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ENTRE tanto, Conway pagó sus excesos con un nuevo desvanecimiento. Esta vez solo se debía a las expectativas que había despertado en él la visita de Gaetano. Más que agotado estaba desbordado, el tumulto de ideas, la confusión, se amplificaban con un estado de excitación paralizante. La imagen de Ankhesa ocupaba todo el espacio de su mente. No podía pensar más que en ella. Sabía que lo que había vivido mientras permaneció en coma era algo más que un sueño. Su reina le esperaba en la Gruta Azul. Tenía que rescatarla de aquella tumba, pero ya no cometería los mismos errores. No, su aventura egipcia no volvería a repetirse. Solo entonces comenzaba a entenderlo. Él ya no era un egiptólogo ávido de hallazgos deslumbrantes. Puede que lo fuera en una vida anterior, pero ya no lo era. Aquella caída, el despertar, le habían revelado su verdadera naturaleza. Ya solo era un hombre rendido al misterio de un amor imposible, demente, incomunicable, que, sin embargo, constituía la única luz, el norte absoluto de su vida. A través del sufrimiento por la pérdida de Ankhesa, al fin entendía el mensaje de Nefertiti. Esa mujer no moriría jamás, existiría siempre, y él siempre estaría junto a ella. Viviría para preservar su secreto, para impedir que su última encarnación en la tierra fuera turbada por manos sacrílegas. ¿Cómo evitarlo? ¿Qué podía hacer en la situación en la que se encontraba? Los fascistas de Malaparte por un lado, Fersen y su corte de alucinados por otro. Lo tenía difícil, pero contaba con una baza extraordinaria. Solo él había vivido aquella experiencia sobrenatural, en Egipto, en Amarna, en la Casa de los Millones de Años. Ahora lo sabía todo, les conocía mejor que ellos a sí mismos. Y lo más importante, al fin comenzaba a ser el único dueño de su destino.

Cuando reapareció, al caer la tarde, el barón Fersen no pudo reprimir un gesto de extrañeza. Aquel hombre, ¿era el mismo que el día anterior le había echado a patadas de su habitación? De pronto, el escocés le recibía con la más cordial de las sonrisas. Aunque, a decir verdad, la suya parecía la sonrisa de un loco peligroso.

—Vaya, veo que se encuentra mucho mejor… ¡Ah, la brava gente de Escocia, qué fortaleza la suya! —exclamó el barón, acomodándose en la silla junto a su cama, todavía con cierta prevención—. Me alegra notificarle que tiene usted a toda Italia esperando a que se reponga. Ya se puede imaginar la razón…

Conway asintió sin alterarse.

—Un buen amigo ha venido a contármelo esta mañana. Según parece, los fascistas de Malaparte han encontrado un tesoro en la Gruta Azul.

—¡Vamos, no sea humilde! Esos matarifes prepotentes no han encontrado nada. Sé positivamente que fue usted quien lo encontró primero. Y si usted trabaja para mí, está claro que ese descubrimiento nos pertenece.

—No vaya tan rápido, Fersen. ¿Acaso sabe de qué se trata?

—Por supuesto que no —repuso el barón—. Pero usted seguro que lo sabe, ¿no es así?

—Siento decepcionarle —mintió el escocés—. Yo apenas abrí una galería que, sí, es cierto, comunicaba con una cámara policromada. Las pinturas remitían a la escuela de Amarna, pero podía tratarse perfectamente de una copia romana.

—Veo que su memoria flaquea. Es normal, claro, el accidente… —El barón carraspeó antes de continuar—. Hace un mes uno de los fascistas descubrió esa galería por puro azar. Por lo visto comunicaba con una segunda cámara donde encontraron una linterna con sus iniciales, Conway, y algo más: según dijo, allá abajo nos espera un sarcófago egipcio impresionante, verdaderamente majestuoso, ¡y con todos los sellos intactos! No hemos podido corroborarlo porque dos noches después sobrevino un percance muy desafortunado. La bóveda de la galería se vino abajo, y ahora el paso está cegado por un alud de rocas. Pero eso es lo de menos. Tres equipos de obreros trabajan sin descanso para reabrirlo. Sé lo que vamos a encontrar al otro lado. Estoy seguro de que se trata de la tumba de Akenatón. ¡El descubrimiento del siglo, Conway! ¡Se va a convertir usted en una celebridad mundial!

—Después de usted, supongo.

La respuesta del escocés le cortó el vuelo al barón, que cambió de tono al instante.

—Bueno, yo no tengo inconveniente en que sea usted quien acapare todos los focos, si es a eso a lo que se refiere…

—Y dígame, ¿tiene pensado algo en el caso de que se cumplan sus fantásticas expectativas?

—Lo tengo todo pensado, amigo mío. Si ese sarcófago es de oro macizo valdrá millones de libras, y a buen seguro la momia estará pertrechada de joyas y amuletos preciosos, de un valor incalculable. Pero no es eso lo que a mí me interesa, sino lo que guarda dentro. ¡El faraón más excepcional de la historia de Egipto, el hombre que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, igual que Jesucristo! He encargado al gran Walter Gropius, ya sabe, el genio de la Bauhaus, la construcción de un mausoleo subterráneo en Villa Lysis. Tendrá la forma de una cripta tebana y estará presidido por un serdab donde solo cabrán dos personas: Akenatón y yo.

Aquel psicópata exhibicionista seguía cultivando su viejo delirio. Conway sintió que le hervía la sangre. A duras penas, consiguió contenerse.

—El escenario perfecto para sus invocaciones espiritistas, ¿no es eso, Fersen? Sí, ya lo estoy viendo: todos sus ilustres invitados engalanados con túnicas del tiempo de los faraones, una nube de opio para crear la atmósfera propicia, efebos y vestales danzando coronados de pámpanos, y usted recitando sus poemas a la luz de la luna.

—¿…Y qué tiene eso de malo? —repuso el barón, con una incomodidad palpable—. Yo también respiro por mis sueños. Igual que usted, Conway.

—Yo ya no soy el que era, Fersen —continuó el escocés, clavando en sus ojos toda la resolución de su mirada—. Todo lo que me cuenta me parece un sacrilegio. Sí, un sacrilegio intolerable.

—¿Pero qué dice? No le entiendo… —farfulló el barón—. Si verdaderamente es Akenatón quien nos espera ahí abajo, ese descubrimiento está llamado a cambiar la historia. Imagine los papiros que encontraremos dentro de su sarcófago. ¿Qué contarán? ¿Qué evidencias, qué misterios, qué nuevos mundos nos abrirán?

—Nuestro mundo está muerto, Fersen. No vive en la luz, sino en las tinieblas. Por eso busca desesperadamente un atisbo de vida profanando tumbas.

—Bueno, y qué… En esta historia todos somos ladrones de tumbas. Pecadores, demonios enamorados de la muerte, como Baudelaire —sonrió, aunque en realidad no creía en nada de lo que decía—. Pero no olvide que es la ciencia lo que nos anima…

—No, no es la ciencia lo que nos mueve, sino la más aberrante sed de sangre.

—¡Por favor, cuánto tremendismo!

—No, cuánta ceguera. Abra los ojos, Fersen. Me ha pedido que imagine las maravillas que podremos encontrar dentro de ese sarcófago. Yo le voy a pedir lo mismo. Imagine su propio cadáver dentro de mil años. Imagínelo perfectamente preservado, como solo sabían hacerlo los sabios egipcios. Pues bien, imagine ahora que un arqueólogo del futuro descubre su tumba y saca a la luz lo que quede de su cuerpo. Imagine la hoja de un escalpelo rasgando sus tejidos, diseccionándolos uno a uno, hasta el más oscuro recoveco de su anatomía. Ya no serán los rayos de Atón los que bendecirán su regreso al mundo de los vivos, sino la fría luz de una máquina de rayos X, o los fogonazos de magnesio de los fotógrafos. Es eso exactamente lo que estamos haciendo con los viejos faraones. Quebrantamos su voluntad de descansar en paz, los arrebatamos de su sueño de esplendor, descuartizamos sus cuerpos, descoyuntamos sus miembros y, al final, exhibimos sus despojos sin ningún pudor, solo para entretener a una horda de petimetres aburridos. Si una expedición de africanos viniera mañana a desenterrar a los reyes que descansan en la abadía de Westminster, toda Inglaterra se pondría en pie para impedir lo que considerarían una brutal profanación. La misma que estamos perpetrando nosotros con todas las culturas antiguas desde la más absoluta prepotencia, y con la más absoluta impunidad.

—Le reitero que nosotros lo hacemos en nombre de la ciencia positiva.

—¿La ciencia positiva? No me haga reír… ¡Maldita sea la ciencia arqueológica, Fersen, yo la maldigo porque la conozco bien! Todo ese gremio de doctos eruditos me merece el mismo respeto que una bandada de vampiros sedientos de cadáveres, de fama y gloria, y nada más. Su «ciencia positiva» es la coartada de los nuevos bárbaros. Con sus descubrimientos nos han deslumbrado hasta cegarnos por completo. Así hemos olvidado lo esencial. ¿Y sabe qué es lo esencial? No, no lo sabe. Yo se lo voy a recordar. ¡Lo único esencial en esta historia es tener presente que toda vida humana es sagrada, tanto la de los vivos como la de los muertos!

Fersen escuchó su exaltada diatriba con la boca abierta. Se impuso un tenso silencio. «Es por el accidente, está claro. Este hombre ha perdido la cabeza, ya la recuperará. Calma, no es más que eso», se dijo para sus adentros, mientras se enjugaba el sudor de su frente con un pañuelo. Luego intentó contemporizar:

—Entiendo sus argumentos, Conway. Y quiero que sepa que los respeto —exclamó con la voz más neutra que pudo modular—. De todas formas, esperemos a que llegue el día en que usted se restablezca por completo. Cuando baje a la gruta y vea con sus propios ojos las maravillas que nos esperan, seguro que cambiará de opinión.

—No, no cambiaré.

—Tiempo al tiempo, Conway, tiempo al tiempo.

—El tiempo se ha acabado, Fersen, esto es el final.

El barón ya no replicó. Con un gesto pausado se ajustó su sombrero y empuñó su bastón de empuñadura de nácar, una joya del Settecento.

—Mañana volveré a visitarle, si no le molesta…

Conway ignoró su despedida. Al poco de cerrar la puerta, cuando ya promediaba el pasillo, el barón descargó un bastonazo contra la pared. No le importó que su joya del Settecento se partiera en dos. Aquel loco parecía capaz de cualquier cosa. «Tanto peor para él», masculló entre dientes. «Porque si persevera en su locura, como me llamo Jacques d’Adeswald Fersen, juro que no vacilaré en quitármelo de en medio».