la barbacana, Elave se detuvo para mirar arriba y abajo en el camino, pero todos los testigos que habían declarado contra él habían desaparecido. Se dirigió a toda prisa al puente y la ciudad en la certeza de que Fortunata, en su aflicción, regresaría inmediatamente a casa. La joven había abandonado la sala capitular antes de que él diera su palabra de no huir sin antes quedar justificado y quizá le creía ya prisionero Y se echaría la culpa de su apurada situación.

Elave había observado con cuánta renuencia había declarado en contra suya y, en aquel momento, le dolía más el sufrimiento de la muchacha que el peligro que corrían su libertad y su vida. Como no creía en la existencia de aquel peligro, podía sobrellevar fácilmente la posibilidad. En cambio, creía con toda su alma en la evidente angustia de la joven y eso le causaba un profundo y acuciante dolor. Tenía que hablar con ella y tranquilizada, diciéndole que no le había hecho ningún daño, que aquel alboroto pasaría, que el abad era un hombre razonable y que el otro, el que pedía sangre, se iría en seguida y dejaría el juicio en manos de unos jueces más ecuánimes. Y, más aún, que había comprendido con cuánta valentía se había esforzado en defenderle, por lo cual le estaba agradecido y tal vez esperaba en lo más hondo de su corazón que hubiera en ello un significado más profundo que el de la simple simpatía y más íntimo que el de la simple preocupación por la justicia. No obstante, debería procurar no hablar demasiado mientras se cerniera sobre él la sombra de la condena.

Había llegado al final de la muralla de la abadía y tenía a su derecha el plateado óvalo del estanque del molino mientras que, a la izquierda, las casas de la barbacana cedían el lugar a una arboleda que se extendía casi hasta el puente del Severn. Allí la vio, inconfundible por su porte y sus andares, apurando el paso por el polvoriento camino con una determinación surgida sin duda de una furiosa decisión más que de la consternación y el desaliento. Elave echó a correr y le dio alcance entre las sombras de los árboles. Al oír el rumor de sus veloces pies, la joven se volvió y, mientras él le decía casi sin resuello «Fortunata», le tomó apresuradamente de la mano y lo atrajo hacia el interior de la arboleda para que no pudieran verle desde el camino.

—¿Qué es eso? ¿Te han soltado? ¿Ya todo ha terminado? —preguntó, levantando el resplandeciente rostro hacia él con una inequívoca expresión de alegría algo frenada por el temor a una posible desilusión.

—No, todavía no. Habrá más discusiones antes de que me libre de todo eso. Pero tenía que hablar contigo, quería darte las gracias por lo que has hecho por mí…

—¡Darme las gracias! —exclamó ella con incredulidad—. ¿Por haber cavado un poco más tu fosa? ¡Me avergüenzo de mí misma por no haber tenido el valor de mentir!

—¡No, no, no debes pensar eso! No me has causado ningún daño, has hecho todo lo posible por ayudarme. ¿Por qué hubieras tenido que mentir? En cualquier caso, no hubieras podido hacerlo, no es propio de ti. Yo tampoco mentiré —afirmó el joven con fiereza— y tampoco me retractaré de lo que creo. He venido para decirte que no te inquietes por mí y que no pienses ni por un momento que no siento hacia ti otra cosa que no sea gratitud y respeto. Me has respaldado como amiga en la única forma en que yo hubiera querido que lo hicieras.

Elave ni siquiera se había dado cuenta de que sostenía las manos de la muchacha contra su pecho de tal forma que ambos se encontraban corazón contra corazón y el ritmo de sus latidos y de su afanosa respiración los estremecía simultáneamente a los dos. La joven mantenía el rostro levantado hacia él y sus grandes ojos color avellana le miraban con un brillo deslumbrador.

—Si no te han soltado, ¿cómo estás aquí? ¿Saben que has salido? ¿No te buscarán si te echan en falta?

—¿Y por qué iban a hacerla? Soy libre de entrar y salir siempre y cuando permanezca como huésped en la abadía hasta que se celebre el juicio. El abad aceptó mi palabra de que no huiría.

—Pero debes hacerlo —le instó Fortunata en tono apremiante—. Doy gracias a Dios de que me hayas seguido ahora que todavía hay tiempo. Tienes que irte de aquí lo más lejos que puedas. Lo mejor sería el País de Gales. Ahora ven conmigo en seguida; te llevaré al taller que tiene Jevan más allá de Frankwell y te ocultaré allí hasta que pueda conseguirte un caballo.

Elave empezó a sacudir enérgicamente la cabeza antes de que ella terminara de hablar.

—¡No, no pienso huir! Le di mi palabra al abad, pero, aunque él no me la hubiera pedido ni yo se la hubiera dado, tampoco huiría. No me inclinaré ante semejantes supersticiones y necedades. Eso equivaldría a alentar a los insensatos y poner a otras almas en peor peligro que el mío. No creo que mi situación llegue a ser peligrosa aunque yo me mantenga firme en mis creencias. Aún no hemos llegado a la locura de perseguir a un hombre por lo que piense sobre las cosas santas. La tormenta pasará, ya lo verás.

—No, no será tan fácil —persistió la muchacha—. Las cosas están cambiando. ¿No has percibido el olor de humo en la sala capitular? Si tú no lo notas, yo sí. Ahora me dirigía a hablar con Jevan para ver qué otra cosa se puede hacer para librarte de ese peligro. Trajiste algo para mí, que debe de ser valioso. Quiero emplearlo en salvarte. ¿Qué mejor uso le podría dar?

—¡No! —gritó Elave en tono de protesta—. ¡No lo permitiré! No pienso huir, me niego a huir. Y eso, cualquier cosa que sea, es para ti, para tu boda.

—¡Mi boda! —dijo Fortunata en tono dubitativo, abriendo enormemente unos ojos encendidos por unos fulgurantes reflejos verde dorados como si la idea fuera una novedad para ella y se le antojara muy extraña.

—No te apures por mí; al final, todo se resolverá satisfactoriamente. Ahora tengo que regresar —dijo Elave, demasiado aturdido como para haberse dado cuenta de la expresión de la joven—. No temas, seré muy precavido en lo que diga y lo que haga, pero no negaré lo que creo ni diré sí a lo que no crea. Y no huiré. ¿De qué iba a huir? No tengo ninguna culpa de la que deba escapar.

Después le soltó la mano casi bruscamente y se alejó entre los árboles. Cuando se volvió a mirarla, observó que no se había movido. Sus ojos estaban clavados en él con aire pensativo y casi severo y su labio inferior estaba atrapado entre sus regulares dientes.

—Tú eres otra razón por la que no me iré —dijo—. Por si sola sería suficiente para retenerme. Huir ahora sería dejarte.

—¿Y tú crees que yo no te seguiría y te encontraría? —replicó Fortunata.

Oyó varias voces al entrar en la sala, voces no de discusión o enojo, sino de consternación y perplejidad.

O Conan o Alduino habrían considerado oportuno informar inmediatamente de los sensacionales acontecimientos de aquella mañana nada más llegar a la casa, sin duda para explicar de la manera más favorablemente posible lo que habían hecho. Fortunata estaba segura de que ambos se habían confabulado en aquel asunto, pero, cualesquiera que fueran sus motivos, no querían aparecer simplemente como unos miserables delatores. Un barniz de sincera inquietud religiosa y de sentido del deber tendría que cubrir la malicia que los guiaba.

Estaban todos reunidos en un agitado grupo, Margarita, Jevan, Conan y Alduino, mientras las desconcertadas preguntas y las oblicuas respuestas se superponían unas a otras. Conan se mantenía un poco al margen como un inocente espectador atrapado en una disputa entre terceros y Alduino estaba diciendo en tono quejumbroso justo en el momento de entrar Fortunata:

—¿Cómo podía yo saberlo? Me preocupaba que se dijeran estas cosas, temía por mi alma en caso de que las ocultara. Lo único que hice fue comentarle a fray Jerónimo mis preocupaciones…

—Y éste se lo dijo al prior Roberto —gritó Fortunata desde la puerta— y el prior Roberto se lo dijo a todo el mundo y especialmente al gran personaje de Canterbury, tal como tú sabías muy bien que haría. ¿Cómo puedes alegar que no querías causarle ningún daño a Elave? Cuando lo denunciaste, sabías muy bien cómo acabaría el asunto.

Todos se volvieron a mirarla, sorprendidos más por su cólera que por su repentina irrupción en la sala.

—¡No! —protestó Alduino, recuperando el aliento—. No, juro que sólo pensé que el prior hablaría con él, le haría una advertencia y le daría un buen consejo…

—Y por eso —añadió ásperamente Fortunata— le dijiste quién estuvo presente en la conversación. ¿Por qué lo hiciste si no querías que la cosa siguiera adelante? ¿Por qué me obligaste a participar en tus planes? ¡Eso jamás te lo perdonaré!

—¡Un momento, un momento! —gritó Jevan, levantando ambas manos—. ¿Me estás diciendo, niña, que tú has sido llamada a declarar como testigo? Pero, hombre, por Dios, ¿qué idea te pasó por la cabeza? ¿Cómo te has atrevido a arrastrar a nuestra chica a semejante asunto?

—Yo no lo quise —protestó Alduino—. Fray Jerónimo me preguntó quién estuvo presente, yo no quería incluirla en este embrollo. Pero soy un hijo de la Iglesia, necesitaba quitarme este peso de la conciencia y la cosa se me escapó de las manos.

—No sabía que fueras tan devoto —dijo tristemente Jevan—. Hubieras debido abstenerte de mencionar otro nombre que no fuera el tuyo. Bueno, lo hecho no tiene remedio. Pero ¿ya ha terminado o acaso van a llamar de nuevo a Fortunata para someterla a más preguntas y averiguaciones? ¿Se prolongará este asunto hasta el agotamiento ahora que ya ha empezado?

—No ha terminado —contestó Fortunata—. No han emitido ninguna sentencia, pero no lo dejarán pasar tan fácilmente. Elave se ha comprometido a no escapar hasta que se vea libre de esta acusación. Lo sé porque acabo de dejarle en la arboleda junto al puente y ahora regresa a la abadía donde no piensa ceder. Yo quería que huyera, se lo he suplicado, pero se niega. Ya ves, Alduino, lo que le has hecho a un pobre chico que nunca te hizo ningún daño y que ahora no tiene familia ni amo, y no tiene una casa y una vida asegurada tal como tú tienes. Aquí tú disfrutas de todo lo necesario y no tendrás que preocuparte por la vejez, mientras que él tendrá que buscarse otro trabajo donde pueda y ahora tú has arrojado sobre él una sombra que siempre le acompañará cualquiera que sea el desenlace del juicio y que inducirá a la gente a no tomarlo a su servicio por miedo al contagio de la sospecha. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?

Alduino había ido recuperando poco a poco la calma tras el sobresalto que la irrupción de la joven le había provocado, pero ahora parecía haberla perdido por completo. Se la quedó mirando boquiabierto sin decir nada y después su mirada se desplazó a Jevan. Dos veces tragó saliva antes de poder hablar, pero, cuando lo hizo, pronunció las palabras con infinita cautela y en tono de incredulidad.

—¿La vida asegurada?

—Sabes muy bien que la tienes —dijo Fortunata impacientándose. De pronto, se calló, repentinamente consciente de que Alduino no sabía nada al respecto y sólo tenía la posibilidad de la duda. Cualquier mal era posible y cualquier bien se tenía que mirar con recelo y vigilar celosamente so pena de que se desvaneciera al menor soplo—. ¡Oh, no! —exclamó Fortunata, lanzando un suspiro de desesperación—. ¿Ha sido por eso? ¿Pensaste que había vuelto para echarte de aquí y ocupar tu lugar? ¿Por eso querías librarte de él?

—¿Cómo? —gritó Jevan—. ¿Tiene razón la chica? ¿Pensabas que te íbamos a arrojar a los caminos para que él ocupara de nuevo su lugar de antaño? ¿Después de todos los años que llevas viviendo aquí y trabajando para nosotros? ¿Acaso en esta casa se ha tratado alguna vez de esta manera a la gente? ¡Bien sabes tú que no!

Eso era lo malo de Alduino, que se valoraba tan poco a sí mismo, que siempre pensaba que los demás lo iban a menospreciar y no pensaba que el respeto y la consideración que la casa de Lythwood mostraba a sus demás servidores pudieran aplicarse también a él. Se quedó pasmado y empezó a mover los labios en silencio.

—¡Válgame Dios! —exclamó tristemente Margarita—. Jamás se nos pasó por la cabeza prescindir de ti. Ciertamente se portó muy bien cuando estaba aquí, pero por nada del mundo te hubiéramos echado. Pero si el chico ni siquiera lo quería. Se lo comenté el primer día que vino y él me contestó que el puesto era tuyo y que él no tenía el menor deseo de arrebatártelo. ¿Has estado constantemente preocupado por eso? Creía que nos conocías mejor.

—Le he causado un daño sin motivo —dijo Alduino como hablando para sus adentros—. ¡Sin el menor motivo!

Súbitamente, con un convulso movimiento que le hizo temblar el cuerpo como un vendaval hace temblar un arbolillo, dio media vuelta y corrió hacia la puerta.

Conan le asió del brazo y lo retuvo.

—¿Adónde vas? ¿Qué puedes hacer? El mal ya está hecho. No dijiste ninguna mentira; lo que se dijo, se dijo.

—Le daré alcance —dijo Alduino con inusitada determinación—. Le diré que lo siento. Le acompañaré a la abadía y veré si puedo deshacer lo que he hecho… alguna parte de lo que he hecho. Confesaré por qué lo he hecho. Retiraré la acusación.

—¡No seas necio! —le instó Conan con aspereza—. ¿Qué vas a ganar? La acusación ya está hecha y los curas no lo soltarán; menudos son ellos. Es grave acusar a un hombre de herejía y después retractarse; acabarías en una situación tan comprometida como la suya. Además, tienen mi testimonio y el de Fortunata. ¿De qué serviría que tú retiraras el tuyo? ¡Deja las cosas como están y sé un poco más juicioso!

Pero Alduino se había armado de valor y su conciencia estaba demasiado alterada como para que pudiera ser juicioso.

—¡Puedo intentarlo y pienso hacerlo! Es lo menos que puedo hacer.

Atravesó la puerta y ya se encontraba a medio cruzar el patio para salir a la calle cuando Conan hizo ademán de correr tras él, pero Jevan le ordenó pararse.

—¡Déjale en paz! Por lo menos, si confiesa sus temores y su malicia, la acusación contra el chico se suavizará. Palabras, palabras, no dudo de que se pronunciaran, pero las palabras se pueden interpretar de muchas maneras e incluso una pequeña duda puede alterar la imagen. Tú vuelve a tu trabajo y deja que este pobre diablo tranquilice su conciencia de la mejor manera que pueda. Si se pone a mal con los curas, hablaremos en su favor y lo sacaremos del apuro.

Conan abandonó su intento a regaña dientes y trató de apartar a un lado sus recelos a propósito de aquella cuestión.

—En tal caso, será mejor que regrese junto a los rebaños hasta el anochecer. Sabe Dios cómo le irán las cosas, pero para entonces supongo que ya nos habremos enterado.

Salió sacudiendo todavía la cabeza en gesto de reproche ante la locura de Alduino y los de la casa oyeron sus firmes pisadas cruzando el patio para salir a la calle.

—¡Qué desastre! —exclamó Jevan, lanzando un profundo suspiro—. Y yo también tengo que irme para ir a buscar más pellejos al taller. Mañana vendrá un canónigo de Haughmond y aún no sé qué tamaño de libro quiere. No te lo tomes demasiado a pecho, chica —dijo, abrazando cariñosamente a Fortunata—. Si ocurriera lo peor, le pediríamos al prior de Haughmond que le dijera una palabrita a Gerberto en favor de cualquiera de nuestros hombres… Un agustino por fuerza tendrá que hacer caso de otro agustino, y el prior me debe un par de favores.

Después la soltó y, mientras se encaminaba hacia la puerta, la joven le preguntó de repente:

—Tío… ¿consideras a Elave un hombre de los nuestros?

Jevan dio media vuelta, arqueó las negras cejas y en sus negros y perspicaces ojos apareció una expresión que raras veces se producía, medio burlona y medio amenazadora, aunque para ella siempre tranquilizadora.

—Si tú lo quieres —dijo—, lo será.

Elave ya estaba muy cerca de la garita de vigilancia de la abadía cuando vio a una media docena de hombres saliendo por la puerta y separándose en dos direcciones a lo largo de la barbacana. El carácter repentino de la salida y el clamor de sus voces mientras se separaban lo indujeron a retroceder a toda prisa hacia la arboleda para considerar si aquel alboroto tenía algo que ver con él. Estaba claro que habían salido en busca de alguien y las estacas que llevaban no presagiaban nada bueno en caso de que efectivamente hubieran salido en su busca. Se desplazó cautelosamente por el lindero de la arboleda para ver mejor lo que ocurría, pues los hombres estaban recorriendo el camino antes de desplegarse en un radio más amplio y dos de ellos habían echado a correr a lo largo de la muralla de la abadía para doblar la esquina y poder ver el restante tramo del camino. No cabía duda de que estaban buscando algo o a alguien. Y no eran monjes.

Allí no se veía ningún hábito negro, sino sencillas y rústicas prendas de trabajo y resistentes chaquetas de cuero propias de esforzados seglares. Elave reconoció en tres de ellos a los mozos del canónigo Gerberto.

El cuarto era su servidor personal, pues Elave le había visto pavonearse muy ufano por la hospedería, presumiendo del rango de su señor. Los demás habrían sido reclutados sin duda entre los peregrinos físicamente mejor dotados y más celosamente dispuestos a participar en la búsqueda. No había sido el abad quien le había echado encima a los perros, sino Gerberto.

Se adentró ulteriormente en la espesura y observó con inquietud a los hombres que estaban recorriendo la barbacana. No se atrevió, sin embargo, a salir de su escondrijo y correr el riesgo de que lo atraparan y lo llevaran a rastras como un criminal, pues había cumplido el compromiso y no había quebrantado su palabra. Pero, a lo mejor, el canónigo Gerberto había interpretado las cosas de otra manera y había Considerado que su salida, aun sin llevar consigo sus efectos personales, era una prueba de su culpabilidad y de su deseo de huir. Bueno, pues no le daría la satisfacción de poder demostrar su sospecha. Elave cruzaría la puerta por sus propios pies y por su propia voluntad, fiel al compromiso adquirido, aunque con ello pusiera en peligro su libertad y tal vez su vida. El peligro en el que no había creído hasta entonces parecía ahora más real y siniestro.

Habían dejado a un solo mozo, el más musculoso de los tres de Gerberto, como centinela delante de la garita de vigilancia y el hombre paseaba arriba y abajo como si no hubiera fuerza capaz de moverle de allí. ¡No habría ninguna posibilidad de pasar sigilosamente junto a aquella nervuda mole! Un par de sabuesos, tras haber batido el camino, los vergeles y las casitas de la barbacana a lo largo de unos cien pasos en ambas direcciones, estaban cruzando decididamente el camino en dirección a la arboleda. Mejor alejarse a una distancia prudencial hasta que abandonaran la búsqueda o la prosiguieran en otros lugares más alejados de la espesura, permitiéndole regresar tranquilamente al redil. Elave se desplazó rápidamente entre los árboles y les vio alejarse mientras él se dirigía hacia el nordeste para alcanzar los vergeles del otro lado del Gaye y el cinturón de arbustos que bordeaban la orilla del río.

Era más probable que le buscaran por el oeste. A lo largo de la frontera, los fugitivos ingleses pasaban a Gales y los fugitivos galeses pasaban a Inglaterra.

Ambas legislaciones eran contrapuestas y se detenían en el muro de piedra que las separaba, pero el comercio lo cruzaba alegremente en uno y otro sentido.

Aún faltaban unas tres horas para vísperas, en cuyo momento todo el mundo acudiría probablemente a la capilla y él podría entrar subrepticiamente por la garita de vigilancia, en caso de que el fornido guardián se hubiera retirado, o por la puerta occidental de la iglesia entre los fieles que asistieran al rezo del oficio. Entre tanto, no le convenía correr el riesgo de caer en la trampa. Buscó un cómodo escondrijo entre la alta hierba que crecía en la pendiente de la orilla del río, protegido por los arbustos en medio de un silencio en el que podría percibir cualquier pie que pisara la hierba o cualquier hombro que rozara las ramas de los alisos y los sauces dentro de un radio de unos cien metros, y pensó en Fortunata. No podía creer que corriera el peligro que ella imaginaba, pero tampoco podía alejar aquella sombra.

Al otro lado de la rápida y sinuosa corriente del Severn, centelleante bajo el sol, la colina de la ciudad se elevaba bruscamente y su larga muralla terminaba justo delante de su escondrijo en las imponentes torres de piedra arenisca del castillo, dando paso al camino real que conducía al norte desde la barbacana del castillo hacia Whitchurch y Wem. Elave hubiera podido vadear el río un poco más abajo y alejarse a toda prisa por aquel camino, ¡pero no pensaba hacerlo! No había cometido ningún delito, se había limitado a decir lo que consideraba correcto y no había en ello la menor muestra de blasfemia o falta de respeto a la Iglesia y no se retractaría de sus palabras ni huiría de sus afirmaciones, otorgando con ello un cómodo triunfo a sus acusadores.

No tenía ninguna posibilidad de saber qué hora era, pero, cuando le pareció que faltaba poco para vísperas, abandonó su escondrijo y regresó cautelosamente por el mismo camino hasta que vio entre los árboles la polvorienta blancura del camino, la gente que circulaba por él y el animado ajetreo alrededor de la garita de vigilancia. Tendría que esperar un poco antes de que tañera la campana de vísperas. Se desplazó cautelosamente en la espesura para ver si podía distinguir a alguno de sus perseguidores entre la gente que se estaba congregando frente a la puerta occidental de la iglesia. No reconoció a ninguno, aunque, en medio de aquel constante movimiento, no era fácil estar seguro. Al gigantón que vigilaba la entrada no se le veía por ninguna parte. La mejor oportunidad se le presentaría a Elave cuando sonara la campana y los chismosos que pasaban el rato conversando al sol se congregaran y entraran en la iglesia.

La oportunidad se le presentó con la velocidad de un rayo. Sonó la campana, los fieles reunieron a sus familias, saludaron a sus amistades y empezaron a entrar en la iglesia por la puerta occidental. Elave echó a correr y tuvo tiempo de mezclarse con ellos y ocultarse en la procesión sin que se oyera ninguna exclamación ni nadie le agarrara por el hombro. Ahora podía elegir entre seguir hacia la izquierda y entrar en la iglesia con las buenas gentes de la barbacana o bien atravesar la puerta abierta de la abadía, entrar en el gran patio Y dirigirse tranquilamente a la hospedería.

Si hubiera optado por entrar en la iglesia, todo hubiera ido bien, pero la tentación de entrar pausadamente en el patio como si regresara de un respetable paseo fue demasiado fuerte para él. Abandonó la protección de los fieles y entró por la puerta.

Desde la garita del portero a su izquierda se oyó un aullido triunfal cuyo eco se repitió en el camino que había dejado a su espalda. El gigantesco mozo del canónigo estaba hablando con el portero cual si aguardara al acecho, y dos de sus compañeros estaban regresando de una incursión en la ciudad. Los tres se abatieron de golpe sobre el prófugo. Una pesada estaca le golpeó la parte posterior de la cabeza y lo hizo tambalearse. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio o el sentido, los musculosos brazos del gigantón lo rodearon mientras uno de los demás lo agarraba por el cabello y le echaba la cabeza hacia atrás. Elave lanzó un grito de rabia y agitó las manos y los pies para apartar a su atacante por detrás, mientras liberaba una mano de la presa del gigante y le propinaba un puñetazo en la nariz. Un segundo golpe en la cabeza lo hizo caer de rodillas medio aturdido. Oyó unas distantes voces protestando contra tamaña violencia en lugar sagrado y unos pies calzados con sandalias, corriendo a toda prisa sobre los adoquines. Por suerte para él, los monjes habían abandonado sus distintas ocupaciones y se estaban congregando en el patio tras haber oído la campana.

Fray Edmundo desde la enfermería y fray Cadfael desde la entrada del sendero que conducía al huerto corrieron para poner fin a aquella indecorosa lucha con los hábitos volando a su alrededor.

—¡Deteneos! ¡Deteneos inmediatamente! —gritó Edmundo, escandalizado ante aquella profanación mientras agitaba frenéticamente los brazos contra todos los agresores sin distinción.

Cadfael, más veloz, no perdió el tiempo en recriminaciones, sino que se acercó directamente a la estaca levantada y en trance de propinar un tercer golpe sobre la ya ensangrentada cabeza de la víctima, la detuvo en el aire y la retorció sin dificultad para arrebatársela a la mano que la blandía, arrancando de paso un grito de dolor al entusiasta mozo. Los tres cazadores dejaron de apalear al cautivo, pero lo sujetaron con fuerza, obligándole a levantarse del suelo e inmovilizándolo como si temieran que se les escapara de las manos y echara a correr como una liebre a través de la puerta.

—¡Ya le tenemos! —proclamaron casi al unísono—. ¡Es él, el hereje! Se quería largar, pero os lo hemos atrapado sano y salvo…

—¿Sano? —repitió tristemente Cadfael como un eco—. Habéis estado a poco de matar al chico. ¿Eran necesarios tres hombres para apresar a uno solo? Estaba aquí dentro, en el recinto de la abadía, ¿qué necesidad teníais de romperle la cabeza?

—Llevamos toda la tarde buscándole —protestó el gigante, orgulloso de su proeza—, tal como nos ordenó el canónigo Gerberto. ¿Íbamos a correr riesgos con este hombre ahora que ya lo teníamos en nuestro poder? Buscadlo y traedlo, nos mandaron; y bien, aquí está.

—¿Traerlo? —preguntó Cadfael, apartando a un lado sin ceremonias a uno de los mozos para ocupar su lugar Y rodeando el cuerpo del joven con su brazo para sostenerle—. Yo he visto desde la esquina del seto quién lo ha traído. Él mismo ha entrado aquí voluntariamente. No habéis tenido ningún mérito en ello, aunque consideréis un mérito lo que estabais haciendo. Y, por cierto, ¿por qué le echó vuestro amo los perros encima? Él dio su palabra de que no huiría y el padre abad la aceptó y dijo que, de momento, era libre de entrar y salir cuando quisiera. ¿Acaso una promesa que nuestro abad dio por buena no fue lo bastante buena para el canónigo Gerberto?

Para entonces, tres o cuatro hombres se habían incorporado ruidosamente al grupo y el prior Roberto, profundamente disgustado por aquel alboroto que estaba turbando la procesión de vísperas, se acercó a ellos desde la esquina del claustro.

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre ahí? ¿Acaso no habéis oído el toque de la campana? —sus ojos se posaron en Elave, sostenido precariamente entre Cadfael y Edmundo, con la ropa polvorienta y en desorden y la sien y las mejillas ensangrentadas—. Ah —dijo con una satisfacción atemperada en cierto modo por la consternación ante la violencia cometida—, conque os han traído aquí de nuevo. Al parecer, el intento de fuga os ha costado muy caro. Siento que os hayan lastimado, pero no debierais haber huido de la justicia.

—No he huido de la justicia —dijo Elave, jadeando—. El señor abad me dio permiso de entrar y salir libremente, aceptando mi palabra de que no huiría y no he huido.

—Es cierto —dijo Cadfael—, pues ha entrado aquí por su propia voluntad. Se estaba dirigiendo a la hospedería, donde se aloja como un viajero cualquiera, cuando estos dos sujetos se abalanzaron sobre él y ahora afirman que lo han vuelto a capturar para el canónigo Gerberto. ¿Es cierto que les dio tales órdenes?

—El canónigo Gerberto entendió que la libertad otorgada sólo era válida en el interior del recinto de la abadía —contestó secamente el prior—. Y yo debo decir que también lo entendí así. Al ver que este hombre no estaba en el patio, pensamos que había intentado escapar. Pero lamento que fiara sido necesario tratarle con tanta dureza. Y ahora, ¿qué hacemos? Necesita que lo atiendan… Cadfael, tened la bondad de curarle las heridas y, después de vísperas, yo iré a ver al abad y le comunicaré lo ocurrido. Quizá sería mejor que se alojara aislado…

Lo cual significa bajo llave y en una celda, pensó Cadfael. Bueno, por lo menos eso le mantendrá a salvo de estos palurdos. Pero veremos qué dice el abad.

—Si me exoneráis de asistir al rezo de vísperas —dijo Cadfael—, le llevaré a la enfermería y le curaré las heridas allí. En el estado en que se encuentra, no necesita guardianes armados, pero yo me quedaré con él hasta que recibamos las correspondientes órdenes del señor abad.

—Bueno, por lo menos —dijo Cadfael, limpiando la sangre de la cabeza de Elave en la pequeña antesala de la enfermería donde se encontraba el armario de las medicinas—, has dejado tu huella en un par de ellos. Te dolerá un buen rato la cabeza, pero tienes el cráneo duro y no te quedarán daños permanentes. No sé, pero me parece que estarías mejor en una celda de penitencia hasta que todo se resuelva. La cama es igual que las demás, la celda está bien y resulta muy fresquita en esta época del año, hay un pequeño escritorio para leer… Nuestros delincuentes tienen que pasar el período de encierro mejorando sus mentes y arrepintiéndose de sus errores. ¿Sabes leer?

—Sí —contestó Elave, obedientemente inmóvil bajo las manos de Cadfael.

—En tal caso, podríamos pedir algunos libros de la biblioteca para ti. El procedimiento habitual que suele seguirse con un joven que se ha extraviado con creencias impías consiste en atiborrarle con las obras de los padres de la Iglesia, darle buenos consejos y exponerle razonamientos santos. Si yo te curo las magulladuras y Anselmo discute contigo sobre lo humano y lo divino, podrás disfrutar de la mejor compañía de que se puede gozar en la abadía, y todo con sanción oficial, que conste. Una celda aislada te protegerá de los lamentos de los necios y de los celosos idiotas capaces de perseguir a un hombre solo en grupos de tres. ¡Ahora estate quieto! ¿Te duele?

—No —contestó Elave, tranquilizado por aquellas palabras que no sabía muy bien cómo interpretar—. ¿Creéis que me van a encerrar en una celda?

—Creo que el canónigo Gerberto insistirá en ello. Y no es fácil discutir los detalles con el enviado del arzobispo. Han llegado a la conclusión, según me han dicho, de que tu caso no se puede desechar a la ligera. Ése es el veredicto del canónigo Gerberto. El del abad es el de que, si hay que hacer ulteriores indagaciones, eso corresponde a tu obispo, por lo que no se podrá hacer nada hasta que el obispo exprese su opinión al respecto. Mañana por la mañana el pequeño Serlo partirá hacia Coventry para informarle de lo ocurrido. Por consiguiente, no te pueden causar ningún daño y nadie podrá interrogarte ni acosarte hasta que Rogelio De Clinton haya manifestado su parecer. Procura pasar el rato lo mejor que ruedas. Anselmo ha conseguido reunir una librería más que aceptable.

—Creo —dijo Elave con creciente interés, a pesar de lo mucho que le dolía la cabeza— que me gustaría leer a san Agustín para ver si realmente escribió lo que dicen.

—¿Sobre el número de los elegidos? Sí, lo hizo en un tratado llamado De correptione et gratia, si la memoria no me falla. Que yo jamás he leído —dijo sinceramente Cadfael—, aunque me lo han leído en la comunidad. ¿Lo podrías leer en latín? Poco te podría yo ayudar ahí, pero Anselmo sí puede.

—Es curioso —dijo Elave, meditando solemnemente sobre el curso de los acontecimientos que lo habían conducido a aquella apurada situación—, durante todos los años en que trabajé para Guillermo, viajé con él y escuché sus palabras, jamás había pensado realmente en estas cosas hasta ahora. Nunca me preocuparon. Ahora, en cambio, me interesan mucho. Si nadie se hubiera entrometido en el recuerdo de Gumermo ni hubiera intentado negarle la sepultura, jamás hubiera pensado en ellas.

—Si te sirve de ayuda un poco de compañía por el camino —reconoció Cadfael—, me parece que mi situación se parece mucho a la tuya. Donde cae la semilla, crece la hierba. Y no hay nada como los malos tratos y la sequía para que las raíces se hundan profundamente en la tierra.

Jevan regresó a la casa junto a la iglesia de san Alcmundo cuando ya había oscurecido, con un nuevo hato de blancos pellejos de suave y sedosa textura, muy flexible y delicada al tacto. Estaba orgulloso de su trabajo.

Así que el prior de Haughmond no quedaría decepcionado por la mercancía. Jevan la llevó a su taller y cerró la puerta antes de cruzar el patio para entrar en la sala donde la cena ya estaba en la mesa y Margarita y Fortunata le estaban esperando.

—¿Aún no ha vuelto Alduino? —preguntó, mirando a su alrededor con el ceño fruncido mientras los tres se sentaban a la mesa.

Margarita levantó los ojos de la comida que estaba sirviendo y le miró con semblante un tanto inquieto.

—No, no hemos tenido noticias suyas desde entonces. Estaba empezando a preocuparme por él. ¿Qué puede haberlo entretenido tanto tiempo?

—Habrá discutido con los teólogos —dijo Jevan, encogiéndose de hombros— y le está bien empleado por haberles arrojado al otro chico como si fuera un hueso a una jauría de perros. Estará todavía en la abadía, contestando a preguntas comprometedoras. Pero le soltarán cuando lo hayan exprimido bien. Cualquiera sabe si harán lo mismo con Elave. Bueno, ya cerraré la puerta de la casa como de costumbre antes de irme a dormir. Si regresa más tarde, tendrá que pasar la noche en el henil de la cuadra.

—Conan tampoco ha vuelto —dijo Margarita, sacudiendo la cabeza al pensar en los acontecimientos de aquel desdichado día que hubiera tenido que ser una fiesta—. Pensé que Gerardo ya estaría en casa antes de que sucedieran todas estas cosas. Espero que no le haya ocurrido nada.

—No le habrá ocurrido nada —la tranquilizó Jevan con firmeza—, simplemente habrá encontrado algún negocio provechoso. ¿Sabes que?, puede cuidar muy bien de sí mismo y que tiene excelentes relaciones en toda la frontera. Si quería regresar a tiempo para los festejos y se ha retrasado, será porque ha añadido un par de nuevos clientes a su cuenta. Se tarda mucho en cerrar un trato con los ganaderos galeses. Regresará a casa sano y salvo dentro de uno o dos días.

—¿Y qué encontrará cuando vuelva? —Margarita suspiró con tristeza—. Elave se mete en dificultades en cuanto aparece: tío Guillermo muerto y enterrado y ahora Alduino se encuentra atrapado también en este asunto. Espero sinceramente que tengas razón y que le haya ido bien la recogida de la trasquila. Por lo menos, será un consuelo que algo haya salido a derechas.

Margarita se levantó para quitar la mesa sacudiendo nuevamente la cabeza como si presintiera alguna desgracia, y Fortunata se quedó sola con Jevan.

—Tío —dijo la muchacha al cabo de varios minutos de silencio—, quería hablar contigo. Tanto si me gusta como si no, he sido arrastrada a esta terrible acusación contra Elave. Él no cree estar en grave peligro, pero yo sé que lo está. Quiero ayudarle. Debo ayudarle.

La solemnidad de su voz indujo a Jevan a mirarla largo rato con aquellos penetrantes ojos negros que habían intuido sus más hondos pensamientos ya desde su más tierna infancia y siempre con un afecto un tanto lejano.

—Creo que eso te preocupa más de lo que parece —dijo— y eso que apenas has tenido tiempo de vede después de tantos años.

No era una pregunta, pero ella contestó como si lo fuera.

—Creo que le amo. ¿Qué otra cosa puede ser? No es tan extraño. Hubo un tiempo, antes de su ausencia, en que me gustaba más de lo que él imaginaba.

—Y hoy has hablado con él, si mal no recuerdo —dijo sutilmente Jevan—, después de la sesión de la abadía.

—Sí —dijo Fortunata.

—Y, a partir de este momento, ¡supongo que él ya se habrá dado cuenta de lo mucho que le aprecias! ¿Te ha dado algún motivo para que pienses que él te aprecia a ti en la misma medida?

—Motivos suficientes. Me ha dicho que, si no hubiera ninguna otra razón, yo sería razón suficiente para retenerle aquí a pesar del peligro que pueda correr. Tío, tú ya sabes que ahora tengo una dote que me ha legado Guillermo. Cuando mi padre regrese a casa y se abra el cofre, quiero emplear lo que contenga en ayudar a Elave. Ofreciéndolo como pago de una sanción, en caso de que se pueda saldar la deuda de esta manera, como precio de su libertad si lo retuvieran o incluso para corromper a los guardianes y enviarle al otro lado de la frontera si ocurriera lo peor.

—¿Y no te sentirías culpable desafiando la ley y burlándote de la Iglesia? —preguntó Jevan con una enigmática sonrisa.

—En absoluto, pues él no ha hecho nada malo. Si le condenan, los culpables serán ellos. Pero tengo intención de pedirle a mi padre que hable en favor suyo. Como persona que le conoce y es universalmente respetada por los representantes de la ley y de la Iglesia y por todo el mundo. Si Gerardo de Lythwood se hiciera responsable y garante de su futuro comportamiento, creo que le harían caso.

—Es muy posible —convino sinceramente Jevan—. Por lo menos, se podría intentar utilizar este medio y cualquier otro que se nos ocurra. Ya te lo he dicho… si tú lo quieres, Elave podrá ser considerado un hombre de los nuestros. Y ahora vete a la cama y descansa tranquila. ¿Quién sabe qué sortilegio descubriremos cuando se abra el cofre de Guillermo?

Tarde, pero no demasiado, Conan regresó a la casa poco antes de que se cerrara la puerta, ligeramente achispado tras celebrar el término de la jornada con una media docena de joviales amigos en la cervecería de Mardol, tal como él mismo confesó espontáneamente.

Alduino, en cambio, no regresó.