a había anochecido por completo cuando Conan regresó a casa solo.
—Llegué hasta Forton, pero él había ido a Nesse a primera hora de la mañana. Lo más probable es que ya hubiera terminado y se hubiera ido a otro sitio antes de que oscureciera. Me pareció mejor regresar. Mañana no estará en casa o, en todo caso, regresará demasiado tarde para asistir al entierro del anciano Guillermo, pues no tendrá ningún motivo para darse prisa.
—Sentirá no estar presente en el entierro —dijo Margarita, sacudiendo la cabeza—, pero no podemos hacer nada. En fin, tendremos que disponerlo todo debidamente en su nombre. De todas maneras, hubiera sido una lástima hacerle volver desde tan lejos y perder dos días o más en plena temporada de esquileo. Quizá es mejor que no le hayamos localizado.
—Tío Guillermo dormirá igual —dijo Jevan en tono imperturbable—. Él siempre estaba atento al negocio y jamás quería perder el tiempo o correr el riesgo de que otro mercader le arrebatara los clientes cuando él volviera la espalda. No os apuréis, mañana estaremos presentes muchos miembros de la familia. Y, si quieres levantarte temprano para preparar la mesa, Margarita, será mejor que te vayas a acostar y desacostar y descanses.
—Sí —dijo Margarita, suspirando y apoyando las manos en la mesa para levantarse—. No te preocupes, Conan, has hecho lo que has podido. En cuanto hayas llevado la jaca a la cuadra, hay carne, pan y cerveza para ti en la cocina. ¡Buenas noches a los dos! Jevan, ¿querrás apagar la lámpara y cerrar la puerta?
—Lo haré. ¿Acaso me he olvidado alguna vez de hacerlo? ¡Buenas noches, Marga!
El dormitorio principal era el único que había en aquella parte de la casa. Fortunata disponía de una pequeña estancia arriba, separada del resto del desván donde dormían los criados, y Jevan dormía en una habitación situada encima de la entrada de acceso desde la calle y el patio, en la que guardaba sus productos más preciados y sus libros.
Margarita cerró la puerta del dormitorio a su espalda. Conan había dado media vuelta para dirigirse a la cocina, pero, al llegar a la puerta, volvió la cabeza y preguntó:
—¿Se ha quedado mucho rato? El joven, digo. Estaba a punto de marcharse cuando yo salía, pero entonces se tropezó con Fortunata en el patio y volvió a entrar.
Jevan le miró con tolerante asombro.
—Se quedó a comer con nosotros. Mañana volverá.
La chica pareció alegrarse de verle —su alargado y severo rostro estaba iluminado, sin embargo, por unos brillantes ojos negros que nunca se perdían el menor detalle y que en aquellos momentos parecían estar viendo en Conan demasiadas cosas que éste no hubiera querido que vieran—. No te preocupes —le dijo a Conan—. No es un pastor que pueda causarte la menor inquietud. Vete a cenar y deja que se preocupe Alduino, si hay alguna razón para ello.
Era una idea que a Conan no se le había pasado por la imaginación hasta aquel momento, pero que, aun así, no era descabellada, como tampoco lo era la otra posibilidad que realmente lo inquietaba. Se fue a la cocina mientras ambas consideraciones se agitaban en su cabeza y encontró la comida que le habían preparado y a Alduino sentado con expresión enfurruñada junto a la mesa de caballete con una jarra medio vacía de cerveza amarga.
—Nunca pensé volver a ver a este chico —comentó Conan, apoyando los codos en el otro extremo de la mesa—. Con tantos peligros por mar y por tierra como se cuentan, asesinos y ladrones por tierra, tormentas, naufragios y piratas por mar, y éste va y se salva de todo eso y vuelve a casa sano y salvo. ¡A diferencia de su amo!
—¿Has encontrado a Gerardo? —preguntó Alduino.
—No, se había alejado demasiado hacia el oeste. No había tiempo para darle alcance y tendrán que enterrar al viejo sin él. Poco me dolería que tuvieran que enterrar a Elave —confesó sinceramente Conan.
—Se volverá a ir —dijo Alduino, esperándolo con todas sus fuerzas—. Ahora se considera demasiado importante para nosotros, no se quedará.
Conan soltó una carcajada muy poco sincera.
—¿Que se irá? Estaba a punto de irse esta tarde hasta que posó los ojos en Fortunata. Volvió en seguida en cuanto ella lo tomó de la mano y se lo pidió. Y, por la forma en que ambos se miraban, la chica no tendrá ojos para otro hombre mientras él esté aquí.
Alduino lo miró con cautelosa incredulidad.
—¿Es que se te ha metido en la cabeza conseguir a la chica? Nunca vi nada que me lo hiciera suponer.
—Me gusta bastante, siempre me gustó. Por mucho que la traten como a una hija, no es pariente suya, simplemente una niña abandonada que acogieron por compasión. Y el dinero se pega a la sangre y, generalmente, a los hombres y doña Margarita tiene sobrinos aunque Gerardo no los tenga por su parte. Quieras que no, un hombre tiene que pensar en sus posibilidades.
—Y ahora la chica te gusta más porque el viejo Guillermo le ha dejado una dote —adivinó astutamente Alduino— y quieres que el otro desaparezca cuanto antes. ¡A pesar de que ha sido él quien le ha traído la dote! ¿Y sabes si lo que hay dentro merece la pena o no? —¿En un cofre tan labrado? Ya viste los adornos de los zarcillos y el marfil.
—Una caja es una caja. Lo importante es lo que hay dentro.
—Nadie pondría una basura cualquiera en una caja así. Pero tanto si tiene valor como si no, merece la pena arriesgarse. Porque la chica me gusta y no me parece vergonzoso, sino más bien razonable, que ahora me guste más porque tenga bienes —afirmó categóricamente Conan—. Y tú harás bien en pensar en tu situación —añadió con la cara muy seria— como este mozo caiga en las redes de Fortunata y se quede aquí donde aprendió el oficio de escribano.
Conan estaba expresando con palabras los temores que habían turbado la paz espiritual de Alduino desde la aparición de Elave. Alduino hizo un leve intento de rechazar aquella inquietud.
—No he visto la menor señal de que quiera regresar aquí.
—Pues, para ser alguien que no les interesa, le dispensaron un recibimiento muy cordial —replicó Conan—. Además, hablando con Jevan, éste me ha comunicado que yo no tenía nada que temer porque Elave no era pastor y no podía amenazar mi puesto. Deja que se preocupe Alduino, me ha dicho, si es que hay alguna razón para ello.
Alduino se había pasado todo el anochecer preocupado y se le notaba en la manera en que mantenía las manos fuertemente cerradas en puño y en la amarga mueca de sus labios cual si tuviera la boca llena de bilis.
Permaneció sentado sin decir nada mientras en su mente se agitaban toda suerte de temores y recelos.
La indiferente frase de Jevan era justo la confirmación que necesitaba.
—¿Por qué habrá vuelto sano y salvo de un viaje en el que tantos miles han perecido? —se preguntó Conan en tono malhumorado—. No le deseo al chico ningún mal, bien lo sabe Dios, pero quisiera que estuviera en otro sitio. Le deseo lo mejor, pero preferiría que se largara a disfrutado a otro lugar. Sin embargo, sería un tonto si no comprendiera lo bien que le pueden ir las cosas aquí. No me lo imagino poniendo pies en polvorosa.
—No —convino Alduino con malevolencia—, a menos que los lebreles le pisaran los talones.
Alduino permaneció un buen rato sentado en la cocina una vez Conan se hubo retirado a descansar.
Cuando al final se levantó de la mesa, pensó que la sala estaría a oscuras, la puerta exterior atrancada y Jevan tranquilamente en su habitación. Alduino encendió un cabo de vela en los últimos parpadeos de la lámpara para cruzar la sala y subir por la escalera del desván antes de apagar la mortecina llama.
En la sala todo estaba inmóvil y en silencio y sólo se oía el leve rumor de una contraventana movida por la brisa nocturna. La vela de Alduino era un minúsculo punto de luz en la oscuridad, suficiente para mostrarle el camino en una estancia conocida. Cuando ya estaba a punto de alcanzar el pie de la escalera, se detuvo un instante para escuchar el tranquilizador silencio y se encaminó hacia la alacena del rincón.
La llave estaba siempre en la cerradura, pero raras veces se giraba. Los objetos de valor de la casa se guardaban en un arca del dormitorio de Gerardo. Alduino abrió con cuidado la alta puerta, dejó la vela en un estante situado a la altura de su pecho y extendió la mano hacia el estante de arriba donde Margarita había depositado el cofre de Fortunata. Cuando lo colocó al lado de la vela, se estremeció. ¿Y si la llave hiciera ruido al girar o no permitiera abrir el cofre?
No hubiera podido decir qué motivo lo había impulsado a fisgonear, pero la curiosidad era una constante en él, siempre quería saber lo que se hacía o se dejaba de hacer en la casa, como si algún detalle que se le pasara por alto pudiera utilizarse en contra suya más adelante. Giró la pequeña llave y ésta se movió silenciosamente, tan bien hecha como la cerradura y el cofre que adornaba y protegía. Con la mano izquierda levantó la tapa y con la derecha tomó la vela para iluminar el interior.
—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó la irritada voz de Jevan desde lo alto de la escalera.
Alduino experimentó un violento sobresalto y se sacudió las gotas de cera caliente que habían caído sobre su mano. Inmediatamente cerró la tapa, giró la llave en la cerradura y volvió a colocar el cofre en el estante de arriba, protegido por la puerta abierta de la alacena. Bajando por la escalera como una sombra entre las sombras, Jevan habría visto la luz aunque no su fuente, una parte de la alacena abierta y la silueta del cuerpo de Alduino, aunque no lo que hacían sus manos, como no fuera tal vez un movimiento hacia arriba para volver a colocar en su sitio el profanado tesoro.
Alduino se deslizó pegado al estante y apareció con la vela en una mano y un pequeño cuchillo que se acababa de sacar del cinto en la otra.
—Ayer me dejé el cortaplumas aquí cuando corté una nueva muesca para encajar el mango de la cubeta.
Me hará falta mañana por la mañana.
Jevan bajó el resto de los peldaños de la escalera con resignada irritación y apartó a Alduino a un lado para cerrar la puerta de la alacena.
—Tómalo, pues, vete a la cama y deja de molestar a la gente de la casa a estas horas.
Alduino se retiró con una celeridad y una docilidad inusitadas, alegrándose de haber salido tan bien librado de una situación comprometida. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar sino que subió al desván, sosteniendo el goteante cabo de vela en su trémula mano.
Sin embargo, oyó a su espalda el chirriante ruido de una llave de gran tamaño al girar y comprendió que Jevan había cerrado la alacena. Las furtivas incursiones del escribano se podían tolerar y pasar por alto como algo molesto aunque inofensivo, pero no se podían alentar. Alduino haría bien en tener cuidado con Jevan durante algún tiempo hasta que el incidente se olvidara.
Pero lo peor era que no le había servido de nada.
No había tenido tiempo de examinar el contenido del cofre sino que lo había tenido que cerrar a toda prisa en el mismo momento de abrirlo, sin tiempo para echarle un vistazo. No pensaba intentado de nuevo. El contenido del cofre de Fortunata tendría que seguir siendo un secreto hasta que Gerardo regresara a casa.
El día veintiuno de junio después de la misa de media mañana, Guillermo de Lythwood fue enterrado en un discreto rincón del cementerio, al este de la iglesia abacial, donde los buenos protectores de la casa tenían su último lugar de descanso. Había conseguido lo que quería y podría dormir tranquilo.
Entre los asistentes, fray Cadfael advirtió ciertas corrientes de malestar. Conocía al escribano Alduino, al igual que a Elave en otros tiempos, como un ocasional mensajero de su amo y, a decir verdad, jamás le había visto contento; pero aquel día en particular parecía más distraído y malhumorado que de costumbre; tanto él como el pastor mantenían las cabezas juntas con gesto de conspiradores y no apartaban ni por un instante los ojos del recién llegado peregrino, dando a entender con su expresión que su presencia no era de su agrado, por más que el resto de la casa se comportara con él con la mayor gentileza. Por su parte, el joven mantenía un aire ensimismado y, a pesar de la atención con la cual estaba siguiendo la ceremonia, sus ojos se habían desviado varias veces hacia la muchacha, que permanecía modestamente de pie detrás de doña Margarita junto a la sepultura del hombre que le había dado un hogar y un apellido. ¡Y una dote!
Valía la pena mirarla. A lo mejor, Elave estaba reconsiderando su decisión de buscarse un trabajo mejor que el que antaño desempeñara. La escuálida chiquilla toda dientes y huesos, se había transformado en una hermosa mujer, aunque no mostraba la menor señal de encontrar al joven tan joven tan turbador como evidentemente él la encontraba a ella. Estaba totalmente absorta en los ritos funerarios de su benefactor y no tenía ojos para nada más.
Antes de que el grupo se dispersara, hubo el habitual intercambio de cortesías y la familia recibió con agrado las condolencias de los clérigos. En el soleado patio, los presentes se subdividieron en pequeños grupos afines: el abad Radulfo y el prior Roberto dieron el pésame a Margarita y a Jevan de Lythwood antes de retirarse y fray Jerónimo, en su calidad de capellán del prior, dedicó unos minutos a conversar con los miembros de inferior rango de la desconsolada familia. Tuvo que dedicarle unas palabras a la chica antes de pasar a los criados. Las devotas trivialidades que inicialmente dirigió a Conan y Alduino se transformaron en seguida en una locuacidad mucho más interesante y, al mismo tiempo, más confidencial, pues se juntaron tres cabezas en lugar de dos y de vez en cuando unas miradas entornadas se desviaban hacia el lugar donde se encontraba Elave.
El joven había observado un comportamiento impecable a lo largo de toda la ceremonia y, desde su enfrentamiento con el canónigo Gerberto, había mantenido la boca cerrada. Poco podría intervenir allí fray Jerónimo si bien el menor atisbo de heterodoxia, especialmente si había merecido la censura de un prelado tan eminente, bastaba para que la nariz de Jerónimo olfateara el aire como un flaco lebrel husmeando un rastro. El canónigo no había querido honrar las exequias de Guillermo con su presencia, pero probablemente recibiría un informe completo por parte del prior Roberto, el cual valoraba en su justa medida la oportunidad que se le ofrecía de cultivar la amistad de un estrecho confidente y colaborador del arzobispo.
Sea como fuere, aquel asunto sin importancia que había amenazado fugazmente con convertirse en una peligrosa hoguera, ya había caído en el olvido. Se había cumplido el deseo de Guillermo, Elave había actuado con lealtad cuidando de que así fuera y Radulfo había respaldado el derecho del peticionario. En cuanto finalizaran los festejos del día siguiente, Gerberto reanudaría su camino y, sin su exaltada severidad, casi ciertamente sincera y probablemente alentada por sus recientes estancias en Francia y Roma, Shrewsbury se vería libre de todas aquellas áridas indagaciones sobre las palabras pronunciadas por cualquier hombre.
Cadfael observó cómo la familia de Guillermo de Lythwood se despedía de sus amistades y se dirigía a la garita de vigilancia para regresar a la ciudad, y se fue a comer al refectorio con la conciencia tranquila de un hombre que cree haber visto satisfactoriamente resuelta una cuestión de trascendental importancia.
El velatorio de Guillermo estuvo abundantemente regado con cerveza, vino e hidromiel y transcurrió como casi todos los velatorios, pasando desde la severa solemnidad y el piadoso recuerdo a las sentimentales reminiscencias mientras las discretas voces se elevaban progresivamente y se contaban anécdotas surgidas tanto de la imaginación como del recuerdo.
Puesto que Elave había sido el compañero de Guillermo durante los siete años en que estuvo lejos de la vista y a menudo de los pensamientos de sus viejos vecinos, el joven se vio obsequiado con la mejor cerveza de la casa a cambio de sus relatos sobre el largo viaje, las maravillas que había visto por el camino y la piadosa despedida de Guillermo de este mundo.
Si no hubiera bebido mucho más de la cuenta, tal vez Elave no hubiera dado tantas respuestas sinceras y directas a tantas preguntas oblicuas e indirectas.
Por otra parte, teniendo en cuenta su habitual y combativa honradez y el hecho de no tener ningún motivo para mostrarse precavido entre aquella gente, era análogamente probable que las hubiera dado.
La cosa no empezó hasta el momento en que las visitas se estaban retirando o ya se habían retirado y Jevan se encontraba en la calle despidiendo amablemente a la gente. Margarita estaba en la cocina con Fortunata, retirando las sobras del festín y supervisando la tarea de lavar los platos. Elave se había quedado junto a la mesa de la sala en compañía de Conan y Alduino. Cuando el trabajo de la cocina ya casi había terminado, Fortunata regresó directamente y se sentó con ellos.
Estaban comentando los festejos del día siguiente. Era natural que el entierro hubiera tenido lugar la víspera de la conmemoración de la traslación de santa Winifreda para que, por la mañana, todo resultara tan alegre y festivo como el día sin nubes del que esperaban disfrutar. De la eficacia de las reliquias de los santos y la validez de sus milagros hasta la cuestión de Guillermo no había más que un paso. A fin de cuentas, aquél era el día de Guillermo y era justo que lo recordaran hasta bien entrada la noche.
—Según uno de los monjes de allí —dijo Alduino con la cara muy seria—, ese bajito que siempre se afana alrededor del prior, no era muy seguro que aceptaran al viejo. Alguien desenterró la antigua disputa que tuvo con el predicador y poco faltó para que le negaran la sepultura.
—Es muy grave discrepar de la Iglesia —convino Conan, sacudiendo la cabeza—. Nosotros sabemos menos que los curas en cuestiones de fe. Tenemos que escuchar y decir amén, eso pienso yo por lo menos. ¿Te habló alguna vez Guillermo de estas cosas, Elave? Viajaste con él durante muchos años hasta lejanas tierras. ¿Intentó llevarte también por ese camino?
—No nunca mantuvo en secreto lo que pensaba —contestó Elave—. Exponía sus puntos de vista y con muy buen criterio, por cierto, incluso en presencia de sacerdotes, pero ninguno de ellos consideró jamás que fueran demasiado graves las cosas que pensaba. ¿De qué le sirve la inteligencia a un hombre si no la usa?
—Eso es una presunción en personas como nosotros que no tenemos la sabiduría ni la vocación de los clérigos —dijo Alduino—. De la misma manera que el rey y el gobernador ejercen su poder sobre nosotros en el campo que les compete, el sacerdote también lo ejerce en el suyo. Nosotros no tenemos que hurgar en cuestiones que no están a nuestro alcance. Conan tiene razón, ¡lo mejor es escuchar y decir amén!
—¿Cómo puedes decir amén al hecho de que un recién nacido sea condenado al infierno sólo porque murió antes de que lo bautizaran? —preguntó Elave—. Era una de las cosas que lo preocupaban. Argumentaba que ni el peor de los hombres hubiera sido capaz de arrojar a un niño a las llamas, ¿cómo hubiera podido hacer tal cosa el buen Dios? Es contrario a su naturaleza.
—Y tú —dijo Alduino, mirándole con curiosidad e inquietud—, ¿estabas de acuerdo con él? ¿Tú también dices eso?
—Sí, lo digo. No puedo creer la explicación que nos dan, eso de que los niños vienen al mundo ya contaminados por el pecado. ¿Cómo puede ser cierto? Una criatura pequeña y desvalida que acaba de llegar al mundo, ¿qué mal puede haber hecho?
—Dicen —se aventuró a comentar Conan— que hasta los niños no nacidos están contaminados por el pecado de Adán y han caído con él.
—Y yo digo que un hombre sólo tendrá que responder de sus obras buenas o malas en el día del juicio y que eso será lo que lo salvará o lo condenará. Aunque la verdad es que yo nunca he conocido a un hombre tan malvado como para que me indujera a creer en su condena —añadió Elave, todavía absorto en sus propios razonamientos y sólo empeñado en expresar sus puntos de vista con claridad y sencillez sin la menor sospecha de hostilidad o peligro—. He oído decir que hubo una vez un padre de la Iglesia en Alejandría, el cual afirmaba que, al final, todo el mundo alcanzaría la salvación. Hasta los ángeles caídos volverían a su lealtad e incluso el demonio se arrepentiría y volvería a Dios.
Percibió el frío estremecimiento de sus oyentes, pero se limitó a pensar que la sabiduría adquirida durante sus viajes, por pequeña que fuera, no estaba al alcance de su intolerante inocencia. Incluso Fortunata, escuchando en silencio la conversación de los hombres, contrajo los músculos y abrió unos ojos como platos ante semejante afirmación, sorprendida y tal vez escandalizada. Con todo, no dijo nada, aunque siguió atentamente las palabras mientras el color iba y venía en sus mejillas y sus ojos miraban angustiados.
—¡Eso es una blasfemia! —exclamó Alduino en un consternado susurro—. La Iglesia nos dice que no hay salvación más que por medio de la gracia, no de las obras. Un hombre no puede hacer nada para salvarse porque nació con pecado.
—Pues, yo no lo creo —insistió Elave—. ¿Cómo es posible que el buen Dios hiciera una criatura tan imperfecta que no pudiera elegir libremente entre el bien y el mal? Nosotros podemos abrimos camino hacia la salvación o hundirnos en el barro y, al final, cada uno deberá responder de sus actos en el día del juicio. Si somos hombres, tenemos que esforzamos por alcanzar la gracia, y no quedarnos sentados esperando que la gracia venga a nosotros y nos levante.
—No, no, lo que nos enseñaron es otra cosa —dijo obstinadamente Conan—. Los hombres se encuentran contaminados a causa de la primera caída y están inclinados al mal. Jamás podrán obrar el bien como no sea a través de la gracia de Dios.
—¡Pues yo digo que pueden obrarlo y lo obran! Un hombre puede elegir libremente entre el pecado y la recta conducta y su voluntad es un don de Dios que le fue otorgado para que lo usara. ¿Qué mérito tendría un hombre si lo dejara todo en manos de Dios? —dijo Elave con razonable vehemencia—. Pensamos en lo que hacemos a diario con nuestras manos para ganamos el sustento. ¡Qué necios seríamos si no pensáramos en lo que estamos haciendo con nuestras almas para ganamos la vida eterna! Ganarla —repitió para subrayar su importancia—, no esperar que nos la otorguen sin haberla ganado.
—Eso es contrario a los padres de la Iglesia —objetó Alduino con análoga vehemencia—. Nuestro cura de aquí predicó una vez un sermón sobre san Agustín, el cual escribió que el número de los elegidos ya está establecido, o no se puede cambiar y todos los demás están perdidos y condenados; por consiguiente, ¿cómo pueden ayudarles su libre albedrío y sus actos? Sólo la gracia de Dios puede salvarnos, todo lo demás es vano y pecaminoso.
—No lo creo —dijo Elave levantando la voz con firmeza—. Si así fuera, ¿por qué razón tendríamos que esforzamos en obrar rectamente? Estos mismos curas nos instan a obrar el bien y nos exigen la confesión y la penitencia si fallamos. ¿Por qué, si la lista ya está hecha? ¿Qué sentido tendría? ¡No, no lo creo!
Alduino le miró con sobrecogida solemnidad.
—¿No crees ni siquiera en san Agustín?
—Si escribió estas cosas, no, no creo en él.
De pronto, se produjo un opresivo silencio, como si su categórica afirmación hubiera dejado a sus dos interlocutores sin habla. Alduino le miró de soslayo con los ojos entornados y se apartó un poco en el banco para evitar que su manga entrara en comprometedor contacto con aquel vecino tan peligroso.
—Bueno —dijo Conan al final, elevando la voz en tono excesivamente alegre y levantándose rápidamente de la mesa como si el tiempo le hubiera dado un súbito codazo en las costillas—, supongo que será mejor que empecemos a movernos, de lo contrario, ninguno de nosotros se levantará temprano para hacer el trabajo antes de misa. ¡Directamente de la mortaja a la boda tal como suele decirse! Esperemos que el tiempo se mantenga.
Se levantó, empujando hacia atrás la parte del banco en la que estaba sentado, y estiró sus largas y poderosas extremidades.
—Se mantendrá —afirmó confiadamente Alduino, recuperándose de su precavido silencio mediante la aspiración de una gran bocanada de aire—. La santa consiguió que brillara el sol sobre su procesión cuando la trajeron aquí desde San Gil mientras la lluvia caía alrededor. Mañana no nos fallará.
Dicho lo cual, él también se levantó con expresión de alivio. Estaba claro que la velada había tocado a su fin y que por lo menos dos participantes se alegraban de ello.
Elave permaneció sentado hasta que ellos se fueron a cumplir sus últimas tareas antes de irse a la cama tras haberle deseado las buenas noches en tono excesivamente efusivo. Margarita se encontraba en la cocina, revisando los acontecimientos del día por si hubiera habido algún fallo o tuviera que compensar de alguna manera a las vecinas que acudían a ayudarla en ocasiones especiales como aquélla. Fortunata no se había movido ni había dicho una sola palabra. Elave se volvió a mirarla y estudió con expresión vacilante su silencio y la concentrada seriedad de su rostro. El silencio y la solemnidad parecían impropios de su personalidad y tal vez lo fueran, pero, cuando se apoderaban de ella, eran absolutos e impresionantes.
—Qué calladita estás —comentó Elave—. ¿Te he ofendido con algo de lo que he dicho? Sé que he hablado demasiado y con excesiva presunción.
—No —contestó Fortunata en voz comedidamente baja—, no me has ofendido en nada. Jamás había pensado en tales cosas, eso es todo. Era demasiado joven cuando te fuiste y Guillermo nunca me había hablado así. Era muy bueno conmigo y me alegro de que hayas hablado con tanta gallardía en su favor. Yo también lo hubiera hecho.
La muchacha ya no quiso decir nada más en aquel momento. Aún no estaba preparada para decir lo que pensaba de tales cosas y tal vez al día siguiente abandonaría la consideración de las cosas que eran difíciles incluso para los filósofos y teólogos del mundo y bajaría con Margarita y Jevan a la fiesta de santa Winifreda, dispuesta a disfrutar de la música y la emoción, a venerar sin plantearse preguntas y a escuchar y decir amén.
Salió con Elave al patio y lo acompañó hasta la puerta que daba a la calle, dándole la mano al despedirse, sumida todavía en un comedido silencio.
—¿Te veré mañana en la iglesia? —le preguntó Elave, temiendo con retraso haberla molestado, pues sus ojos color avellana le estaban mirando con aire tan pensativo y ensimismado, que él no podía siquiera adivinar qué ideas se agitaban en su mente.
—Sí —contestó lacónicamente Fortunata—, allí estaré.
Después, esbozó una fugaz sonrisa distraída, retiró delicadamente la mano de la suya y dio media vuelta para regresar a la casa, mientras él cruzaba la ciudad en dirección al puente, todavía preocupado por la posibilidad de haber hablado demasiado y con excesiva precipitación, quedando en mal lugar a los ojos de la muchacha.
Como era de esperar, el día de santa Winifreda amaneció tan soleado como el de su inicial llegada a la abadía de San Pedro y San Pablo. Los jardines rebosaban de flores, los peregrinos que se alojaban en la hospedería de fray Dionisio se pusieron sus mejores galas y salieron como otras tantas flores de alegres colores. Eran en su mayor parte ciudadanos de Shrewsbury y feligreses de la iglesia de la Santa Cruz de la barbacana y de las aldeas dispersas de la vasta parroquia del padre Bonifacio. El nuevo sacerdote acababa de ser nombrado para el cargo tras un prolongado interregno, y su rebaño aún le estaba tomando cuidadosamente las medidas tras su desdichada experiencia con el difunto padre Ailnoth[4].
No obstante, las primeras reacciones habían sido enteramente favorables. El sacristán Cynrico era una especie de piedra de toque de la opinión de la barbacana. Sus puntos de vista, raras veces expresados con palabras, pero fáciles de intuir por parte de las gentes sencillas, eran aceptados sin discusión por la mayoría de la gente que frecuentaba la iglesia de la Santa Cruz, y los niños, que eran los más íntimos compañeros de Cynrico a pesar de su carácter taciturno, ya sabían que su larguirucho, huesudo y silencioso amigo apreciaba al padre Bonifacio y aprobaba su comportamiento. Les bastaba con eso. Fiándose de la recomendación de Cynrico, abordaban a su nuevo párroco con toda sinceridad y confianza.
Bonifacio era joven, pues no rebasaba demasiado los treinta, tenía una apariencia modesta y un porte sencillo y no era tan erudito como su predecesor, pero cumplía escrupulosamente con su obligación. Las muestras de deferencia que prodigaba a sus monásticos vecinos le habían ganado el favor incluso del prior Roberto, aunque éste le mirara con cierta condescendencia a causa de los humildes orígenes del joven y de sus escasos conocimientos de latín. El abad Radulfo consciente de su desastroso error en el anterior nombramiento, se lo había tomado con mucha calma y había estudiado a los candidatos con sumo cuidado. ¿Necesitaba realmente la barbacana a un docto teólogo? Los artesanos, pequeños mercaderes, labradores, granjeros y siervos de la gleba de las aldeas y feudos estarían más a gusto con alguien de su clase, que supiera de sus necesidades y preocupaciones y no se inclinara magnánimamente hacia ellos, sino que subiera laboriosamente con ellos, codo con codo. Al parecer, el padre Bonifacio poseía energía y determinación para el ascenso, fuerza suficiente para instar a los demás a subir con él y firme lealtad para no abandonados en caso de que se cansaran. En latín o en lengua vernácula, ése era el lenguaje que la gente podía comprender.
En un día como aquél, la clerecía secular y monástica se unía para honrar a la santa y el capítulo se posponía hasta después de la misa solemne cuando la iglesia se abría a todos los peregrinos que deseaban hacer sus peticiones personales ante el altar, tocar el relicario de plata y ofrecer plegarias y donaciones en la esperanza de ser escuchados benignamente en sus enfermedades, cargas e inquietudes. A lo largo de todo el día, los peregrinos entrarían y saldrían, se arrodillarían y se levantarían bajo la pálida y resplandeciente luz de las perfumadas velas que fray Rhun elaboraba en su honor. Desde que la santa instruyera secretamente a Rhun cuando éste acudió a ella como peregrino y lo tomara en sus brazos, librándole de su cojera y otorgándole la radiante perfección corporal de que disfrutaba en aquellos momentos, Rhun se había convertido en su paje y escudero, y su belleza constituía un reflejo y un testimonio de la belleza de la santa pues todo el mundo sabía que Winifreda había sido según la leyenda, la doncella más hermosa de su tiempo.
En realidad, Cadfael pensó que todo se estaba combinando a la perfección para que aquella jornada fuera lo que tenía que ser, un día de suprema felicidad sin tacha. Por eso se dirigió a su sitial en la sala capitular satisfecho con el mundo en general y se dispuso a escuchar la exposición de los asuntos del día, incluso los detalles menos interesantes, con encomiable atención. Algunos monjes podían ser tan aburridos en el planteamiento de sus temas como para provocarle el sueño a cualquier hombre cansado, pero aquel día Cadfael estaba decidido a extender su virtuosa tolerancia incluso a los más pesados.
Incluso al canónigo Gerberto, pensó, observando cómo el soberbio clérigo entraba en la sala capitular y se acomodaba en el sitial al lado del abad. Estaba dispuesto a atribuirle tan sólo los más santos motivos, por muchas faltas que el visitante encontrara en la disciplina de allí y por muy arrogante que fuera su actitud para con el abad Radulfo. Aquel día nada debería turbar la paz estival.
En medio de aquella admirable calma, se levantó un súbito y siniestro viento provocado por el ondulante movimiento del hábito del prior Roberto cuando éste entró con la cabeza erguida y las ventanas de la nariz distendidas cual si alguien acabara de arrojar a sus pies una maloliente obscenidad. Semejante celeridad en alguien tan constantemente empeñado en reservar su propia dignidad transmitió entre los monjes un estremecimiento, cuya intensidad creció de punto cuando vieron aparecer a fray Jerónimo corriendo tras la sombra del prior. Su angosto y pálido rostro mostraba una expresión a medio camino entre el horror y la satisfacción.
—Padre abad —declamó Roberto, anunciando a los cuatro vientos su indignación—, debo exponeros una cuestión de la mayor gravedad. Fray Jerónimo me la ha comunicado, tal como yo os la debo comunicar ahora a vos en conciencia. Aquí fuera espera alguien que acaba de formular una grave acusación contra el joven Elave, el aprendiz de Guillermo de Lythwood. Recordaréis las sospechas que suscitó en cierta ocasión la fe de su señor; ahora parece que el siervo supera al amo. Alguien de la misma casa puede atestiguar, junto con otras personas, que anoche este joven expresó unos puntos de vista contrarios a las enseñanzas de la Iglesia. Alduino, el escribano de Gerardo de Lythwood, acusa a Elave de unas abominables herejías y está dispuesto a mantener la acusación contra él delante de esta asamblea, tal como es su deber.