I

l día diecinueve de junio, cuando llegó el ilustre visitante, fray Cadfael se encontraba en el jardín del abad, cortando las rosas marchitas. Era una tarea que, por regla general, el abad Radulfo reservaba celosamente para sí mismo, pues estaba muy orgulloso de sus rosas y valoraba en grado sumo los breves momentos que podía pasar con ellas, pero faltaban tres días para que la casa celebrara la traslación de santa Winifreda a su relicario de la iglesia y los preparativos para la anual afluencia de peregrinos y bienhechores ocupaban todo su tiempo, así como el de todos sus subordinados. Fray Cadfael, a quien no se había encomendado ninguna misión oficial, fue autorizado por una vez a llevar a cabo en su lugar las decapitaciones florales y pudo gozar del privilegio de cuidar de los capullos de rosa de la abadía, los cuales, en ocasión de los festejos de la santa, deberían ofrecer un aspecto tan esplendorosamente inmaculado como todo el resto del recinto.

Aquel año no tendría lugar una solemne procesión desde San Gil, en las afueras de la ciudad, como la que se había celebrado dos años antes, en 1141. Allí habían descansado las reliquias de la santa mientras se hacían los debidos preparativos para recibirlas y, al llegar el gran día, recordó ahora Cadfael, la lluvia cayó alrededor sin que ni una sola gota salpicara el relicario o a sus portadores o apagara los cirios que lo acompañaban tan enhiestos como lanzas y sin que tan siquiera el viento agitara sus llamas. Pequeños milagros se producían dondequiera que pasara Winifreda, de la misma manera que brotaban las flores tras las pisadas del famoso Olwen de la leyenda galesa. Los grandes milagros no eran tan frecuentes, pero Winifreda podía manifestar su poder allí donde más lo merecieran. Tenían razones para saberlo y alegrarse de ello tanto en la lejana Gwytherin, escenario de sus prodigios, como en Shrewsbury. Aquel año las celebraciones se limitarían al recinto de la abadía, pero aún quedaría espacio suficiente para los portentos si la santa quisiera.

Los peregrinos estaban llegando para los festejos en tal número que Cadfael apenas prestaba la menor atención al constante bullicio que reinaba en el gran patio, la garita de vigilancia y la hospedería ni al rumor de los cascos de los caballos sobre los adoquines mientras los mozos los conducían a las cuadras. Fray Dionisio, el hospitalario, tendría que acomodar y alimentar a los peregrinos que ocuparían totalmente la hospedería antes del día de la fiesta propiamente dicha, en la que las gentes de la ciudad y de las aldeas de varias leguas a la redonda acudirían en masa a venerar a la santa.

Sólo cuando el prior Roberto dobló la esquina del claustro con la mayor rapidez que su dignidad podía permitirle, dirigiéndose con paso decidido hacia los aposentos del abad, Cadfael interrumpió la pausada poda de las rosas marchitas para observar el acontecimiento y hacer las debidas conjeturas. El alargado y austero rostro de Roberto mostraba toda la apariencia de un ángel enviado a cumplir una misión de cósmica trascendencia y revestido de la autoridad del Ser Supremo que lo había enviado. Su plateada tonsura brillaba bajo el sol de las primeras horas de la tarde y su fina nariz aristocrática parecía aspirar el aire, olfateando la fragancia de la gloria.

«Tenemos un visitante de categoría superior a la normal», pensó Cadfael, siguiendo con interés el avance del prior hacia la entrada de los aposentos del abad, sin sorprenderse demasiado al ver salir unos minutos más tarde al propio abad para dirigirse al patio en compañía de Roberto. Dos hombres altos, más o menos de la misma estatura, uno de ellos de suave y cimbreña elegancia cuidadosamente cultivada y el otro todo hueso, tendones y profunda y reservada inteligencia. El prior Roberto había sufrido un duro golpe al ser rechazado en favor de un extraño para ocupar la vacante dejada por la destitución del abad Heriberto, pero no perdía la esperanza. Era resistente y tal vez sobreviviría incluso a Radulfo y conseguiría finalmente salirse con la suya. Que no sea hasta dentro de muchos años, rezó devotamente Cadfael.

No tuvo que esperar demasiado antes de que el abad Radulfo y su huésped salieran al patio conversando con la cautelosa cortesía propia de unos extraños que se tantean mutuamente en su primer encuentro. Aquel huésped tenía demasiada categoría y probablemente demasiado significado personal como para que lo alojaran en la hospedería, aunque fuera en la parte reservada a la nobleza. El desconocido era casi tan alto como Radulfo y, a excepción de los hombros, casi el doble de ancho, con una corpulencia rayana en la gordura, pero fuerte y musculosa a la vez. A primera vista, su redondo y reluciente rostro parecía el fruto de la buena vida y las comodidades. Pero, si se le observaba con más detenimiento, los carnosos labios poseían una soberbia e intolerante fuerza, la pronunciada barbilla rodeaba una decidida mandíbula y los ojos engastados en unas cuencas ligeramente hinchadas denotaban una aguda inteligencia crítica. Iba con la cabeza descubierta y ostentaba una tonsura; de otro modo, Cadfael, que jamás le había visto antes, le hubiera tomado por un barón o un conde de la corte del rey, pues sus ropajes, aparte los sombríos tonos carmesí oscuro y negro, mostraban un corte y unos adornos de señorial esplendor. El personaje lucía una larga y recamada túnica abierta por los laterales que le llegaba casi hasta la cintura por delante y por detrás, para poder cabalgar con comodidad; su cuello, ribeteado de oro, aparecía abierto a causa del calor estival, mostrando una fina camisa de lino y una cruz con cadena de oro que le rodeaba la gruesa y musculosa garganta. Sin duda debía de haber por allí cerca algún criado o mozo que le aliviaba de la molestia de tener que llevar la capa o el equipaje; hasta los guantes se debía de haber quitado al desmontar. El timbre de su voz, que Cadfael pudo oír desde lejos mientras ambos prelados entraban en los aposentos y se perdían de vista en su interior, era bajo y mesurado, pero, aun así, parecía contener un atisbo de enojo.

En cuestión de unos momentos, Cadfael vio la posible razón del enfado. Un mozo cruzó el patio desde la caseta de vigilancia conduciendo dos cabalgaduras hacia las cuadras, una resistente jaca zaina muy parecida a la suya propia, y una hermosa bestia negra calzada de blanco y lujosamente enjaezada. No era necesario preguntar a quién pertenecía. Las impresionantes gualdrapas, el sudadero escarlata y la ornamentada brida lo decían con toda claridad. Seguían otros dos hombres con una montura menos ricamente enjaezada y una bien cargada acémila. Evidentemente, aquel clérigo no tenía por costumbre viajar sin las comodidades a que estaba habituado. Sin embargo, lo que tal vez había provocado el tono de comedida irritación de su voz era el hecho de que el caballo negro, el único del grupo que hacía justicia al rango de su jinete y el único adecuado para soportar su peso, cojeaba de la pata delantera izquierda. Cualesquiera que fueran su misión y su destino, el huésped del abad se vería obligado a prolongar su estancia en la abadía algunos días hasta que sanara aquella lesión.

Cadfael terminó su tarea y se llevó el cesto de marchitas flores al huerto, dejando a su espalda todo el bullicio y ajetreo del gran patio. Las rosas habían florecido temprano debido al buen tiempo. Las lluvias primaverales habían producido una excelente cosecha de heno y las condiciones del mes de junio habían sido ideales para la recolección. La trasquila de las ovejas ya estaba a punto de finalizar y los mercaderes de lana ya habían empezado a calcular esperanzados el valor de la mercancía. Los modestos peregrinos de santa Winifreda que viajaban a pie tendrían unas jornadas sin lluvia y no pasarían frío aunque durmieran al aire libre. ¿Obra tal vez de la santa? Cadfael era capaz de creer con toda su alma que, cuando una doncella galesa sonreía, el sol brillaba hasta la frontera.

La temprana siembra de los dos campos de guisantes que bajaban en pendiente desde el límite de los vergeles hasta el arroyo Meole ya había madurado y se había cosechado, pues diez días de sol habían bastado para que crecieran las vainas. Fray Winfrido, un joven y corpulento gigante de ojos azules, estaba ocupado cavando entre las raíces para alimentar el terreno mientras los tallos, segados con hoces, permanecían amontonados en los extremos del campo, puestos a secar para que sirvieran de forraje y de cama para los animales. Las grandes y morenas manos que sostenían la azada daban la impresión de ser más bien torpes, pero, en realidad, eran tan hábiles y delicadas en el manejo de las preciadas vasijas de vidrio y las frágiles hierbas secas de Cadfael como poderosas y eficaces con el zapapico y la azada.

Dentro del huerto cerrado se aspiraba la embriagadora dulzura de los intensos y cálidos aromas de las especias. Las malas hierbas se desarrollan con el buen tiempo en tanta medida como las buenas cuyo territorio invaden, y siempre había cosas que hacer en aquella estación. Cadfael se remangó el hábito y se arrodilló para trabajar con la cálida tierra mientras las densas fragancias se estremecían a su alrededor como alas invisibles y el sol le acariciaba la espalda.

Estaba todavía en ello, sumido en una dichosa languidez, gozando del contacto con las hojas, las raíces y la tierra, cuando, dos horas más tarde, Hugo Berengario acudió a visitarle. Cadfael oyó los ligeros y elásticos pasos sobre la grava y se sentó sobre los talones para observar la llegada de su amigo. Hugo esbozó una sonrisa al verle de rodillas.

—¿Me tenéis en vuestras oraciones?

—Constantemente —contestó muy Serlo Cadfael—. Hay que esforzarse mucho en un caso tan obstinado como el vuestro.

Desmenuzó un puñado de cálida y oscura tierra entre sus manos, se sacudió el polvo de las palmas y Hugo le tendió una mano para ayudarle a levantarse.

Había mucha más fuerza en el cenceño cuerpo y la fina muñeca del joven gobernador de lo que hubiera cabido imaginar. Cadfael le conocía desde hacía apenas cinco años, pero se sentía más cercano a él que a muchos con cuyos hombros se había rozado a lo largo de sus veintitrés años de vida monástica.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —le preguntó de inmediato—. Os creía en vuestras tierras del norte, recogiendo el heno.

—Allí estuve hasta ayer. El heno ya está recogido, la trasquila ha terminado y yo he traído de nuevo a Aline y Gil a la ciudad. Justo a tiempo para que me llamaran a presentar mis respetos a un alto dignatario que se encuentra de visita aquí y no muy a gusto, por cierto. Si su caballo no se hubiera lastimado, hubiera seguido viaje a Chester. ¿No tenéis un trago para un hombre sediento, Cadfael? Aunque la verdad es que no sé por qué tendría que tener sed —añadió con aire ausente— si el que se ha pasado todo el rato hablando ha sido él.

Cadfael tenía un vino de cosecha propia en su cabaña, nuevo, pero apto para beber. Sacó una jarra y ambos se sentaron en un banco adosado al muro norte del huerto para tomar el sol en ociosa indolencia.

—He visto el caballo —dijo Cadfael—. Tardará unos cuantos días en poder reanudar el camino de Chester.

También he visto al hombre, si es ése a quien el abad se ha apresurado a recibir. Por lo que parece, no le esperaban. Si tiene prisa por llegar a Chester, necesitará otro caballo o más paciencia de la que le supongo.

—Ya está todo resuelto. Puede que Radulfo le tenga aquí una semana o más. Si se fuera a Chester ahora, no encontraría al hombre que busca allí; por consiguiente, no hay prisa. El conde Ranulfo se encuentra en la frontera galesa, repeliendo una nueva incursión de Gwynedd. Owain le tendrá ocupado algún tiempo.

—¿Y quién es este clérigo que se dirige a Chester? —preguntó Cadfael con curiosidad—. ¿Y qué quería de vos?

—Bueno, como estaba disgustado… hasta que yo le dije que no había prisa, pues el conde se encuentra recorriendo sus fronteras… decidió incordiar a la mayor cantidad de gente posible. ¡Y mandó llamar al gobernador para exigirle por lo menos la debida reverencia! Pero hay también cierto propósito en todo ello.

Deseaba obtener toda la información que pudiera acerca del paradero y las intenciones de Owain de Gwynedd, y, sobre todo, quería saber qué amenaza representa nuestro príncipe galés para el conde Ranulfo, hasta qué extremo agradecería el conde una ayuda en este asunto y cuánto estaría dispuesto a pagar por ello.

—En interés del rey —dedujo Cadfael tras un instante de reflexión—. Entonces, ¿es uno de los eclesiásticos dependientes del obispo Enrique? —¡Ni hablar! Por una vez, el rey Esteban ha decidido echar mano del arzobispo en lugar de recurrir a su hermano, el obispo de Winchester. Enrique está ocupado en otro lugar. No, vuestro huésped es un tal Gerberto, uno de los canónigos agustinos de Canterbury, hombre muy poderoso en la casa del arzobispo Teobaldo. Su misión es la de hacer un cauteloso gesto de paz y buena voluntad al conde Ranulfo, cuya lealtad (a Esteban o a cualquier otro bando) suele ser bastante frágil, pero podría consolidarse. ¡O, por lo menos, eso espera Esteban!, en beneficio mutuo. Tú me ofreces pleno apoyo allí en el norte y yo te ayudo a mantener a raya a Owain Gwynedd y a sus galeses. ¡Juntos seremos más fuertes que separados!

Las pobladas cejas de Cadfael se arquearon hacia su entrecana frente.

—¿Cómo? ¿Precisamente ahora que Ranulfo todavía retiene el castillo de Lincoln en contra de la voluntad de Esteban? ¿Y otros castillos reales de los que se ha apoderado ilegalmente? ¿Acaso Esteban no ve qué clase de apoyo y amistad puede esperar de él?

—Esteban no ha olvidado nada. Pero está dispuesto a disimular siempre y cuando Ranulfo se esté quieto y se muestre propicio durante unos cuantos meses. Hay algunos más que le preocupan, aparte este aliado tan poco de fiar —dijo Hugo—. Me imagino que Esteban quiere tratar poco a poco con cada uno de ellos por separado. Sin embargo, hay alguien contra el cual Esteban tiene algo más que unos cuantos castillos robados. Merece la pena comprar la benevolencia de Chester hasta que pueda arreglarle las cuentas a Essex.

—Parecéis muy seguro de las intenciones del rey —dijo Cadfael.

—Estoy casi seguro, en efecto. Vi cómo se comportó en la corte las pasadas Navidades. Un extraño hubiera podido tener dudas sobre cuál de nosotros era el rey. Puede que Esteban sea hombre de fácil trato, pero no es humilde. Corrían rumores de que el conde de Essex estaba negociando de nuevo con la emperatriz durante la permanencia de esta última en Oxford, pero que cambió de idea cuando ella sucumbió al asedio. Ya ha cambiado de bando varias veces y creo que se encuentra en situación muy precaria.

—Y hay que aplacar a Ranulfo hasta que se haya resuelto la cuestión del otro conde —Cadfael se frotó la chata y morena nariz con aire dubitativo y reflexionó un instante en silencio—. Me parece una manera de pensar más propia del obispo de Winchester que del rey Esteban —dijo cautelosamente.

—Es posible. Tal vez por eso el rey utiliza a alguien de la casa de Canterbury para cumplir esta misión y no a alguien de Winchester. ¿Quién podría sospechar la presencia de la mano del obispo Esteban bajo la actuación del arzobispo Teobaldo? No hay nadie que conozca los entresijos de la política del rey o de la emperatriz que no esté al corriente del poco aprecio que ambos se tienen mutuamente.

Cadfael no podía negar la veracidad de aquella afirmación. La enemistad se remontaba a cinco años antes, cuando quedó vacante la sede arzobispal de Canterbury a la muerte de Guillermo de Corbeil y el hermano menor del rey Esteban, Enrique, aspiraba a aquel nombramiento al que se consideraba con derecho. Cuando el papa Inocencio nombró en su lugar a Teobaldo de Bec, la decepción de Enrique fue tan profunda, su disgusto tan patente y la influencia que podía ejercer tan visible, que Inocencio, en un sincero deseo de reconocer sus innegables dotes o tal vez por pura exasperación o con ocultas intenciones, le concedió a modo de consolación la legación papal en Inglaterra, confiriéndole de hecho un rango superior al del arzobispo, cosa que no podía en modo alguno propiciar un acercamiento entre ambos. Cinco años de comedidas pero violentas contiendas habían avivado el fuego de la hoguera. No, ningún conde de sospechosa lealtad que recibiera a un enviado de Teobaldo podría ver detrás de la propuesta la menor traza de las tortuosas manipulaciones de Enrique de Winchester.

—Bien —dijo Cadfael—, puede que a Ranulfo le convenga mostrar una favorable disposición ahora que está ocupado combatiendo contra los galeses de Gwynedd. Aunque no veo qué suerte de ayuda puede ofrecerle Esteban.

—Ninguna —convino Hugo soltando una breve carcajada—, y Ranulfo lo sabe tan bien como nosotros. Simplemente su benevolencia, muy de agradecer en las actuales circunstancias. Se conocen muy bien y no existe confianza mutua, pero cada uno de ellos procurará, en su propio interés, que el otro se esté quieto.

Un acuerdo para dejar las disputas para otra ocasión más adecuada es mejor en estos momentos que la inexistencia de un acuerdo y la necesidad de pasarse el rato vigilando los movimientos del otro. De este modo, Ranulfo podrá concentrarse en Owain Gwynedd y Esteban podrá dedicar toda su atención al asunto de Godofredo de Mandeville en Essex.

—Y nosotros entre tanto tendremos que atender al canónigo Gerberto hasta que su caballo esté en condiciones de soportar su peso.

—Y también a su criado personal, a sus dos mozos ya uno de los diáconos del obispo De Clinton que éste le ha prestado para que sea su guía en la diócesis. Un tímido sujeto de baja estatura llamado Serlo que tiembla de miedo en su presencia. Dudo de que haya oído hablar alguna vez de santa Winifreda… me refiero a Gerberto, no a Serlo… pero, aun así, querrá dirigir los festejos en honor de la santa, aprovechando que está aquí.

—Así parece por su aspecto —reconoció Cadfael—. ¿Y qué le habéis dicho a propósito de la pequeña cuestión de Owain Gwynedd?

—La verdad, aunque no toda. Que Owain está capacitado para mantener a Ranulfo tan ocupado en la frontera que a éste no le quedará tiempo para provocar dificultades en otro lugar. Y que no es necesario hacerle ninguna regia concesión para que se esté quieto, aunque unas amables palabras no estarán de más.

—No habéis tenido ninguna necesidad de mencionarle el acuerdo concertado con Owain para que nos deje en paz aquí y os quite de encima al conde de Chester —dijo plácidamente Cadfael—. Puede que eso no le permita a Esteban recuperar los castillos del norte, pero por lo menos evitará que las codiciosas manos del conde se apoderen de otros. ¿Qué noticias se tienen del oeste? La sospechosa quietud de allí abajo, en las tierras de Gloucester, me induce a pensar que algo se está cociendo. ¿Tenéis idea de lo que está tramando?

La esporádica y agotadora guerra civil entre ambos primos por el trono de Inglaterra se prolongaba desde hacía más de cinco años en espasmódicos movimientos hacia el sur y el oeste; raras veces se había extendido por el norte hasta Shrewsbury. La emperatriz Matilde, con su fiel paladín y hermanastro ilegítimo el conde Roberto de Gloucester, ejercía un dominio casi indiscutible en el suroeste desde sus centros de operaciones de Bristol y Gloucester, mientras que el rey Esteban conservaba en su poder el resto del país, con un cierto grado de dificultad en las regiones más alejadas de su base en Londres y los condados del sur. En semejantes condiciones, cualquier conde o barón podía ceder a la tentación de buscar sus propias oportunidades y satisfacer sus propias ambiciones, para asegurarse un pequeño reino independiente, en lugar de gastar sus energías en apoyar al rey o a la emperatriz.

El conde Ranulfo de Chester se sentía lo suficientemente alejado del poder de cualquiera de los dos contendientes como para enriquecerse a sus expensas, pues, como es bien sabido, la fortuna sonríe a los audaces y cada vez estaba más claro que su profesada lealtad al rey Esteban era secundaria respecto a su intención de establecer un reino propio en el norte, desde Chester a Lincoln. Por supuesto que la misión del canónigo Gerberto no implicaba la menor confianza en la palabra del conde, por muy devotamente que la empeñara, sino que simplemente se proponía mantenerle quieto durante algún tiempo en su propio interés, hasta que el rey estuviera en condiciones de arreglarle las cuentas. Eso, por lo menos, le parecía a Hugo.

—Roberto —dijo Hugo— está ocupado reforzando todas sus defensas y convirtiendo todo el suroeste en una fortaleza. Y entre él y su hermana están educando al muchacho al que algún día ella espera convertir en rey. Sí, el joven Enrique se encuentra todavía en Bristol, pero Esteban no tiene la menor posibilidad de llevar la guerra tan lejos y, aunque pudiera hacerlo, no sabría qué hacer con el chico cuando lo tuviera en su poder. Aunque ella tampoco puede sacar del niño más provecho que el placer de su presencia, lo cual tal vez sea suficiente. Al final, lo tendrán que enviar nuevamente a casa. La próxima vez que venga… puede que lo haga en Serlo y armado. ¿Quién sabe?

Hacía menos de un año, la emperatriz había pedido ayuda a su esposo en Francia, pero el conde Godofredo de Anjou, tanto si creía en las pretensiones de su mujer al trono de Inglaterra como si no, no tenía la menor intención de enviar en su ayuda unas fuerzas que él estaba empleando con mucho provecho en la conquista de Normandía, empresa ésta que le interesaba mucho más que las pretensiones de Matilde. En lugar de los caballeros y las armas que ella necesitaba, le envió a su hijo de diez años. ¿Qué clase de padre debía de ser el tal conde de Anjou?, se preguntó Cadfael. Se decía que estaba firmemente empeñado en la defensa de la fortuna de su casa y sus sucesores y que daba a sus hijos una excelente educación; debía de confiar sin duda en el aprecio del conde Roberto por el niño encomendado a sus cuidados. Aun así, ¡mira que enviar a un muchacho tan joven a un país desgarrado por una guerra civil!

Sin duda debía conocer a Esteban y sabía que éste hubiera sido incapaz de causar el menor daño al niño en caso de que cayera en sus manos. ¿Y si el niño tuviera voluntad propia, a pesar de su tierna edad, y hubiera insistido en emprender aquella aventura?

Sí, un padre audaz bien podía respetar la audacia de su hijo. Sin duda, pensó Cadfael, oiremos hablar más de este Enrique Plantagenet que se dedica en estos momentos a aprender sus lecciones y esperar el momento oportuno en Bristol.

—Tengo que irme —dijo Hugo levantándose y desperezándose bajo el cálido sol—. Ya estoy harto de clérigos por hoy… sin ánimo de ofender vuestra compañía aunque vos no sois un clérigo. ¿No habéis tomado alguna vez en consideración la posibilidad de recibir las órdenes menores, Cadfael? ¿Lo justo para reclamar los correspondientes privilegios en caso de que alguna vez saliera a la luz alguna de vuestras hazañas menos decorosas? ¡Mejor la justicia del abad que la mía, llegado el caso!

—Llegado el caso —replicó tranquilamente Cadfael levantándose con él—, lo más probable es que tuvierais que mantener la boca fuertemente cerrada, pues nueve veces de cada diez vos estaríais metido en ello junto a mí. ¿Recordáis los caballos que ocultasteis de la requisa del rey cuando…?

Hugo rodeó los hombros de su amigo con su brazo y soltó una carcajada.

—Bueno, si empezamos a recordar cosas, me parece que yo os podré ganar. Mejor olvidemos nuestras viejas proezas. Siempre fuimos hombres de lo más razonable. Venid, acompañadme hasta la garita de vigilancia, ya debe de faltar poco para el rezo de vísperas.

Ambos amigos avanzaron sin prisa por el camino de grava, bordeando el seto de boj y cruzando el huerto de hortalizas hasta el lugar donde empezaban los cuadros de rosas. Fray Winfrido estaba subiendo la cuesta del campo de guisantes, con la azada al hombro.

—No tardéis mucho en pedir permiso para venir a ver a vuestro ahijado —dijo Hugo, rodeando con Cadfael el seto de boj; el bullicio del patio los rodeó como el zumbido de un enjambre de abejas—. En cuanto llegamos a la ciudad, Gil empieza a preguntar por vos.

—Lo haré con mucho gusto. Le echo de menos cuando os vais al norte, pero en verano él está mejor allí que aquí, encerrado entre cuatro paredes. ¿Aline está bien?

Cadfael lo preguntó con toda tranquilidad, sabiendo que, si a Aline le hubiera ocurrido algo, se hubiera enterado en seguida.

—Floreciendo como una rosa. Pero venid a verlo vos mismo. Os estará esperando.

Doblaron la esquina de la hospedería y salieron al patio casi tan animado como la plaza de una ciudad.

Estaban conduciendo otro caballo a las cuadras mientras fray Dionisio recibía a un huésped manchado por el polvo del camino en la puerta de sus dominios; dos o tres novicios corrían de un lado para otro con mantas, cirios y jarras de agua; los huéspedes ya aposentados contemplaban a los recién llegados que cruzaban la garita, saludaban a los amigos, renovaban viejas amistades y entablaban otras nuevas; los niños del claustro, tanto los oblatos como los colegiales, se reunían en pequeños grupos, todos ojos y oídos, brincando y chillando como grillos y correteando entre los peregrinos, tan excitados como los perros en una feria. El paso de fray Jerónimo, cruzando el patio desde el claustro hacia la enfermería, hubiera inducido normalmente a los niños a guardar un respetuoso silencio, pero, en medio de aquella confusión, fue muy fácil evitarle.

—Tendréis la casa llena para los festejos —dijo Hugo, deteniéndose para contemplar aquel caos multicolor y complaciéndose en él con tanta sinceridad como los chiquillos.

En el grupo congregado justo a la entrada se produjo de pronto un movimiento. El portero se retiró hacia la puerta de su garita y la gente se apartó a ambos lados como para permitir el paso a unos jinetes, pero no se oyó el menor sonido de cascos sobre los adoquines bajo el arco de la entrada. Los que entraban iban a pie y, en cuanto emergieron al patio, resultó evidente la razón de la generosa actitud de los allí congregados. Una larga carreta de mano entró chirriando, tirada por delante por un fornido campesino de cabello entrecano y empujada por detrás por un delgado joven, manchado por el polvo del viaje y los caminos. La carga estaba cubierta con una capa de color pardo encima de la cual se observaba un fardo de arpillera que, por la forma en que ambos hombres se esforzaban, parecía pesar mucho. El bulto, de longitud y anchura semejantes a las de un hombre, sugería la idea de la muerte. Una oleada de silencio llegó gradualmente hasta el lugar desde donde Hugo y Cadfael observaban la escena. Los niños lo contemplaban todo con los ojos muy abiertos, asustados y curiosos a un tiempo, pero sin querer perderse ningún detalle.

—Me parece —dijo Hugo en voz baja— que tenéis un huésped que necesitará un lecho, aunque no en la hospedería.

El joven enderezó la espalda haciendo una mueca de agotamiento y miró a su alrededor, buscando la autoridad más próxima. El portero se acercó a él rodeando la carreta y el féretro, con el circunspecto porte propio de alguien acostumbrado a todo y que, por consiguiente, no perdía la compostura ni siquiera ante la aparición de la muerte, irrumpiendo como en un auto alegórico en medio de los preparativos de unos festejos. Lo que ocurrió entre ambos fue demasiado personal y privado como para que llegara a oídos ajenos, pero, al parecer, el forastero estaba solicitando alojamiento tanto para sí mismo como para la persona que tenía a su cargo. Su actitud era reverente y cortés, tal como correspondía al ambiente en que se encontraba, pero, al mismo tiempo, serenamente confiada.

Volvió la cabeza y señaló con la mano hacia la iglesia.

Era un joven de unos veintiséis o veintisiete años, de ropa desteñida por el sol y cubierta por el polvo de los caminos. Su estatura era superior a la media, era musculoso y cimbreño, de largos huesos y anchos hombros, con una mata de cabello pajizo algo más claro que el intenso bronceado de su frente y sus mejillas y una fina y recta nariz de audaces proporciones.

Era un rostro orgulloso, algo agotado por el esfuerzo y preocupado por la gravedad de su misión, pero que por naturaleza debía de ser, pensó Cadfael, estudiándole desde el otro extremo del patio, abierto, esperanzado y afable, muy inclinado a la sonrisa y con una boca de bien dibujados labios dispuesta a hacer revelaciones ante la menor muestra de invitación amistosa.

—¿Es alguien de vuestro rebaño de la barbacana? —preguntó Hugo, estudiando al mozo con interés—. Pero, no, por el aspecto que tiene, debe venir de bastante más lejos.

—Aun así —dijo Cadfael, sacudiendo la cabeza en un intento de atrapar un parecido que se le escapaba—, creo que antes he visto esta cara en otro sitio. Si no, me recuerda a algún otro muchacho que he conocido.

—Los muchachos que vos habéis conocido en otros tiempos podrían proceder de medio mundo. Bueno, ya lo averiguaréis a su debido tiempo —dijo Hugo—, pues me parece que fray Dionisio ya está dedicando toda su atención al asunto y uno de vuestros jóvenes se ha dirigido corriendo hacia el claustro en busca de alguien.

El alguien resultó ser nada menos que el mismísimo prior Roberto con fray Jerónimo trotando obedientemente a su espalda. La longitud de las zancadas de Roberto y la brevedad de las piernas de Jerónimo convertían, lo que de otro modo hubiera sido un importante ajetreo, en un lerdo atolondramiento, pero siempre permitían que Jerónimo llegara a tiempo a cualquier lugar que pudiera ofrecerle ocasión para la curiosidad, la censura o la santurronería.

—Vuestros extraños visitantes —comentó Hugo, al ver cómo se estaba desarrollando la conversación han sido aceptados, aunque sólo sea en período de prueba.

Me imagino que le hubiera sido muy difícil rechazar a un muerto.

—Al hombre de la carreta —observó Cadfael—, lo conozco. Viene de los alrededores del monte Wrekin y le he visto trayendo sus mercancías al mercado. El hombre y la carreta habrán sido contratados para este trabajo. Pero el otro viene de mucho más lejos, no me cabe la menor duda. Me pregunto desde dónde habrá venido con su carga, contratando ayuda por el camino.

Y si aquí ha llegado al término de su viaje.

No estaba demasiado claro que el prior Roberto hubiera acogido con agrado la aparición de un féretro en el centro de un patio atestado de peregrinos que habían acudido allí en busca de buenos presagios y de placenteras emociones. En realidad, el prior Roberto jamás aceptaba nada que de alguna forma interrumpiera el suave y ortodoxo curso de los acontecimientos en el interior del recinto de la abadía. Pero no podía encontrar, evidentemente, ninguna razón para rehusar cualquier cosa que se le solicitara con el debido respeto. Aunque fuera en período de prueba, tal como había dicho Hugo, les permitirían quedarse. Jerónimo reunió diligentemente a cuatro fornidos monjes y novicios para que levantaran el féretro de la carreta y se dirigieran con él al claustro para depositario en la capilla mortuoria de la iglesia. El joven retiró el modesto fardo de sus pertenencias y siguió con paso cansino el cortejo, cruzando el arco sur del claustro. Caminaba envarado y como si tuviera los pies llagados, pero se mantenía erguido, sin dar la menor muestra de pesadumbre, aunque la solemne expresión de su rostro pareciera indicar que estaba más preocupado por los pensamientos que cruzaban por su mente que por lo que pudiera pensar de él la gente.

Fray Dionisio bajó los peldaños de la hospedería y corrió a incorporarse a la fúnebre procesión, probablemente para recuperar y alojar con amistosa cortesía al huésped vivo. Los mirones empezaron a reanudar poco a poco sus interrumpidas actividades en medio de un bullicio al principio tímido y vacilante, pero después más ruidoso que antes, pues ahora la gente tenía un curioso y extraño acontecimiento que comentar, una vez superado el inicial momento de consternación.

Hugo y Cadfael cruzaron el patio en dirección a la garita de vigilancia en meditabundo silencio. El carretero ya había tomado las limoneras de la aligerada carreta de mano y había cruzado con ella la arcada de la garita de vigilancia para salir a la barbacana. Le habrían pagado el trabajo por adelantado y estaba visiblemente contento con el precio.

—Me parece que una de las tareas ya ha terminado —dijo Hugo, viéndole salir a la calle—. Muy pronto os enteraréis de lo que ocurre a través de fray Dionisio.

El alto caballo tordo que tan perversamente prefería Hugo a los demás, estaba atado en la garita de vigilancia. No era demasiado hermoso ni por su aspecto ni por su temperamento; no respondía al freno, era terco y obstinado y mostraba un gran desprecio por toda la humanidad menos por su amo a quien sólo tributaba el tolerante respeto debido a un igual.

—Venid pronto —dijo Hugo con un pie ya en el estribo y las riendas en la mano—, y traedme todos los chismorreas. Quién sabe, dentro de uno o dos días puede que podáis asociar un nombre al rostro.