Carme Torrents al borde del camino
Carme Torrents llegó por la mañana al lugar del accidente. Se había adelantado unos minutos a su cita con el sargento Baz, con la esperanza de poder disponer de un tiempo a solas en el lugar que iba a examinar a continuación. Se trataba de una carretera vecinal estrecha y de curvas retorcidas que llevaba directamente desde Gra a Plantío, un pequeño pueblo cercano.
La bruma de la mañana se despejaba lentamente, dejando paso al anuncio de un día soleado. Carme lanzó su vista a lo lejos. Aquí en la montaña su mirada se podría entrenar en el recorrido de una maratón. En la ciudad, sin embargo, no conseguiría pistas de recorrido mayor de cien metros.
Al poco tiempo de estar allí, el sonido del motor del coche patrulla anunció la llegada del sargento. Baz aparcó su vehículo detrás del coche de la inspectora.
Después de un saludo cortés, los dos policías se acercaron al terraplén por donde dos días antes el coche de Adrián Ripoll se había precipitado.
—¡Vaya! ¡Menuda caída! —exclamó Carme mientras se inclinaba al borde de la curva y observaba los restos calcinados del coche en el fondo de un barranco rocoso—. ¿Y el cadáver? ¿Dónde lo encontraron?
Baz respondió con un sonoro «pluf» mientras abría y cerraba ambas manos.
—¡Voló! Sus restos se esparcieron por el aire… solo quedaron partes apenas reconocibles. Aún están terminando de hacer la identificación en Zaragoza. Nada… no quedó apenas nada… Un montón de ceniza…
—¿Tiene algo más? ¿Inspeccionaron con cuidado la zona? —preguntó la inspectora, impaciente.
—¡Sí, sí, claro! —respondió el sargento con una risa irónica—. Vino un equipo especial del CNI, con todo su instrumental, y gracias a ellos hemos descubierto una importante extensión de la mafia calabresa en Gra y —apostilló— ¡apenas queda nadie por detener en el pueblo!
—Muy gracioso… ¿Cómo se enteraron del accidente? —cortó Carme sin darle pie a Baz para continuar con sus bromitas.
—Un vecino que iba a trabajar al campo… Llamó a eso de las seis. Cuando llegamos desde Gra, a los veinte minutos, más o menos, el incendio ya se había apagado… Solo quedaba lo que usted ve ahí abajo.
—¿Hubo algún testigo del accidente?
—Mire, señora… a esa hora solo están despiertas las gallinas. —Baz se las daba de nuevo de experto.
Carme Torrents volvió la cara mientras hacía una profunda inspiración. Solo así controlaba el violento desprecio que aquel tipo de machos le hacía sentir. Ese tipo de machos que cree sabérselas todas. Esa clase de homínidos que cuanta más aversión producen en las mujeres, más atractivos se creen para ellas.
Al levantar la cabeza, la mirada de la inspectora chocó con un viejo caserón al otro lado de la montaña. Le llamó la atención la hilera de banderitas multicolores que rodeaban una de las ventanas de la austera edificación.
—Oiga, Baz, ¿qué es aquello? ¿Quién vive allí?
—Los monjes. Son unos monjes Hare Krishna de esos de cabeza afeitada… No hay que preocuparse por ellos… no dan problemas. Viven ahí desde hace más de veinte años… Solo dan la lata con sus cánticos.
Baz se disponía otra vez a reírse de su nueva e ingeniosa ocurrencia cuando la mirada gélida de la inspectora cortó en seco su incipiente risa. El sargento notó que entraba en un terreno minado, así que continuó, ahora ya con más precaución:
—Por lo demás, apenas bajan al pueblo… solo a aprovisionarse.
Carme Torrents no contestó y, con un gesto brusco, se despidió de Baz mientras se dirigía a su coche.
—Luego nos veremos, sargento. En su oficina.
—¡Eeeh, inspectora! Pero ¿adónde va ahora?
La pregunta del sargento quedó flotando en el aire sin respuesta.
«¿Qué se cree esa zorra de la capital? —se quedó despotricando el sargento para sí mismo—. ¿Cómo puede tratar así a un tipo como yo? ¿Qué mierda pinta en mi pueblo husmeándolo todo? ¡Esa presumida se cree con derecho a mirarme por encima del hombro!».