Carme Torrents llega a Gra
Esta era la primera vez que Carme Torrents viajaba al pueblo de Gra. Aunque no había una gran distancia desde Barcelona, donde ella vivía, la montaña nunca la había atraído. Se consideraba urbana. Bueno, ella no. A Carme Torrents no le preocupaba esas estúpidas consideraciones. Eran irrelevantes. Simplemente no le gustaba la montaña y basta.
Venía a Gra a hacer su trabajo. Nada más.
Carme Torrents se recogió el pelo detrás de las orejas. Era un gesto que solía hacer cuando se sumergía en situaciones desconocidas. Le permitía despejar la mirada. Su altura de casi un metro ochenta le facilitaba que se la viera sin esfuerzo, como si se tratase de una tarjeta de presentación. Cuando ella se movía, su cuerpo se desplazaba por el espacio como un pez en el agua, armoniosamente, desplegando a su alrededor gestos decididos y precisos hacia un objetivo concreto. Era fácil deducir que con ella no valían los rodeos. El camino recto siempre era el mejor.
Cuando entró en el despacho del sargento Baz, a Carme Torrents la echó hacia atrás un olor rancio. Se fijó en los restos de comida que esperaban pacientes su reciclaje en el mundo y en los numerosos papeles y carpetas que yacían desordenados sobre las mesas.
Para redondear el escenario, tampoco le pareció muy acogedor el gesto del sargento Baz al saludarla. Si se trataba de una bienvenida, la mueca de su cara resultaba poco amistosa. Pero Carme Torrents estaba acostumbrada a prescindir de gestos afectuosos en su vida. Así que la mirada de Baz tampoco consiguió alejarla, si era eso lo que pretendía.
—Buenos días, sargento. Soy Carme Torrents, inspectora de la brigada de delitos económicos. Vengo desde Barcelona para recoger información sobre el accidente que ocurrió ayer en la carretera de Gra a Plantío.
—Encantado, inspectora. ¿A qué debemos esta agradable visita? —respondió Baz sin moverse de su silla y sin disimular una pausa complaciente en cada palabra.
—Me gustaría recoger alguna información sobre el accidente. ¿Ha hecho algún informe? Me ayudaría mucho echarle un vistazo para ordenar mis datos.
—Eh, eh, cómo son los de la ciudad… siempre con prisas —respondió Baz con un gesto de lenta pereza—. ¡Empecemos de nuevo! Buenos días, buenos días… Soy Vicente Baz, sargento de policía de Gra. Me llamaron hace un rato desde Barcelona para advertirme que vendría usted… Me extrañó un poco. Me preguntaba qué puñetas haría aquí, en este pueblo, una inspectora «de alto nivel» como usted interesándose por un vulgar accidente… Pero, claro… Ya me lo ha explicado… ahora lo entiendo… Aunque nuestra policía es pueblerina, también es eficaz, y hemos conseguimos identificar algunos objetos que no se quemaron en el incendio… Pero ya lo sé, ya tengo la respuesta al porqué de tanto interés desde la gran ciudad… Desde hace dos horas el teléfono no para de sonar. Periodistas y políticos quieren confirmar la noticia. Parece que el muerto es Adrián Ripoll, el famoso diputado del Partido de la Igualdad.
—Efectivamente —respondió Carme Torrents—, el muerto es un político muy conocido. Esto se llenará de prensa y habrá que manejar con cautela la información. Adrián Ripoll estaba además muy bien relacionado. Algunas personas importantes quieren que se les facilite información de primera mano. A eso vengo…
Carme Torrents no había sido totalmente sincera con Baz. No le gustaba aquel tipo. Era de esa clase de hombres que imponen continuamente su presencia.
«Quizá porque de otra forma ni se los vería», pensó la inspectora con desprecio.
Revisó las fotografías del accidente que Baz le ofrecía. El coche de Ripoll, un Audi A8 de tono oscuro, de esos que suelen llevar en serie los ejecutivos y los políticos, había quedado totalmente calcinado. En la foto, un montón de hierros. Surgiendo dificultosamente entre ellos, parecía adivinarse una chaqueta, o quizás un chubasquero, y una cartera.
Carme no pudo evitar una honda punzada de dolor al ver de nuevo la imagen de otro accidente. Por su condición de policía se había visto obligada a presenciar muchas escenas como aquella a lo largo de su vida, pero todavía estaba muy reciente la muerte de Pau, y desde entonces notaba, con inquietud, que su perspectiva de observadora había cambiado. ¿Sería posible que todo volviera a ser como antes? ¿Era verdad que el paso del tiempo curaría aquella profunda herida? Ella no estaba muy segura de eso, pero, bueno, lo que sí sabía era que el trabajo la ayudaba a salir del cenagal de melancolía que la envolvía como un manto negro y espeso.
Desde que se trasladaran a Barcelona, dos años antes, Pau y ella no habían dejado de discutir. Carme veía cómo Pau se alejaba de ella y se iba perdiendo en un laberinto de sensaciones rápidas y olvidos cómodos de difícil y recóndita salida. Pau nunca había sido un niño fácil, pero en Girona la vida se le había hecho más acogedora a ella, y quizá también a su hijo. Con su ascenso en la policía y el traslado a Barcelona, Carme se había dejado absorber por su trabajo. Ahora se reprochaba haber estado tan ciega para no ver cómo se rompía el hilo, tan alejada para no haber estado con él en ese instante en que Pau ya no supo encontrar solo el camino de vuelta a casa.
Carme sacudió la cabeza. Era una forma de desprenderse también de los malos pensamientos. Se centró de nuevo en la foto que Baz le mostraba.
Su mente se fue, ahora, al recuerdo de su fugaz encuentro con Adrián Ripoll. Dos días antes del fatal accidente, Carme Torrents recibió en su despacho una inesperada llamada de Adrián Ripoll. Estaba nervioso. Le dijo que un amigo común le había aconsejado hablar con ella. Ese amigo, de quien Adrián no quiso revelar el nombre, consideraba a Torrents una persona íntegra en la que podía confiar.
La ansiedad en la voz de Adrián Ripoll la convenció para aceptar un encuentro con él de inmediato, aunque solo fuera durante unos minutos, justo antes de un viaje que el diputado había de emprender al día siguiente, muy temprano por la mañana.
Fue él, Adrián Ripoll, quien se ofreció para acercarse a la cita en un bar cercano a la oficina de Carme Torrents. No quería que se encontrasen en su despacho oficial. Temía que alguien pudiera reconocerla a ella. Carme Torrents pensó que era una precaución excesiva: ¿Quién iba a conocerla? Pero, aun así, y con el temple de quien no quiere ponerse delante de un tren a toda máquina, accedió sin hacer más comentarios.
Adrián Ripoll era un tipo alto, con el atractivo del que se siente seguro en el mundo de las relaciones humanas. Sin un rasgo especial que lo caracterizase. Más bien era su armonía la que le hacía agradable al trato. Mientras se saludaban, le pidió disculpas a Carme por las prisas y le agradeció que aceptara la cita. Adrián Ripoll quería conocerla personalmente. Solo así tendría la seguridad de estar caminando en la dirección correcta. Le confesó estar desconcertado. Había llegado a sus manos una información que tenía que comprobar. De ser ciertas las pruebas que obraban en su poder, algunos personajes importantes del mundo de la política y las finanzas se podrían ver implicados. Pero hasta que no volviera de su viaje no quería hacer ninguna declaración. Antes de despedirse, tras el breve encuentro, le pidió a Carme Torrents un poco de paciencia y también le suplicó que volvieran a verse de nuevo tras su regreso, dentro de un par de días.
Pero la siguiente ocasión en que Carme Torrents escuchó el nombre de Adrián Ripoll fue en boca del locutor de radio que anunciaba su muerte. A Torrents le impactó la noticia. Así que decidió salir hacia el pueblo de Gra, donde había tenido lugar el fatal accidente, antes de que nadie en su departamento se lo pidiera expresamente.
Y ahora allí estaba ella de regreso al despacho del sargento Baz desde todas estas cavilaciones.
Abruptamente, la voz estridente del sargento la sacó de donde estaba:
—Pues muy bien… Si tiene tanta prisa por empezar a trabajar… puede venir conmigo y saludar a Ferran Ripoll, el hermano de Adrián —dijo Baz con un tono irónico en la voz—. Está ahí fuera. Vive en una casa aislada en la montaña. Es uno de esos artistas…, creo que escultor. No sé mucho más de él. Parece que el diputado se dirigía a su encuentro.
—De acuerdo, vamos entonces. —Carme Torrents imprimió fuerza a su respuesta, levantándose de su silla al mismo tiempo.