EN el departamento de objetos perdidos de la historia hay un lugar de honor para las tres tumbas más buscadas de todos los tiempos —excluyendo la de Jesucristo—. La de Alejando Magno, la de Gengis Khan, y aquella que reúna los cuerpos de Akenatón y Nefertiti. ¿Quién fue en realidad esta misteriosa Reina Faraón que desafió a su destino, y en cuyo silencio podrían contenerse todas las claves de la Guerra de los dioses que convulsionó Egipto y fundó la primera gran religión monoteísta de la humanidad?

Su nombre casi sugiere un código genético. Se escribe así: NFR.U.ITN. O así: NFRT.Y.TY. En el primer caso se traduce como «belleza de Atón». En el segundo significa «La Bella ha llegado». Aquello que es «nefer» ha alcanzado la armonía suprema. Y, en efecto, la belleza de Nefertiti fue legendaria. Basta contemplar el soberbio busto policromado que se conserva en el museo arqueológico de Berlín, tocado por un alto y estilizado birrete. Todo el mundo conoce ese rostro de rasgos perfectos y expresión regia, a quien se comparó en vida con una estrella radiante. Lo que nos parece una obra maestra no es, sin embargo, otra cosa que un trabajo inacabado, un modelo de escultor. Aun así, transmite algo que está por encima de su exquisita belleza: una experiencia espiritual absoluta, la de un ser que vive en el corazón de la luz porque sabe que ha conquistado la eternidad.

Nefertiti ejerció como la verdadera reina del mundo hace tres mil años, en ese Egipto que era el «eje» del universo conocido. Hizo el amor pero también la guerra, encarnó el alma viva de su reino, fue representada en un plano de igualdad junto a Akenatón, con la doble corona y los dos cartuchos reales. La Bella fue sin duda una mujer fascinante de una inteligencia singular, cuya trascendencia en la revolución espiritual —y política— que protagonizó Akenatón resulta comparable a la del llamado faraón místico, si no fue ella misma su inspiradora.

Se trataba de un desafío sin precedentes en la historia. Un joven monarca de apenas diecisiete años periclitó el sistema corrupto establecido por la poderosa casta sacerdotal de Tebas, suprimió el politeísmo y fundó una religión nueva centrada en el culto a Atón. Pero, junto con eso, también restauró el orden social de la edad dorada de Egipto presentándose a sí mismo como modelo, tanto en lo físico como en lo metafísico. El nuevo faraón renunció a que se le representara como un dios, mostró de una manera desnuda su dimensión humana, y predicó la fuerza revolucionaria del amor y de la compasión entre los hombres. No se lo consintieron. Su reinado apenas pudo mantenerse diecisiete años y es muy posible que su final se precipitara a consecuencia de una conspiración que acabó con la vida del gran transgresor. De hecho, inmediatamente después, sus sucesores demolieron hasta sus cimientos la nueva capital erigida por él en Amarna —Aketatón, la ciudad del horizonte de Atón—, arrancaron su nombre a martillazos de todas las estelas y pilonos en los que había sido grabado. En lo sucesivo, toda alusión a su persona quedó consignada bajo la fórmula «Kheru» —«el Caído» o «el Maldito»—, como si Akenatón no hubiera existido jamás.

No obstante, dos años antes de que se consumara el presunto magnicidio, Nefertiti desapareció misteriosamente. ¿Por qué razón? Tres milenios después esta pregunta sigue abierta, y alimenta las conjeturas más dispares.

¿Fue su incapacidad para concebir un heredero varón que consolidara la dinastía lo que forzó a Akenatón a repudiarla y a emparejarse con una esposa secundaria, quien acabaría dándole ese ansiado hijo que años después subiría al trono con el nombre de Tutankamón? Durante el interregno que precedió a la coronación de este encontramos un faraón tan efímero como enigmático, llamado Smenjkara. Hay quien sostiene que Smenjkara fue un hombre de paja entronizado por los conspiradores palaciegos que acabaron con la vida de Akenatón. Junto a esta, ha prosperado otra hipótesis según la cual, bajo la máscara de Smenjkara, se ocultaría la propia Nefertiti. Entonces, ¿cabría la posibilidad de que fuera la gran despechada quien urdió la intriga contra su esposo? Si no fue así, y realmente jugó un papel decisivo en el Cisma de Amarna, también resulta verosímil que la conjura contra Akenatón comenzara precisamente por la eliminación de la Bella. Nada sabemos a ciencia cierta. ¿Qué sucedió en realidad?

Miles de profesionales y cincuenta misiones arqueológicas internacionales trabajan sobre el terreno en el país del Nilo, y en los laboratorios, museos y bibliotecas de todo el mundo, buscando una respuesta a esta cadena de enigmas.

Desde los inicios de la egiptomanía, surgida a partir de la expedición de Napoleón, en 1798, la búsqueda de la momia de la Señora de las Dos Tierras se focalizó en el valle de las Reinas, también conocido como el Ta Set Neferu —«El lugar de la belleza»—. Fue aquí, en 1829, donde Champollion y Rosellini encontraron las de Sat-Ra, la esposa de Ramsés I, y también la de Nefertary Meritamunt, la favorita de Ramsés II. Pero, sobre todo, este lugar contenía los restos de los jóvenes príncipes tebanos, y los investigadores acabaron descartando que pudiera resolver el «Expediente Nefertiti». Las pesquisas se centraron entonces en Amarna —la ciudad fundada por Akenatón—, pero, ya lo hemos dicho, tras la muerte del faraón apóstata su capital fue literalmente borrada del mapa. Si algún día estuvieron allí, ¿qué sucedió con las tumbas de Akenatón y Nefertiti?

Gastón Maspero creyó que la incógnita estaba cerca de resolverse cuando, ya en 1881, un saqueador de tumbas acabó confesando que había descubierto un escondite de momias en Deir el Bahari. Nadie podía imaginar lo que les esperaba. En un estrecho corredor oculto entre los riscos aparecieron los sarcófagos de más de treinta faraones de capital importancia. Quienes los ocultaron allá lo hicieron con una intención evidente: evitar que fueran profanados por aquellos que, ya en su tiempo, expoliaban los hipogeos del valle de los Reyes. Bien pudiera ser este el enclave donde sus adeptos trasladaron los restos de Akenatón y Nefertiti. Pero no: ninguno de los sarcófagos acreditaba que su inquilino fuera o pudiera ser uno de los visionarios de Amarna.

No obstante, junto con las momias de los grandes faraones, en el escondite de Deir el Bahari apareció una bien inquietante. La habían sepultado en un ataúd blanco, sin ninguna inscripción que identificara a su dueño. ¿Un castigo para que no pudiera regresar a la vida? Al abrirlo se encontraron con un cadáver que despedía un olor nauseabundo envuelto en una ensangrentada piel de oveja. La oveja era considerada un animal impuro en el Antiguo Egipto. Emplearla como mortaja suponía mancillar la memoria del difunto por toda la eternidad. Pero había más. El rostro del cadáver aparecía desfigurado en una mueca horrenda, su boca se veía abierta, con la lengua fuera, estremecida en un grito de espanto. Igualmente su cuerpo se retorcía en una contracción brutal, como si se debatiera por liberarse de las vendas que lo apresaban. Se impuso una evidencia aterradora: aquel hombre había sido momificado vivo, ya que todos sus órganos permanecían intactos en el interior de su abdomen. Pero, al carecer de la menor certeza acerca de su identidad, lo trasladaron a los sótanos del museo de El Cairo, donde permanece todavía a la espera de que un milagro resuelva la truculenta incógnita.

Entre tanto, las pesquisas regresaron al valle de los Reyes y, en concreto, a tres sepulcros conocidos como KV63, KV64 y KV35. En el año 2000 los británicos Geoffrey Martin y Nicholas Reeves detectaron por medio de rádares y entre las dos primeras, una cámara oculta que se conectaba con la tumba de Tutankamón, lo que les llevó a conjeturar que estaban cerca de la de Akenatón y Nefertiti. Pero, al poco de iniciar las excavaciones Zahi Hawass, el todopoderoso director del Consejo Superior de Antigüedades de Egipto, decidió retirarles el permiso para seguir trabajando. ¿Por qué? Hay quien lo atribuye al ansia de protagonismo de Hawass, obsesionado por capitalizar la repercusión mediática de este descubrimiento. No obstante, han corrido doce largos años, y el silencio persiste.

Con la KV35 ha sucedido algo semejante. En 2004 la doctora británica Joann Fletcher emprendió una indagación en esta tumba descubierta en 1898 por el francés Victor Loret. Encontró tres momias más, anónimas y desnudas. La técnica utilizada para su momificación sugiere que pertenecían a la XVIII dinastía. La posición del cuerpo de una de ellas, con el brazo derecho recogido sobre el pecho, indicaba que se trataba de una reina. Una reconstrucción de su cráneo por ordenador evidenció un parecido extraordinario con el busto de Nefertiti que se conserva en Berlín. Pero había algo más: al igual que la momia de Deir el Bahari, esta había sufrido un castigo espeluznante. Bajo el brazo que protegía su corazón aparecieron las huellas de una daga que solo podía pertenecer a alguien de rango elevado. La tesis de Fletcher apuntaba a una venganza de los sacerdotes de Amón. Los que tanto la odiaron en vida se conjuraron para que tampoco tuviera aliento en el reino de los muertos. Tal vez Zahi Hawass fue uno de ellos. Antes de que se emitiera el reportaje de Discovery Channel que contaba esta historia, desacreditó su investigación afirmando que carecía de todo rigor científico y expulsó a la doctora Fletcher del país, prohibiéndole la entrada en Egipto.

¿A qué obedecen estas batallas entre arqueólogos, tanta obstinación en la búsqueda y, sobre todo, la voluntad oficial de mantener selladas las tumbas que podrían resolver el enigma de la Reina Faraón? Más allá de la dificultad de obtener ADN fiable de momias, que si han sido objeto de pillaje suelen estar muy contaminadas, la peripecia de la reina más buscada de Egipto se ha convertido en un verdadero «thriller arqueológico» donde todas las pistas se cruzan tejiendo un desafío tan inquietante como apasionante.

Hasta este momento hemos citado las cuatro líneas de investigación más conocidas. Ahora vamos a abordar una más. Aquella que permanece enterrada bajo las arenas de la historia, pese a que en su momento generó una considerable expectación mundial.

A comienzos del siglo pasado, en 1903, desembarcó en Alejandría la célebre Misión Arqueológica Italia. La dirigía el prestigioso profesor Ernesto Schiaparelli, director del museo egipcio de Turín, pero le acompañaban unos cuantos personajes singulares, entre los que destacaba un tal Alessandro de Caltagirone, un aventurero de fortuna y dudosa reputación, con fama de visionario.

En sus diarios, Caltagirone cuenta cómo un día, mientras vagaba por una cantera cerca de Hermópolis, un destello solar le condujo hasta un objeto sorprendente. Se trataba de una estela del tiempo de los faraones, pero lo que se plasmaba en ella resultaba muy extraño. Los personajes que la ilustraban tenían el cuerpo y el rostro deformados, sus facciones aparecían muy dilatadas, sus ojos se veían rasgados, sus orejas resultaban enormes, la nariz larguísima, la barbilla y los labios muy gruesos. Más aún, el cuerpo del rey presentaba particularidades insólitas: senos, caderas y pelvis femeninos, y carecía de sexo. La reina, por el contrario, aparecía como una gran sacerdotisa y llevaba en sus manos los sistros de la diosa Hator, con quien se identificó a Nefertiti. Por alguna razón que nunca conoceremos, Caltagirone no reveló a Schiaparelli su descubrimiento. A partir de ese día emprendió una excavación clandestina y obsesiva, en un paraje agreste que describe así: «imposible imaginar una desolación más profunda». La Misión Italia regresó sin él y nada más se supo de sus prospecciones. Pero catorce años después, en 1917, Caltagirone reapareció en Nápoles y brindó a la prensa un titular sensacional: las momias de Akenatón y Nefertiti no estaban en Egipto, sino en el sur de Italia y, más concretamente, ¡en la isla de Capri!

Podéis sonreír tanto como queráis. Al fin y al cabo, esa fue la respuesta unánime ante las declaraciones de aquel alucinado que se postulaba heredero de Cagliostro. Naturalmente, ningún arqueólogo sensato confirió la menor credibilidad a sus palabras y la «noticia sensacional» se diluyó por sí misma, sin que nadie volviera a interesarse por ella fuera del círculo de aristócratas extravagantes entre los que se movía. Pero, en adelante, una extraña agitación comenzó a apoderarse de la isla de Capri, que viviría una espiral de sucesos muy desconcertantes, comenzando por el asesinato del propio Caltagirone…

Lo que sigue es un relato que, si bien está fundado en una trama de personajes y hechos reales, no pretende ser otra cosa que literatura. Con una salvedad: cuando un enigma como el del «Expediente Nefertiti» continúa desafiando todas las respuestas, y generando más y más preguntas, ¿qué mejor herramienta que una ficción literaria para adentrarnos en esa dimensión invisible de la realidad donde la fuerza del mito se confunde con los laberintos del alma humana?

La historia misma siempre ha sido una construcción en gran medida literaria, un relato confeccionado entre imposturas, tergiversaciones e interpretaciones selectivas, a las que el caprichoso curso de los siglos acaba confiriendo rango de autenticidad. Tanto es así que, a medida que nos remontamos hacia el pasado las líneas divisorias entre historia y leyenda se diluyen hasta desaparecer. Cuando la memoria se desvanece, solo queda el misterio. Y es al misterio mismo a quien hemos de interrogar.

Es posible que este mismo año, o el próximo, de nuevo Martin y Reeves, una segunda Joann Fletcher, o el mismo Zahi Hawass irrumpan en la actualidad asegurando que al fin han descubierto la verdadera momia de Nefertiti. No les creáis. Mis personajes y yo tenemos razones fundadas para sospechar que ninguna expedición científica ni ningún arqueólogo llegarán a encontrarla jamás. Si queréis saber por qué, dejadme que os invite a compartir esta aventura.

El largo viaje apenas acaba de comenzar.