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El pasado

Ferran Ripoll estaba absorto en sus pensamientos ante la tumba de Adrián, la tumba donde descansaban los pocos restos que quedaron de Adrián tras el incendio. De ese cuerpo donde hubo pelo, dientes, músculos, tendones, nervios, huesos, piel, riñones, corazón, hígado, pleura y pulmones, intestino, flemas, sangre, orina, heces. Ferran pensaba que su propio cuerpo, de la misma naturaleza mortal, acabaría igual. Reducido a polvo y barrido por el viento.

Quizá por eso, Ferran Ripoll no percibió que unos pasos tristes se acercaban por detrás a ese lugar donde él y su hermano buscaban reencontrarse. Al volverse comprobó que ya era tarde para salir corriendo. Había chocado de bruces con el rostro demacrado de Diana.

Al principio, tocado por la emoción del encuentro, no vio nada más que la cara de Diana. Se sostuvieron la mirada. Al cabo de unos instantes eternos, fue la misma Diana la que, cerrando sus ojos lenta y suavemente, le hizo ver que al final de una de sus manos colgaba la mano de Sara.

Ferran Ripoll se agachó, sonrió a la niña con ternura y la besó en la mejilla. Luego la abrazó. Al contacto con el cuerpo frágil y menudo de Sara, Ferran Ripoll notó que las lágrimas asomaban desde su interior. «¡Qué refrescantes eran aquellas aguas que volvían a su cauce!», pensó.

Se separó de Sara suavemente. Y mientras hacía ese movimiento, introdujo su mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar de ella el anillo de Adrián. Ferran tuvo entonces la certeza de que Sara era su auténtica propietaria. Se lo mostró entre sus dedos mientras le decía a la niña que era suyo, que su padre habría querido que ella lo tuviera. Sonrió cuando vio la cara de asombro y felicidad que la niña mostraba. Era como si hubiera conectado a través de una mágica autopista con la presencia cercana y cálida de su padre.

Al levantar su cuerpo con esfuerzo, la mirada de Ferran Ripoll se cruzó con la de Diana. La sintió traspasar su propia mirada y recorrer todas las esquinas y recovecos de su cuerpo. Temió que fuese a explotar allí mismo. No era dolor por la muerte y por lo que había perdido lo que sentía. No era tampoco ira por lo arrebatado. Era una sensación nueva que no reconocía en ninguna otra anterior en su vida. Había en esta nueva experiencia frente a Diana una certeza inmensa de que no deseaba apoderarse de ella ni tampoco rechazarla. Estaba en paz. Un nudo se deshacía en su interior y lo dejaba, al fin, libre.