o había dicho y no se podía desdecir. La palabra, una vez pronunciada, posee una mortífera permanencia. La palabra provocó una inmovilidad y un silencio totales, como si una letal escarcha hubiera cubierto de pronto la sala capitular. La parálisis duró un momento antes de que los ojos empezaran a moverse desde la justa indignación del semblante del prior, pasando de soslayo por fray Jerónimo, para mirar hacia la puerta abierta en busca del acusador que todavía no había aparecido, sino que esperaba humildemente apartado sin que pudieran verle desde dentro.
Lo primero que pensó Cadfael fue que se trataba de una nueva afirmación impulsiva e infundada de Jerónimo, que con toda certeza sería refutada en cuanto se iniciara la investigación. Casi todas las montañas de Jerónimo acababan reducidas a simples toperas tan pronto como se examinaban. Cuando se volvió a mirar el austero rostro del canónigo Gerberto, comprendió que se trataba de un asunto mucho más grave, que no podría resolverse a la ligera. Incluso sin la presencia del enviado del arzobispo, el abad Radulfo no hubiera podido pasar por alto semejante acusación. Podría invocar la razón en los trámites que seguirían, pero no podría detenerlos.
Gerberto apretaría los dientes ante cualquier desviación a juzgar por la mueca de sus labios y la mirada de halcón de sus ojos, pero, por lo menos, tendría la cortesía de dejarle la iniciativa al abad.
—Espero —dijo Radulfo en un tono frío y pausado que denotaba bien a las claras su comedido disgusto que hayáis comprobado el fundamento de la acusación, Roberto. ¿No será un gesto de animosidad personal?
Antes de que sigamos adelante, convendría advertir al acusador de la gravedad de lo que está diciendo. Si habla por alguna inquina privada, hay que darle la oportunidad de que reconsidere su postura y retire la acusación. Los hombres son falibles y, a veces, dicen impulsivamente algunas cosas que más tarde lamentan.
—Así se lo he advertido —dijo el prior con firmeza—. Responde que otros dos oyeron lo que él oyó y podrán atestiguarlo igual que él. Eso no es simplemente una disputa entre dos hombres. Además, tal como vos sabéis, padre, este Elave regresó aquí hace apenas unos días, por lo que no es posible que el escribano Alduino le haya cobrado inquina en tan poco tiempo.
—Es el mismo que trajo a casa el cuerpo de su amo —terció bruscamente el canónigo Gerberto— y ya entonces mostró ciertas inclinaciones rebeldes y harto discutibles. Esta acusación no se debe desechar con tanta indulgencia como los persistentes recelos contra el difunto.
—La acusación ya se ha formulado y, al parecer, se insiste en ella —convino fríamente el abad Radulfo—. Sin duda habrá que examinarla, pero no aquí ni ahora.
Es un asunto que compete a los monjes más antiguos, no a los novicios ni a los monjes más jóvenes. ¿Debo deducir, Roberto, que el acusado aún no sabe nada sobre la acusación que se formula contra él?
—No, padre, a través mío, no, y ciertamente tampoco a través de Alduino, el cual acudió en secreto a fray Jerónimo para comunicarle lo que había escuchado.
—El joven se hospeda en nuestra casa —dijo el abad—. Tiene derecho a saber lo que se dice de él y a responder ampliamente. Y los otros dos testigos de que habla el acusador, ¿quiénes son?
—Pertenecen a la misma casa y estaban presentes en la sala cuando se dijeron estas cosas. La joven Fortunata es hija adoptiva de Gerardo de Lythwood y Conan es el jefe de sus pastores.
—Ambos se encuentran todavía en el recinto de la abadía —terció servicialmente Jerónimo—. Han asistido a misa y aún están en la iglesia.
—El asunto se podría abordar inmediatamente —dijo el canónigo Gerberto, espoleando al abad—. Las demoras sólo servirán para borrar los recuerdos de los testigos y dar tiempo al acusado para considerar su interés y huir del juicio. Vos sois quien debe decidirlo, padre abad, pero yo os aconsejaría que actuarais inmediatamente y con audacia, aprovechando que todas estas personas se encuentran aquí. Despedid a vuestros novicios y mandad llamar a los testigos y al acusado. Yo daré orden a los porteros de no permitir la salida del acusado.
El canónigo Gerberto estaba acostumbrado a que obedecieran de inmediato no sólo sus órdenes, sino también sus sugerencias por muy oblicuamente que las expresara, pero, en su casa, el abad Radulfo hacía lo que quería.
—Recordaré a este capítulo —dijo el abad— que, si bien nuestra orden tiene el deber de servir y defender la fe, todo hombre tiene también a su párroco y cada párroco tiene a su obispo. Tenemos aquí entre nosotros al representante del obispo De Clinton a cuya diócesis de Lichfield y Coventry pertenecemos y bajo cuya cura espiritual se encuentran el acusado, el acusador y los testigos. —Serlo estaba ciertamente presente, pero no había dicho ni una sola palabra hasta entonces. En presencia de Gerberto siempre guardaba un temeroso silencio—. Estoy seguro —añadió enérgicamente Radulfo— que él estará de acuerdo conmigo en que, por muy justificada que esté una primera investigación de la acusación formulada, no podemos seguir adelante sin comunicar el caso al obispo bajo cuya disciplina recae. Si, durante el examen, descubrimos que la acusación es infundada, la cuestión quedará resuelta. Si, por el contrario, comprobamos que es preciso seguir adelante, entonces tendremos que recurrir al representante del obispo, el cual tiene derecho a nombrar el tribunal que considere conveniente para el caso.
Un juicio salomónico, pensó Cadfael, satisfecho de la actuación de su abad. Rogelio De Clinton estará tan poco dispuesto a que otro clérigo usurpe su autoridad en la diócesis como lo está Radulfo a que otro hombre, ni que fuera el mismísimo arzobispo y no digamos su enviado, le arrebate las riendas de los asuntos que le competen. El joven Elave tendrá probablemente buenas razones para alegrarse de ello. Pero ¿cómo pudo bajar tan imprudentemente la guardia en presencia de testigos después del mal rato que ya había pasado?
—Por nada del mundo quisiera pisar el terreno del obispo De Clinton —dijo Gerberto, celoso de su propia reputación, aunque la cosa no le hiciera demasiada gracia—. Ciertamente es necesario que sea informado si esta cuestión demostrara tener fundamento. Pero somos nosotros quienes debemos enfrentamos con la necesidad de examinar los hechos ahora que los recuerdos son recientes, y hacer constar en acta lo que descubramos. No deberíamos perder el tiempo. Padre abad, opino que deberíamos iniciar ahora mismo el proceso.
—Me inclino a pensar lo mismo —replicó secamente el abad—. En caso de que la acusación resulte ser perversa o trivial o falsa o simplemente errónea, no será necesario seguir adelante y le ahorraremos al obispo no sólo un pesar y un disgusto, sino también una pérdida de tiempo. Creo que estamos en condiciones de establecer la diferencia entre una inofensiva conjetura y una premeditada perversión.
Cadfael lo consideró una clara indicación del punto de vista del abad sobre aquel desdichado asunto y, aunque el canónigo Gerberto abrió la boca, sin duda para señalar que la sola conjetura entre los seglares ya era perjudicial de por sí, al final lo pensó mejor y apretó los dientes sin revelar las indudables reservas que tenía acerca de la actitud, el carácter y la competencia del abad para el cargo que ocupaba. Los clérigos son tan propensos a las antipatías inmediatas como la gente corriente Y aquellos dos estaban tan separados el uno del otro como el oriente del poniente.
—Muy bien —dijo Radulfo, recorriendo con su autoritaria mirada la asamblea—, procedamos. Se suspende el capítulo. Nos reuniremos de nuevo cuando las circunstancias lo permitan. Fray Ricardo y fray Anselmo, tened la bondad de enviar a todos los jóvenes a un útil servicio y de ir en busca de las tres personas citadas. La joven Fortunata, el pastor Conan y el acusado. Traedlos aquí y no les digáis nada sobre la causa hasta que comparezcan ante nosotros. Tengo entendido que el acusador ya se encuentra aquí fuera —añadió, dirigiéndose a Jerónimo.
—En efecto, padre. ¿Queréis que lo haga pasar?
—No —contestó el abad— hasta que venga el acusado para enfrentarse con él. Que diga lo que tenga que decir cara a cara ante el hombre al que denuncia.
Elave y Fortunata entraron juntos en la sala capitular, desconcertados y llenos de curiosidad por el hecho de que les hubieran mandado llamar de semejante guisa, pero visiblemente ajenos a cualquier mal presentimiento. A pesar de lo que se hubiera dicho la víspera y cualquier cosa que se viera obligada a confirmar contra el acusado, Cadfael comprendió con toda claridad que la muchacha no tenía la menor prevención contra su compañero. El hecho de que se presentaran juntos y de que evidentemente los hubieran encontrado juntos en el momento de llamados hablaba por sí solo. La expresión expectante de sus rostros era de sorpresa, pero no de temor, por cuyo motivo la acusación de Alduino, cuando éste la formulara, sería un duro golpe no sólo para el joven, sino también para la muchacha. Gerberto tropezaría con un testigo renuente e incluso hostil, pensó Cadfael, consciente de la parcialidad y de las inclinaciones de su propio corazón. Y consciente también de que Radulfo había observado, lo mismo que él, el significado de la confiada entrada de los jóvenes en la sala y de la inquisitiva mirada y la sonrisa que ambos se intercambiaron antes de inclinarse en reverencia ante los prelados y los monjes a la espera de que les dieran alguna explicación.
—Nos habéis mandado llamar, padre abad —dijo Elave al ver que nadie rompía el silencio—. Aquí nos tenéis.
El plural lo dice todo, pensó Cadfael. Si ella tenía alguna duda sobre él anoche, la ha olvidado esta mañana o la ha examinado y rechazado. Y ésa también es una prueba válida, independientemente de lo que más tarde se vea obligada a decir.
—Os he mandado llamar, Elave —dijo el abad con deliberada lentitud— para que nos ayudéis a resolver cierta cuestión que se ha planteado aquí esta mañana.
Esperad un momento, pues hemos mandado llamar también a otra persona.
Entró en aquel preciso instante, circunspecto y algo intimidado por el tribunal que tenía delante, pero sin ignorar su propósito, pensó Cadfael. En el sonrosado bello rostro de Conan, curtido por la intemperie, no se advertía la menor expresión de asombro, sino más bien de cautela. El joven mantenía los ojos respetuosamente fijos en el abad sin dirigir ni una sola mirada a Elave. Sabía lo que iba a ocurrir y estaba preparado para ello. Aunque no pareciera alegrarse de ello, tampoco mostraba la menor renuencia.
—Mi señor, me han dicho-que se requiere la presencia de Conan. Ése es mi nombre.
—¿Ya podemos proceder? —preguntó el canónigo Gerberto, removiéndose con impaciencia en su sitial.
—Sí —contestó Radulfo—. Bien, Jerónimo, haced pasar a Alduino. Y vos, Elave, situaos en el centro. Este hombre tiene algo que decir de vos que sólo se puede decir en vuestra presencia.
La sola mención del nombre sobresaltó a Fortunata y a Elave antes incluso de que Alduino apareciera en la puerta y entrara con una decisión y beligerancia impropias de él y que probablemente le costaba un gran esfuerzo mantener. Su alargado rostro mostraba la expresión de ardua determinación propia de un hombre timorato y resignado por naturaleza, pero dispuesto a llevar adelante una empresa que exigía mucho valor. Se situó casi al alcance del brazo de Elave y proyectó una agresiva mandíbula hacia la desconcertada mirada del joven, pero en su frente se distinguían unas gotas de sudor. Separó los pies para asentarlos con más firmeza en el suelo y miró a Elave sin pestañear. Elave ya había empezado a comprenderlo todo. Pero, a juzgar por su desconcertado rostro, Fortunata todavía no. La muchacha retrocedió un par de pasos y miró inquisitivamente de uno a otro rostro entreabriendo los labios y respirando afanosamente.
—Este hombre —dijo el abad con voz mesurada ha formulado ciertas acusaciones contra vos, Elave. Dice que anoche, en la casa de su amo, vos manifestasteis unas opiniones en materia de religión contrarias a las enseñanzas de la Iglesia y susceptibles de conduciros al grave peligro de la herejía. Cita a estos testigos presentes para que confirmen aquello de que os acusa. ¿Qué decís vos? ¿Hubo efectivamente tal conversación entre vosotros? ¿Vos hablasteis y ellos escucharon?
—Padre —contestó Elave, palideciendo intensamente—, estuve en la casa. Hablé con ellos. La conversación derivó en cuestiones de fe. Justo ayer acabábamos de dar sepultura a nuestro buen amo y era natural que pensáramos en su alma y en la nuestra.
—¿Y creéis en conciencia que no dijisteis nada contrario a la verdadera fe? —preguntó amablemente Radulfo.
—A mi leal entender, padre, no dije nada.
—Vos, buen hombre, Alduino —ordenó el canónigo Gerberto, inclinándose hacia adelante en su sitial—, repetid las cosas de las cuales os habéis quejado ante fray Jerónimo. Oigámoslas todos y con las mismas palabras con que vos las oísteis expresar, en toda la medida que os permita la memoria. ¡No cambiéis nada!
—Señores, estábamos juntos conversando sobre Guillermo a quien acabábamos de enterrar y Conan preguntó si el amo había conducido alguna vez a Elave por el mismo camino que lo llevó a discutir con el sacerdote años atrás. Elave contestó que Guillermo jamás había ocultado lo que pensaba y que, en el transcurso de sus viajes, nadie había encontrado en él la menor falta por pensar lo que pensaba sobre tales cuestiones. ¿De qué le sirve la inteligencia a un hombre, dijo, si no la usa? Y nosotros contestamos que teníamos que escuchar y decir amén a lo que nos dice la Iglesia, pues en este campo los sacerdotes tienen autoridad sobre nosotros.
—Muy bien dicho —dijo categóricamente Gerberto—. ¿Y él qué respondió?
—Señor, dijo que ¿cómo podía decir un hombre amén a la condena al infierno de un niño no bautizado? El peor de los hombres, dijo, no sería capaz de arrojar a un niño a las llamas, ¿cómo podía Dios, que es el sumo bien, hacer tal cosa? Sería contrario a la propia naturaleza de Dios, dijo.
—Eso quiere decir —dijo Gerberto— que el bautismo de los infantes es innecesario y carece de virtud. No puede haber otra conclusión lógica a semejante argumento. Si no necesitan la redención a través del bautismo para salvarse de la inevitable reprobación, se deduce de ello que el sacramento es despreciable.
—¿Dijisteis las palabras que Alduino os atribuye? —preguntó Radulfo en voz baja, clavando los ojos en el alterado e indignado rostro de Elave.
—Sí, padre. No creo que los niños inocentes, por el simple hecho de que no lleguen a tiempo para el bautismo antes de morir, puedan caer de las manos de Dios. Estoy seguro de que Dios los puede retener con más fuerza.
—Persistís en un error mortal —insistió Gerberto—. Es lo que yo he dicho, semejante creencia desprecia y degrada el sacramento del bautismo, que es el único medio capaz de libramos del pecado original. Si un sacramento es objeto de burla, se niega la validez de todos los sacramentos. Sólo por eso corréis peligro de tener que afrontar un juicio.
—Señor —añadió ansiosamente Alduino—, dijo también que no creía en esta necesidad porque no creía que los niños vinieran al mundo contaminados por el pecado. Cómo puede ser eso, dijo, tratándose de una criatura recién llegada a este mundo e incapaz de hacer nada por sí misma, tanto bueno como malo. ¿No es eso una auténtica burla del bautismo? Nosotros contestamos que nos han enseñado y tenemos que creer que hasta los niños no nacidos están contaminados con el pecado de Adán y se encuentran caídos con él. Pero él dijo que no, que un hombre sólo tendrá que responder de sus propias obras buenas o malas en el día del juicio y que sus propias obras lo salvarán o lo condenarán.
—Negar el pecado original es degradar todos los sacramentos —repitió enérgicamente Gerberto.
—No, yo jamás he tenido tal intención —protestó acaloradamente Elave—. Dije que un recién nacido desvalido no puede ser un pecador. Pero sin duda el bautismo sirve para darle la bienvenida al mundo y a la Iglesia y ayudarle a conservar la inocencia. Yo jamás dije que fuera una cosa inútil o baladí.
—Pero ¿negáis el pecado original? —lo acosó Gerberto con dureza.
—Sí —contestó Elave tras una prolongada pausa—, lo niego.
Su rostro había adquirido una gélida blancura, pero mantenía la mandíbula fuertemente apretada y sus ojos estaban ardiendo con profunda cólera.
El abad Radulfo le miró fijamente y le preguntó en tono pausado y razonable:
—¿Cuál creéis que es entonces el estado del niño que viene a este mundo? Un niño hijo de Adán como lo somos todos.
Elave le devolvió la mirada, sorprendido ante la serenidad de la voz que lo interrogaba:
—Su estado es el mismo que el de Adán antes de la caída —contestó muy despacio—. Pues incluso Adán fue inocente una vez.
—Eso han argumentado otros antes que vos —dijo Radulfo— y no por eso han sido considerados inevitablemente herejes. Mucho se ha escrito sobre esta cuestión, de buena fe y con profunda preocupación por el bien de la Iglesia. ¿Ésa es la peor acusación que tenéis que formular contra este hombre, Alduino?
—No, padre —se apresuró a contestar Alduino—, hay más. Dijo que sólo sus propios actos salvarán o condenarán a un hombre, pero que él casi nunca se había tropezado con un hombre tan malo como para inducirle a creer en la condenación eterna. Y después dijo que hubo una vez un padre de la Iglesia en Alejandría el cual sostenía que, al final, todo el mundo alcanzaría la salvación, incluso los ángeles caídos y salvación, incluso los ángeles caídos y hasta el propio demonio.
En medio del estremecimiento de inquietud que recorrió las filas de los monjes, el abad se limitó a comentar:
—En efecto. Se llamaba Orígenes y afirmaba que todas las cosas procedían de Dios y regresarían a Dios. Si no recuerdo mal, fue un enemigo suyo quien incluyó al demonio en sus razonamientos aunque reconozco que la idea ya estaba implícita en ellos. Deduzco que Elave mencionó simplemente lo que dicen que Orígenes escribió y creía. No dijo que él lo creyera, ¿verdad? ¿Y bien, Alduino?
Alduino bajó cautelosamente la cabeza y pensó que, a lo mejor, él también se estaba deslizando hacia unas arenas movedizas.
—No, padre, eso es cierto. Se limitó a decir que hubo un padre de la Iglesia que lo dijo. Pero nosotros señalamos que eso era una blasfemia pues, según las enseñanzas de la Iglesia, la salvación se alcanza por medio de la gracia de Dios y no hay otro camino por lo que las obras de un hombre no le sirven de nada. Entonces él dijo rotundamente: «¡No lo creo!».
—¿Es así? —preguntó Radulfo.
—Sí —a Elave se le encendieron las mejillas y la palidez de su semblante se trocó en un cortante brillo casi deslumbrador.
Cadfael se angustió por él, pero al mismo tiempo exultó de gozo. El abad había hecho todo lo posible por suavizar los fermentos de duda, malicia y temor que se cernían sobre la sala capitular como una amarga nube que les impidiera respirar, pero aquella obstinada criatura aceptaba todos los retos y plantaba firmemente los pies en el suelo para oponer resistencia incluso a sus amigos. Ahora que se había fortificado para la batalla, se lanzaría a ella. No retrocedería ni un paso para salvar el pellejo.
—Lo dije. Y lo vuelvo a decir. Dije que tenemos capacidad para abrimos camino hacia la salvación. Dije que somos libres de elegir entre el bien y el mal, de esforzamos hacia arriba o de revolcarnos en el barro y que, al final, todos y cada uno de nosotros deberemos responder de nuestros propios actos en el día del juicio. Dije que, si somos hombres y no bestias, debemos esforzamos por alcanzar la gracia y no esperar sentados a que ésta nos levante, siendo indignos.
—Por semejante arrogancia —tronó el canónigo Gerberto, tan ofendido por el brillo de la mirada y por la empecinada voz de Elave como por sus palabras—, por semejante arrogancia cayeron los ángeles rebeldes. O sea que vos prescindiríais de Dios y rechazaríais su divina gracia, que es el único medio de salvar vuestra insolente alma…
—Vos me interpretáis erróneamente —replicó enfurecido Elave—. Yo no niego la gracia divina. La gracia está en los dones que Dios nos ha dado, el libre albedrío para elegir el bien y rechazar el mal, ascendiendo hacia nuestra propia salvación, y la fuerza para elegir rectamente. Si nosotros cumplimos nuestra parte, Dios hará el resto.
El abad Radulfo golpeó fuertemente con su anillo el brazo de su sitial para llamar al orden a la asamblea con su indiscutible autoridad.
—Por mi parte —dijo cuando se hubo restablecido la calma—, yo no encuentro ninguna falta en un hombre por el hecho de sostener que puede y debe aspirar a la gracia mediante el recto uso de la gracia. Creo que nos estamos desviando de nuestro propósito. Vamos a escuchar con atención todo aquello que presuntamente ha dicho Elave, dejémosle reconocer lo que reconoce y negar lo que niega de ello y dejemos que los testigos lo confirmen o lo refuten. ¿Tenéis algo más que añadir, Alduino?
Para entonces Alduino ya había aprendido a tener cuidado con el abad y a no añadir nada a las palabras que se había aprendido de memoria la víspera.
—Sólo una cosa, padre. Yo dije que le había oído decir a un predicador que, según san Agustín, el número de los elegidos ya está fijado y no se puede cambiar y todos los demás están condenados a la reprobación. Y él señaló que no lo creía. Entonces yo no pude por menos que volver a preguntarle si no creía en san Agustín y él me volvió a contestar que no.
—Yo dije —gritó acaloradamente Elave— que no podía creer que la lista ya estuviera completa pues, en tal caso, ¿por qué deberíamos esforzamos en obrar rectamente o en adorar a Dios o seguir el consejo de los curas que nos instan a apartamos del pecado y nos exigen confesión y penitencia cuando pecamos? ¿Con qué objeto, si ya estamos condenados hagamos lo que hagamos? Y, cuando él me volvió a preguntar si no creía en san Agustín, le contesté que, si había escrito eso, pues no, no creía en él. Yo no tengo constancia de que jamás escribiera tal cosa.
—¿Es eso cierto? —preguntó Radulfo antes de que Gerberto pudiera hablar—. Alduino, ¿confirmáis que ésas fueron efectivamente las palabras que se pronunciaron?
—Es posible —convino cautelosamente Alduino—. Sí, creo que dijo que si el santo lo había escrito. Yo no vi diferencia en ello, pero vuestras señorías juzgarán mejor que yo.
—¿Y eso es todo? ¿No tenéis nada más que añadir?
—No, padre, eso es todo. Después, le dejamos en paz Y ya no quisimos saber nada más de él.
—Hicisteis muy bien —dijo severamente el canónigo Gerberto—. Bien, padre abad, ¿podemos oír ahora si los testigos confirman todo lo que se ha dicho? Me parece que hay materia suficiente en lo que hemos oído, si estas dos personas lo pueden confirmar también.
Conan dio su propia versión de la conversación de la víspera con tanta fluidez y soltura que Cadfael no pudo sacudirse de encima la sensación de que se había aprendido el discurso de memoria; tuvo la clara impresión de que se estaba fraguando una pequeña conspiración y se preguntó si los demás no se habrían dado cuenta. El abad, pensó, estudiando el ascético rostro de Radulfo, se habría dado cuenta casi con toda certeza, pero, aunque aquellos dos se hubieran confabulado contra el muchacho para sus propios fines, quedaba el hecho de que aquellas cosas se habían dicho efectivamente y Elave, aunque se corrigiera o diera alguna explicación adicional, no las negaba. ¿Cómo se las habrían arreglado para hacerle hablar con tanta imprudencia? Y, sobre todo, ¿cómo habrían conseguido que la muchacha también estuviera presente? Estaba claro que todo dependería de su declaración. Cuanto más sospechara el abad Radulfo de la malicia de Alduino y Conan contra Elave, tanto más importante sería lo que Fortunata pudiera decir al respecto.
La joven había escuchado atentamente la exposición de los hechos. La tardía comprensión la había hecho palidecer intensamente y le había dilatado los ojos, confiriéndoles unos verdes reflejos de inquietud mientras miraba de uno a otro rostro y las preguntas y respuestas se sucedían en medio de la creciente tensión de la sala capitular. Cuando el abad se volvió a mirarla, Fortunata contrajo los músculos de su cuerpo y apretó nerviosamente los labios.
—¿Y vos, hija mía? ¿Vos también estuvisteis presente y oísteis lo que ocurrió?
—No estuve presente desde el principio —contestó cuidadosamente la muchacha—. Estaba ayudando a mi madre en la cocina cuando ellos tres se quedaron solos.
—Pero os unisteis a ellos más tarde —dijo Gerberto—. ¿En qué momento? ¿Le oísteis decir que el bautismo de los infantes era inútil e innecesario?
—No, mi señor, pues en ningún momento dijo tal cosa —contestó audazmente Fortunata.
—Bueno, si os atenéis a los términos concretos… ¿le oísteis decir entonces que no creía que los niños no bautizados sufrieran la condenación? Porque eso equivale a lo mismo.
—No —contestó la muchacha—. Él no manifestó en ningún momento su propia creencia en esta cuestión. Se refería a su amo, que ha muerto. Comentó que Guillermo solía decir que ni siquiera el peor de los hombres hubiera sido capaz de arrojar a un niño a las llamas y que, por consiguiente, ¿cómo podía hacer Dios tal cosa? Cuando lo dijo —explicó Fortunata con firmeza—, nos estaba contando lo que había dicho Guillermo, no lo que él pensaba.
—Eso es cierto, pero sólo a medias —protestó Alduino—, pues a continuación yo le pregunté claramente: «¿Tú también lo crees?». Y él me contestó: «Sí, lo creo».
—¿Es cierto eso, muchacha? —preguntó Gerberto, mirando con enfurecida y amenazadora expresión a Fortunata. Al ver que la joven le miraba con los ojos encendidos, pero con los labios fuertemente apretados, añadió—: Me parece que esta testigo no tiene ningún sincero deseo de ayudarnos. Me parece que hubiera sido mejor tomar todas las declaraciones bajo juramento. Por lo menos, vamos a asegurarnos en el caso de esta mujer. Muchacha —dijo, clavando una severa y prolongada mirada en la silenciosa joven—, ¿sabéis en qué comprometida situación os colocáis si no decís la verdad? Padre prior, mandad traer una Biblia. Que jure sobre los evangelios y ponga en peligro su alma si miente.
Fortunata apoyó la mano sobre el libro que el prior Roberto había abierto solemnemente ante ella y prestó juramente en voz tan baja que apenas se la oyó.
Elave había abierto la boca y se había adelantado hacia ella, temiendo que la calumniaran, pero se detuvo a tiempo y guardó silencio, apretando los dientes de rabia mientras en su rostro se dibujaba una amarga mueca.
—Bien —dijo el abad con tan comedida pero temible autoridad, que ni siquiera Gerberto hizo el menor intento de arrebatarle la iniciativa—, dejemos el interrogatorio hasta que nos hayáis dicho sin prisa ni miedo todo lo que recordáis de lo que ocurrió en la reunión. Hablad sin temor, pues yo creo que oiremos la verdad.
Fortunata se armó de valor, respiró hondo y refirió cuidadosamente todo lo que recordaba. Una o dos veces vaciló, dolorosamente tentada a omitir o explicar algo, pero Cadfael observó cómo su mano izquierda sujetaba y retorcía la derecha que previamente había apoyado sobre los evangelios como si la quemara y la impulsara a superar el momentáneo silencio.
—Con vuestra venia, padre abad —dijo sombríamente Gerberto cuando la joven concluyó su declaración—. Cuando le hayáis formulado a la testigo las preguntas que estiméis convenientes, yo tengo tres que se refieren al meollo de la cuestión. Pero proceded vos primero.
—No tengo ninguna pregunta —dijo el abad Radulfo—. La dama nos ha hecho una exhaustiva declaración bajo juramento y yo la acepto. Preguntad lo que tengáis que preguntar.
—En primer lugar —dijo Gerberto, inclinándose hacia delante en su sitial con las pobladas cejas castañas fruncidas sobre sus penetrantes e intimidatorios ojos—, ¿le oísteis decir al acusado, cuando se le preguntó a quemarropa si estaba de acuerdo con su señor al negar que los niños no bautizados estuvieran condenados a la reprobación, que sí, que estaba de acuerdo?
Fortunata apartó la cabeza un instante, se retorció la mano como recordatorio y, en voz muy baja, contestó:
—Sí, se lo oí decir.
—Eso es repudiar el sacramento del bautismo. En segundo lugar, ¿le oísteis negar que todos los hijos de los hombres están contaminados por el pecado de Adán? ¿Le oísteis decir que sólo las obras de un hombre le salvarán o lo condenarán?
Con súbita vehemencia, Fortunata contestó, levantando un poco más la voz:
—Sí, pero él no negaba la gracia, la gracia está en el don de la elección…
Gerberto la interrumpió, levantando la mano y mirándola con ojos encendidos.
—Lo dijo. Es suficiente. Con ello se afirma que la gracia es innecesaria y que la salvación está en las manos del propio hombre. En tercer lugar, ¿le oísteis decir y repetir que él no creía lo que san Agustín había escrito sobre los elegidos y los condenados?
—Sí —contestó Fortunata, esta vez muy despacio y con sumo cuidado—. Si el santo había escrito eso, dijo, él no creía en él. Nadie me lo enseñó y yo no sé leer ni escribir, aparte mi nombre y alguna que otra cosa. ¿Dijo san Agustín lo que el predicador le atribuyó?
—¡Es suficiente! —exclamó Gerberto—. Esta muchacha confirma lo que se ha dicho contra el acusado. El procedimiento está en vuestras manos.
—Opino —dijo Radulfo— que debiéramos suspender la sesión y deliberar en privado. Los testigos pueden retirarse. Regresad a casa, hija mía, y tened la certeza de que habéis dicho la verdad y no debéis preocuparos por lo que pueda ocurrir, pues la verdad no puede ser sino buena. Retiraos todos, pero manteneos disponibles en caso de que se os necesite de nuevo y se os vuelva a llamar. Y vos, Elave… —el abad contempló el pálido, decidido e iracundo rostro del joven, sus labios apretados y el brillo de sus ojos, ardiendo ante la apurada situación de Fortunata—. Vos sois huésped de nuestra casa. No veo razón para que alguien de nosotros no se fíe de vuestra palabra —observó que Gerberto contraía los músculos a su lado en gesto de reproche, pero no hizo caso y levantó la voz para acallar su posible protesta—. Si prometéis no abandonar este recinto hasta que se haya resuelto el asunto, seréis libre de ir y venir a vuestro gusto.
Por un instante, la atención de Elave vaciló. Fortunata se volvió a mirarle desde la puerta y desapareció.
Conan y Alduino se habían retirado a toda prisa antes que ella, sabiendo que el caso estaba firmemente en las manos del prelado visitante cuyo olfato para la heterodoxia era tan fino y cuyo celo estaba demostrando ser tan implacable. El acusador y los testigos se habían marchado. Elave se volvió a mirar respetuosamente al abad y dijo en un tono deliberadamente pausado:
—Mi señor, no tengo intención de abandonar mi alojamiento aquí en vuestra casa hasta que pueda hacerla libremente y una vez justificado. Os doy mi palabra.
—Id, pues, hasta que yo requiera vuestra presencia. Y ahora —dijo Radulfo levantándose—, se suspende la sesión. Que cada uno regrese a sus obligaciones y tenga en cuenta que aún estamos en un día dedicado a la conmemoración de santa Winifreda y los santos también son testigos de todo lo que hacemos y se manifestarán en consecuencia.
—Os entiendo muy bien —dijo el canónigo Gerberto una vez a solas con Radulfo en la sala del abad. En privado, con un igual, se sentía tranquilo e incluso parecía estar algo cansado y se comportaba como el hombre falible y preocupado por su fe tras haberse despojado de todo su celo reprobatorio—. Aquí, retirado del mundo o, en el mejor de los casos, ocupado en buena parte en los asuntos de la religión y de las gentes que os rodean, no habéis visto el peligro de las falsas creencias. Y os confieso que éstas no han arrojado todavía una sombra sobre esta tierra y pido a Dios que nuestra gente muestre suficiente firmeza para resistir estas desviadas intenciones. ¡Pero vendrán, padre abad, ya lo veréis! Desde el Oriente las serpientes del mal avanzan hacia Occidente y temo que todos los viajeros de Oriente nos traigan la mala semilla, tal vez sin darse cuenta, y que ésta eche raíces y se desarrolle aquí. Hay perversos predicadores errantes que actualmente recorren Flandes, Francia, la región del Rin y Lombardía y que atacan a la Santa Iglesia y a sus sacerdotes, afirmando que somos ávidos y corruptos y que los apóstoles vivían con sencillez y en la santa palabra. En Amberes, un tal Taquelmo ha engañado a miles de personas y las ha inducido a saquear las iglesias y destrozar los ornamentos. En Francia, en la misma Ruán, otro anda predicando la pobreza y la humildad y exigiendo reformas. He viajado por el sur en cumplimiento de los deberes que me había encomendado mi arzobispo y he comprobado cómo el error crece y se extiende como el fuego. No son unos pobres locos inofensivos. En Provenza, en el Languedoc, hay ciertas regiones donde una suerte de herejía maniquea se ha desarrollado hasta el extremo de rivalizar casi con la Iglesia. ¿Os extraña que tema hasta la más mínima chispa capaz de encender semejante hoguera?
—No —contestó Radulfo—, no me extraña. Jamás debemos bajar la guardia. Pero tenemos que examinar también con mucho cuidado a cada hombre, ateniéndonos a sus palabras y a sus hechos, sin apresuramos a ocultarlo de la vista, cubriéndolo con la capa universal de la herejía. Una vez pronunciada la palabra, el hombre puede desaparecer. ¡Y se le puede eliminar! Aquí no tenemos a ningún predicador errante que enardezca a las multitudes, no tenemos a un loco ambicioso que busque seguidores en su propio provecho. El muchacho habló de su señor a quien apreciaba y servía; es natural que lo elogiara y defendiera sus sinceras dudas con tanta más lealtad cuanto más violentos fueron los ataques de sus interlocutores contra él. Además, cabe suponer que había bebido algo más de la cuenta y se le había soltado un poco la lengua. Es posible que dijera y nos haya repetido a nosotros más de lo que sinceramente cree, perjudicando con ello su causa. ¿Vamos nosotros a hacer lo mismo?
—No —dijo Gerberto con aire pesaroso—, no lo quisiera. Veo claramente lo que es. Decís bien, no se trata de un hombre perverso empeñado en causar un daño, sino de un joven cuerdo, trabajador, servicial para con su amo y sin duda honrado y sincero con sus vecinos. Pero ¿acaso no veis en qué medida eso le convierte en un hombre tanto más peligroso? Oír una falsa doctrina por boca de alguien claramente ruin y desleal no constituye ninguna tentación, mientras que oída de labios de un hombre honrado y de buena reputación puede ser una seducción moral. Es por eso por lo que le temo.
—Es por eso por lo que un santo de un siglo se convierte en hereje en el siguiente —replicó secamente el abad—. Y el hereje de un siglo es el santo del siguiente. Hay que reflexionar mucho y con mucha calma antes de atribuir a alguien una u otra denominación.
—Eso es olvidar un deber que no podemos eludir —dijo Gerberto, erizándose de nuevo—. El peligro que tenemos aquí y ahora debemos afrontado aquí y ahora, de lo contrario, perderemos la batalla, pues la semilla caerá y dará fruto.
—Entonces podremos por lo menos separar el trigo de la cizaña. Tened en cuenta, además —añadió Radulfo con semblante muy serio—, que, cuando el error es sincero y surge de una bondad descaminada, la mancha se puede borrar por medio de la razón y la persuasión.
—O, a falta de eso —dijo Gerberto con inflexible determinación—, cortando el miembro enfermo.