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Ari Kalu y el lama

Ari Kalu subía sin aliento la cuesta que llevaba a la casa de los lamas. El edificio se alzaba sorprendente en medio del bosque pirenaico. Era una construcción de tres pisos, pintada en blanco y rematada con los techos ondulantes y las contraventanas de madera pintadas de rojo típicas de las edificaciones tibetanas. En la biblioteca del primer piso, Ari Kalu y el lama compartían horas de lectura, escucha y reflexión. En esta ocasión, el lama lo esperaba ya en la puerta de la casa.

—Kalu, Kalu, vamos, vamos. Gate gate… No llegaremos a tiempo a las prácticas…

—Lo siento mucho, lama, he tenido un encuentro muy extraño.

Gate gate… Ya me lo contarás por el camino…

Ari Kalu y el lama se alejaron por el sendero. Formaban una extraña pareja. Kalu, mucho más bajo de estatura que el lama, parecía darle réplica. El lama se acercaba a los setenta años. Su cabeza totalmente calva conservaba la piel blanca como el resto de un cuerpo de rasgos occidentales. Su altura parecía enlentecer los movimientos, haciéndolos elegantes, enérgicos y a veces ceremoniosos. En la punta de su afilada nariz asomaban unas gafas doradas y rectangulares que enmarcaban una dulce sonrisa. Mientras caminaba, escuchaba a Ari Kalu al mismo tiempo que se recogía con gracia la túnica tradicional de tonos granates y amarillos dorados. Ante sus elegantes andares de grulla, los de Ari Kalu parecían los inocentes saltos de una ardilla.

Algunos años antes, Ari Kalu había elegido al lama por maestro. Como los viajeros que se adentran en caminos peligrosos, Kalu buscó la protección de un guía experto. Como los marineros que van a ultramar, confió en el capitán del navío. Como los que tienen miedo al inicio de la aventura, se procuró compañía. De todas esas formas buscó Kalu al lama. Sin su presencia se sentía como un ciego sin guía por el camino de la liberación. El monje buscó durante largos años a su maestro. No aceptó a muchos otros que con anterioridad habían salido a su encuentro. Cuando Kalu conoció al lama, lo examinó minuciosamente. No podía aceptarlo porque sí.

La primera vez que acudió a una de sus enseñanzas, el lama hablaba a un grupo de peregrinos que acudían desde diferentes lugares de Nepal. Se sentó alejado del grupo en silencio y observó. Escuchó cómo las palabras del lama brotaban de un corazón rebosante de compasión, supo que su única preocupación era el beneficio de los otros y sintió su mente apacible y disciplinada. Arrimarse a este aromático árbol de sándalo iría impregnando la madera corriente de Kalu con su dulce perfume.

A lo largo de los años, Kalu aprendió a imitar todos sus gestos, y también sus actos. Incluso se percataba de cómo intentaba copiar su sonrisa. Ari Kalu percibía cada una de las necesidades del lama e intentaba adelantarse a ellas. No era fácil. El lama procuraba hacer por sí mismo todas sus tareas, pero agradecía el esfuerzo de Kalu por estar pendiente de cualquier detalle a su alrededor. Kalu estaba convencido de que cuando se emulan las acciones del maestro perfecto y se hace exactamente lo mismo que él, cuanto mejor es la imitación, mejor es la acción. El monje sobrellevaba cargas ligeras o pesadas sin queja alguna, como las soporta un puente que sabe que su función es permitir que la carga fluya de un lado a otro. Así se afanaba Kalu en esta tarea, con la esperanza de impregnarse él también del perfume de las buenas cualidades del lama.