adfael salió del refectorio después de cenar y se encontró con un suave y tibio anochecer, todavía iluminado por los radiantes reflejos de un rosado ocaso.
Las lecturas durante la comida, elegidas probablemente por el prior Roberto en honor del canónigo Gerberto, se habían sacado de los escritos de san Agustín a quien Cadfael no era tan aficionado como hubiera debido ser. Hay en Agustín una cierta inflexible rigidez que apenas manifiesta compasión hacia aquéllos con quienes discrepa. Pero, aun así, Cadfael jamás manifestaría sus reservas privadas sobre cualquier santo de renombre que describiera a la humanidad como una masa de corrupción y pecado que conduce inevitablemente a la muerte o que contemplara el mundo, a pesar de todas sus imperfecciones, y lo considerara irremediablemente perverso. En aquella resplandeciente luz del ocaso, Cadfael contempló el mundo, desde las rosas del jardín a las labradas piedras de los muros del claustro, y le pareció indiscutiblemente hermoso. Tampoco podía aceptar que el número de los predestinados a la salvación fuera fijo, limitado e inmutable, tal como proclamaba Agustín, ni que el destino de cualquier hombre estuviera establecido y sellado desde su nacimiento, pues, en tal caso, ¿por qué no abandonar todo respeto por los demás y robar, asesinar, asolando todo, y entregarse a todos los apetitos anárquicos de este mundo, ya que no se podía esperar nada[1]?
Sumido en este indómito estado de ánimo, Cadfael se encaminó hacia la enfermería en lugar de dirigirse a colaciones, donde proseguiría sin duda la búsqueda de la feroz rectitud de san Agustín. Mejor ir a echar un vistazo al contenido del armario de las medicinas de fray Edmundo y sentarse a chismorrear un poco con los escasos monjes ancianos que ahora estaban demasiado débiles como para participar plenamente en la jornada monástica.
Edmundo, que había ingresado en la abadía a los cuatro años y observaba meticulosamente todas las normas, había acudido obedientemente a la sala capitular para escuchar las lecturas de Jerónimo. Regresó para efectuar sus rondas nocturnas justo en el momento en que Cadfael estaba cerrando las puertas del armario de las medicinas y moviendo en silencio los labios para aprenderse de memoria los tres remedios que había que reponer.
—Conque aquí estabais —dijo Edmundo sin sorprenderse—. Es una suerte, porque traigo conmigo a alguien que necesita una mirada aguda y una mano que no tiemble. Lo iba a intentar yo mismo, pero vuestros ojos son mejores que los míos.
Cadfael se volvió para ver quién podía ser aquel paciente nocturno. La luz del interior no era demasiado buena y el hombre que seguía a Edmundo no se atrevía a entrar y permanecía tímidamente de pie en la puerta. Era joven, delgado y de aproximadamente la misma estatura que Edmundo, la cual superaba la media.
—Acércate a la lámpara —dijo Edmundo— y muéstrale la mano a fray Cadfael —dirigiéndose a Cadfael mientras el joven se acercaba en silencio, Edmundo añadió—: Nuestro huésped acaba de llegar de un largo viaje. Necesita dormir, pero dormirá mejor si vos le podéis arrancar las astillas que se le han clavado en la carne antes de que se infecten. Dadme la lámpara, yo la sostendré.
La luz cayó de lleno sobre los acusados perfiles de la hermosa y prominente nariz, los fuertes huesos de las mejillas y las mandíbulas, las profundas sombras que subrayaban la configuración de la boca y las cuencas de los ojos bajo la despejada frente. El muchacho se había quitado de encima el polvo del camino y se había peinado la enmarañada mata de rubio cabello ondulado. El color de sus ojos no se podía distinguir en aquellos momentos, pues los grandes y arqueados párpados estaban entornados sobre la mano derecha que mantenía obedientemente cerca de la lámpara con la palma hacia arriba. Era el joven que había llegado a la abadía con un muerto, solicitando cobijo.
La mano que mostraba casi a regañadientes era grande y musculosa con unos largos dedos de anchas articulaciones. El daño resultaba claramente visible.
En la parte inferior de la palma, en la carne de la base del pulgar, dos o tres desiguales picaduras se habían convertido en una pequeña herida inflamada a causa de la presión. Si la herida todavía no estaba infectada, muy pronto lo estaría a menos que se le prestara la debida atención.
—El propietario de la carreta mantiene su vehículo en muy malas condiciones —comentó Cadfael—. ¿Cómo te has empalado de esta manera? ¿Al intentar sacada de una zanja? ¿O acaso él te ha obligado a trabajar más de la cuenta mientras él tiraba sin hacer demasiado esfuerzo en la parte delantera? ¿Y qué has utilizado para intentar extraer las astillas? ¿Un cuchillo sucio?
—No es nada —dijo el muchacho—. No quería molestaros. Fue una nueva limonera que acababa de colocar en la carreta y que aún no estaba debidamente alisada. La carga era muy pesada porque hubo que forrarla y sellarla con plomo. Las astillas se han clavado muy hondo; aquí dentro todavía hay algunas, aunque yo he conseguido sacar unas cuantas.
En el armario de las medicinas había unas pinzas.
Cadfael tanteó con cuidado la inflamada carne, entornando los ojos para examinar con más detenimiento la palma del joven. Su vista era excelente y su tacto, en caso necesario, impecable. Las melladas astillas se habían introducido profundamente y se habían astillado ulteriormente una vez dentro. Cadfael las fue sacando fragmento a fragmento y estrujó y comprimió la carne por si todavía quedara algo. No podía adivinarlo a través de la actitud del paciente, pues éste se mantenía sereno y sin pestañear, tal vez por su carácter taciturno o tal vez porque se sentía cohibido en un lugar que todavía le era ajeno.
—¿Aún notas algo aquí dentro?
—No, sólo la irritación, pero no me escuece —contestó el muchacho, esforzándose por ser un poco más locuaz.
La trayectoria de la astilla más larga se transparentaba a través de la piel como una línea oscura. Cadfael sacó del armario una loción para limpiar la herida a base de consuelda, amor de hortelano y vulneraria, hierba esta última que con razón había recibido tal nombre.
—Para evitar que siga un mal camino. Si mañana aún está irritada, ven a verme y te aplicaré otra vez la loción, aunque me parece que tienes buena encarnadura.
Edmundo se había retirado para hacer la ronda entre los ancianos y llenar nuevamente de aceite la lámpara que ardía constantemente en la capilla. Cadfael cerró el armario y tomó la lámpara, a cuya luz había trabajado, para colocarla de nuevo en su lugar acostumbrado. Ahora pudo ver con más claridad el rostro de su paciente. Los profundos ojos, firmemente clavados en Cadfael, debían de ser de un oscuro pero brillante color azul a la luz del día; pero en aquellos momentos casi parecían negros. La obstinada boca fuertemente apretada se relajó súbitamente en una juvenil sonrisa.
—¡Ahora te conozco! —exclamó Cadfael, asombrado y complacido—. Cuando entraste por la garita de vigilancia, me pareció que había visto antes esta cara en otro sitio. ¡No tu nombre! Si lo supe, lo he olvidado con los años. Pero tú eres el mozo que servía como escribano al anciano Guillermo de Lythwood y emprendiste una peregrinación con él hace mucho tiempo.
—Siete años —dijo el joven, animándose al ver que le recordaban—. Me llamo Elave.
—Bueno, bueno. ¡O sea que has vuelto sano y salvo a casa después de la peregrinación! No me extraña que tuvieras cara de haber recorrido medio mundo. Recuerdo que Guillermo trajo su última ofrenda a la iglesia de aquí antes de emprender el viaje. Estaba empeñado en ir a Jerusalén y recuerdo haber pensado entonces que ojalá pudiera acompañarle. ¿Consiguió llegar efectivamente a la ciudad?
—Sí —contestó Elave, cada vez más contento—. ¡Conseguimos llegar! Tuve suerte de entrar a su servicio, pues fue el mejor señor que jamás hubiera podido tener un hombre. Incluso antes de tomar la determinación de llevarme consigo en su viaje, dado que no tenía hijos.
—No, ya no los tenía —convino Cadfael, mirando hacia atrás a través de los siete años transcurridos—. Su sobrino se hizo cargo de todo. Era un hombre muy astuto y fue un benefactor de nuestra casa. Muchos monjes de aquí recordarán sin duda sus favores…
De pronto, Cadfael interrumpió sus palabras. En los recuerdos del pasado, había perdido momentáneamente de vista el presente. Ahora regresó al mismo con la cara muy seria. El muchacho había partido con un solo compañero y con un solo compañero había regresado.
—No me irás a decir que llevas a casa en un féretro a Guillermo de Lythwood, ¿verdad? —preguntó interesado Cadfael.
—Pues, sí —contestó Elave—. Murió en Valognes antes de que pudiéramos llegar a Barfleur. Guardaba dinero con el que sufragar los gastos para que ambos pudiéramos regresar a Inglaterra en caso de que ello ocurriera. Llevaba enfermo desde que iniciamos nuestro camino hacia el norte a través de Francia y algunas veces teníamos que detenernos un mes o más para que se recuperara. Sabía que se iba a morir, pero no le importaba demasiado. Los monjes fueron muy buenos con nosotros. Yo escribo muy bien y trabajaba siempre que podía. Hicimos lo que queríamos hacer —Elave lo dijo con toda sencillez y serenidad; tras haber permanecido tanto tiempo al lado de un señor tan convencido de su fe y tan poco temeroso del final, el muchacho había adquirido la misma gozosa aceptación—. Tengo que entregar unos mensajes suyos a sus parientes. Y me encargó solicitar un lugar de descanso aquí.
—¿Aquí, en el recinto de la abadía?, preguntó Cadfael.
—Sí. He pedido ser escuchado mañana en el capítulo. Fue un gran benefactor de esta casa durante toda su vida y el señor abad lo recordará muy bien.
—Ahora tenemos a otro abad, pero el prior Roberto lo recordará, y también muchos de nosotros. El abad Radulfo escuchará con benevolencia, no debes temer una negativa por su parte. Guillermo contará con testigos suficientes. Pero lamento que no regresara vivo para contárnoslo todo —Cadfael estudió al larguirucho joven con profundo respeto—. Estuviste bien a su lado y habrás sufrido muchas penalidades a lo largo de las últimas leguas. Debías de ser casi un chiquillo cuando te llevó consigo allende los mares.
—Casi diecinueve años —dijo Elave, sonriendo—. Diecinueve, pero tan fuerte como un caballo. Ahora tengo veintiséis y puedo abrirme camino solo. —El muchacho estudiaba a Cadfael con la misma atención con la cual estaba siendo estudiado—. Os recuerdo, hermano. Fuisteis el que estuvo como soldado en Oriente hace años.
—En efecto —reconoció Cadfael casi con cariño. En presencia de aquel joven viajero, llegado de lugares antaño tan conocidos y tan bien recordados, sintió que los viejos anhelos se agitaban de nuevo en su interior y que los viejos fantasmas cobraban nuevamente vida. Cuando tengas tiempo, tú y yo podríamos tener muchas cosas de que hablar. ¡Pero no ahora! Si no estás cansado del viaje, tendrías que estarlo. Mañana ya buscaremos algún momento. Mejor que ahora te vayas a dormir. Yo me voy a completas.
—Es cierto —confesó Elave, lanzando un profundo suspiro de alivio tras haber llegado al final de su misión—. Me alegro mucho de estar aquí y de haber cumplido lo que le prometí. Os deseo, pues, buenas noches, hermano, y os doy las gracias.
Cadfael le vio cruzar el patio para dirigirse a la entrada de la hospedería. Era un joven rudo y resistente, que había acumulado en siete años más viajes que la mayoría de los hombres en toda una vida. Nadie dentro de aquellos muros podía evocar los lugares que él había conocido, nadie excepto Cadfael. El viejo apetito se reavivó con ansia voraz tras varios tranquilos años de estabilidad y de paz.
—¿Le hubierais reconocido? —preguntó Edmundo, acercándose a Cadfael—. Recuerdo que vino una o dos veces cumpliendo encargos de su señor, pero, entre los dieciocho años más o menos y los veintitantos, un hombre puede cambiar hasta casi resultar irreconocible, sobre todo un hombre que haya viajado hasta los confines de la tierra y regresado desde allí. A veces me pregunto, Cadfael, e incluso llego a vislumbrar, las cosas que tal vez me he perdido.
—¿Y agradecéis a vuestro padre que os consagrara a Dios —se preguntó Cadfael— o pensáis que hubiera sido mejor que os dejara probar suerte entre los hombres?
Ambos eran lo suficientemente amigos desde hacía mucho tiempo como para que semejante pregunta fuera permisible.
Fray Edmundo esbozó una serena y comedida sonrisa.
—Vos, por lo menos, no podéis poner en tela de juicio más actuación que la vuestra. Yo pertenezco a una época ya pasada, no habrá otros como yo, no bajo Radulfo en cualquier caso. Vamos a completas y recemos por la perseverancia que prometimos.
El joven Elave fue recibido en el capítulo a la mañana siguiente, en cuanto se hubieron resuelto los asuntos más inmediatos de la casa.
Aquel día el número de los asistentes al capítulo se había incrementado debido a la presencia de los clérigos visitantes. El canónigo Gerberto, cuya misión se había tenido que demorar por necesidad, no podía por menos que dedicar sus frustradas energías a entrometerse en cualquier asunto que tuviera a mano y permaneció entronizado al lado del abad Radulfo a lo largo de toda la sesión, mientras el diácono del obispo, enviado para asistir a aquel impresionante prelado, se removía inquieto junto a su codo. El tal Serlo era, tal como había dicho Hugo, un sumiso sujeto de ingenuo y redondo rostro, visiblemente atemorizado en presencia de Gerberto. Debía de tener unos cuarenta y tantos años; tenía mejillas tersas y sonrosado y saludable aspecto bajo un cabello rubio surcado por alguna que otra hebra de plata y unos leves indicios de incipiente calvicie. Lo habría pasado muy mal por el camino con aquel exigente compañero y estaría deseando terminar cuanto antes su misión de la manera más pacífica posible. El viaje hasta Chester quizá se le antojaba muy largo, en caso de que le hubieran ordenado seguir hasta allí.
Elave se presentó ante aquella ampliada e ilustre asamblea cuando le invitaron a hacerlo, tranquilizado por el alivio de haber alcanzado su meta y haberse librado de su carga de responsabilidad. Su rostro mostraba una expresión abierta, confiada e incluso jubilosa. No tenía ningún motivo para esperar otra cosa que no fuera una aceptación.
—Mi señor —dijo Elave—, traigo de Tierra Santa el cuerpo de mi amo Guillermo de Lythwood, que era muy conocido en esta ciudad y fue antaño un gran benefactor de esta abadía y de su iglesia. Señor, vos no le habréis conocido, pues emprendió su peregrinación hace siete años, pero hay monjes aquí que recordarán sus dádivas y limosnas y podrán dar testimonio a su favor. Era su deseo ser enterrado en el cementerio de esta abadía y yo pido en su nombre y con el mayor respeto que su funeral y su entierro se celebren dentro de estas murallas.
Probablemente habría ensayado aquel discurso muchas veces, pensó Cadfael, adaptándolo y ajustándolo repetidamente, pues no parecía hombre de muchas palabras a no ser que se creciera en defensa de algo que valoraba en grado sumo. Cualquiera que fuera el motivo, el joven pronunció su discurso desde lo más hondo de su corazón. Poseía una agradable voz muy bien timbrada y los viajes le habían enseñado a conducirse con soltura en presencia de hombres de todo estado y condición.
Radulfo asintió con benevolencia y se volvió hacia el prior Roberto.
—Vos ya estabais aquí hace más de siete años, Roberto, cuando yo no estaba. Habladme de este hombre tal y como vos lo recordáis. ¿Era un mercader de Shrewsbury?
—Un mercader muy respetado —se apresuró a contestar el prior Roberto—. Tenía un rebaño que pastaba en el lado galés de la ciudad y actuaba como representante de otros criadores de ovejas, vendiéndoles conjuntamente las trasquilas para obtener mejores precios. Tenía también un taller en el que se hacían pergaminos. Unos pergaminos blancos de excelente calidad. Se los habíamos comprado muchas veces en el pasado, lo mismo que otros monasterios. El negocio lo llevan ahora sus sobrinos. La casa familiar se encuentra cerca de la iglesia de San Alcmundo, en la ciudad. —¿Y era benefactor de nuestra abadía?
Fray Benito, el sacristán, detalló los muchos donativos que había hecho Guillermo a lo largo de los años, tanto al coro como a la iglesia parroquial de la Santa Cruz.
—Era muy amigo del abad Heriberto, que murió aquí entre nosotros hace tres años.
Heriberto, demasiado blando y falto de energía para el gusto del obispo Enrique de Winchester, a la sazón legado papal, había sido destituido, y cedió su lugar a Radulfo; había terminado venturosamente sus días como un simple monje del coro, sin echar de menos su anterior rango.
—Guillermo era también muy generoso con los pobres —añadió fray Osvaldo el limosnero.
—Parece ser que Guillermo se tiene bien merecido lo que solicita —dijo el abad, mirando con expresión alentadora al peticionario—. Tengo entendido que vos le acompañasteis en la peregrinación. Habéis obrado rectamente con vuestro señor, alabo vuestra lealtad y confío en que el viaje haya sido tan beneficioso para vos, que estáis vivo, como para vuestro amo, que murió mientras peregrinaba. No hubiera podido tener una muerte más santa. Ahora, retiraos. Muy pronto volveré a hablar con vos.
Elave se inclinó en profunda reverencia y salió de la sala capitular tan animado como un hombre que acudiera a un festival.
El canónigo Gerberto se había abstenido de hacer comentarios en presencia del joven, pero, en cuanto Elave desapareció, carraspeó ruidosamente y dijo con severa gravedad:
—Mi señor abad, ser enterrado dentro de estas murallas constituye un gran privilegio que no debe otorgarse a la ligera. ¿Estáis seguro de que se trata de un caso adecuado para semejante honor? Tiene que haber muchos hombres, de rango superior al de un mercader, que desearían poder alcanzar semejante lugar de descanso. Vuestra casa debe reflexionar detenidamente antes de aceptar a alguien que no sea digno de tal privilegio, por muy caritativo que haya sido en vida.
—Yo nunca he pensado —contestó Radulfo en tono imperturbable— que el rango o la ocupación tuvieran valor para Dios. Hemos oído una impresionante lista de las dádivas de este hombre a nuestra iglesia, por no hablar de las que concedió al prójimo. Tened en cuenta que cumplió la peregrinación a Jerusalén, acto de piedad que atestigua sus dotes y su valentía.
Una de las características de Serlo, aquella alma tan ingenua e inofensiva, pensó Cadfael mucho después, cuando la polvareda se hubo disipado, era hablar con su mejor intención a destiempo y utilizando palabras desastrosamente equivocadas.
—Afortunadamente, ha prevalecido el buen consejo —dijo Serlo con expresión de radiante felicidad—. Una palabra oportuna de amonestación y advertencia ha dado lugar a este venturoso efecto. No cabe duda de que un sacerdote no debe callar cuando oye una doctrina errónea. Sus palabras pueden conducir de nuevo un alma extraviada al recto camino.
Su infantil satisfacción se desvaneció lentamente en el profundo silencio que se produjo. Miró a su alrededor y poco a poco se dio cuenta de que la mayoría de los ojos le evitaban, perdidos deliberadamente en la distancia o inclinados sobre las manos entrelazadas mientras el abad Radulfo le miraba con dureza un tanto inexpresiva y el canónigo Gerberto clavaba en él una fría y penetrante mirada. La radiante sonrisa se borró tristemente del redondo e inocente rostro de Serlo.
—Prestar oídos a las sagradas escrituras y obedecer las instrucciones expía todos los errores —dijo con un hilillo de voz, tratando inútilmente de borrar la consternación suscitada por sus palabras.
Su voz se perdió en el silencio. —¿A qué doctrina errónea os referís?, preguntó Gerberto con siniestra y deliberada lentitud—. ¿Qué motivo tuvo su sacerdote para amonestarle? ¿Estáis diciendo que le ordenaron emprender la peregrinación para expiar algún error mortal?
—No, no, nadie se lo ordenó —dijo Serlo con una vocecita apenas audible—. Le sugirieron que su alma se beneficiaría mucho de semejante reparación.
—¿Reparación de qué grave ofensa? —insistió implacablemente el canónigo.
—No, nada que fuera perjudicial para alguien, ningún acto de violencia o deshonestidad. Ya todo pasó —añadió gallardamente Serlo, intentando recoger con insólita audacia lo que había arrojado—. Fue hace nueve años, cuando el arzobispo Guillermo de Corbeil, de venerable memoria, envió una misión a predicar en muchas ciudades de Inglaterra. En su calidad de legado papal se preocupaba por el bienestar de la Iglesia y consideró conveniente utilizar a canónigos predicadores de su casa de San Osyth. Yo fui enviado como auxiliar del reverendo padre, que vino a nuestra diócesis y estaba con él cuando predicó en la iglesia de la Santa Cruz de esta abadía. Después, Guillermo de Lythwood nos invitó a cenar a su casa y se habló de muchas cosas trascendentales. Él no se mostró contumaz, sino que inquirió y preguntó con toda solemnidad. Un hombre extremadamente cortés y hospitalario. Pero, aunque sólo sea de pensamiento… por falta de instrucción adecuada…
—Estáis diciendo que un hombre que fue reprobado por sus opiniones heréticas solicita ahora ser enterrado dentro de estas murallas —sentenció el canónigo Gerberto en tono amenazador.
—Bueno, yo no diría heréticas —se apresuró a balbucir Serlo—. Opiniones tal vez descaminadas, pero no heréticas. Jamás fue denunciado ante el obispo. Y ya veis que hizo lo que le aconsejaban, pues dos años más tarde emprendió esta peregrinación.
—Muchos hombres emprenden peregrinaciones por gusto —replicó Gerberto con la cara muy seria— en vez de por el debido propósito. Algunos incluso con ánimo de lucro, como los buhoneros, por ejemplo. El acto en sí no absuelve del error; lo que libera de él es la sincera intención.
—No tenemos ningún motivo —señaló el abad Radulfo— para llegar a la conclusión de que la intención de Guillermo no era sincera. Son juicios que no están en nuestras manos y debiéramos tener la humildad de reconocerlo.
—Aun así, tenemos un deber para con Dios y no podemos eludirlo. ¿Qué pruebas tenemos de que ese hombre abandonó las sospechosas creencias que sustentaba? No hemos examinado su esencia y su gravedad; no sabemos si hubo arrepentimiento y abandono del error. Por el hecho de que aquí, en Inglaterra, tengamos una Iglesia sana y vigorosa no debemos creer que el peligro de las falsas creencias pertenece sólo al pasado. ¿No os habéis enterado de que en Francia andan sueltos unos predicadores que atraen a los crédulos vilipendiando a los sacerdotes, tachándolos de ávidos y corruptos y asegurando que los ritos de la Iglesia carecen de significado? En el sur, el abad de Claraval está muy preocupado por esos falsos profetas.
—No obstante, el propio abad de Claraval ha señalado —replicó rápidamente Radulfo— que la ausencia de ejemplos de piedad y sencillez de los sacerdotes contribuye a que la gente se vuelva hacia estas sectas disidentes. La Iglesia también tiene el deber de purificarse de sus propias imperfecciones.
Cadfael escuchaba, al igual que todos los monjes, con oído atento y ojos alerta, confiando en que aquel repentino aguacero amainara y cesara con la misma rapidez con que se había iniciado. Radulfo no permitiría que ningún prelado usurpara su autoridad en su propia sala capitular, pero tampoco podía impedir que un enviado del arzobispo ejerciera su derecho de expresión y juicio en una materia de carácter doctrinal.
La sola mención de Bernardo de Claraval, el apóstol de la austeridad, era un recordatorio de la creciente influencia de los cistercienses, hacia cuya orden el arzobispo Teobaldo se mostraba favorablemente inclinado. Aunque Bernardo fustigara con sus críticas el carácter mundano de muchos altos dignatarios de la Iglesia y anhelara un regreso a la pobreza y sencillez de los apóstoles, estaba claro que no hubiera tenido la menor compasión de cualquiera que se apartara de la estricta ortodoxia en lo tocante a los dogmas. Radulfo podía soslayar una cita de Bernardo contraatacando con otra, pero inmediatamente cambió de tema antes de correr el riesgo de salir perdiendo en el intercambio.
—Aquí está Serlo —se limitó a decir—, que recuerda la disputa entre el misionero del arzobispo y Guillermo. Es posible que también recuerde los puntos que se debatieron entre ambos.
A juzgar por la dubitativa expresión de su rostro, no supo si alegrarse de la oportunidad que se le ofrecía o si lamentarla. Estaba a punto de abrir la boca cuando Radulfo levantó la mano.
—¡Esperad! Es justo que el único hombre que puede ofrecer un auténtico testimonio sobre las creencias y la observancia de su amo antes de morir esté presente, oiga lo que se dice de él y responda en su nombre.
No tenemos derecho a excluir a un hombre del favor que ha solicitado sin escucharle con imparcialidad.
Dionisio, ¿tenéis la bondad de pedirle al joven Elave que comparezca de nuevo ante esta asamblea?
—Con mucho gusto —contestó fray Dionisio, retirándose con tan indignada celeridad, que a nadie le fue difícil adivinar sus pensamientos.
Elave regresó inocentemente al capítulo, esperando una respuesta oficial y sin dudar ni por un instante sobre cuál iba a ser su sentido. La velocidad de sus pasos y la confiada expresión de su rostro hablaban por él. No se imaginaba lo que iba a ocurrir, ni siquiera cuando el abad tomó la palabra, eligiendo los términos con cuidadosa moderación.
—Mi joven señor, se ha suscitado aquí un debate sobre la petición de vuestro amo. Se ha dicho que, antes de emprender la peregrinación a Jerusalén, mantuvo una disputa con un sacerdote enviado por el arzobispo para predicar aquí, en Shrewsbury, y que fue reprobado por ciertas creencias que sustentaba, las cuales no estaban enteramente de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Se ha señalado incluso que la peregrinación le fue impuesta casi como penitencia. Es muy posible que jamás llegara a vuestros oídos.
Las pobladas cejas rubio rojizas de Elave, de un tono algo más oscuro que el de su cabello, se juntaron con expresión de duda y perplejidad, aunque no de inquietud.
—Sé que había estado reflexionando mucho sobre ciertos artículos de fe, pero nada más. Quería emprender la peregrinación. Se estaba haciendo mayor, pero todavía estaba con pleno vigor y otros más jóvenes podrían ocuparse de sus asuntos en su lugar. Me preguntó si quería ir con él y fui. Nunca hubo la menor disputa entre él y el padre Elías, que yo sepa. El padre Elías le tenía por un hombre bueno.
—Los buenos que se pierden por los malos caminos causan más daños que los malos, que son nuestros enemigos declarados —dijo severamente el canónigo Gerberto—. Es el enemigo interior el que traiciona el alcázar.
Eso es muy cierto, pensó Cadfael, desde el punto de vista de la Iglesia. Un turco selyúcida o un sarraceno puede matar a los cristianos durante una batalla o encerrar a los peregrinos extraviados en una mazmorra, pero se le tolera y se le respeta aunque se le considere ya condenado. En cambio, si un cristiano se desvía un ápice de sus creencias se convierte en anatema. Lo había visto años atrás en Oriente, en las notoriamente acosadas iglesias cristianas. Perseguidos por los enemigos, los cristianos se revolvían con la mayor violencia contra los suyos. En Inglaterra, jamás había visto tal cosa, pero era algo que podía llegar a ser tan común como en Antioquía o Alejandría. Sin embargo, tal cosa no ocurriría a poco que Radulfo pudiera evitarlo.
—Su propio sacerdote no parece haber considerado a Guillermo un enemigo ni interior ni exterior —dijo apaciblemente el abad—. Pero el diácono Serlo está a punto de revelamos lo que recuerda sobre la disputa y es justo que vos nos digáis después cuáles eran las creencias de vuestro señor antes de morir, para aseguramos de que es digno de ser enterrado en este recinto.
—¡Hablad! —dijo Gerberto al ver que Serlo vacilaba, tristemente consternado ante lo que inadvertidamente había provocado—. ¡Y sed preciso! ¿Qué cuestiones de las creencias de ese hombre fueron consideradas erróneas?
—Había ciertos pequeños detalles —contestó sumisamente Serlo—, que yo recuerde. Dos en particular, aparte sus dudas sobre el bautismo de los infantes.
Tenía dificultades para comprender la Trinidad… ¡Y quién no!, pensó Cadfael. Si fuera comprensible, todos los intérpretes del buen Dios se quedarían sin trabajo. Y cada uno de ellos niega la interpretación dada por los demás.
—Decía que, si primero era el Padre y después el Hijo, ¿cómo era posible que fueran coetáneos y contemporáneamente iguales? En cuanto al Espíritu, no acertaba a comprender cómo podía ser igual al Padre o al Hijo si emanaba de ellos. Otrosí, no veía la necesidad de un tercero, pues la creación, la salvación y todas las cosas estaban completas en el Padre y el Hijo. Por lo cual, el tercero servía tan sólo para satisfacer la visión de aquéllos que piensan en tríadas, como los compositores de canciones, o los adivinos y todos los que tratan con encantamientos.
—¿Eso decía de la Iglesia? —preguntó Gerberto, frunciendo el entrecejo con sombría expresión.
—No, no de la Iglesia, no creo que jamás dijera tal cosa, y la Trinidad es un misterio tan alto que muchos tienen dificultades con él.
—A ellos no les corresponde poner en duda o razonar con sus imperfectas mentes, sino tan sólo aceptar con fe indefectible. Se les pone una verdad delante y ellos están obligados a creerla. Son los perversos y peligrosos quienes tienen la arrogancia de aportar meras razones falibles para referirse a lo inefable. ¡Seguid! Dos puntos habéis dicho. ¿Cuál es el segundo?
Serlo dirigió una mirada casi de disculpa a Radulfo y otra más rápida e inquieta a Elave, el cual se había pasado todo el rato mirándole con el entrecejo fruncido y la mandíbula proyectada hacia fuera, sin experimentar todavía cólera, enojo o cualquier otro sentimiento; simplemente esperando y escuchando.
—Surgió de la misma cuestión del Padre y el Hijo. Decía que, si ambos eran una misma sustancia, tal como el credo los llama consustanciales, entonces la entrada del Hijo en la humanidad tenía que significar también la entrada del Padre, asumiendo y divinizando aquello que había unido con la divinidad. Y, por consiguiente, el Padre y el Hijo por igual habían experimentado el sufrimiento, la muerte y la resurrección y, como tales, participan de nuestra redención.
—¡Eso es la herejía modalista[2]! —exclamó Gerberto indignado—. Sabelio fue excomulgado por esta causa y por otros errores suyos. Neto de Esmirna la predicó para su perdición. Se trata de un juicio extremadamente peligroso. No me extraña que el sacerdote le advirtiera de la fosa que estaba cavando para su propia alma.
—Aun así —recordó con firmeza Radulfo, dirigiéndose a la asamblea—, parece ser que el hombre siguió el consejo y emprendió la peregrinación y nada se ha alegado contra la probidad de su vida. Aquí nos interesa dilucidar, no las conjeturas que hizo siete años atrás, sino su bienestar espiritual a la hora de la muerte. No hay más que una sola persona que pueda atestiguado. Oigamos ahora a su servidor y compañero —el abad miró detenidamente a Elave, cuyo rostro había adquirido una firme expresión de controlada conciencia, no del peligro, sino de una grave ofensa—. Hablad en nombre de vuestro señor —dijo pausadamente Radulfo—, pues vos le conocisteis hasta el final. ¿Cuál fue su comportamiento durante el largo viaje?
—En todas partes observó escrupulosamente las normas —contestó Elave— y se confesó donde pudo. En ningún lugar encontraron en él el menor error. En la Ciudad Santa visitamos todos los sagrados lugares y, tanto a la ida como a la vuelta, nos alojamos siempre que pudimos en abadías y prioratos, y en todas partes mi señor fue aceptado como un hombre bueno y devoto, pagó honradamente la estancia y fue bien considerado.
—Pero ¿renunció a sus opiniones y se retractó de su herejía? —preguntó Gerberto—. ¿O siguió adherido en secreto a sus antiguos errores?
—¿Os habló alguna vez de estas cosas? —inquirió el abad sin esperar a que el canónigo finalizara su intervención.
—Muy raras veces, mi señor, y yo no entendía muy bien esas cuestiones tan profundas. No puedo responder de los pensamientos de otro hombre, sino tan sólo de su conducta, que a mi juicio fue muy virtuosa.
El rostro de Elave mostraba una contenida y recelosa calma. No parecía un hombre incapaz de comprender profundas cuestiones o carente de interés para considerarlas.
—Y, en su última enfermedad —prosiguió serenamente Radulfo—, ¿solicitó la presencia de un sacerdote?
—En efecto, padre, e hizo su confesión y recibió la absolución sin reservas. Murió con todos los debidos ritos de la Iglesia. Dondequiera que hubiera lugar y momento por el camino, se confesaba; sobre todo, cuando cayó por primera vez enfermo y tuvimos que permanecer todo un mes en el monasterio de San Marcelo antes de que estuviera en condiciones de reanudar el camino de regreso a casa. A menudo hablaba con los monjes y ellos comprendían todas esas cuestiones de fe y de duda y las toleraban. Sé que hablaba abiertamente de las cosas que le preocupaban y que ellos no veían ningún mal en plantear toda clase de cuestiones en relación con las cosas sagradas.
El canónigo Gerberto miró a Elave con frío y receloso semblante.
—¿Y dónde está el monasterio de San Marcelo? ¿Y cuándo pasasteis un mes allí? ¿Hace poco?
—Fue en la primavera del año pasado. Nos marchamos a principios de mayo e hicimos la peregrinación desde allí a Santiago de Compostela, junto con un grupo de Cluny, para dar las gracias por la recuperación de la salud de mi señor. O eso creíamos entonces, pero nunca recuperó del todo la salud y tuvimos que detenernos en otros muchos lugares a partir de aquel momento. San Marcelo se encuentra en las inmediaciones de Chalons-Sur-Saone. Es una casa filial de Cluny.
Gerberto aspiró ruidosamente el aire y levantó su autoritaria nariz en gesto de desdén al oír mencionar el nombre de Cluny. Aquella gran casa había asumido muy en serio la misión de atender a los peregrinos y proporcionar ayuda, apoyo y protección a lo largo de los caminos y cobijo en sus monasterios a muchos cientos de peregrinos, no sólo de Francia sino, en los años más recientes, también de Inglaterra. Sin embargo, para los más estrechos colaboradores del arzobispo Teobaldo, era principalmente y sobre todo la casa madre de aquel difícil, ambicioso y arrogante rival, el obispo Enrique de Winchester.
—Allí murió uno de los monjes —dijo Elave, levantándose en defensa de la santidad y sabiduría de Cluny— que había escrito sobre todas esas cosas y era reverenciado más que ninguno de sus hermanos y ostentaba el nombre más santo entre ellos. Él no veía ningún mal en examinar todas estas difíciles cuestiones a la luz de la razón, y tampoco la veía su abad, el cual lo envió allí desde Cluny para que mejorara de su salud.
Una vez le oí leer un fragmento del evangelio de san Juan y comentar la lectura. Fue una maravilla escucharle. Fue poco antes de que muriera.
—Es una presunción utilizar la razón humana como falsa luz sobre los misterios divinos —advirtió agriamente Gerberto—. La fe, simplemente se tiene que acoger, no desmembrar a través del ingenio de un pobre mortal. ¿Quién era ese monje?
—Se llamaba Pedro Abelardo[3], un bretón. Murió en abril, antes de que nosotros emprendiéramos nuestro viaje a Compostela en mayo.
El nombre no significaba nada para Elave, aparte lo que él había visto y oído por sí mismo y conservaba en su asombrada mente desde entonces. Pero significaba mucho para Gerberto, el cual se irguió en su sitial, superando en media cabeza a los demás tal como ocurre cuando se enciende una vela y la llama se eleva súbitamente en el pabilo.
—¿Ése? ¿Acaso no sabéis, alma crédula e insensata, que ese hombre fue acusado y condenado dos veces por hereje? Hace años sus escritos sobre la Trinidad fueron quemados y él fue encarcelado. Apenas hace tres años, en el Concilio de Sens, fue nuevamente condenado por sus heréticos escritos, condenado a la destrucción de sus obras y a vivir en perpetuo encierro.
Al parecer, el abad Radulfo, aunque menos vocinglero, estaba análogamente bien informado, si no mejor.
—Sentencia rápidamente conmutada —recalcó secamente—, tras lo cual el autor fue autorizado a retirarse tranquilamente a Cluny a petición del abad.
Gerberto se sintió imprudentemente provocado y replicó sin pensar:
—A mi juicio, no se hubiera tenido que conceder la conmutación. No se la merecía. La sentencia se hubiera tenido que cumplir.
—La dictó el Santo Padre, que no se puede equivocar —dijo apaciblemente el abad.
Cadfael no pudo estar muy seguro en aquel momento de si el abad pronunció las palabras con ironía, aunque el tono, a pesar de su aparente suavidad, pinchó con toda la intención de hacerlo.
—¡También la sentencia! —replicó Gerberto con mayor imprudencia si cabe—. Su Santidad debía de estar mal informado cuando la retiró. No cabe duda de que emitió un juicio adecuado sobre las verdades que le presentaron.
Elave habló para sus adentros, pero lo suficientemente alto como para que todos le oyeran y con un fulgor en los ojos y una proyección de la mandíbula hacia fuera todavía más elocuentes que sus palabras.
—Y, sin embargo, por definición, una cosa no puede ser su contraria, por lo cual uno u otro juicio tiene que ser erróneo. Lo mismo podía ser el primero que el último. ¿Quién había dicho, pensó Cadfael, asombrado y complacido, que no podía entender los argumentos de los filósofos? Aquel muchacho había mantenido los oídos abiertos y la mente alerta durante todo el camino de ida y vuelta a Jerusalén y había aprendido mucho más de lo que decía. Por lo menos, había conseguido que Gerberto se ruborizara y enmudeciera por un instante.
Un instante fue suficiente para el abad. Aquellos peligrosos razonamientos se les estaban escapando de las manos. Por consiguiente, Radulfo los cortó con decisión.
—El Santo Padre tiene autoridad para atar y desatar, y la misma infalible voluntad que puede condenar puede también con igual derecho absolver. A mi juicio, no hay en ello la menor contradicción. Cualesquiera que fueran sus opiniones hace siete años, Guillermo de Lythwood murió durante una peregrinación, se confesó, recibió la absolución y recuperó el estado de gracia. No existe ningún impedimento para que sea enterrado en este recinto y recibirá de nosotros lo que nos ha pedido.