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A través del sueño

La inspectora se sumergió de lleno en el analgésico barullo del bar más popular del pueblo. Bebió. Lo hizo despacio, saboreando cada trago. Tomaba conciencia de que los sucesos del día se agolpaban para salir de su mente y con suavidad les daba permiso para hacerlo. Poco a poco. Con calma. Pero sí, les permitiría hacerlo. A su tiempo.

Desplegó el periódico sobre el mostrador del bar y lo dejó extendido a su lado. Así sería más difícil que alguno de aquellos personajes de alrededor se atreviera a acercarse. Posó la mirada en una foto, la de una famosa modelo que sostenía una tarta de cumpleaños en sus manos. Sintió de nuevo una punzada de dolor y arrugó con rabia las hojas del diario. Salió del bar.

Unos minutos más tarde, cuando llegó a la habitación del hotel, el peso del día y el alcohol la tumbaron en la cama. Se quedó dormida. Más bien se desplomó en un profundo sueño.

Le pareció que se despertaba en la habitación del albergue. Allí, desde el espejo, le sonreía Pau. La primera reacción que tuvo fue salir corriendo. Una voz antigua, tan dormida como el resto de su cuerpo, le gritó desde su interior: «¡Cuanto más corres, más miedo sientes…!». Frenó el gesto con brusquedad. No volvería a escapar. Y dejó que la tristeza surgiera mientras las lágrimas corrían desenfrenadas por su rostro, como fugitivas de algo. De una hoguera interior.

El llanto oculto se dejaba caer como un bálsamo. El fuego se apaciguaba y pudo dirigir de nuevo la mirada hacia el espejo. Allí estaba ella, sentada de espaldas a Pau. El hijo rodeaba los hombros de la madre por detrás. Carme no podía verlo directamente, pero sí sentir su abrazo y escuchar el murmullo de su voz:

—Me equivoqué, madre, no fue tu culpa. Yo me equivoqué.

—Pau, Pau, si hubiera estado más al tanto… Si no me hubiera cegado la furia… Si hubiera sabido ver tu desesperación…

La voz de Pau sonaba tan familiar como cuando estaba vivo, pero no era la misma. Era el tono, el gesto de un sabio viejo. La lentitud suave, la profundidad de sus gestos, su mirada. A través de Pau, dos mil años de sabiduría la abrazaban.

—No hubiera servido, madre. Nadie puede ver en otro lo que no ve en su interior. ¿Te das cuenta ahora? ¿Puedes ver tu dolor? Yo no supe ver el mío, o quizá me dio demasiado miedo y la única respuesta fue huir de él. Escapar. Aunque hubieras estado ahí, advirtiéndomelo, yo estaba ciego. No lo hubiera entendido. No lo hubiera creído. Un ciego que no sabe que lo es. Tú ahora lo puedes ver. Por eso estoy aquí. Porque sé que me ves.

El llanto de Carme se hizo tan intenso que apenas se entendían sus palabras:

—Pau, ¿para qué? ¿De qué sirve ya todo esto?

—No lo sé. Una inquietud interna me guía hacia ti, pero no busco nada. Vengo porque estoy mal, pero no busco encontrarme bien. Déjalo estar así y déjame ir.

—Como si yo pudiera retenerte. Como si tuviera alguna oportunidad de decidir —dijo Carme mientras una mueca de sonrisa triste se asomaba a su cara.

—Decide dejarme ir y compadecerte de ti. De ti y de mí. Mira tu dolor. Mira el mío. Son el mismo sufrimiento. Mira el sufrimiento de los seres de alrededor. Es el mismo sufrimiento. Deséame que me vaya bien. Ten compasión de mí. Deséate a ti misma que te vaya bien. Ten compasión de ti. Deséaselo también a los demás. Encontrarás paz y nos sentiremos unidos de nuevo.

Carme bajó la cabeza y lloró. De una forma distinta esta vez. Lloró por ella. Por su dolor. Por la niña que había sido. Por la madre que fue. Por la mujer que era, justo ahora, en este instante, momento a momento.

Un rato más tarde se despertó. Notó un nudo en el centro de su pecho y decidió. Fue su opción. Decidió que lo dejaría estar, que lo observaría, que se limitaría a notarlo, sin intentar cambiar nada. Estar con el nudo. No darle la espalda. Sin condiciones. Estar con él y confiar.