Una explicación
Los diarios de la mañana amanecieron con el anuncio de aquel nuevo caso de corrupción. Un conocido periodista abría así su columna diaria:
La investigación sobre la trama corrupta desarticulada ayer en Barcelona, coordinada por la Fiscalía Anticorrupción y el juez Lluís Miragran, descubre unas ganancias de más de 30 millones de euros por parte de la red que operaba en el área metropolitana de Barcelona y en la Comunidad de Aragón. En la trama aparecen como implicados los nombres de conocidos empresarios, concejales, diputados, altos cargos y ex altos cargos de los dos Gobiernos autonómicos. Los ciudadanos estamos desgraciadamente cada vez más acostumbrados a estos casos, pero lo más sorprendente para algunos ha sido el descubrimiento de la implicación del diputado del Partido de la Igualdad, recientemente fallecido, Adrián Ripoll. Ripoll fue un político que habría tenido la posibilidad de haber ocupado otros titulares. El presidente del Partido de la Igualdad lo había presentado en el último congreso de esta formación como su posible sucesor. Se especuló mucho con las ambiguas palabras del presidente…
Carme Torrents dobló el periódico con gesto aburrido. A eso se iba a resumir lo ocurrido. Qué curioso. Cuando ocupas la fila cero, la perspectiva es diferente. Lo vives en el presente, instante a instante. Todavía sin interpretaciones, sin pensamientos, más allá del espacio y el tiempo. Sin embargo, el conocimiento de las cosas parece escrito por los que están sentados en el tendido de sol. Tendría que reflexionar sobre ello. Pero no ahora. Dentro de una hora había quedado con Ferran Ripoll para acercarle a una parte de la verdad, a una parte de la terrible noticia.
Carme Torrents se dirigió a su coche. Sabía que tendría que conducir un buen rato hasta llegar a la apartada casa de Ferran Ripoll. Había decidido informarle personalmente de los últimos acontecimientos de la investigación.
La casa de Ferran, rodeada por una abundante vegetación, se escondía en el bosque. «De la misma forma que lo hace su dueño», pensó Carme Torrents.
Ferran Ripoll la esperaba en el umbral de la puerta. El silencio constante en aquella zona le facilitaba detectar cualquier perturbación acústica a mucha distancia. Y, así, adelantarse al encuentro de un extraño. Le sonrió al darle la mano para saludarla.
Carme Torrents le explicó su deseo de transmitirle directamente sus descubrimientos y, en justa reciprocidad, Ferran le agradeció a aquella mujer, por otra parte de contacto tan brusco, esa exquisita sensibilidad.
Se sentaron frente a frente en los sencillos sillones de madera y mimbre que daban un ambiente de recogimiento al porche de la casa.
Hablaron durante más de dos horas, hasta que Carme Torrents dio señales de que se acercaban al final de la conversación:
—… Y esto es lo que suponemos que ocurrió, señor Ripoll.
—Pero me parece increíble… Adrián se metió en política porque quería de verdad cambiar las cosas… Me resulta chocante… y muy triste que él se hubiera convertido en algo parecido a aquellos a los que quería cambiar… Es verdad eso de que la maldad puede ser contagiosa.
—Bueno, lo mismo dicen de la bondad… Cuando Adrián supo que el negocio de la red le afectaba a usted directamente, entendió que tenía que cambiar de rumbo… Pensamos que a eso se refería cuando le dijo en el mensaje que le devolvería con bien todo el mal que le había hecho.
—¿Qué quiere decir usted exactamente? —preguntó Ferran con un tono de alarma en la voz.
—Pues eso… que él sabía que había estado haciéndole mal a usted y a toda su familia y que con su confesión, con su futura declaración ante la policía y los jueces, podría reconstruir parte de lo que había roto… ¿Cree que lo consiguió?
Ferran Ripoll se había quedado atrapado en aquel comentario y no había llegado a escuchar la última pregunta de Carme Torrents.
—Perdone, ¿reconstruir qué? ¿Qué quiere decir? Lo siento, estoy un poco aturdido con todo esto…
—Me refiero a si lo logró, si consiguió reconstruir lo que se había roto entre ustedes… En fin, lo que le pregunto, Ferran, es si usted cree que Adrián lo consiguió, si alcanzó a hacerlo al fin…
Ferran Ripoll se retiró hacia sus pensamientos más profundos. Escuchaba de lejos las palabras de la inspectora… Reconstruir… Claro que había mucho que reconstruir entre ellos, o, mejor todavía, había mucho por destruir… Tendrían que derribar el muro de silencio que se levantó tantos años atrás… cuando Adrián le anunció que se iba y que se llevaba a Diana, a su mujer, bueno a la que hasta ese día había sido la mujer de Ferran, ¡su mujer!… Lo sintió como una puñalada en el centro de su corazón. Desde entonces, Ferran Ripoll estaba muerto. Respiraba, caminaba, comía, evacuaba, podía desempeñar todas esas funciones lo mismo que podría hacerlo un robot. Pero, al igual que a las máquinas, también a él le estaba vedado el sentimiento.
Un torrente de recuerdos se agolpaba en su mente. Repentinamente, surgió en su memoria el toque de orgullo en la voz de su padre cuando anunció que su hermano Adrián entraba en las juventudes del Partido de la Igualdad. Era el comienzo. El viejo senador lo anticipaba. Era el comienzo de una brillante carrera política.
Cuando hablaba con su padre, o, mejor, cuando el senador Ripoll hablaba con su hijo, a Ferran le dominaba una violenta sensación de fracaso. De fracasar incluso antes de haber intentado algo. Ferran sabía que esa sacudida tenía que ver con la mirada de su padre. La mirada de un niño que comprueba una y otra vez que no hay regalo. A Ferran le gustaba prolongar la ilusión chispeante de los ojos de su padre cuando se encontraban. Pasado ese mágico instante, ya sabía lo que venía después. Un movimiento descendente, lento y minúsculo de la cabeza del padre mientras, con un gesto preocupado, tras comprobar de nuevo que su hijo no regalaba nada, iniciaba el tedioso interrogatorio sobre su futuro.
—Lo del arte está bien, está bien, aunque ya sabes que yo no lo entiendo… Pero está bien, si a ti te gusta, está bien… Pero para comer… para comer, ¿a qué te vas a dedicar? No quiero decir que tengas que ir hacia la política, no todo el mundo tiene esa vocación, pero no esperarás vivir del cuento toda la vida. ¡Deja de soñar, Fer, hazte mayor!
Y Ferran creció. Cuando se cansó de los reproches velados o directos de su padre, se fue. Viajó a Berlín, donde el movimiento intelectual que prosperó como una planta abonada por la caída del Muro le evocaba su propia liberación y se convirtió en sorprendente fuente de inspiración. Revoloteó por todos los escenarios posibles. Por todos los espacios del arte. Del dibujo al diseño, pasando por la arquitectura y la escenografía.
Siguiendo la estela de la Bauhaus, que muchos años después seguía alumbrando Berlín, él, convertido en artista, ya no trabajaría en solitario, nunca más en una escafandra aislada. En aquellos lejanos días, Ferran formaba parte de una gran comunidad artística. Hizo suyo el lema de abolir el muro soberbio entre artistas y artesanos y empezó a trabajar en el taller de creación en barro de Victor Elkheim.
Allí conoció a Diana. Desde el primer encuentro le fascinó el aroma de sus gestos, el tacto amable de su mirada, el colorido suave de su voz. Entre los destellos marrones y amarillos de sus ojos, Ferran descubrió su vocación.
Diana estaba allí por sus niños. No por los hijos biológicos que no tenía ni planeaba tener, sino por los niños del colegio de integración donde trabajaba. En España apenas se oía, en aquellos años, hablar de la estimulación precoz y de la rehabilitación cognitiva. Y Diana estaba convencida de que había caminos, para los que los educadores aún no disponían de mapas, que les darían acceso a entrar en el mundo de aquellos pequeños seres solitarios. Revoloteó por todos los escenarios de la educación alternativa y un buen día llegó al taller de barro de Victor Elkheim. En su primer día se topó con Ferran. Se lo presentó un amigo común, músico, que exploraba técnicas musicales para la educación de niños autistas.
Después, toda su historia juntos. Los cinco años en Berlín disfrutando de su libertad. Para Ferran habían sido los mejores de su vida.
La carta de un amigo común, dándoles noticia del concurso de escultores que se convocaba en Zaragoza para una pieza que se colocaría en una autopista, les devolvió la añoranza que no sabían que sentían. Volvieron. La familia Ripoll los recibió con los brazos abiertos. Creía recuperar a su hijo, sin reconocer que no lo había tenido nunca.
—Ya era hora, Ferran, de que nos dejaras conocer a tu bella mujer —dijo el senador.
Diana conoció a toda la familia Ripoll. Ella y Adrián se supieron amantes antes de serlo. Por eso sus encuentros resultaron tan fáciles. Diana temía el impulso que la llevaba a desear a Adrián cada vez con más fuerza después de tenerlo. Adrián no se preguntaba nada. Simplemente actuaba.
Una sonrisa compasiva cruzó el rostro de Ferran al recordar cómo, aún ajeno a esa traición, disfrutaba de las recompensas que la vida les ofrecía. Había conseguido, al fin, un contrato millonario que los libraría de preocupaciones monetarias durante al menos cinco años y que le permitiría a Diana poner en marcha su antiguo y querido proyecto educativo en Huesca, donde todo se volvía alternativo.
Cuando Diana se fue, Ferran sintió que un terremoto interior lo derrumbaba. Diana nunca le explicó nada. Simplemente se fue. Ferran quedó solo en aquella casa escondida desde donde podía divisar a un extraño acercándose.
Dos meses más tarde recibió una llamada de Diana. Le anunció que estaba con Adrián. No habían podido evitarlo, le decía, ambos habían luchado contra una resaca de sentimientos que se les imponía como la marea creciente a la playa, hasta que al final se dejaron inundar por ellos. Ahora, además, estaba embarazada.
Ferran colgó el teléfono y desde ese día, diez años atrás, sin haberlo decidido, solo se permitió soñar cuando pintaba o cuando liberaba con su punzón una forma que intuía aprisionada en un trozo de madera o de piedra. Se aisló de su familia, y también del resto del mundo. Dejó de interesarle lo que ocurría a su alrededor y se enfrascó en la tarea de olvidar.
A veces la corriente de la vida convierte las intenciones iniciales en motor de efectos contrarios al impulso generador. Ferran y los demás integrantes de aquel grupo originario de artistas, que perseguían un arte accesible a todos, se convirtieron con los años en fabricantes de piezas para coleccionistas de élite. Así evolucionó el genio de Ferran, sin quererlo, sin proponérselo. Así fue Ferran traicionando al que podía haber sido.
Ahora, diez años más tarde, desde un remoto escondrijo de su memoria, la voz de un Adrián desconocido había vuelto a sonar al otro lado del teléfono.
Y también ahora, por primera vez en esos diez años, Ferran Ripoll tuvo ganas de llorar. Las reprimió. No quería estrenar su llanto, escondido desde hacía tantos años, delante de una extraña. Lo reservaría para más adelante. Para cuando pudiera encontrarse a solas con esa parte de Ferran que siente y se emociona, esa parte profundamente enterrada. Sintió una agradable inquietud ante el reencuentro inminente.
Su mente volvió entonces a la conversación con la inspectora.
—Ah, ah… Supongo que sí lo consiguió, que ya le he perdonado por haberse dejado llevar por la avaricia… Lo quería todo… No era suficiente un «me gustaría». Adrián se dejó llevar por ese «tengo derecho a todo» que justifica cualquier acto. Efectivamente, eso nos distanció. Siento que no hayamos tenido oportunidad de hablar de ello, de reconciliarnos en vida… aunque… seré sincero… creo que, si no fuera porque llamó a mi puerta estando muerto, nunca le hubiera abierto… Es curioso, ¿no cree? Resolvemos los asuntos pendientes cuando hay una línea final, cuando la línea final es la muerte, cuando ya realmente apenas sirve de nada hacerlo…
—Bueno, quizá para usted sea útil hacerlo. —Carme Torrents no sabía por qué decía aquello.
—¿Qué?
—Perdonar. —La palabra había salido de su boca, de la garganta de Carme Torrents, aunque ella misma no sabía bien quién era la auténtica responsable de lo que su voz decía.
—No sé qué decirle… solo busco paz —finalizó Ferran.
Carme Torrents eligió el silencio de aquel momento para ofrecerle a Ferran el anillo de Adrián Ripoll que había encontrado entre los restos del accidente.
—¿Lo reconoce? Creo que era de su hermano. Seguramente él hubiera querido que se lo quedara usted y que decidiera qué hacer con él.
Ferran sintió la emoción del encuentro con algo querido y olvidado. La vieja alianza de su padre estaba de nuevo en sus manos. Observó que tenía una leyenda grabada en su interior, que Ferran no recordaba. La leyó: «Ubi tu Caius, ego Caia». Ferran conocía la frase: «Donde tú seas Cayo, yo seré Caya». Era la fórmula de casamiento que utilizaban los jóvenes patricios en la antigua Roma.
Recordó, con sus propias palabras, el sentido de los viejos versos de Coleridge: «Y si un día sueñas que atraviesas el paraíso para encontrar una rosa roja y al despertar la rosa continúa entre tus manos, entonces, ¿qué?».