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PRIMERO fueron aquellos muros empedrados de calaveras, desde el suelo al techo, y, enseguida, aquella cripta larga y profunda donde se amontonaban, por decenas, por centenares, envueltas en mortajas polvorientas, algunas con sus manos colgantes y sus mandíbulas desparejadas, los esqueletos de «las Sepultadas Vivas». Nadie cuyo corazón palpite todavía hubiera podido sustraerse al espanto. Conway reprimió un escalofrío. Ciertamente, Gaetano había elegido un refugio idóneo para preservar el secreto de la momia de Nefertiti por toda la eternidad. La cripta de «las Sepultadas Vivas» se abría ante él como una prolongación de aquella Casa de los Millones de Años donde los sacerdotes de Anubis escenificaban sus oficios de tinieblas. Por más tétrico que resultara aquel osario, ni la codicia ni la ciencia volverían a profanar sus restos para acabar exhibiéndola como una pieza de museo ofrecida a la curiosidad de los nuevos bárbaros. Definitivamente, su amada podría descansar en paz. Pero, ¿y él? ¿Podría hacerlo?

De pronto, la monja que le había conducido hasta ese macabro paraje se llevó las manos al velo para alzarlo lentamente.

Surgió ante él un rostro que le paró el corazón. El saco de arpillera se le cayó de las manos. Por primera vez en mucho tiempo, sobrecogido hasta el hueso del alma, Kenneth Conway dio un paso atrás.

Aquellos ojos tan negros y profundos como suspiros, sus labios largos y curvados, como dos gaviotas en vuelo… Solo le faltaba la extravagante melena azul cobalto que lucía en sus años de vino y rosas. Ahora la suya era una cabeza afeitada que destacaba aún más la perfección de sus rasgos sin atenuar su belleza. ¿No era así como se presentaban las reinas de Egipto? Pero no, no se trataba de ninguna de ellas. Con sus pómulos más marcados y su piel más pálida, seguía siendo la misma. Aquella mujer que le cortó el aliento cuando la vio por primera vez, y que ahora regresaba a su vida con toda la fuerza callada de una tempestad a través de un océano de olvido.

Invadido por una sensación de irrealidad, como dos sueños que se superponen y se desplazan, Conway preguntó, casi involuntariamente:

—Leticia, Leticia Cerio… ¿De veras eres tú?

Ella respondió con un suave cabeceo sin dejar de mirarle, leyendo su trastorno en su rostro. ¿Qué había llevado a aquella mujer absolutamente vitalista, incorregiblemente sensual, tan invasiva, tan seductora, a encerrarse en el convento de «las Sepultadas Vivas»?

—Leticia, tú aquí… —volvió a exclamar, sin salir de su desconcierto—. ¿Pero por qué…?

Su respuesta le llegó con un suspiro de vencimiento.

—¿…Y tú me lo preguntas?

No necesitó decir más. Una sola palabra resumía toda su historia. Había decidido renunciar a la vida porque el único hombre al que había amado de verdad había renunciado a ella. Conway se sintió invadido por un tumulto de recuerdos. Como una fulguración de tinieblas, cabalgándose unos sobre otros, vinieron a su memoria los días luminosos, cuando aquella mujer radiante le llevaba de fiesta en fiesta, cuando se zambullían en los farallones y hacían el amor a pleno sol tendidos en la playa de las Sirenas. Ella siempre le dijo que solo era un juego, pero no era cierto, le había entregado su corazón, sin condiciones, y él lo sabía. ¿Por qué aceptó convertirse en su amante y nada más? ¿Por qué calló cuando ella le anunció que se iba a casar con Fersen? ¿Por qué la dejó caer?

Ella continuó, como si tuviera la facultad de leer sus pensamientos:

—Pobre Kenneth Conway, recorrerás la vida entera y no comprenderás nada. Lo único que sabrás es que tu amor ha matado a la mujer que amabas. Caminarás con esa sensación como una señal del horror, como un leproso que depara catástrofes inexplicables a la gente que ama… ¿Pero para qué crees que la vida te ha traído aquí? —Tras aquellas duras palabras, la tristeza de su voz parecía anunciar el comienzo de una absolución—. Te lo voy a decir: para que entiendas de una vez que yo soy el único antídoto para tu maleficio. Como tú lo has sido para mí, a mi pesar, y, sin embargo…

Conway la escuchaba tan petrificado como una estatua de sal, incapaz de esbozar un gesto, necesitaba que siguiera hablando.

—¿Y sin embargo qué, Leticia…?

—… Y sin embargo no guardo ningún resentimiento hacia ti, Kenneth, si es eso lo que estás pensando. —¿Lo decía de verdad? ¿Era eso lo que sentía?—. Ves en mí a una Leticia distinta en todo a la que conociste. Mi vida anterior ha quedado atrás para siempre. Todo lo que fui ha muerto. No voy a explicarte por qué. Solo quiero que sepas que sabía que volveríamos a encontrarnos. Y que puedes confiar en mí.

Conway tomó sus manos, estaban frías como el hielo. Sin que acertara a reconocerlo, aquel poema de Browning que marcó el inicio de su aventura se había hecho realidad entre ellos. «¿Podré retener tu mano entre las mías un instante más, solo un instante más…?».

—Entonces, Leticia, ¿me has perdonado?

—No solo eso, Kenneth. Estoy llena de gratitud hacia ti.

—¿Gratitud… tú, hacia mí…? —El escocés la miraba sin salir de su aturdimiento.

—No quería explicártelo, pero ya veo que lo necesitas, ¿verdad? —continuó ella, casi apiadándose—. Escucha, Kenneth, el amor que me negaste acabó siendo para mí una experiencia extraordinariamente valiosa. En mis momentos de culpa…

—Tú no fuiste culpable de nada Leticia —le cortó Conway—. Fui yo, solo yo.

—No, fuimos los dos.

—Es igual, para mí la culpa no existe.

—Existe, Ken, claro que existe: es la cruz de la moneda de la posesión. Y yo soñaba con poseerte, absolutamente. Cuando te apartaste de mí, incluso cuando yo me fui con Fersen, soñaba con que algún día volveríamos a ser amantes… ¡Qué amarga fue la farsa! Me veía entregándome a ti ciegamente, expiando tu despecho, pagando mi deuda. Supongo que esto revela la insondable vanidad femenina. Desear el peor de dos mundos, la peor de dos palabras: amor y traición.

Aquella confesión parecía ir más allá de su memoria de los tiempos de Capri. En un destello oscuro la vio emerger de aquel largo sueño, cuando su nombre era Kya, la cortesana hitita, la hija de Kafra. En su última noche al pie de la montaña de Nejbet, ella le había dado a beber aquel vino narcótico que le rindió a su deseo mientras Fersen y Crowley se llevaban a Ankhesa para sepultarla en otra cripta, la del gran templo de Atón, en Amarna. Condenatio amoris. Amor y traición, todo ha quedado atrás. Si aquella historia había sido un delirio, ella le respondía ahora dentro de ese mismo delirio. Fundidas en una sola mujer que ya era otra, Leticia y Kya habían muerto para siempre. Y así se lo hacía saber manteniendo ese aire de débil audacia, aunque sus labios temblaban cuando prosiguió.

—… Por arduo que sea el camino, uno termina por aceptar los términos de la verdad. Y un día yo me la encontré cara a cara, Kenneth: Tú te habías enamorado de un sueño al que no renunciarías jamás. Igual que yo… Pero nuestro sueño nunca fue el mismo, por eso nunca dejamos de ser dos desconocidos. Dime entonces, ahora, Kenneteh, ¿quién traicionó a quién? Yo me engañaba contigo, pero tú te engañabas a ti mismo.

Conway no pudo responder, su mente zumbaba como un cable de alta tensión a punto de quedar reducido a cenizas. Leticia alzó la lámpara sobre el saco que contenía la momia de Nefertiti.

—«Nefer-Neferu-Atón…» «La Bella ha llegado» —exclamó, restituyéndole una mirada profunda—. ¿No es eso lo que quiere decir el nombre de tu reina?

¿Cómo podía saberlo? El escocés, atónito, asintió con un gesto.

—Está bien, la acojo en mi casa —añadió en voz más baja, con el peso de la comprensión—. Yo, por el amor que me negaste, acabé eligiendo morir en vida. Y tú has elegido amar a esta reina muerta que, sin embargo, para ti está tan viva como nosotros mismos. Es posible que sigas engañándote, incluso que nos engañemos los dos. O tal vez no. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede saberlo? Ya no te juzgo, Kenneth Conway. La esencia de la vida es el misterio. Nos debía este reencuentro, nuestra última oportunidad de redimirnos. Así ha sucedido y así sucederá: Ella se quedará conmigo, yo guardaré tu secreto… y tú te irás. Te irás para siempre. Pero antes de irte… —Leticia tomó aliento, temía que su corazón le fallara—. Antes de irte, tú también tendrás que aceptar el pacto que voy a proponerte. Un pacto con una sola condición.

Conway respiró hondamente.

—¿Un pacto? ¿Qué clase de pacto?

Leticia pareció vacilar. Algo del fulgor de su antigua belleza cruzó como un relámpago en aquella voz ferviente y conmovida cuando pronunció aquellas palabras, que resonaron como los términos de un ultimátum.

—Nunca más volverás a traicionar un amor, como traicionaste el mío. Ese es el único pecado que tu dios y el mío nunca perdonan, Kenneth. Yo te perdoné una vez. Esta, no te lo perdonaría jamás.

—No te entiendo, Leticia…

—Desde este mismo instante en que acepto guardar para siempre el cuerpo de tu amada, tú tendrás que aceptar que yo soy ella. —Y al decirlo, se le formó un nudo en la garganta que le costó pasar—. Nunca jamás volverás a verme pero, igualmente, nunca jamás volverás a amar a otra mujer. Esa es la condición que te impongo, Kenneth Conway. Si no estás dispuesto a aceptarla, llévatela.

Conway sintió que su corazón se convertía en un pedazo de plomo, apenas podía sostener su mirada. Bajó sus ojos hasta el sudario que envolvía el cuerpo de Nefertiti. Luego, lentamente, volvió a alzarlos para encontrarse con los suyos. Leticia había comenzado a respirar de una manera entrecortada, también a ella se le hacía insoportable aquella situación.

—De acuerdo, por ti, por ella…, acepto lo que me pides —exclamó al fin el escocés—. Jamás volveré a amar a otra mujer. Nunca jamás.

—Jurámelo, Kenneth.

Él se llevó su mano a los labios. Temblaba como una hoja. Cuando se disponía a besarla, advirtió un anillo que reconoció al instante. Se trataba de aquel sello egipcio que Ankhesa le había regalado a su rival para sellar la paz, el día de su primer encuentro. No, no había sido un sueño. Todo era cierto. Como esa mano que ahora era la suya, como ese beso que volvía a unirlos para siempre. Bastó el roce de sus labios sobre su piel para que las lágrimas contenidas comenzaran a derramarse, suavemente, sin un sollozo. Y, a medida que surcaban sus mejillas, aquellas lágrimas sellaron un oscuro armisticio en el duelo que libraban sus almas.

—Juro que nunca te olvidaré, mi reina.

—Ni yo tampoco, maldita sea, escocés del demonio.

Se lo dijo con una suave sonrisa, tan triste, tan insoportablemente triste, la sonrisa del último adiós, mientras retiraba su mano de sus labios. Aquel último beso quedaría eternamente detenido en ese instante, amputado del antes y el después, existiendo por derecho propio, como las frágiles transparencias de un pétalo olvidado entre las páginas de un viejo libro, que era el libro de su vida. Una campana comenzó a doblar. Su tiempo había concluido, pero Conway se sentía incapaz de retirarse.

—Vamos, vete ya… —articuló ella sin dejar de mirarle—, tienes que irte.

—Acompáñame hasta la puerta…

—No, yo me quedo aquí abajo. Tengo que disponer la mejor morada de esta cripta para tu reina. Cuando yo muera, la suya será la mía.

—Leticia, por Dios…

—Vamos, vete ya.

Conway retuvo su mano, «un instante más, solo un instante más…», sin pronunciar una sola palabra, pero diciéndoselo todo con ese silencio que escribía por sí mismo los términos de una despedida atroz. A cambio de la vida eterna, la eterna condena de un amor imposible. Luego, paso sobre paso, fue remontando la escalera que subía desde las catacumbas al refectorio. Nada más cruzar la puerta, una corriente de aire la cerró con un golpe seco, la sentencia definitiva de «las Sepultadas Vivas». A medida que se alejaba, desde el fondo de aquella tumba le alcanzó un grito desgarrado que parecía perseguirle resonando de bóveda en bóveda:

—¡Kenneth!

¿Quién lo llamaba? ¿Leticia, Ankhesa, Nefertiti…? Ya no se volvió. Continuó caminando como quien camina en sueños, sin tocar el suelo, sin saber dónde acababa su delirio y dónde comenzaba la realidad. Sí, tal vez nuestro único pecado sea el hecho de desear conocer esa última verdad que no somos capaces de soportar, en vez de contentarnos con los torpes simulacros que nos ayudan a seguir viviendo. A duras penas pudo aguardar a que la luz del día le liberase del vértigo. Cuando al fin se sumergió en ella, tuvo la sensación de que una losa ardiente caía para siempre sobre su corazón.

Erró sin rumbo, con paso vacilante, como quien atraviesa un espejismo o un campo de batalla en el que hubieran sucumbido todas sus emociones, con el corazón hecho pedazos, mentalmente aturdido, incapaz de articular un solo pensamiento. Como un hombre que al final de un viaje largo y terrible descubre que ha regresado a la pesadilla del punto de partida. Y después de esto, ¿qué? La pregunta le persiguió mientras vagaba por el dédalo de callejuelas de Spaccanapoli, buscando una que le condujera al fin del mundo. La ciudad se iba oscureciendo lentamente, replegándose sobre sí misma, como si esperara la llegada de un huracán. Nubes de sangre seca recorrían las calles como profecías. Una pareja de prostitutas fumaban indolentemente apoyadas contra la pared de un callejón. Le interpelaron con una voz ronca, fatigada, llevaban magnolias en el pelo. No era sexo lo que ofrecían, sino una más profunda inmersión en el olvido. Él no quería olvidar, no podía hacerlo. La fábula eterna siguió asediándole mientras continuaba su descenso hacia ninguna parte. Pasó ante una barraca donde un tumulto de curiosos contemplaba a un tragafuegos que vomitaba llamaradas de querosén con la cabeza vuelta hacia el cielo. Se cruzó con una zíngara que pregonaba la buenaventura como si fuera una maldición. En todos los rincones las sombras caían y naufragaban, hinchándose como una magulladura, preñadas de experiencia humana. ¿Qué querían contarle? ¿Cuál era su mensaje?

Cerca ya del puerto, entró en un café destartalado con una pequeña ventana abierta al mar. Sobre un anaquel colmado de botellas mugrientas una radio de galena torturaba una romanza de Tosti. Un grupo de pescadores jugaban a las cartas, sus risas y sus imprecaciones asomaban a sus labios como un cortejo de carnaval. Ocupó la única mesa libre y pidió lo mismo que estaban bebiendo ellos, un licor blanco y dulzón, parecido a la absenta. Con ese ruido de fondo comenzó a rememorar todo lo que había vivido, su historia entera, desde el inicio hasta el final. Su primer encuentro con Leticia, su descubrimiento del sarcófago de Nefertiti, la aparición de Ankhesa, sus besos, su delirio, su viaje desde El Cairo a Amarna, su regreso, su caída, su despertar. Profundamente herido, le aterró pensar que ya solo era eso, un superviviente.

La luna subía pálidamente sobre el Vesubio, largas olas grises bañaban la bahía de Nápoles como capas de ceniza al pie del volcán. Allá, al fondo del mar, todavía se recortaba la silueta de la isla de los dioses. Egipto, el amor, la vida, nunca regresarían. De pronto, la emisión radiofónica se interrumpió. El espacio de canciones dedicadas dio paso a la crónica de un suceso extraordinario. Ese mismo día, en el transcurso de una visita a Capri efectuada por Benito Mussolini, había sido descubierto un portentoso sarcófago egipcio dentro de la Gruta Azul. Al abrirlo, il Duce y sus acólitos se encontraron con una escena dantesca. En su interior, envuelto en una ensangrentada piel de oveja y con un disparo en la cabeza, a cañón quemante, yacía el cuerpo de un conocido excéntrico francés: Jacques d’Adeswald Fersen —Amori et dolori sacrum—, el señor de Villa Lysis.

Nadie prestó atención a la noticia. Enseguida regresó la música, las arias de Tosti, el estrépito de las fichas de dominó golpeando el mármol. La noche era cálida y serena, el perfume de los jazmines llegaba mezclado con el olor del salitre, en bocanadas que hacían parpadear las lámparas. Alguien había olvidado un periódico viejo sobre la barra. Con el segundo trago Kenneth Conway fue a por él, lo extendió y comenzó a escribir sobre sus márgenes como quien se abre una arteria.

Tres nombres de mujer, eso era todo.

Pero no, le faltaba un nombre más para acabar de resolver su propio enigma. Y también este era un nombre de mujer. En su aturdimiento no había reparado en el desvencijado letrero que colgaba de la puerta de aquella taberna, donde, bajo la tosca imagen de una sirena, se leía esta divisa: La Vecchia Partenope. Sí, «La Vieja Parténope», la menor de las tres sirenas que, según la leyenda, intentaron seducir a Ulises con sus cantos desde los farallones de Capri. Todos sabemos que Odiseo se salvó taponando con cera los oídos de sus remeros y amarrándose al palo mayor, pero son pocos los que recuerdan el final de la sirena. Mientras veía alejarse al rey de Ítaca, la bella Parténope murió de tristeza y su cuerpo llegó a las playas de una ciudad que hizo de ella su emblema. Parténope fue el nombre de la primera Nápoles. El único nombre que conocieron los sacerdotes egipcios que trasladaron la momia de Nefertiti hasta la isla de las Sirenas, en el tiempo del emperador Tiberio, el mismo que consignaron con su escritura jeroglífica, llamándola «Pertun-Hotep».

Ya parece innecesario revelar quiénes eran esas «hijas de Pertun-Hotep», las hijas de Parténope, cifradas en la profecía de Amarna. En el convento de «las Sepultadas Vivas» la Bella había consumado su destino, al fin había conquistado la infinita paz.

Kenneth Conway nunca sabría que su historia se cerraba así, en un círculo perfecto, tal y como había sido escrita tres milenios atrás. ¿Pero qué importaba eso ya? ¿Qué importaba nada? Su vida estaba acabada, ya solo viviría para preservar su secreto. El secreto de la última morada de Nefertiti. Sentado con un perro a sus pies, en la mesa de al lado, un ciego de más de mil años peroraba acerca de la vida y sus misterios. Beati i pazzi… Bienaventurados los locos que nada comprenden. Apenas faltaban veinte meses para que un arqueólogo de fortuna llamado Howard Carter descubriera allá, en el valle de los Reyes, la tumba de Tutankamón.

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