Con el lama en el camino
Ari Kalu alcanzó al lama y caminó en silencio a su lado. La foto que aquella mujer le acababa de mostrar le había sumido en un estado de perplejidad. Se permitió guardar silencio unos minutos más y, cuando recobró el habla, se dirigió con respeto al lama:
—Lama, ¿recuerdas que te conté ayer el extraño encuentro con aquel hombre en el camino? ¿El responsable de mi retraso?
El lama frenó en seco sus pasos y se volvió con gesto de irritación contenida hacia Ari Kalu.
—¿Responsable? ¿Quién es el responsable? ¿Y de qué?
Ari Kalu se preparó para una de las enseñanzas del lama. Conocía aquel gesto suyo que solía acompañarse de una detención brusca de cualquier movimiento. Aquello significaba que daba lo mismo si a Ari Kalu o a cualquier otro ser vivo le parecía o no el momento más oportuno. Significaba que el lama había encontrado un agujero de ignorancia y que se apresuraba a rellenarlo. No era posible apartarle de su camino. Así que el lama continuó con su reflexión…
—Es imposible ver juntos al individuo que ha cometido la acción, que ha generado la causa, y al que experimenta el fruto, el resultado… ¿Quién mete la bola blanca en el agujero de la mesa de billar? ¿Es acaso la bola amarilla la responsable? ¿La roja, quizás? ¿O es la pared del tablero de la mesa en el que chocan? ¿Es el palo del jugador? ¿El brazo del jugador que impulsa el palo? ¿O son los amigos del jugador que le convencieron para que jugara con ellos esa tarde? Kalu, Kalu… ¡No hay número uno! Es el impulso. ¡Todo es un continuo mental! ¡No hay olas fuera del océano!
Kalu ya se sentía suficientemente aturullado como para concentrarse, ahora, en el discurso del lama. Así que intentó la maniobra contraria, atraer la atención del lama para que este le permitiera contarle su experiencia.
—Lama, lama, escucha, estoy preocupado por algo… Ese hombre… ese… el del «continuo mental»… el que encontré en el camino… ¡Yo hablé ayer con él! Y hoy —siguió titubeante— la inspectora me mostró una imagen de él… ¡cuando estaba vivo! ¡Y dice que murió en un accidente ocurrido hace tres días! ¡El lunes a las cinco de la mañana!
Según avanzaba en su relato, Kalu parecía cada vez más asustado. Su creciente miedo contrastaba, todavía más, con la aparente tranquilidad de la voz del lama cuando le preguntó:
—¿Por qué sabes la hora exacta?
—Porque yo mismo fui testigo de la explosión que siguió al accidente. Estaba en el albergue, meditando de madrugada sobre el espacio vacío, sobre la vacuidad…
Kalu explicó el incidente con el énfasis suficiente para provocar sorpresa en el lama. Cuando, unos minutos más tarde, ya estaba casi seguro de haberlo conseguido, volvió a caer otra vez en la perplejidad al escuchar la voz del lama diciendo, sin alterarse y con lenta parsimonia:
—Si contemplas el vacío, solo ves las apariencias…
Kalu se preparó de nuevo para seguir las reflexiones de su lama. Cualquier resistencia era inútil. Así que inspiró y espiró y se abrió a un espacio mental en el que se permitía aprender, en el que se permitía ser influido. Ese espacio virtual que hace posible la verdadera conversación. Un espacio en el que Kalu aceptaba que el lama interviniese en su discurso interno, en su interpretación de lo ocurrido y, por supuesto, en su miedo. Sin esa predisposición, el lama solo podría mantener un monólogo infructuoso consigo mismo:
—No hay realidad… solo apariencias… La única verdad, la verdad indestructible, es la del Dharma. No se destruye porque es pura, no es compuesta… Kalu, todo lo que es compuesto se descompone. La muerte no es más que un estado de transición hacia otro estado de composición. Pero, si se sabe aprovechar, también puede ser la oportunidad para poner fin a todas las existencias.
—Pero, lama, yo vi a ese hombre… Hablé con él… ¡cuando ya estaba muerto! —lo interrumpió Kalu en un último intento por contagiarle su sorpresa.
—Kalu, Kalu… —siguió condescendiente el maestro—, la muerte no acaba con la cesación del cuerpo. Nos equivocamos continuamente. Confundimos quiénes somos con la envoltura que nos arropa. Es como si llegaras a creer que tú eres el coche que conduces. El coche lo puedes cambiar, ¿o no? Es como si creyeras que tú realmente eres esa túnica que vistes. Todo eso lo puedes cambiar, ¿o no?
—Lama, lama… pero ese hombre… ¿cómo pudo hablar conmigo si estaba muerto? —La voz de Ari Kalu ya sonaba resignada.
—Ese hombre, Kalu, te ha buscado a ti. Espera y necesita tu ayuda. A partir de los tres días y medio de la muerte del cuerpo empieza el viaje. Pasados esos días, el ser interior recobra la conciencia, pero está confundido. Se sigue percibiendo como una presencia corpórea, cuando solo es un cuerpo mental. No puede creer que esté muerto. Hace intentos por hablar con sus seres queridos, como siempre, y estos lo ignoran. Es un periodo de confusión. Deberíamos preocuparnos más por lo que él tiene que hacer ahora, ayudado por ti, que por lo que deja detrás. Hay que temer lo que este hombre se puede perder si no aprovecha la oportunidad.
Ari Kalu respondió asustado:
—¿Lo que tiene que hacer? ¿Ayudado por mí? ¿Lo que se puede perder? ¿Qué?
—Kalu, escucha. Presta atención: ¡has de guiarle a través de los bardos! —dijo el lama, cortando con firmeza los lamentos de su discípulo—. ¡Y has de darte prisa! Ya han pasado más de tres días después de su muerte. Este hombre tiene cuarenta y nueve días para encontrar la clara luz… pero cada día que pasa, el viaje por los estados intermedios del bardo se hace más difícil y peligroso y serán menos las probabilidades de encontrarla.
Sin dejar de hablar, el lama le entregó a un tembloroso Ari Kalu un ejemplar del libro tibetano de los muertos.