La respuesta de Baz
Cuando Carme Torrents llegó de nuevo a la comisaría del pueblo, Baz estaba recostado en su butaca, hojeando distraídamente unos informes.
—¿Qué, inspectora, trae novedades?
—Unas cuantas, Baz, unas cuantas. Algunas de nuestras averiguaciones van a cambiar mucho el rumbo de este caso.
—¡No me diga! —respondió el sargento mientras esbozaba una lenta sonrisa—. Cuénteme. ¿Qué es eso tan importante que ha descubierto?
—Para empezar, sabemos que el accidente fue provocado. Así que ya no vamos a hablar de accidente, sino de asesinato.
—Vaya, sí que suena fuerte el arranque de su historia…
—También hemos descubierto que algunas personalidades de Barcelona tenían mucho interés en frenar una investigación que Adrián Ripoll llevaba a cabo.
—¡Caramba! No serán esos importantes personajes los que la mandaron a usted aquí, ¿verdad? Esos que querían saber de primera mano qué le había pasado a su diputado —exclamó Baz en tono de burla.
—Como ya sabe, no estoy autorizada a compartir nombres con usted —lo cortó Carme tajante.
—Pero siga, siga, por favor… —la animó el sargento, cada vez más visiblemente nervioso.
Baz tomó aire. Toda su vida en aquel miserable pueblo, en aquella cochambrosa oficina… Toda su vida pasaba en un instante por delante de sus ojos. Su único pecado había sido desear una vida mejor para los suyos, pensó. Eso es, una vida como la de esos estirados que se pueden dedicar a causas elevadas gracias a que él y sus agentes limpiaban las calles de mierda para que damas y caballeros paseasen impolutos por ellas. Él no había tenido nada de eso. Ninguna ayuda, ninguna mano se le había ofrecido. Sus recuerdos se atropellaban. La única mano que recordaba era la de su padre cayendo como una pala de hierro sobre su cara. Se hizo policía para asegurarse de que estaría a salvo. A salvo de sufrir la violencia de los otros. Ahora era él quien mandaba y quien decidía la cara sobre la que se abatiría, sin compasión, su mano implacable.
En su mundo no había matices. Blanco o negro. O estás arriba o estás abajo. Y desde hacía años, Baz se sentía orgulloso de haber llegado arriba. Tan arriba que no quería hacer caso de aquella incómoda molestia que, a veces, le asaltaba. Le ocurría cuando se relacionaba con tipejos como aquella orgullosa inspectora de Barcelona, notaba que sus mandíbulas se tensaban y de modo reflejo apretaba los puños mientras sonreía. No negaba que deseaba sacudirse esa sensación. ¡Era cierto! ¡Cuánto le fastidiaba reconocer el fastidio, cuanto le fastidiaba reconocer la irritación de sentirse incómodo por la mirada de aquella tipa de la gran ciudad! Como si a él le tuviera que importar que aquella zorra lo aceptara.
Gente como aquella estúpida y soberbia mujer le recordaba su infancia y adolescencia. Siempre escapando de la mirada de los demás. De los otros. De esos otros que no tenían nada que esconder. De aquellos que abrían las puertas de sus casas con seguridad, sin nada que temer. Con seguridad de no ir a encontrar a su madre borracha en un rincón de la habitación o de no provocar las iras de un padre arrepentido de vivir. Pero él se lo había propuesto y lo había conseguido. Salir de aquello. Significaba salir del barrio, salir del barro, aplicarse en los estudios y pillar al vuelo la primera oportunidad de huir. Y así lo hizo. En cuanto pudo. Se marchó.
La policía le supuso un refugio confortable y la primera experiencia de adueñarse de algún poder, de ser respetado en el pueblo y en los alrededores, donde todos los vecinos lo conocían. Allí estaba seguro. Sabía que él era quien tenía el mando.
Pero aquella mujer no callaba, seguía su discurso implacable:
—Sabemos que esas importantes personas contaban con algunos buenos amigos, o más bien socios en sus negocios, que se encargaban de hacerles el trabajo sucio.
—¿Qué quiere decir con eso? —respondió Baz, como si no percibiera en la mirada de Carme que ella también lo sabía, que aquella mujer también conocía el orden de las cosas: los que limpian y los que pasean por las calles. Y no hay nada más.
—Que fueron esos, los basureros de los poderosos, los ejecutores directos del asesinato de Ripoll.
Baz escuchó aquella palabra, ¡basureros! Toda su vida intentando pasar al otro lado. Al de los impolutos. Para que ahora aquella hija de puta se lo estampara en la cara. Le restregaba su fracaso. Eso era lo que más le dolía. Su fracaso.
—¡Caramba de nuevo! ¡Fascinante! Y todo esto ocurrió en nuestro pequeño pueblo, tan al margen siempre de los grandes negocios de la ciudad.
Al menos, aquella mujer reconocería ahora lo sorprendente de encontrar allí, en un pueblo miserable como aquel, una red criminal perfectamente organizada. Y todo gracias a él, gracias a Baz.
—Bueno, en este caso, sargento Baz, creo que no tan al margen. Usted lo sabe bien. En esta ocasión, las ratas de campo entraron en el palacio para comer las sobras que les dejaban, aun a riesgo de ser descubiertas y de tener que morder para defender sus tesoros…
No había ni un asomo de sorpresa en la voz de la inspectora. Ratas… comer las sobras… ¿A eso reducía aquella cabrona todo su esfuerzo?
—No sé qué quiere usted decir con toda esta perorata… ¿No será que tanta visita al templo de los monjes la está afectando? —dijo Baz con temblorosa ironía.
Lo notaba. Su voz dejaba traslucir el comienzo de su miedo. No podía dejarse llevar por él. Pensó en su padre. Recordó de nuevo la caída de aquella mano gigante sobre su rostro. Ahora volvía a ser el rostro de un niño. Un niño asustado.
La inspectora continuó:
—Puede que sí, que el contacto con los monjes me esté afectando, pero ahora no estamos hablando de eso… Estamos hablando de usted, Baz… Es su nombre el que aparece varias veces, en diferentes registros de pago de comisiones y de trabajos de difícil justificación. Usted era aquí, en Gra, el ejecutor. El que seguía las órdenes y retiraba todo aquello que molestaba en los planes de los amos. En fin, Baz, ¿para qué perder más tiempo? Supongo que a estas alturas de la historia ya imaginará a qué he venido… Sargento Baz, queda usted detenido. A partir de ahora cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra. ¿Es necesario que le lea sus derechos o ya se los sabe?
El sargento Baz hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa triste en la cara del que es descubierto en medio de una partida de cartas con una mala mano.
Así que este era el momento, así que así iba a ser. Tan sencillo. En manos de una zorra de la capital como aquella.
—Me había imaginado muchas veces este momento, inspectora… —dijo Baz—. En mis peores sueños me descubrían de muchas formas, je, je… Le aseguro que no faltan motivos para ello… En todas mis escenas me descubrían por pequeños errores… por equivocaciones estúpidas que uno comete… —musitó con autoindulgencia—. Pero en todas ellas el final siempre era el mismo… ¡nunca conseguían atraparme!
Aquella era su victoria. Escaparía de nuevo. Su mente fue la primera en escapar. Escapó al recuerdo de un niño huyendo, corriendo sin parar. Por primera vez, la voz de su padre no lo paralizó. Sabía lo que había hecho, pero no importaba. Sabía que aquel golpe, el suyo, era el último, el que inmovilizaría a su padre para siempre. Se acabó. Ya no le pegaría más. Él y su madre podían estar tranquilos. La imagen del rostro ensangrentado de su padre le vino a la cabeza. Recordó la mezcla de terror y de placer al encontrarse con su propia violencia. Él también tenía una fuerza implacable y empezó a correr. Su carrera era desenfrenada. Había aprendido algo: cuando se sintiera atrapado… ¡siempre podría correr! Aunque sabía que cuanto más huía, más alimentaba también su miedo. Su miedo se convertía en su impulso para correr y, así, nunca lo abandonaría.
En un ágil movimiento, Baz sacó el arma de su cinturón, apuntó por unos segundos a la cara de Carme y luego, sin dejar de sonreír, complaciéndose en su mirada, como si quisiera llevarse el rostro de Carme con él, volvió la pistola hacia las entrañas de su boca y disparó.
El aire se llenó de un olor agrio.
Carme Torrents arrugó la frente y guiñó los ojos en un gesto que buscaba minimizar el impacto de la escena, mientras seguía de pie, parada frente al cadáver de Baz.
Recordó la rata al borde del camino. Le surgió, sin pensar, la voz del monje exclamando: «¡La impermanencia!».
Se oyeron gritos y pasos apresurados fuera del despacho. Alguien abrió la puerta con brusquedad.
Carme Torrents se volvió hacia aquellas caras que se asomaban aterrorizadas a la escena. Bruscamente, la inspectora cortó la tensión de la inmovilidad con una orden:
—¡Vamos! ¡Pónganse a trabajar! ¡Es el escenario de un crimen! ¿Es que no ven que su sargento se acaba de pegar un tiro en la boca?
Mientras los agentes observaban inmóviles la sangrienta imagen, Carme salió de entre ellos y buscó la calle. Necesitaba sentir el aire en su rostro y palpar la vida de nuevo.