ientras cruzaba el patio después de comer para regresar a sus tareas del herbario, Cadfael se tropezó con Elave. El joven estaba bajando los peldaños de la hospedería con porte y gestos confiados y vehementes, como una herramienta afilada para su uso.
Aún estaba alterado y dispuesto a atacar tras la difícil admisión del cuerpo de su señor a su deseado lugar de descanso, y en los huesos de su rostro se advertía una comedida tensión mientras que su prominente nariz parecía olfatear beligerantemente el aire estival.
—Te veo a punto de pegar un mordisco —dijo Cadfael situándose deliberadamente delante de él.
El muchacho le miró un momento sin saber qué contestar, pues aquella presencia inofensiva le era todavía desconocida. De pronto, sonrió y la tensión se suavizó.
—¡En cualquier caso, no a vos, hermano! Si enseño los dientes, ¿acaso no tengo motivos?
—Bueno, por lo menos, ahora ya conoces mejor a nuestro abad. Tienes lo que pedías. Pero será mejor que mantengas la boca cerrada hasta que se vaya el otro. La mejor manera de estar seguro de no decir nada que pueda ser interpretado erróneamente consiste en no decir nada en absoluto. Otra consiste en decir que sí a cualquier cosa que digan los prelados.
Pero dudo de que eso te gustara.
—Es como abrirse paso entre arqueros en una emboscada —dijo Elave ya más tranquilo—. Para ser un hombre enclaustrado, hermano, decís cosas que se apartan de lo corriente.
—Ninguno de nosotros es tan corriente como parece. Lo que yo intuyo cuando los clérigos empiezan a hablar de doctrina, es que Dios habla todas las lenguas y no necesitamos intérpretes para cualquier cosa que le digamos o que se diga de él. Y, si las cosas se hacen con devota intención, no hay por qué disculparse. ¿Qué tal va la mano? ¿No se te ha inflamado?
Elave se pasó el cofre que llevaba a la otra mano y mostró la pálida cicatriz de la palma, todavía ligeramente hinchada y rosada alrededor de las picaduras ya cerradas.
—Ven a mi cabaña si tienes tiempo —le invitó Cadfael— y permíteme que te la vende de nuevo. Ya no tendrás que pensar más en ello —echó un vistazo al cofre que el muchacho llevaba bajo el brazo—. Pero ¿tienes cosas que hacer en la ciudad? Tendrás que visitar a los parientes de Guillermo.
—Hay que comunicarles el entierro de mañana —contestó Elave—. Vendrán. Siempre hubo buenos sentimientos entre ellos, nunca hubo rencor. Era la esposa de Gerardo la que llevaba la casa para toda la familia. Tengo que ir a comunicarles lo que se ha dispuesto.
Pero no hay prisa. Creo que, cuando vaya a verles, me pasaré todo el día allí hasta el anochecer.
Ambos abandonaron el claustro conversando amistosamente y cruzaron la rosaleda, doblando el tupido seto de boj. En cuanto entraron en el huerto cerrado, la fragancia de las hierbas calentadas por el sol los envolvió como una nube; su avance por el sendero de grava entre los cuadros del huerto se vio acompañado por distintas oleadas de dulzura.
—Es una lástima entrar en la cabaña con semejante día —dijo Cadfael—. Siéntate aquí al sol y yo iré por la loción.
Elave se sentó con mucho gusto en el banco adosado al muro norte, ladeó la cabeza hacia el sol y depositó el cofre a su lado. Cadfael lo estudió con interés, pero primero fue por la loción para aplicarla sobre la herida ya casi cicatrizada.
—Ahora ya no notarás nada, porque la herida está limpia. La carne joven cicatriza muy bien y sin duda habrás corrido riesgos mucho más grandes recorriendo el mundo de los que puedas hallar aquí, en Shrewsbury —Cadfael destapó el frasco y se sentó al lado de su huésped—. Supongo que todavía no se habrán enterado de que has vuelto y de que su pariente ha fallecido… ¿la familia está en la ciudad?
—No, todavía no. Apenas hubo tiempo anoche para acomodar a mi señor y después, con la disputa en el capítulo esta mañana, aún no he tenido ocasión de hablar con ellos. ¿Vos los conocéis… a los sobrinos, quiero decir? Gerardo se encarga de los rebaños y de las ventas y recoge las trasquilas de otros criadores para venderlas. Jevan ya cuidaba de la elaboración de los pergaminos, incluso cuando Guillermo estaba aquí.
Pensándolo bien, puede que las cosas hayan cambiado desde que nos fuimos.
—Los encontrarás a todos vivos —le tranquilizó Cadfael—, eso lo sé. No es que los veamos mucho aquí en la barbacana. Vienen a veces, cuando se celebra alguna festividad, pero ellos ya tienen su iglesia de san Alcmundo —contemplando el cofre que Elave había dejado en el banco, preguntó—: ¿Algo que Guillermo les traía?
A fe mía que no puedo quitarle los ojos de encima. Es una maravillosa pieza labrada. Y antigua sin duda.
Elave contempló el cofre con la mirada crítica y la indiferencia propia de alguien para quien no significara más que un encargo que cumplir, un objeto que gustosamente entregaría para librarse cuanto antes de la responsabilidad. No obstante, se apresuró a tomar el cofre y a depositario en las manos de Cadfael para que éste pudiera examinarlo con más detenimiento.
—Tengo que entregárselo a la chica como dote.
Cuando se puso gravemente enfermo, se acordó de ella, pues la había tenido en su casa desde el día en que nació. Entonces me encomendó entregarle eso a Gerardo para cuando ella se case. Mal asunto si una chica no tiene dote cuando llega el momento de buscar marido.
—Recuerdo que había una chiquilla —dijo Cadfael, examinando el cofre con admiración. Era suficiente para estimular al artista que se encierra en todo hombre. Se había labrado utilizando una oscura madera oriental, medía un palmo y medio de longitud por uno de anchura y medio de profundidad; tenía una tapa impecablemente ajustada y un pequeño candado dorado. La superficie inferior era lisa y lustrosa, de un color casi negro, la superficie superior y los cantos de la tapa estaban hermosa y complejamente labrados con toda una intrincada decoración de hojas de vid y racimos de uva y en el centro de la tapa había un rombo con una placa de marfil: una cabeza aureolada, de ancho rostro y grandes ojos bizantinos. Era tan antiguo que los afilados bordes se habían redondeado y suavizado con el uso, pero las líneas todavía estaban perfiladas con oro—. ¡Excelente trabajo! —exclamó Cadfael, devolviéndole reverentemente el cofre al joven. Lo sostuvo entre sus manos y le pareció que era una sólida masa de madera en cuyo interior no se movía nada—. ¿Nunca te has preguntado lo que hay dentro?
Elave pareció sorprenderse levemente y se encogió de hombros.
—Lo guardé junto con lo demás y ya no volví a pensar en él. Lo he sacado de la bolsa del equipaje hace justo media hora. No, nunca me lo he preguntado. Pensé que mi señor habría ahorrado algún dinero para ella. Me limitaré a entregárselo a Gerardo tal como me mandaron. Es de la chica, no mío. —¿No sabes dónde lo consiguió?
—Oh, sí, sé dónde lo compró. Se lo compró a un pobre diácono en el mercado de Trípoli poco antes de que nos embarcáramos hacia Chipre y Tesalónica durante el viaje de regreso. Algunos cristianos estaban empezando a huir de las regiones situadas más allá de Edesa, expulsados de sus monasterios por las milicias mamelucas de Mosul. Llegaban casi con lo puesto y tuvieron que vender lo poco que habían llevado consigo para poder vivir. Guillermo era muy hábil en sus negocios con los mercaderes, pero fue muy justo en sus tratos con aquellas pobres almas. Decían que la existencia era cada vez más dura y peligrosa en aquellas regiones. La ida la hicimos despacio y por tierra. Guillermo quería ver la gran colección de reliquias de Constantinopla. Pero, al volver, iniciamos el viaje por mar. Hay muchos barcos italianos y griegos que van y vienen regularmente entre Tesalónica, Bari y Venecia.
—Hubo un tiempo —dijo Cadfael regresando mentalmente al pasado— en que yo conocí muy bien aquellos mares. ¿Cómo os las arreglasteis para encontrar alojamiento durante todas aquellas leguas a pie?
—De vez en cuando, recorríamos un buen trecho en compañía de otros peregrinos, pero casi siempre íbamos los dos solos. Los monjes de Cluny tienen hospederías por toda Francia e Italia; incluso en los alrededores de la ciudad del emperador tienen un albergue para los peregrinos. En cuanto llegas a Tierra Santa, los caballeros de San Juan ofrecen cobijo en todas partes. Es una gran proeza haber podido hacer eso —comentó Elave, evocando con asombro la peregrinación—. Cuando un hombre se echa al camino, vive al día y sólo tiene por delante el día siguiente y, por detrás, el día anterior. Ahora que lo veo en su conjunto, me parece maravilloso.
—Pero no todo habrá sido bueno —dijo Cadfael—. Eso no podría ser y no se podría pedir tanto. Recuerda el frío, la lluvia, el hambre en algunas ocasiones, los robos sufridos de vez en cuando a manos de los ladrones y los asaltos de los que acechan a los viajeros… ¡no me digas que jamás os tropezasteis con nada de todo eso!
Y el cansancio y las veces que Guillermo cayó enfermo, la mala comida, el agua insalubre, los guijarros del camino. Todo eso lo habrás conocido. Cualquiera que haya viajado hasta los confines del mundo lo ha conocido.
—Lo recuerdo muy bien —dijo testarudamente Elave—, pero me sigue pareciendo maravilloso.
—¡Magnífico! Así debe ser —dijo Cadfael, lanzando un suspiro—. Muchacho, me encantaría sentarme a conversar contigo sobre todas las etapas del camino cuando tengas tiempo. Entrégale el cofre a maese Gerardo y habrás cumplido con tu misión. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Seguir trabajando para ellos, como antes?
—No, eso no. Yo trabajaba para Guillermo. Ellos ya tienen a su escribano, no quisiera desplazarle, y no necesitan dos. Además, quiero cosas distintas. Buscaré con calma. He regresado con más conocimientos de los que tenía y me gustaría aprovecharlos.
Elave se levantó con el cofre labrado firmemente sujeto bajo el brazo.
—Lo he olvidado si es que alguna vez lo supe —dijo Cadfael, siguiendo su gesto con aire pensativo—. ¿Cómo encontró a la niña? No tenía hijos propios que yo sepa, Gerardo tampoco los tiene y el otro hermano no está casado. ¿De dónde vino la niña? ¿Fue una criatura abandonada que él acogió en su casa?
—Podría decirse que sí. Tenían una criada, un alma sencilla que un año cayó en manos de un buhonero durante la feria, quedó preñada y tuvo una niña. Guillermo las acogió a las dos en su casa, Margarita cuidó de la niña como si fuera su propia hija y, cuando murió la madre, simplemente se la quedaron. Era una preciosidad. Y más lista que su madre. Guillermo la hizo bautizar con el nombre de Fortunata, porque decía que había venido al mundo sin nada, ni siquiera un padre, y, a pesar de ello, había encontrado un hogar y una familia y siempre tendría suerte en la vida. Tenía once años, casi doce —añadió Elave—, cuando iniciamos la peregrinación, y era una casita escuálida y desgarbada, toda dientes y huesos. Dicen que los cachorros más hermosos se convierten en los perros más feos. Necesitará una buena dote para compensar su desdichado aspecto.
El muchacho se desperezó, sujetó con más fuerza el cofre bajo el brazo, inclinó la rubia cabeza en una pequeña reverencia amistosa y se alejó por la vereda.
La prisa por cumplir los últimos encargos que le habían confiado estaba atemperada en cierto modo por la conciencia apenas experimentada hasta entonces de los siete años transcurridos desde que viera por última vez a la familia de Guillermo y de alejamiento que el tiempo habría inevitablemente producido. Lo que entonces le era familiar ahora le resultaría ajeno y tardaría algún tiempo en volver a acostumbrarse. Cadfael le vio alejarse y doblar el seto de boj, debatiéndose entre la simpatía y la envidia.
La casa de Gerardo de Lythwood, como muchas de los mercaderes de Shrewsbury, se había construido en forma de L con la base corta de cara a la calle y con una entrada en arco que daba acceso al patio y el jardín del interior. La base de la L sólo tenía una planta baja y en ella se hallaba ubicado el taller donde el hermano menor, Jevan, almacenaba y vendía las hojas de pergamino y los pellejos curados que le servían para fabricar los pergaminos. La parte anhiesta de la L tenía una fachada que daba a la calle y constaba de un sótano, un piso y un desván bajo el tejado en el que había sitio para dormir. La casa en sí no era muy grande, porque el espacio no se podía desperdiciar en una ciudad amurallada y cercada por un río. Al otro lado del meandro del río, en los suburbios de Frankwell por un lado y la barbacana por el otro, había espacio en abundancia, pero dentro de las murallas las superficies se tenían que aprovechar al máximo.
Elave se detuvo frente a la casa y permaneció inmóvil un instante para asimilar la sensación que experimentaba y que era una mezcla de alegría por haber regresado, casi de miedo y renuencia a entrar y presentarse, y de mudo asombro ante el pequeño tamaño del que había sido su hogar durante varios años. En las grandes basílicas de Constantinopla, al igual que en el profundo aislamiento de los desiertos, un hombre se acostumbra a la inmensidad.
Cruzó despacio la angosta arcada y entró en el patio. A su derecha, las cuadras, el establo de la vaca, el cobertizo y el gallinero estaban tal y como él los recordaba, mientras que a su izquierda la puerta de la casa permanecía abierta de par en par tal como solía estar siempre en verano. Una mujer se estaba acercando desde el jardín de la parte posterior de la casa con un cesto de ropa recién recogida del seto. Vio entrar al desconocido y apuró al paso para salirle al encuentro.
—¡Buenos días os dé Dios, señor! Si queréis ver a mi esposo…
La mujer se detuvo con asombro, reconociendo, pero no creyendo al principio lo que veían sus ojos. Entre los dieciocho y los veinticinco años un joven no cambia hasta el extremo de no resultar reconocible por su propia familia, por mucho que madure y se le llene el cuerpo durante este tiempo. Ocurría simplemente que ella no había recibido ninguna advertencia o indicación de que el muchacho se encontrara tan cerca.
—Doña Margarita —dijo Elave—, no me habréis olvidado, ¿verdad?
La voz completó lo que el rostro había iniciado. La mujer se ruborizó de emoción y de visible placer.
—¡Vaya por Dios, pero si eres tú! Por un instante, me desconcertaste y pensé que estaba viendo visiones, porque te creía a medio mundo de distancia en algún lejano y exótico lugar. Bueno, menos mal que has vuelto sano y salvo después de tantos viajes. Me alegro de verte, muchacho. Gerardo y Jevan también se alegrarán. Quién hubiera imaginado que aparecerías como llovido del cielo y justo a tiempo para las fiestas de santa Winifreda. Entra en la casa, déjame que guarde la ropa, te prepararé algo de beber y tú me contarás qué tal te ha ido durante todo este tiempo.
La mujer soltó una mano para tomarle del brazo y acompañarlo al interior de la casa, indicándole un banco de la sala junto a una ventana sin postigos. Estaba tan emocionada, que no se percató del silencio del joven. Era una pulcra mujer de cabello castaño y de unos cuarenta y tantos años, sana, trabajadora, buena y discreta vecina y amante del orden, en una casa que mantenía resplandecientemente limpia.
—Gerardo se ha marchado a recoger la trasquila y aún tardará un día en volver. La cara que pondrá cuando venga y vea a tío Guillermo sentado a la mesa como en los viejos tiempos. ¿Dónde está? ¿Va a venir ahora o tiene algún asunto que resolver en la abadía?
Elave respiró hondo y dijo lo que tenía que decir.
—No vendrá, señora. —¿Que no vendrá?
Margarita le miró sorprendida desde la puerta de la despensa.
—Lamento no poder traeros mejores noticias. Maese Guillermo murió en Francia antes de que pudiéramos embarcar para regresar a casa. Pero lo he traído, tal como le prometí. Ahora yace en la abadía y mañana será enterrado en el cementerio de allí entre los benefactores de la casa.
Margarita se quedó petrificada con la jarra y el vaso olvidados en sus manos, y le miró largo rato en silencio.
—Es lo que él quería —dijo Elave—. Hizo lo que quería hacer y tiene lo que quería.
—No todo el mundo puede decir lo mismo —dijo Margarita muy despacio—. ¡O sea que tío Guillermo ha muerto! ¿Asuntos en la abadía dije? Los tiene, pero no los que yo imaginaba. ¡Y tú lo has traído solo, cruzando el mar! Gerardo no está y cualquiera sabe dónde se encuentra en estos momentos. Sentirá no haber estado aquí para rendir tributo a un hombre bueno —la mujer salió de su breve inmovilidad, recuperando su sentido práctico habitual—. Bueno, tú no has tenido la culpa, le serviste bien y no tienes por qué mirar hacia atrás. Siéntate y ponte cómodo. Ahora ya estás en casa por lo menos, ya has hecho tus peregrinaciones de momento y no te vendrá mal un buen descanso.
Margarita le sirvió cerveza y se sentó a su lado, pensando sin demasiada aflicción en lo que se debería hacer. Era una mujer competente y lo dispondría todo de la mejor manera, tanto si su esposo regresaba a tiempo como si no.
—Estaba a punto de cumplir los ochenta si mis cálculos no me engañan —dijo—. Vivió una buena existencia, fue un buen pariente y un buen vecino y terminó haciendo una cosa santa que deseaba con toda su alma después de que el anciano predicador de San Osyth le inculcara la idea. Pero, bueno —añadió, sacudiendo la cabeza con un suspiro—, aquí estoy yo, charlando por los codos como una insensata. ¡El tiempo apremia! El abad nos hubiera podido mandar un aviso en cuanto llegasteis a la garita de vigilancia.
—No supo nada hasta esta mañana, en el capítulo.
Sólo lleva cuatro años aquí y nosotros hemos estado ausentes siete. Pero ahora todo se ha resuelto.
—Allá abajo puede que sí, pero aquí tengo que encargarme de que todo esté a punto; todos los vecinos querrán acompañamos y espero que tú vuelvas a esta casa después del entierro. Es una suerte que Conan esté aquí, le enviaré al oeste a ver si consigue localizar a Gerardo a tiempo, aunque cualquiera sabe dónde estará. Tiene que recoger la trasquila de seis rebaños.
Tú quédate aquí mientras vaya avisar a Jevan en el taller y a apartar a Alduino de sus libros; así nos contarás a todos qué le ocurrió a Guillermo. Fortunata se ha ido a hacer unas compras, pero seguramente volverá en seguida.
Margarita se alejó a toda prisa para ir en busca de Jevan, y Elave se quedó mudo y sin aliento ante su locuacidad, pues no le había dado ocasión tan siquiera de mencionar el cofre que aún tenía que entregar. A los pocos minutos, Margarita regresó con el artesano de pergaminos, el escribano y el pastor Conan. Estaban presentes todos los de la casa salvo la hija adoptiva. Elave los conocía a todos y sólo uno de ellos había cambiado considerablemente. Conan era un jovenzuelo de veinte años cuando él le vio por última vez, delgado y enjuto de carnes. Ahora había engordado y tenía más músculo, poseía una fuerte complexión y estaba vigoroso y rubicundo gracias a la vida al aire libre. Alduino había entrado en la casa al servicio de Gerardo y ocupó el lugar de Elave cuando Guillermo lo llevó consigo en su peregrinación. Pasaba de los cuarenta por aquel entonces y era casi iletrado, pero tenía facilidad natural para los números. Ahora que rondaba los cincuenta, Alduino estaba más o menos como siempre y sólo tenía el cabello ligeramente más ralo en la coronilla y con alguna que otra hebra entrecana. Había tenido que trabajar muy duro para ganarse el puesto y conservarlo y en su alargado rostro se observaban las huellas del esfuerzo y la inquietud. Elave había aprendido letras muy pronto gracias al interés de un sacerdote que descubrió las cualidades de su pequeño feligrés y se tomó la molestia de ayudarle; por ello, el muchacho había alardeado descaradamente de su superioridad cuando trabajaba con Alduino. Ahora recordó los conocimientos que le había transmitido a su compañero, no por sincero deseo de echarle una mano, sino más bien para impresionar y deslumbrar con su inteligencia no sólo a Alduino, sino a todos los demás.
Ahora había madurado y sabía lo grande que era el mundo y lo insignificante que era su propia persona.
Se alegraba de que Alduino hubiera conseguido aquel puesto seguro y un techo sobre su cabeza sin que nadie amenazara con arrebatárselo.
Jevan de Lythwood tenía cuarenta y tantos años, siete menos que su hermano, era alto y delgado y tenía cara de erudito. No había recibido una exhaustiva educación en su infancia, pero su temprana iniciación en el oficio de la preparación de pergaminos le había puesto en contacto con hombres de letras: monjes, escribanos e incluso algunos señores de los feudos de los alrededores aficionados a la literatura. Su rápida inteligencia le permitió aprender de ellos, despertó su interés y le convirtió a su vez en un erudito, la única persona de aquella casa que sabía leer latín y algo más que unas cuantas palabras de inglés. Era bueno para el negocio que el vendedor de pergaminos estuviera a la altura de la calidad de su obra y comprendiera el uso que le daban los doctos.
Todos ellos se reunieron con Margarita alrededor de la mesa para dar la bienvenida al viajero y escuchar sus noticias. La pérdida de Guillermo, anciano, tranquilo y liberado de las penas de este mundo, en estado de gracia para descansar en el lugar que deseaba, no era una tragedia sino el término de una vida provechosa.
La pérdida se podía aceptar más fácilmente al cabo de siete años de ausencia durante los cuales la brecha que Guillermo había dejado se había cerrado poco a poco, por lo que, ahora, su recuperada presencia no la había vuelto a abrir. Elave contó todo lo que pudo sobre el viaje de regreso a casa, las repetidas recaídas en la enfermedad y la muerte apacible en un lecho limpio, con el alma confesada y absuelta, en Valognes, no lejos del puerto donde hubiera debido embarcar para regresar a casa.
—Y el funeral se celebrará mañana —dijo Jevan—. ¿A qué hora?
—Después de la misa de las diez. El propio abad oficiará la ceremonia. Él apoyó los deseos de mi amo —explicó Elave— en contra de la voluntad de un canónigo de Canterbury que se hospeda en la abadía. Un diácono del obispo lo acompaña y comentó estúpidamente una antigua disputa con un predicador ocurrida hace años. Este Gerberto exigió que se examinara de nuevo la cuestión, llamó hereje a Guillermo y quiso negarle la entrada en la abadía, pero el abad se mantuvo firme y accedió al deseo de mi señor. Y yo estuve a punto de caer en la herejía discutiendo con él —confesó Elave, alterado por el recuerdo del incidente—. A este hombre no le gusta que le lleven la contraria, no podía oponerse al abad en su propia casa, pero dudo que me tenga demasiada simpatía. Será mejor que mantenga la cabeza inclinada hasta que se vaya.
—Hiciste muy bien defendiendo a tu señor —dijo Margarita con entusiasmo—. Espero que eso no te haya perjudicado. —¡Por supuesto que no! Ahora ya todo ha pasado. ¿Asistiréis mañana a la misa?
—Todos los hombres de esta casa y las mujeres también —contestó Jevan—. Y Gerardo, si conseguimos encontrarle pronto, aunque se desplaza constantemente y a estas horas podría andar cerca de la frontera. Quería regresar para la fiesta de santa Winifreda, pero podría retrasarse con los rebaños de la frontera.
Elave había dejado el cofre de madera en el banco bajo la ventana. Ahora se levantó para acercarlo a la mesa y todos los ojos se concentraron en él con interés.
—Recibí la orden de entregárselo a maese Gerardo.
Maese Guillermo se lo envía con la intención de que se conserve para Fortunata hasta el día en que se case.
Es su dote. Cuando cayó enfermo, pensó en ella y dijo que necesitaba tener una dote. Eso es lo que le envió.
Jevan fue el primero en extender las manos para acariciar el cofre, fascinado por la belleza de la madera grabada.
—Es un trabajo muy curioso. ¿Lo encontró en algún lugar de Oriente? —lo tomó y se sorprendió de su peso—. ¿Será un buen tesoro? ¿Qué hay dentro?
—Eso no lo sé. Ya casi se estaba muriendo cuando me lo dio y me manifestó su voluntad. No me dijo nada más y yo no pregunté. Bastantes cosas tuve que hacer, entonces y después.
—Es cierto —dijo Margarita— y las hiciste muy bien.
Te estamos agradecidos porque era nuestro pariente y un hombre bueno y yo me alegro de que tuviera a su lado a un chico tan bueno para acompañarle tanto a la ida como a la vuelta —tomó el cofre que Jevan había vuelto a depositar sobre la mesa y acarició los adornos dorados de la madera labrada con evidente admiración—. Bueno, pues, si lo envió a Gerardo, lo guardaré hasta que vuelva Gerardo. Este asunto corresponde al señor de la casa.
—Hasta la llave es una obra de arte —dijo Jevan—. O sea que nuestra Fortunata hace honor a su nombre, tal como siempre había dicho tío Guillermo. ¡La muy afortunada aún anda por ahí comprando y no se ha enterado de su suerte!
Margarita abrió una alta alacena de un rincón de la sala y colocó el cofre y la llave en un estante de arriba.
—Aquí se quedará hasta que mi esposo regrese a casa. Él lo guardará hasta que mi niña quiera casarse y ponga los ojos en el mozo que le guste por marido.
Todos los ojos siguieron el regalo de Guillermo hasta su escondrijo.
—Habrá muchos pretendientes —dijo amargamente Alduino— como se enteren de que posee bienes. Necesitará vuestros buenos consejos, señora.
Conan no había abierto la boca para nada porque nunca había sido demasiado hablador. Sus ojos siguieron el cofre hasta que se cerró la puerta de la alacena. Todo lo que tenía que decir lo dijo al final, cuando Elave se levantó para retirarse. El pastor se levantó con él.
—Pues me voy por la jaca a ver si puedo encontrar al amo. Pero, tanto si lo encuentro como si no, regresaré al anochecer.
Todos se estaban dispersando a sus distintas ocupaciones cuando Margarita tiró de la manga de Elave y retuvo al joven hasta que los demás se fueron.
—Estoy segura de que lo comprenderás —le dijo en tono de confianza—. No quería decírtelo más que a ti, Elave. Siempre llevaste muy bien las cuentas y trabajaste muy duro y, a decir verdad, Alduino no se te puede comparar aunque hace lo que puede y procura hacerlo lo mejor que sabe. Lo que ocurre es que no tiene casa ni parientes y ¿qué iba a hacer si ahora lo despidiéramos? Tú eres joven y cualquier mercader se alegrará de contratarte con lo que tú sabes del mundo. No te tomarás a mal.
Elave ya había comprendido adónde quería ir a parar y se apresuró a interrumpirla para tranquilizarla.
—¡No, no, ni se os ocurra! No esperaba ocupar mi antiguo puesto. Por nada del mundo quisiera perjudicar a Alduino. Me alegro de que pueda estar seguro durante todo el resto de su vida. No os preocupéis por mí, miraré por ahí y me buscaré un trabajo. En cuanto al rencor que pudiera sentir por el hecho de que no me pidáis que vuelva, ni siquiera se me había pasado por la cabeza. No he recibido más que muestras de bondad en esta casa y jamás lo olvidaré. No, Alduino podrá seguir haciendo su trabajo y yo me alegraré de que así sea.
—¡Sigues siendo tan buen chico tomo yo recordaba! —dijo Margarita, lanzando un sincero suspiro de alivio—. Sabía que lo comprenderías. Espero que entres a trabajar al servicio de algún mercader que viaje allende los mares. Eso te iría muy bien después de lo que has visto y hecho. Pero ¿vendrás mañana a comer con nosotros después del entierro de tío Guillermo?
Elave se lo prometió de mil amores, alegrándose de haber dejado bien asentada la relación. A decir verdad, temía tener que permanecer confinado allí, ocupado en la compra de ganado, o el pago de los salarios, el peso y la venta de la lana y los pequeños beneficios y gastos de un negocio que era bueno aunque un tanto limitado. Aún no estaba seguro de lo que quería y podía permitirse el lujo de mirar un opaco a su alrededor antes de comprometerse con algo. Al salir de la sala, se tropezó con Conan que se dirigía a la cuadra y se apartó un poco para dejar pasar primero al mensajero de Margarita.
Una joven con un cesto colgado del brazo acababa de emerger por la angosta entrada de la calle y estaba cruzando el patio en dirección a ellos. No era demasiado alta, pero lo parecía debido a su erguido porte y a sus ligeros y flexibles andares, semejante a los de una fogosa potranca. Su sencillo vestido gris oscilaba siguiendo el movimiento de su airoso cuerpo y la elegante cabeza sostenida por el largo cuello estaba coronada por una gran trenza de sedoso cabello oscuro con resplandecientes reflejos rojizos. Al llegar al centro del patio, la muchacha se detuvo en seco, abrió enormemente la boca y los ojos y soltó una gozosa y cantarina carcajada de placentero asombro.
—¡Tú! —exclamó, lanzando un grito de alegría—. Pero ¿es verdad? ¿No estoy soñando?
Ambos hombres se habían detenido ante la cordialidad de su saludo. Elave se quedó mirando como un idiota a aquella desconocida muchacha que no sólo parecía reconocerle sino que, además, se alegraba de ello, y Conan guardó un cauteloso silencio mientras miraba con cara de palo de uno a otro rostro y entornaba los ojos con desconcierto.
—¿No me conoces? —preguntó entre risas la cantarina voz de la muchacha.
Pero qué tonto era, ¿quién podía ser sino ella, regresando con la cabeza descubierta de sus compras en la ciudad? Sin embargo, era cierto, no la hubiera reconocido. El enjuto y puntiagudo rostro se había convertido en un suave óvalo marfileño, los dientes que parecían demasiado grandes y demasiado numerosos para su boca brillaban ahora con resplandeciente blancura entre unos labios de color rosa encendido que sonreían ante su asombro y confusión. Todos los afilados huesos se habían redondeado graciosamente.
El largo cabello desgreñado que le caía sobre los huesudos hombros infantiles semejaba ahora una corona, trenzado y recogido en la parte superior de la cabeza, y los ojos verde avellana, cuya mirada tanto desconcertaba a Elave siete años atrás, fulguraban ahora de placer al verle de nuevo, lo cual lo halagaba.
—Te conozco —contestó Elave sin encontrar las palabras—. ¡Pero has cambiado mucho!
—Pues, tú no —dijo la chica—. Estás más moreno quizá y tienes el cabello más rubio que antes, pero yo te hubiera reconocido en cualquier sitio. ¿Y ahora apareces sin avisar y ellos dejaban que te fueras sin esperarme?
—Volveré mañana —dijo Elave sin atreverse a dar una explicación allí en el patio mientras Conan observaba el encuentro entre ambos—. Doña Margarita te lo explicará todo. Tenía que comunicar unos mensajes…
—Si supieras —dijo Fortunata— la de veces que ella y yo hemos hablado de ti, preguntándonos qué estarías haciendo en aquellos lejanos lugares. No ocurre todos los días que unos parientes se lancen a semejante aventura. ¿Crees que nunca pensábamos en ti?
En muy pocas ocasiones a lo largo de aquellos años se le había ocurrido a Elave pensar en los que quedaron en casa. La única persona de aquella familia con la que mantenía un trato más estrecho era Guillermo y con él se fue alegremente sin pensar en los que quedaban, y tanto menos en aquella chiquilla desgarbada de once años con su piel pecosa y su desconcertante mirada.
—Dudo que lo mereciera —contestó Elave, avergonzado.
—¿Qué tiene que ver el merecimiento con eso? —replicó la joven—. ¿Y ahora no pensabas volver hasta mañana? ¡No, no puedes hacer eso! Entra conmigo en la casa aunque sólo sea por una hora. ¿Por qué tengo que esperar hasta mañana para volver a acostumbrarme a tu presencia?
Tomándole de la mano, le hizo dar la vuelta hacia la puerta abierta y, pese a constarle que aquello no era más que una muestra de amistad por parte de alguien que le conocía desde la infancia y le había deseado lo mejor en su ausencia tal como se lo deseaba a todos los hombres de buena voluntad, Elave la siguió como un niño obediente, silencioso y subyugado.
Hubiera ido con ella a cualquier sitio. Tendría que decirle algo que empañaría momentáneamente su alegría y después ya no tendría ningún derecho a ella ni a aquella casa y ninguna razón para creer que ella pudiera ser algo más para él de lo que era en aquellos momentos o de que él pudiera serlo para ella. Aun así, se fue con ella y la cálida penumbra de la sala los recibió.
Conan se los quedó mirando largo rato antes de encaminarse hacia la cuadra con el entrecejo fruncido, dándole incesantes vueltas a la cuestión.